Por Raúl Escalona Abella
Y ahí está el enamorado pidiéndole a la esperanza
que su pecho no se inunde con el llanto de su tiempo.
Santiago Feliú, Ayer y hoy enamorado.
Pablo de la Torriente narra el momento en el que Rubén Martínez Villena se encuentra con Gerardo Machado, y de cuyo enfrentamiento surge el conocido apelativo de “Asno con garras”. Sucedió en la casa del Secretario de Justicia de Machado, señor Barraqué. Villena iba con el capitán Muñiz Vergara para buscar el apoyo del Secretario de Justicia en la campaña de liberación de Mella antes de que muriera a causa de la huelga de hambre. En medio del encuentro llega el General Machado y saluda afablemente al capitán Muñiz, este al hallarlo de tan buen humor toma la oportunidad para solicitar la liberación de Mella de un modo persuasivo. El Presidente lo llama ingenuo y le riposta que «Mella será buen hijo, pero es comunista». Como un rayo, Rubén interviene en el intercambio y corrige al tirano: «¡Usted llama a Mella comunista como un insulto, y usted no sabe lo que es ser comunista! ¡Usted no debe hablar de lo que no sabe!».
Más allá de ser prueba del temple de Martínez Villena, este suceso posee una fuerza significativa. La interpretación más superficial podría ser el señalamiento del desconocimiento: “usted no conoce la teoría comunista, no sabe lo que significa el comunismo y la labor de los comunistas, y, por lo tanto, no debe hablar de eso”. Esta sería una interpretación epidérmica. Pero la corrección de Villena no es conceptual ni etimológica. No estamos ante un debate académico, ni ante un reproche elitista, sino ante la manifestación del universo revolucionario de los años 30 expresado en un gesto.
“[U]sted no sabe lo que es ser comunista” puede ser una agonía que indica: “usted no sabe de los sacrificios inmensos que hacen los comunistas; usted desconoce la labor agónica que realizan los comunistas”; es también un orgullo centelleante que aplasta: “usted no conoce los valores tan altos que mueven a los comunistas; usted no conoce los compromisos y las sensibilidades que poseen los comunistas”; y es una línea del imposible para Machado y para todo explotador: “usted y los que son como usted, no conocen, ni pueden llegar a conocer en qué consiste la lucha que pretendemos consagrar los comunistas”.
En el reclamo de Rubén hay un reproche, sí, pero no de élite, sino todo lo contrario. Su postura traza la exclusión de Machado del mundo de los oprimidos. Este acto moral conforma un límite, dibuja una línea y levanta un abismo entre Machado y Rubén, pero es, además, una gran fisura entre dos mundos cuyas existencias son inconciliables en ese momento: se erigen los universos del explotador y el explotado, el opresor y el oprimido, el dictador y el revolucionario. De esta forma, el ser comunista, para Rubén, es además un acto que une resistencias, compromisos, sensibilidades, anhelos y energías de transformación revolucionarias, siendo por esto un acto de exclusión, mediante la afirmación y pertenencia a una causa, a un ideal que expulsa al dictador de la comprensión siquiera de esa condición política, ética, filosófica y humana.
Regresar a nuestra militancia cotidiana nos conduce a la búsqueda de la fuerza, la ética y la energía que nos constituye como militantes.
A la pregunta “¿qué significa ser un joven comunista?”, gastada ya por la reiteración, debemos superponerle “¿qué fuerzas de resistencia, impulsos éticos y energías revolucionarias constituyen el ser joven comunista hoy en Cuba?”.
Esto atraviesa un problema fundamental: las militancias posibles en la Unión de Jóvenes Comunistas.
El sentido común y los valores que el capitalismo reproduce al nivel de sus imaginarios naturaliza condiciones de desigualdad, explotación, discriminación e injusticia. Resistir es un ejercicio complejo cuando la amplitud, alcance y liquidez de las formas capitalistas logran tal nivel de expansión que abarcan los referentes posibles, y prácticamente todo nos parece un producto de la sociedad capitalista, incluso aquello que la niega. Entonces resistir no puede entenderse con metáforas de sitios medievales, o de bombardeos modernos. En las condiciones de la liquidez y la dominación personalizada, la resistencia debe ser minuciosa, más consciente que nunca antes. Las resistencias deben partir de lo concreto, de la observación de la realidad más cercana a todos. Observar las injusticias y no dejar de verlas como tales, incluso sin tener las fuerzas suficientes para combatirlas es prueba de una voluntad de resistir.
