Por Fernando Luis Rojas: “Es que aún tengo el ardor del gas pimienta y el olor a goma en la nariz”.
“¡No puedo ver!”, gritó mientras se llevaba el pañuelo de seda a los ojos. Con las manos nerviosas trataba de frenar unas lágrimas grasientas y amarillas. Quizás por las cremas antibióticas, quizás por la infección.
“¡No jodás más! Estás así hace dos días. El doctor dijo que tenemos que esperar una semana, hasta que baje la hinchazón”. La voz de mujer lo golpeó en el pecho. Sus sesenta años se acomodaron en el sillón y la protuberancia violácea sobre los ojos se movía frenética. Seguía llorando.
“Dime qué pasa. No es por los ojos. Eso lo sé”.
“Es que aún tengo el ardor del gas pimienta y el olor a goma en la nariz”.
“Tampoco es eso. No lloraste cuando el policía te plantó la bota en la garganta, ni cuando te incrustó los tacones en los ojos… Dime, ¿por qué lloras?”
La calva estaba sudorosa, transpiraba con cada suspiro.
“No lloraste en la ESMA. Y no derramaste una lágrima por Alicia, Juan o Fernando. Cuando cayó la dictadura apenas me preguntaste cómo se puede matar tanto en tan poco tiempo. ¿Por qué carajos lloras ahora?”.
Los noventa kilos de carne se reclinaron en el sillón. Estiró las manos a la mesa ubicada frente a él para encender un cigarrillo.
“Así. Fuma, ¡cabrón!. Escápate con el humo. No lloraste hace dos días, cuando nos tiraron al suelo en plaza Constitución por el «verdurazo»… Qué te pasa, ¿por qué lloras ahora?”
“Lloro por la risa y el desprecio del policía cuándo le grité «No le peguen a mi hermana. Yo fui de los presos en la ESMA y soy de los que perdonó»”.
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