Notre Dame y las cenizas de otros fuegos

Por Alejandro Gumá Ruiz: “Las redes sociales se inundaron de expresiones de un dolor probablemente sincero, pero incompleto, mutilado, parcial”.

El día que Notre Dame se quemó, murió una niña de hambre. Su caserío de fango no aparece registrado en Google Maps, no hay materias primas allí.

Después y antes se ahogó «un negrito» en el estrecho de Gibraltar, víctima del primer intento de sus padres por hacer aún más «diversa» e «intercultural» a la sociedad europea.

Un obrero norteamericano se suicidó por deudas con el presente; y uno chino, por deudas con el futuro.

Aquel adolescente palestino no tuvo tiempo de decidir dónde vomitar la sangre.

Una mujer bonaerense fue apuñalada seis veces, después de ser violada otras seis a plena luz del día, pero «nadie la manda a deambular sola». Iba en busca de un lugar clandestino para abortar.

Una anciana cayó redonda luego de beber los últimos meses el agua del mismo río. Ella no sabía nada de Heráclito, pero tampoco de la maquila altamente contaminante que instalaron varios kilómetros río arriba.

Un periodista fue asesinado por contar una verdad que jamás afectó al asesino.

Y como premio no declarado en los acuerdos de paz, todos los desmovilizados de las armas fueron cuidadosamente aniquilados. Ahora, solo ellos descansan en paz, por si acaso.

La niña, el «negrito», los obreros, el adolescente palestino, la mujer bonaerense, la anciana envenenada, el periodista, y todos los desmovilizados de las armas, eran patrimonio de sus madres, de sus hijos, de sus amigos, o de la esperanza. Siguen siendo contornos de una plantilla estampada hasta el infinito sobre nuestros pueblos.

Pero que nada de esto les distraiga: recuerden que Notre Dame, la mística y emblemática catedral parisina se quemó.

Atengámonos por un instante a algunas de las reacciones inmediatas que suscitó el lamentable siniestro:

Las redes sociales se inundaron de expresiones de un dolor probablemente sincero, pero incompleto, mutilado, parcial. Personas que conozco y otras tantas que no, le decían al mundo con imágenes: «yo estuve, yo fui». Aunque no los moviera la intención de sobresalir, fueron presas de ese saldo inevitable.

Es curioso que el impulso no lo hubiesen tenido cuando ardió el Museo Nacional de Brasil el pasado año; o el Museo de Historia Natural de la India en 2016; o el patrimonio del casco histórico de Saná, capital de Yemen, en 2015; o el Monasterio de San Sergio y San Baco, en Maalula, Siria, en 2014.

Procuremos indagar por qué.

¿Es Notre Dame un sitio «distintivo»? Nadie duda que sí. Lo es, sobre todo, por sus valores intrínsecos, arquitectónicos, históricos, culturales, por su leyenda… Pero, ¿qué lo hace un «objeto de distinción»? La primera interrogante nos remite a las cualidades perdurables de una obra humana; la segunda, a contrapesos simbólicos de las relaciones sociales.

Situemos de pronto a Notre Dame en Argelia, país del norte africano del cual Francia solo se retiró después de que la guerra de 1954–1962 hiciera insostenible su dominio colonial. O situémosla, de modo imaginario, en algún país de Centroamérica, o en cualquier otro del «tercer mundo». Con sus valores distintivos intactos no sería, sin embargo, objeto de distinción para nadie. Sin su contexto parisino, Notre Dame se empequeñecería súbita e injustamente.

Y es que hay una lectura de nuestras prácticas cotidianas, nuestros modelos significantes, nuestros lugares de enunciación, cuya ausencia se va volviendo crónica: la lectura del arraigo que alcanzan el colonialismo y la colonialidad, en cuanto formas culturales.

Desde que nacemos nos enseñan a alzar la cabeza para admirar Nueva York, Madrid –capital de la que muchos apodan «Madre Patria»–, París, Londres… los grandes «centros». Se supone que yendo –no solo físicamente– hasta allí, avanzamos; se supone que así nos despegamos de nuestros orígenes negros y mestizos «atrasados», con sus templos y catedrales tan llenos de leyendas, testigos mayores de las audacias y la muerte en masa de quienes se vieron forzados a levantarlos sobre colinas –como en el caso de La Citadelle-La Ferrière en Haití–, sometidos al lugar que la distribución de prestigio mundial les impone.

El punto de partida de nuestra memoria no puede coincidir con el de los cuerpos que la acogen. Tiene que remontarse para salvar su narrativa, para comprender su especificidad violentada, para no devenir traductora de relatos universales que naturalizan operaciones de saqueo y acumulación originaria de capital como procesos «civilizatorios» atinentes a «la evolución social».

Resulta, cuando menos, indignante escuchar aplausos a los donativos hipócritas de la pareja Louis Vuitton, la familia Bettencourt Meyers, el grupo L’Oréal o la Fundación Bettencourt Schueller.

“Una ley de 2003 prevé que las empresas que invierten en cultura pueden deducir de sus impuestos el 60 por ciento de sus gastos a favor del mecenazgo. Por su parte, el primer ministro, Edouard Philippe, anunció (…) que los particulares podrán deducir de sus impuestos el 75 por ciento de sus donaciones a favor de la reconstrucción de la catedral parisina”.

https://es.sott.net/article/66215-Chalecos-amarillos-La-oligarquia-francesa-tiene-dinero-para-restaurar-Notre-Dame-pero-no-para-la-miseria-social

A buen entendedor…

Pero supongamos que, habiendo avanzado tanto la manipulación de las conciencias y las emociones, creemos en el alma caritativa de los ricos; todavía quedaría preguntarnos ¿por qué lo son?, ¿por qué lo han seguido siendo?

La actitud de una persona mentalmente colonizada manifiesta síntomas que me aventuro a resumir, sin ánimo de exhaustividad, con el objetivo de identificar y combatir mejor esa secuela de la dominación de unos seres humanos sobre otros:

1. La presunción de éxito para las ideas, productos y personas de los países altamente industrializados en el mundo.

2. La inclinación a conocer más –e imitar– realidades y comportamientos de esos países antes que del lugar de origen y pertenencia u otros.

3. La homologación, desde los imaginarios colonizados, entre movilidad geográfica hacia esos países y movilidad social ascendente.

4. El «autoconvencimiento» inducido de que los niveles de industrialización y desarrollo alcanzados por esos países son el resultado de características especiales de sus moradores: «más esforzados», «más disciplinados», «mejor preparados para el trabajo», «más ahorrativos», etc.

5. La atribución de mayor peso relativo a lo que en esos países suceda –trátese de hechos loables o lamentables–, y la asignación de roles mesiánicos respecto a la resolución de los problemas de la Humanidad.

A ninguno de los seres humanos que habitamos este siglo nos es dado un estado de pureza respecto a ese engendro de la explotación y el vasallaje que es la colonización cultural, de los sentidos, los imaginarios y las aspiraciones; pero a todos nos es dada la posibilidad de luchar contra ella.

Si lo hacemos, ganaremos mucho como individuos, ganará el pensamiento crítico, ganarán las futuras revoluciones que, necesariamente, han de plantearse la liberación cultural como destino. Ganarán nuestros ancestros, los millones que engrosaron con sus músculos, su desarraigo oprobioso y sus jornadas interminables de producción esclavizada, las arcas de la fractura del mundo en dos.

Y ganará mucho Quasimodo, que ya no tendrá que avergonzarse de su deformidad, ni tañer a la sombra las campanas, cuando el mundo que lo ha mirado con igual indulgencia que desprecio, logre, finalmente, redimirse.


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