La fuerza de resistencia se opone a las enormes fuerzas que normalizan las desigualdades, discriminaciones y explotaciones. El deber de la militancia revolucionaria es el de socializar la fuerza de resistencia contra el avance implacable del capitalismo, ya sea como agresión entre naciones (bloqueo económico, comercial y financiero; agresiones armadas; golpes de estado), como opresión entre clases (explotación del trabajador por el propietario); o como imaginarios cotidianos para la organización de nuestras vidas subordinados a la extracción del capital de los cuerpos (los imaginarios de la sociedad capitalistas reproducen continuamente modos de existir económicos, sexuales, familiares, profesionales, morales, políticos, etc. que disuelven las contradicciones y naturalizan la dominación).
La juventud comunista debe contribuir a la educación mutua y colectiva de las resistencias frente al capitalismo, pero también frente a las tendencias no-socialistas que pueden darse en el período de transición. La oposición a las injusticias, opresiones y desigualdades que se reproducen en el período de transición socialista, sean entre individuos, clases sociales o naciones deben ser puntos de resistencia en una política comunista. Solo sobre la base de este principio de resistencias múltiples puede darse la actividad transformadora de la militancia. La fuerza de resistencia no solo permite contener el embate del imperialismo, sino que detiene el avance de las asimetrías que se reproducen en la transición socialista.
La propia labor militante de organización, agitación, formación y transformación debe conducir a cambios del sujeto que la realiza, pero no como individuo aislado que se transforma a sí mismo, sino como colectivo, como miembro de una comunidad — en el sentido amplio de la palabra — donde existe un progreso moral ascendente. La reflexión sobre estas formas de relacionarse debe conducir a una ética revolucionaria, una ética del compromiso. Con belleza lírica, Cintio Vitier lo sintetiza en Ese sol del mundo moral:
«Lo primero que se descubre, en efecto, cuando un país entra en revolución, es la consistencia moral de la vida humana. Lo que era el saber y el sufrimiento de unos cuantos solitarios, se convierte de pronto en un hecho masivo. Al plantearse las contradicciones económicas e ideológicas como alternativas de vida o muerte, cada hombre, cualquiera que sea su extracción social y su instrucción general o política, se ve obligado a tomar partido y a militar. Aun la indiferencia constituye, en tales circunstancias, una decisión que comporta determinados riesgos; pero a medida que la hoguera avanza la indiferencia se va haciendo objetivamente más imposible y los riesgos tienden a hacerse cada vez más graves. La toma de partido, por otra parte, pierde los matices aparenciales que la hacen llevadera en tiempos de paz: cada hombre, en suma, sabe que tiene que escoger entre lo justo y lo injusto, a la altura de su momento histórico, sin máscaras ni subterfugios. Una revolución es, en cuanto vivencia, la objetivación de la eticidad en que el hombre, como tal, consiste».[1]
La Revolución Cubana es una gran explosión de lo ético, es una gran constitución de eticidad que se desplegó por todo el pueblo y convirtió en inaceptable lo que hasta ese momento era cotidiano. Fue inaceptable la expoliación yanqui, la explotación de los obreros, el desalojo campesino, la politiquería, las mentiras públicas. La voluntad de una ética revolucionaria penetró hasta la cotidianidad, y si bien no se cambió el calendario, era inaceptable decir “señor” o “señora”, y se impuso el trato de “compañero” / “compañera” porque todos éramos ya desde aquel enero de 1959 iguales ante la Patria y ante el futuro. Se abolieron las aceras para blancos, las tiendas para ricos, las playas para privilegiados. La realidad estalló y en la conciencia popular penetró como un incendio la voluntad ética de construir la sociedad de la justicia plena. Fue inaceptable bajar la cabeza.
Esa tradición ética nos pertenece y la militancia comunista es una obra de continuas reivindicaciones, incluso de aquellas que por su arraigo reaccionario no puedan ser alcanzadas de inmediato. Parafraseando a Walter Benjamin, toda revolución, para ser verdadera, debe redimir a las revoluciones incompletas que constituyen su pasado. Y la condición ética de la militancia comunista no es una invención de manuales o reglamentos, sino una voluntad que nos alcanza mediante la historia de las revoluciones cubanas, que es la historia de Cuba como pueblo.
