Por Joel James Figarola
Texto publicado originalmente en Santiago de Cuba, Casa del Caribe. Impreso en el Taller Argenis Burgos, 1996.
Para muchos cubanos nacidos después del triunfo de la Revolución en enero de 1959, la consigna de «Vergüenza contra dinero» puede resultar, en un intento de aprehensión apresurado, carente de significación o, al menos, interpretada de maneras diferentes del recto sentido con que fue pronunciada por primera vez y luego repetida hasta el punto de presidir una de las más fuertes corrientes de opinión pública que en una peculiar y feliz simbiosis de ética y política expresas, hayan tenido lugar a lo largo de toda la historia republicana de Cuba y aún considero que de todo el continente.
Es cierto, como ha sido señalado más de una vez, que el sostenido esfuerzo de mejoramiento humano –en término de individuo y en término de sociedad– ha sido una constante en el quehacer público cubano, se haya realizado este desde las cátedras docentes, en las páginas escritas, en la tribuna pública, o en la propia acción revolucionaria violenta; dotar de empeños morales el empeño político ha sido una divisa consciente de nuestros mejores pensadores y nuestros más relevantes patriotas desde los iniciales indicadores de aparición de la nacionalidad cubana hasta los días actuales, y no considero que pueda quedar margen alguno a dudas si se afirma que en nuestro Apóstol José Martí esa fusión de lo ético en lo político, de darse uno a través del otro, encuentra su expresión más alta y clara hasta el punto de poder afirmarse que con él, semejante unión conforma los conceptos similares de aquello que pudiéramos llamar un pensamiento cubano sobre el hombre y sobre la conducta social. Puede asegurarse que, al menos a partir de Martí, toda iniciativa revolucionaria en nuestra isla ha procurado ajustarse a esa doble, y simultánea, búsqueda de perfeccionamiento del hombre en sí mismo y del perfeccionamiento del comportamiento del hombre dentro de la colectividad.
Pudiera pensarse que la obtención de uno de los dos extremos enunciados conduce por la fuerza, por resultado mecánico, a la consecución del otro, pero muchos son los ejemplos a lo largo de la historia de la Humanidad que nos muestran cómo allí donde sólo se perfeccionan las instituciones y prácticas sociales, los vicios humanos obrando desde las esferas privadas suelen desnaturalizarlas y anularlas; y cómo los propósitos de humanización individual con una frecuencia lamentablemente recurrente pueden devenir en actitudes místicas y contemplativas.
Tal parece que las particulares condiciones en que el deseo primero y la necesidad después de alcanzar la independencia entre nosotros conducían a esta conjunta formulación de la ética y la política. Es decir, la obligatoriedad de luchar contra la dominación extranjera y por la abolición de la esclavitud al mismo tiempo, no permitía otra alternativa de iniciativa pública en nuestro primer arranque separatista en firme. Lo cual equivale a expresar que nuestra postración social era de tal carácter y de tal desmesura que era imposible reivindicar el conjunto sin reivindicar cada uno de los integrantes de ese conjunto. El esfuerzo de salvación nacional comportaba dificultades y oposiciones de tal tamaño, que únicamente era perseguible con esperanza de éxito si a ello se aplicaban individuos con una vocación de desistimiento personal y solidaridad hacia los demás de superior estatura. Y esta premisa es válida y contingente si nos referimos a los días de Céspedes, a los días del propio Martí y también a los días que corren en estos momentos.
Siempre he estado persuadido de que esa articulación orgánica e inevitable se ha encontrado presente, con mayor o menos evidencia, en la perspectiva y el modo operacional de nuestros más penetrantes dirigentes revolucionarios de cada época; pero más en la perspectiva que en el modo operacional asumido en estricto significado.
Tal parece que esa, llamémosle así, categoría de la existencia de lo cubano, es más fácil de ver que de manejar; más fácil de medir y constatar en su importancia que en justicia, operar con ella, ponerla a jugar, y a combatir, en el terreno del juego y el combate de la vida práctica, diaria, del común de las gentes.
El enunciado oral presenta menos dificultades –y menos riesgos– que el enunciado activo; pero este último, sin el primero, carecería de convicción, de sustentación, de vida más allá del instante en que se produce; de capacidad de regeneración y superación de sí mismo. Visto en perspectiva entre «el sol del mundo moral» como solicitud de equidad de Luz y Caballero y el «todos y para el bien de todos» de José Martí ocurre el estrechamiento del abrazo de lo ético con lo político, que es paralelo del tránsito de la política como palabra a la política como hecho y como palabra anterior y posterior al hecho.
En esa perspectiva, la ruptura superadora de Carlos Manuel de Céspedes de la conspiración coloquial y bucólica al lanzarse a la guerra por la independencia declarando al mismo tiempo libres a sus esclavos, marca un hito. Al igual que lo marca el asalto al Cuartel Moncada y La Historia me Absolverá, y el «Patria o Muerte» de la porción mayoritaria del pueblo cubano de hoy. Y el «Vergüenza contra dinero» de Eduardo Chibás, también lo marcó. Y me apresuro a sugerir lo que constituye la principal proporción de estas líneas:
la consigna «Vergüenza contra dinero» posee para el pueblo cubano en la actualidad una importancia inusitada.
