Por Rafael Hernández
Palabras leídas en el homenaje a Juan Valdés Paz organizado por la Asociación de Escritores de la Uneac, realizado el 11 de enero de 2022 en la Sala Villena.
Conocí a Juan Valdés Paz al final de la Zafra de los Diez Millones, en la calle K, donde estuvo una vez el Departamento de Filosofía. Yo estudiaba Letras y mi vocación no era enseñar Historia de la Filosofía, pero sabía que sin aprenderla de verdad no iba a ninguna parte. Recuerdo sus clases sobre Leibniz y las mónadas, su arrobo por el empirismo lógico, su fascinación con Bertrand Russell, y su identificación con las filosofías de los grandes sistemas — Aristóteles, Kant, Hegel — .
Lo que me gustaba de las clases de Juan, más que la exposición, eran las respuestas a las preguntas de los alumnos. Ahí era donde sobresalía su erudición y sobre todo, su nivel teórico y su originalidad para hacerlo aterrizar.
Los profes del Departamento nos daban clases a los que estudiábamos para instructores como si estuviéramos al tanto de los debates teóricos del momento en el mundo. Aquella cultura pedagógica también parecía asumir que el pensamiento filosófico no podía aprenderse como el álgebra, la gramática o la física, donde se va de lo más simple a lo complejo, sino que cobraba sentido solo cuando uno se colocaba ante los grandes problemas de la filosofía, que no había manera de simplificar, a riesgo de desnaturalizarlos. Esos profes de la calle K se dividían entre los que lograban hacerlo y los que no.
Juan Valdés Paz podía explicar a Leibniz, el Obispo Berkeley o Wittgenstein no como oscuros discurseros metafísicos que reemplazaban la realidad por doctrinas curiosas o improbables, sino como hitos en el desarrollo del conocimiento, la construcción de nuevos problemas y caminos hacia otras verdades. Lograba hacernos entender que todos los filósofos, a su manera, tenían razón.
A diferencia de los que venían graduados de Filosofía y Letras o Derecho, estudios en universidades soviéticas o cursos intensivos para formar profesores de filosofía marxista, Juan Valdés Paz no era ni bachiller. En el clima de seminario que imperaba en la calle K, él era el único realmente autodidacta. Algunos comentaban jocosamente que era «un camionero que había leído mucho». Él no solo había logrado ingresar en aquel grupo tan heterogéneo, por su origen social y sus disciplinas, sino haber sido aceptado en lo que llamaban «los siete sabios». O sea, los líderes intelectuales del Departamento.
El primer texto suyo que conservo no fue un artículo en Pensamiento Crítico, donde nunca escribió, sino una ponencia en el Congreso Cultural de La Habana, en 1968, dedicada a un tema del momento: «Vanguardia, tradición y subdesarrollo», en coautoría con Jesús Díaz. Los del equipo de traducción del Congreso, donde yo me había colado, pasábamos trabajo para poner aquellos párrafos complejos en francés o inglés. Por ejemplo:
Entendemos por vanguardia, en el sentido de la evolución artístico-cultural, a la relación dinámica producida por movimientos con un grado de conciencia de sus objetivos inmediatos; ……….. que incluye las nociones de ruptura y aporte, como resultado de su tarea de experimentación y búsqueda, cuya gestión resulta siempre revolucionaria en el plano axiológico, y tiende a serlo en el plano político-social; que se realiza siempre en oposición crítica con la tradición, a la vez que incluye el sentido de la continuidad esencial de la misma, para convertirse también ella, en tradición viva en la medida en que estabiliza sus logros.
En aquella ponencia, el papel de la vanguardia intelectual quedaba definido por oposición tanto «a los grupos de intelectuales que representan la defensa del tradicionalismo y los intereses reaccionarios» como a «los grupos que representan el populismo y el dogmatismo».
https://medium.com/la-tiza/no-hay-nada-desconectado-cuando-se-hace-pol%C3%ADtica-6a9baee877e8
Me he remontado a las ideas de Juan antes del CEA para entender lo que traía consigo cuando llegó a nuestra sede, en la Tercera Avenida de Miramar. Y porque ilustra, como en una nuez, la carga conceptual y política que acompañó su desarrollo, desde su fundación en 1978 hasta la crisis de 1996. Como es obvio, entender el papel de Juan en el CEA requiere tener presente el contexto de transformaciones culturales, intelectuales y políticas que tuvieron lugar a lo largo de esos 18 años, durante la mayor parte de los cuales él estuvo construyendo la institución; y también la distancia histórica que lo separaba de lo que nos tocó vivir en la calle K.
Creado como un think-tank del aparato auxiliar del Comité Central del Partido, subordinado al secretario de Relaciones Exteriores, cuando Juan ingresó, en 1980, el CEA ya había pasado a la atención directa del Departamento América.
