Editorial de La Tizza
Suenan otra vez las campanas por “el fin” del socialismo en Cuba. Salivaron seguro algunas bocas desde los balcones del imperio — y más allá o acá del mar que separa esta isla del resto del mundo — , y también desde algunas alcantarillas. Los que siguen leyendo a Cuba como si el Caribe fuera el Báltico comparten jubilosos en sus redes imágenes de Berlín o de Praga, en aquellos días de hundimiento. No saben que la Revolución cubana no se puede “desmerengar”, porque nunca ha sido de merengue. No porque no haya sido dulce, sino porque ha tenido también sus tragos amargos, que hasta ahora hemos sabido convertir en fuerza.
Los que salieron a protestar contra el Estado y el socialismo en Cuba eran pueblo. Podemos asegurar incluso que muchos pertenecen a esa parte del pueblo que más ha sufrido los efectos de la crisis que la pandemia, el bloqueo, las nuevas sanciones norteamericanas y la gestión desesperada e insuficiente de lo que podemos conseguir, en medio de tanta escasez y problemas acumulados, han provocado. Son también esa parte del pueblo que ha sido más desfavorecida con el inevitable aumento de la desigualdad social con que el avance de reformas de mercado ha lacerado y segmentado nuestra sociedad. Nos atrevemos a asegurar, incluso, que estas desigualdades múltiples, a veces invisibilizadas, pero siempre sentidas y tan lesivas a la justicia social, han producido una desconexión. Una desconexión entre aquellos que gritaban “Patria y Vida” en las calles, y el proyecto revolucionario. Y esa desconexión, que siempre deja como saldo cierto sentimiento de abandono, de orfandad política y económica, tarde o temprano se ha convertido en rencor y hasta en odio.
Si soslayamos esta complejidad, si pensamos simplemente que son “delincuentes” o “marginales”, si nos resistimos a entender los procesos de marginación y si no reconocemos las deudas con los más humildes hacia lo interno de nuestra sociedad nunca vamos a entender qué ocurrió ese domingo.
Este sector más marginado del pueblo — al menos en La Habana — fue activado por la agenda política de la contrarrevolución. Esta supo catalizar su malestar y proyectar su deseo como deseo capitalista. No es de extrañar que los que protestaban por “hambre” saquearan de las tiendas no solo comida, sino suntuosos artículos electrodomésticos, para satisfacer ansiedades largamente aplazadas de consumo, construir la vida que han aprendido a imaginar y desear sin ningún contrapeso efectivo de una cultura distinta emancipada.
Hubo espontaneidad y hubo efecto cascada y de contagio en los sucesos del 11 de julio, pero pensar que esta apareció “pura” es algo que solo verán aquellos para los que la verdad no importa.
Hubo espontaneidad, pero también hubo una operación política y de inteligencia, ejecutada por actores que sí comprenden perfectamente la agenda en juego.
¿Acaso a alguien le parece casual la repentina preocupación de varios influencers con respecto a Cuba? ¿Y la petición del alcalde de Miami? ¿La articulada campaña en las redes? ¿La simultaneidad de las acciones?
No obstante, hablar de golpe “blando” y guerra no convencional cómo únicas causas de esta revuelta reaccionaria es un error. Una perspectiva que se limite a ello colocaría al bloque de la Revolución en un (in)cómodo fatalismo: convierte estas tragedias en destinos inevitables. Además, puede inducir a creer que solo estamos en presencia de un problema de seguridad del Estado.
Si lo que ha ocurrido fuera solamente un problema de Estado — así con mayúsculas — , tendrían razón los que creen — o quieren hacer que otros crean — que el 11 de julio ocurrió un enfrentamiento entre el pueblo y el Estado.
Nada más falso.
El domingo no ocurrió un enfrentamiento entre el pueblo y el Estado como entelequias — aunque más de algún teórico gaste tinta en pretender demostrarlo — . El domingo ocurrió un enfrentamiento entre dos partes del pueblo, entre dos proyectos: una parte que ha sucumbido, que se ha rendido, a la agenda de los que siempre han pretendido precisamente rendirlos por hambre y necesidad, y que están dispuestos a renunciar a la soberanía y al socialismo porque entienden, o perciben, no solo que ya no tienen nada que perder sino que no les queda nada por ganar, y por otro lado, la parte del pueblo que no está dispuesta a renunciar ni al proyecto revolucionario que ha construido durante generaciones ni a la legalidad de la Constitución socialista por la que votaron democráticamente, ni de la sociedad emancipada que imaginan en su porvenir más allá del actual Estado heredero de la Revolución, y sus falencias. Los que crean que solo los militares, los dirigentes y los poseedores de MLC tienen razones para defender el socialismo, están muy equivocados. Millones de personas en Cuba hoy no están dispuestos a perder una sociedad de paz, un proyecto de justicia social, y una dignidad nacional que solo ha dado a este pueblo, a todos, una Revolución que no se agota en lo conquistado, sino que debe abrir nuevos caminos.
Algunos ideólogos de la restauración liberal proponen la conformación urgente de mesas de diálogo entre las fuerzas de la contrarrevolución y el bloque revolucionario — al que solo entienden como Estado — .
Quizás piensan esto como una oportunidad de hacerse de una rebanada del pastel en el contexto de una disputa abierta del espacio público. ¡Cómo se nota que sus balcones están muy lejos de las calles! En las calles reales, los manifestantes mostraron su falta total de voluntad de diálogo. Ahí se evidenció que su programa, que es exclusivamente la destrucción del socialismo, es irreconciliable con la profundización de toda la justicia social, y que embriagados por la euforia de disolución y destrucción eran incapaces de ver las sombras de una intervención en ciernes o su miseria probable en una Cuba totalmente devastada por el capitalismo. Esos manifestantes, a fin de cuentas, fueron agentes de un programa que no era suyo.
En los 2000, ante la desconexión y marginación producida por los años más duros de la crisis de los noventa, Fidel emprendió la Batalla de Ideas. En este proceso, luego desdeñado por algunos que no hablan más que de sus fallos y pierden por completo su sentido, miles de jóvenes que vivían en entornos marginados, como los que pueblan con sus rostros las fotos de este día 11, lograron estudiar o reinsertarse laboralmente.
Fue entonces que la universidad llegó a todas partes de veras, y no quedó reservada para el grupo selecto de los que aprueban unos exámenes y reciben un “permiso para estudiar”. Instructores de arte, trabajadores sociales y maestros se lanzaron a recobrar y reconstruir una cultura distinta, general, para todos: tareas con las que Fidel elevó la autoestima de los jóvenes, especialmente de los más desfavorecidos, y logró reconectarlos con el proyecto revolucionario.
Fidel regeneraba entonces parte del tejido social de esta Revolución que ha buscado ser de los humildes, por los humildes y para los humildes. Sin Batalla de Ideas, quizás, lo que vivimos el domingo hubiera ocurrido una década antes. En horas como estas, muchos revolucionarios hemos pensado en Fidel, y no solo por aquel episodio ya antológico de agosto de 1994, aunque también por ese. Hemos pensado en Fidel porque nadie como él sabía convertir los reveses, las múltiples derrotas, en nuevos caminos, en victorias. Si los revolucionarios cubanos, si los comunistas cubanos queremos vencer, no podemos dejar nuestras miradas fijas en lo que ha sido, o recorrer los viejos caminos.
Si queremos vencer tendremos que volver a Fidel; es decir, volver al futuro.
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