Así como el negro pudo bañarse en las playas reservadas para los Dupont, así como la ama de casa pudo estudiar e irse a las lomas a defender la Revolución, así como el obrero pudo tener su casa sin alquileres ominosos y ejercer la libertad con los fusiles, hoy nosotros debemos penetrar en las angustias de lo cotidiano para sacar de ellas lo inaceptable, lo que niega al socialismo y puede hundir a la Revolución en el fracaso.
La militancia es también una práctica moral y una reflexión ética que debe generar las condiciones de posibilidad para una moral socialista, no la condena moralista, sino la transformación histórico-social de las formas injustas de reproducción de la vida.
A inicios del siglo XX, en debates establecidos al interior del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, Vladimir Ilich Lenin publica el folleto propagandístico ¿Qué hacer? En este texto Lenin hace referencia al concepto de energías revolucionarias, no lo conceptualiza, sino que aparece de paso para insistir en la necesidad de crear un periódico nacional para toda Rusia y evitar la tarea diluyente de promover por el Partido periódicos locales:
«Esta experiencia demuestra que, en las condiciones en que nos encontramos, los periódicos locales, en la mayoría de los casos, resultan en principio inestables, políticamente carecen de importancia, y, en cuanto al consumo de energías revolucionarias, resultan demasiado costosos, como totalmente insatisfactorios desde el punto de vista técnico (me refiero, claro está, no a la técnica tipográfica, sino a la frecuencia y regularidad de la publicación)».[2]
La actividad militante tiene costo en las energías revolucionarias de la militancia y las masas. Por energías revolucionarias podemos entender las reservas que cada individuo posee para generar un salto revolucionario que quiebre las ataduras de su realidad y lanzarse a la osadía de luchar por otra futura. Las energías revolucionarias parten de las sensibilidades personales, del posicionamiento ante lo injusto, de la clase o grupo social al que se pertenece, etc. Son reservas energéticas que impulsan al individuo hacia el sacrificio por alcanzar una transformación de la realidad. El ejercicio militante es, en alguna medida, una economía de las energías revolucionarias.
¿Por qué decimos esto? La militancia comunista es la reflexión de la actividad revolucionaria desde una disciplina colectiva, un conocimiento teórico y un compromiso ético con un futuro que se delinea como superación de las injusticias del presente. Este grado de organización, concientización y práctica se alcanza mediante acumulados de luchas, de reflexiones, de derrotas y victorias. La militancia comunista debe estar consciente — de ahí la importancia de la reflexión teórica continua — de las contradicciones que componen la realidad y de las desigualdades que generan, pero también debe partir del criterio de que no puede resolverlas todas de conjunto porque no todas son entendidas como problemas competentes a la militancia comunista (por ejemplo, la causa feminista en los movimientos socialistas ha demorado décadas en insertarse como central en la práctica y el discurso revolucionarios y todavía encuentra resistencias en elementos que se reconocen de izquierda), ni todas pueden llegar a tener de forma simultánea los acumulados de lucha para disolver sus contradicciones realmente en el entramado social.
Esta posición de irregularidad ante el campo de luchas hace que sea necesario comprender la configuración de los reservorios energéticos de la militancia y el pueblo, y desarrollar una capacidad gestora de esa economía de las energías revolucionarias.
Pongamos un ejemplo. La contradicción educador-educando es la principal de los espacios de enseñanza. Esta puede conducir a relaciones de dominación y autoritarismo donde se presenta al educador como sujeto dotado de todas las luces, por tanto, incuestionable, y posee todas las prerrogativas para condenar y corregir la actitud del educando sometiéndolo con diversas tecnologías de poder — desde el desaprobar una materia, hasta la violencia física en su sentido más tradicional — . El educando debe asumir su rol pasivo, no sublevarse contra el educador y agradecer este acto de violencia con la satisfacción de ser “civilizado” y en pago comportarse “civilizadamente”.
Aun en su forma de dominación, la relación educando-educador es necesaria. Por tanto, las energías revolucionarias que se destinen a lidiar con esta contradicción deben partir de análisis concretos que, sin apuntar a su total supresión, comiencen a organizar la lucha por erradicar ramificaciones subsidiarias de esta — democratización mayor del proceso docente educativo, gestión conjunta del espacio universitario, mayor participación en las tareas administrativas, etc. — , y hacerlo sin perder el horizonte utópico de disolver esa contradicción.