Su objeto de estudio, levemente desmesurado, abarcaba el sur de América Latina, la Cuenca del Caribe, incluyendo Centroamérica, y también los EE.UU. y Canadá. Cuando Juan y yo nos sentamos con el Departamento de América — léase, Germán Sánchez — a diseñar su estructura, estaba cantado que íbamos a priorizar nuestro entorno geopolítico: Centroamérica, donde se había desencadenado una nueva ola de guerras de liberación; el Caribe, donde varios países insulares — Jamaica, Barbados y en especial Granada — creaban un entorno especial para la política cubana; y los EE.UU., por razones obvias.
Al frente de los estudios sobre Centroamérica, Juan tenía por delante países tan poco tratados en la academia cubana como Honduras y Costa Rica; y que atravesaban conflictos como Nicaragua, El Salvador y Guatemala, cuyas revoluciones ocupaban la primera plana de la prensa norteamericana y europea. Su labor no era precisamente seguirle el curso a aquellas guerras, sino entenderlas con los hierros de las ciencias sociales.
Para hacerlo, el profesor de Historia de la Filosofía, ya graduado de Sociología en la Universidad de La Habana, y experto en problemas agrarios, con experiencia en el INRA y el MINAGRI, tenía que enredarse con otras sociedades rurales, estructuras sociales y problemas políticos muy distintos a los nuestros. De manera que sus innumerables libreros empezaron a llenarse de volúmenes, recortes de prensa, folletos, con nombres como Edelberto Torres Rivas, Gabriel Aguilera Peralta, Manuel Alcántara, Nora Hamilton, Manuel Pastor, Rafael Cuevas, Alfredo Guerra Borges. Casi todos estos acabarían siendo sus amigos, como es natural.
Porque
Juan, según se sabe, tenía la capacidad de seducir — literalmente — a cualquiera, así como un sentido avasallador del significado de la amistad, como algo que ocurre instantáneamente, a la cubana, pero que él ejercía con el virtuosismo de un arte mayor. Nunca he conocido a nadie que haga tantos amigos, y sobre todo, con tal sentido de la fidelidad y la dedicación.
Para alguien que llevaba lecturas a todas partes y que interrumpía la conversa en un vuelo trasatlántico solo porque tenía que terminar de leer una novela, las horas invertidas diariamente en atender a sus amistades eran un enigma para mí. Un día descubrí que en una libretica donde anotaba todas sus tareas también ponía llamar o ir a ver a sus amigos, cada día y no importaba lo que tuviera que hacer.
El flujo de intercambio con lo mejor de la academia en el hemisferio le proporcionó a Juan, y a todo el equipo del CEA, una perspectiva y una visibilidad internacional que otras instituciones académicas, centradas en cooperar con la URSS y el campo socialista, no tenían. Sin embargo, su rasgo distintivo como instituto de estudios no radicaba ahí, ni tampoco en ser una dependencia del Comité Central.
A pesar de que algún investigador comentó horrorizado una vez «están queriendo rearmar aquí el Departamento de Filosofía», la principal huella de la calle K en el CEA no fue el puñado de sus antiguos miembros reencontrados en Tercera Avenida, sino el concepto de una autosuperación basada en seminarios internos, que construían una problemática y un referente intelectual diferentes a otros centros de investigación.
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Esta práctica, a cuyo nivel teórico, estilo analítico y ambiente discutidor, contribuyó Juan de manera decisiva, resultó clave para articular un equipo entre investigadores con orígenes muy disímiles. En aquel CEA concurrieron graduados de Historia, Economía, Sociología, el Pedagógico, academias diplomáticas de la URSS, Psicología, profesores de marxismo-leninismo, veteranos del antiguo Departamento de Filosofía, chilenos y cubanos graduados en la Ñico López, marxistas argentinos, junto a diplomáticos, ex-oficiales y colaboradores de lo que fue una vez la Dirección de Liberación Nacional al mando del comandante Manuel Piñeiro.
En ese conjunto variopinto, Juan tuvo desde el principio una influencia intelectual y moral particular. Esta no provenía de su cargo, su gracia personal o su especialidad como investigador, sino en su capacidad para enseñar y aprender de todos. En el CEA no hubo nunca «siete sabios», ni una revista teórica dedicada a difundir a los pensadores marxistas del Norte y del Sur, sino más bien a analizar circunstancias históricas concretas y conflictos políticos muy específicos, y a difundir el trabajo de todos sus investigadores. Así que la diferencia entre los que más sabían y los demás no se expresaba en jerarquías ni grados científicos, sino solo se revelaba a través de niveles de análisis y rigor en el conocimiento. Según una de las brillantes frases de su segundo director, Santiago Díaz Paz, Juan era «un caballo en pista fangosa» que siempre podía darle un giro inesperado al debate.