La labor militante demanda así una responsabilidad sobre las energías revolucionarias de los camaradas. Cada convocatoria, aun inscribiéndose en la lucha titánica contra el capitalismo y el imperialismo, no debe malgastar en tareas costosas — al decir de Lenin — las energías revolucionarias de los militantes y el pueblo, porque son hasta cierto punto “finitas”; es decir, se componen de sensibilidades, imaginarios revolucionarios, compromisos éticos que, si se desprecian a punto de movilizarlos en tareas inútiles o banales, pueden caer en la decepción, la frustración, el desaliento y, por tanto, en su debilitamiento y desaparición provocando la renuncia a la causa revolucionaria y la aceptación de las desigualdades y opresiones, es decir, de la derrota.
Nadiezhda Krupskaya, militante bolchevique, fundadora del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, en un pasaje del libro Lenin y el partido comenta los primeros pasos de la vida en la socialdemocracia del comunista ruso:
«Mano a mano con Shelgunov [agitador y propagandista obrero de la socialdemocracia pre-partidista rusa], Lenin inició su labor socialdemócrata práctica en Petesburgo. Ocurrió esto en 1894 (…). A la sazón no se celebraban manifestaciones ni mítines obreros, no había aún comités del partido, no existía el mismo partido (su I Congreso se reunió en 1898, y casi todos sus delegados — en total eran nueve — fueron arrestados después de la asamblea), había obreros conscientes aislados. Con ellos Shelgunov organizó un pequeño círculo tras la Puerta del Neva, donde él desplegaba una enérgica labor de organización y propaganda entre los obreros. Lenin iba todos los domingos a explicar El Capital, de Marx, a familiarizar a los camaradas obreros con los fundamentos del marxismo. Entonces, ni hablar se podía siquiera de periódicos socialdemócratas. Se acordó publicar una hoja. Esta la escribió Lenin, la discutieron y corrigieron conjuntamente en el círculo obrero, se sacaron cuatro copias de ella en un hectógrafo y se repartieron en la fábrica de Semiánnikov».[3]
Hay algo impresionante en la vida de Lenin y de sus compañeros de militancia durante veinte años: el tesón inclaudicable y la constancia en el trabajo revolucionario. Como vemos, del inicio de las actividades partidistas de Lenin al triunfo de la Revolución Bolchevique transcurren 23 años de arduas resistencias, estudio, tareas organizativas, persecuciones políticas, peligro de muerte, polémicas ácidas dentro del Partido, miserias familiares, penas personales, derrotas políticas; es decir, 23 años de dura lucha revolucionaria.
Las altas velocidades en las que la incesante producción ideológica del capitalismo actual nos resuelve la vida imaginándola por nosotros hacen que se nos haga difícil imaginar — curiosa paradoja — estar 23 años dedicados a una tarea de “imposibles”. Pero en algún lugar Pablo de la Torriente escribió: “La Revolución va construyendo, con sillares de entusiasmo, abnegación y sacrificio, el lujoso palacio del futuro, y el que quiera hacer de cúpula brillante, que pruebe antes a ver si resiste hacer de oscuro cimiento”. Sin saberlo, Pablo definía la trayectoria de Lenin porque estaba retratando el camino de la ética que debe atravesar todo militante revolucionario.
En apariencia, hoy el empeño continuado en una causa justa parece quedar reservado para las estatuas de bronce, para los hombres y mujeres de los libros de texto. El sacrificio parece ser destinado hacia lo que reporte beneficios personales inmediatos. Este individualismo es fuente de desigualdades, de repliegues en las conquistas políticas, sociales y morales de la Revolución. La militancia es un ejercicio de vida para Lenin y los comunistas anónimos, los obreros y campesinos anónimos que hicieron la Revolución de Octubre y luego la defendieron con las armas en la Guerra Civil: ser militante era pelear por la vida. Para ellos, militar con la Revolución era el límite, el imaginario y la frontera de su existencia.