Esa cualidad suya se mostró con especial intensidad durante las 56 horas de discusión con la Comisión del Buró Político designada para analizar el caso CEA en 1996.
Trece años antes de aquella crisis Juan había visitado los Estados Unidos, en un viaje que ambos hacíamos por primera vez. Fue un mes entre Gainesville, Nueva York, Boston y Miami, donde aprendimos muchas cosas y aunamos amistades que han durado 40 años. Los temas de nuestras conferencias, el conflicto centroamericano y las relaciones Estados Unidos-Cuba, eran de gran interés en todas las universidades e instituciones de investigación donde estuvimos. Al final de cada sesión las preguntas sobre lo que estaba pasando en Cuba llovían. Regresamos con maletas llenas de libros que Juan se echaba literalmente al hombro y la noción de que, para poder contestar decentemente aquellos cuestionarios, debíamos ponernos a estudiar a Cuba.
No imaginábamos que esos estudios cubanos paralelos, ni que la fusión de visiones teóricas marxistas y debate de ideas sobre la realidad americana que fomentábamos en el CEA, iban a ser interpretadas como una desviación de nuestra misión, y una caída «en la tela de araña urdida por los cubanólogos extranjeros, en verdad servidores de Estados Unidos en su política de fomentar el quintacolumnismo». En un momento pasamos de recibir felicitaciones por nuestra contribución al trabajo del PCC, a «entremezclar ingenuidad con pedantería, abandono de principios clasistas con la tentación de viajar y editar artículos y libros al gusto de quienes pueden financiarlos», a convertirnos en «cubanólogos con ciudadanía cubana y hasta con el carné del Partido».
Escuchamos que algunos de nosotros editábamos «publicaciones que sin recato subastan no pocas de sus páginas». Que «aunque usan también fondos que les entregan algunas instituciones culturales del país, dejan entrever que recibirán donativos del extranjero sin ceder en nada». Que el «modelo para algunas de estas publicaciones especializadas, era Pensamiento Crítico, la revista que desempeñó un papel diversionista en la década del 60».
Habiendo leído antes algunas de estas frases en cartas de denuncia contra la revista Temas — que ya yo dirigía — destinadas a la dirección de la Revolución, sabíamos quiénes habían redactado los párrafos de aquel Informe.
En la sesión del núcleo del CEA dedicada a evaluar su desempeño como militante al final de aquel año 1996, «luminoso y triste», dije que Juan había sido nuestro líder en aquellos debates con la Comisión, y contribuido a mantener nuestras posiciones con la cabeza fría, sin ceder a provocaciones ni a otras movidas inesperadas. Como cuando hubo que enfrentar al director designado para intervenir el CEA en su intento de acusarnos por supuesta malversación de fondos, al punto de que el propio jefe de la Comisión tuvo que halarle las riendas. O cuando a un agente acusador designado se le ocurrió enmendarnos la plana teórica y poner en entredicho el marxismo del CEA como diversionista, y Juan lo paró en seco y desarmó sus argumentos en tres minutos, sin que se le alterara la voz. O cuando uno de los redactores del Informe contra el Centro, dando puñetazos en la mesa, amenazó con que tenía el mandato del Segundo Secretario para sancionarnos a todos y retirarnos ahí mismo el carné del Partido. Me parece estar viendo ahora la expresión imperturbable de Juan, en el silencio tenso que siguió a aquel exabrupto, y que desembocaría en la ausencia de este fiscal en las sucesivas reuniones.
Hablando luego sobre los años compartidos en el CEA, coincidíamos en dos cosas. La primera, que nuestro trabajo no se perdió, sino quedó como legado intelectual y político, reconocido por estudiantes e investigadores cubanos y extranjeros hasta hoy, por su contribución a las ciencias sociales, e imborrable de la historia del pensamiento y la cultura de la Revolución. La segunda, que a ninguno de los dos nos interesaba rehabilitación alguna, pues esa misma historia posterior se había encargado de poner a cada cual y a cada cosa en su sitio, más de lo que hubiera podido ninguna rectificación.
Como nuestras conversaciones por teléfono siempre empezaban con burlarnos uno del otro, juego que a él le encantaba, yo le diría hoy, en esa misma cuerda: «¿Quién te iba a decir, Juan Valdés Paz, que los jóvenes intelectuales iban a andar anunciando que quieren ser como tú? Después de tantos dimes y diretes, terminaste en algo parecido a ‘Somos continuidad’. Compadre, ¡qué cosa más grande!». Y me parece sentir ahora mismo el estruendo de sus carcajadas.
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