No nos es ajeno este sentimiento. En la Cuba revolucionaria de los años sesenta, vivir era hacerlo todo por salvar la Revolución. Obreros, campesinos, pequeños propietarios, trabajadores en general se lanzaron al torrente revolucionario. Sus vidas se fusionaron a la de la Revolución; su voluntad de sacrificio por la Revolución era la Revolución; se enlazaron a la existencia y posibilidad de la Revolución en una vorágine de pasión desgarradora, romanticismo, delirios de grandeza. Fue el canto maravilloso, grandilocuente y retadoramente peligroso de todo un pueblo. La Revolución era el límite de lo posible. Sin ella, no eran nada, solo con ella llegarían a ser.
La militancia comunista joven tiene en su presente una multiplicidad de militancias posibles. Hay una tradición de luchas sociales revolucionarias que fueron progresando durante el siglo XX hasta coronarse en el triunfo popular de enero de 1959. Hay grandes injusticias, opresiones y desigualdades en la cotidianidad que nos rodea. Hay una política imperial terrible y genocida. Hay un capitalismo mundial rapaz que nos destierra de su mundo y nos ahoga la existencia. La política revolucionaria debe estimular desde los espacios organizativos un gran entretejimiento de las causas de lo común que parten de la angustia de los individuos reales hacia el combate mundial contra el capital. Esta eticidad hacia lo cotidiano, esa politización de las causas en apariencia no políticas constituye un ejercicio militante renovador para la actividad revolucionaria de la Unión de Jóvenes Comunistas. La militancia debe salir con urgencia del letargo de lo inútil, del despilfarro de las energías revolucionarias.
No somos comunistas porque nos oponemos al imperialismo yanqui; sino todo lo contrario, nos oponemos al imperialismo yanqui — y este a su vez nos adversa — porque elegimos el camino de la emancipación en la causa comunista. Pero esa política no puede articularse solo como una voluntad diplomática del Estado, sino que debe llevarse a lo cotidiano, y esto no quiere decir que se persiga la música norteamericana o los hábitos de consumo capitalistas, sino que, mediante un entretejimiento de causas de lo común, de las desigualdades e injusticias de lo cotidiano, se observe la dominación y explotación concreta a la que está sometida la persona real que está a nuestro lado. De esta manera la militancia se llena de contenido, actualidad y realidad.
En este punto de absoluta imbricación de la militancia con los problemas universales de la humanidad y los conflictos cotidianos se traza una línea de ejercicio de la libertad. Como refiere Adolfo Sánchez Vázquez en su Ética:
«La libertad no es solo asunto teórico, porque el conocimiento de por sí no impide que el hombre se halle sometido pasivamente a la necesidad natural y social. La libertad entraña un poder, un dominio del hombre sobre la naturaleza y, a su vez, sobre su propia naturaleza. Esta doble afirmación del hombre — que está en la esencia misma de la libertad — entraña una transformación del mundo sobre la base de su interpretación; o sea, sobre la base del conocimiento de sus nexos causales, de la necesidad que lo rige».[4]
Llevando esta línea de la reflexión hacia delante, la militancia rebasa su carácter parcial y limitado, su encasillamiento en participaciones ceñidas a momentos específicos y alejados de una práctica política real. Este marco de fijeza se quiebra y se despliegan las militancias posibles. Se traza un campo de lucha en lo cotidiano; se desata una resistencia sobre las formas de opresión múltiple a las que estamos sometidos y nos constituyen como individuos; se abre un campo de la moral socialista y de la ética del sacrificio, del salto revolucionario y de la economía de las energías revolucionarias para la transformación de la realidad; se levanta la potencia de la vida dedicada al ejercicio militante y se establece un imaginario de la vida como consagración del cambio del ser humano dado a su colectivo, a su comunidad, a su nación. El ser comunista toma cuerpo en su entrega a lo humano.
Como ejercicio de “la transformación del mundo sobre la base de su interpretación”, la militancia es una forma de liberación de los sujetos oprimidos. Como deseo de comunismo, como latencia de una humanidad posible, la militancia es el ejercicio de la libertad en la transición socialista.
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Notas:
[1] Vitier, Cintio. (2015). Ese sol del mundo moral. Editorial Centro de Estudios Martianos. Cuba: La Habana.
[2] Lenin, V. I. (1961). Obras escogidas en tres tomos, Tomo I. Editorial Progreso. URSS: Moscú.
[3] Krúpskaya, Nadezdha. (s/f). Lenin y el partido. Editorial Progreso. URSS: Moscú.
[4] Sánchez Vázquez, Adolfo. (1984). Ética. Editorial Grijalbo. México: México D. F.
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