Tanto como en los días en que fue enunciada, o quizás más. En el momento en que el líder del Partido del Pueblo Cubano, comúnmente conocido como «Ortodoxo», en razón de una voluntad de no comprometerse con alianzas políticas que pudieran limitar su ulterior capacidad de transformación sobre la situación cubana, dio a conocer el tema, el cual inmediatamente pasó a ser como la identificación misma del propio Partido, el país se encontraba en plena bancarrota de su práctica institucional republicana, inmerso en un agobiante escepticismo del pueblo hacia toda gestión política, por la suma de fracasos y defraudaciones sufridas a manos de desvergonzados gobernantes que se sucedían sin solución de continuidad en una angustiosa competencia de latrocinio, malversación, abusos y negocios espurios, todo ello más que con la aquiescencia, con la complicidad de la embajada norteamericana en La Habana y la misión militar permanente a ella anexa.
«Vergüenza contra dinero» es así un llamado a la movilización popular, una convocatoria a los sectores más amplios de la sociedad cubana –precisamente desposeídos de dinero, pero sobrantes de vergüenza– para llevar adelante una cruzada de adecentamiento público capaz de limpiar el lodazal en que se había convertido la nación y, con ello, se sacara al pueblo de su pertinaz abstención de la política, lo despertase –tal como el propio Chibás lo reclamaría en su última aparición en la radio en la cual se disparó el tiro que lo llevaría a la muerte– de esa suerte de modorra paralizante en que tanta maldad lo había sumido, y pudiera pasar con ello a la toma de iniciativas políticas conducentes a propósitos de mucho mayor alcance y trascendencia. Así pues, el enlace entre los propósitos éticos y los políticos eran expresos y evidentes.
Ahora bien, ¿qué había detrás de aquella necesidad de adecentamiento, de aquella obligatoriedad de resurrección de los sectores humildes a la vida pública del país para, precisamente, salvar el país? ¿Qué había detrás de la corrupción y la sangre de los dos periodos auténticos y la anterior sangre y corrupción de los dos periodos dictatoriales de Batista, antes del 40 y después del 40?
Toda la serie de fatales determinaciones en el terreno de la sociología y de la psicología social se encontraban detrás del degenerado espectro político y la postración económica imperante, entre ellas la consagración, en razón de prácticas muñidoras y de caciquismo, de un minoritario y desvergonzado sector de politiqueros profesionales que hicieron de la vida pública del país cosa estrictamente suya; infranqueable propiedad privada suya como garantía de que esa, su fuente de enriquecimiento y bien vivir, no podría ser discutida nunca por nadie bajo ningún concepto. La política se convirtió en coto cerrado de los políticos venales; el pueblo renunció asqueado a cualquier intento de incursión en la política y con ello el coto cerrado se hizo más cerrado, más infranqueable.
Era un juego perfecto que anulaba toda circulación, toda alternativa de competencia fuera de las reglas del propio juego. A todo ello contribuía en magnitud nada desdeñable la miopía política de la izquierda organizada, la cual entró en alianzas y componendas que le restaron su base de sustentación popular y, por la senda del browderismo, cayó en el muy frecuentado error de imitación al extranjero que siempre subyace en toda mentalidad minusválida.
Todo el estado cubano quedó definido como la salvaguarda de esa concepción de la política como feudo que era, a su vez, un correlato de la factualidad de la economía como feudo y de todo el país como dependencia del imperialismo.
La política, en realidad, devenía así, en administración; en simple gestión burocrática subalterna de la creciente anexión de Cuba a E.U. y siendo así era, si se quiere, menos notable, menos constatable en su negativa importancia, la cada vez más abrumadora indiferenciación entre la política y la vida privada de los políticos inamovibles, eternizados en su propia circunstancia; entre el ámbito particular de los jefes de partidos y la llamada cosa pública.
En cierta forma, el monopolio político del mambisado, que había definido el primer tercio de siglo, adquiría ahora, algo después de la medianía de la década del 40 y finalizada la Segunda Guerra Mundial, una nueva expresión –algo menos históricamente justificada y mucho más perjudicial– en los más conspicuos representantes de la revolución que había derribado a Machado.
Porque de eso se trata. El inmovilismo político, la corrupción y la dependencia en aumento tenían rostros, nombres y apellidos singulares. Y esos eran los de los revolucionarios, o de quienes se presentaban como revolucionarios, de los combates en los años 30. Y a partir de aquí todo cobra una nueva luz; todo tiene que ser visto desde un ángulo diferente.
Otra vez nos encontramos en presencia de un caso en el cual los representantes de la revolución se convierten en los propietarios de la revolución y, al hacerse la revolución poder, en propietarios del poder. La solicitud martiana de dignidad, decoro, respeto y correspondencia e identificación entre ciudadanos y gobierno, había venido una vez más al suelo.
A su vez, detrás de esa suerte de malabarismo sociológico en virtud del cual quienes debían servir a la sociedad devenían en señores de ella y usurpadores de todos sus beneficios y ganancias, se encontraba un traumático y acelerado proceso de pérdida de fe en el pueblo, en su capacidad para el sostenimiento de la soberanía propia, para enfrentarse y vencer a las tendencias intervencionistas y anexionistas.
La fuerte inclinación a la dependencia –al mantenimiento de la dependencia sería más exacto decir en este caso–, superlativamente aumentada en Cuba por la cercanía al imperialismo, conducía a la renuncia de la revolución, a la pérdida de la seguridad y la confianza en las potencialidades del propio pueblo cubano, y por esos rumbos se alcanza el individualismo más rampante y, con él, el adueñamiento de la política como empresa privada, lo cual comportaba el plano inclinado de una corrupción irrestricta, imparable, casi irresponsable por casi inconsciente; pues se presentaba como un producto natural de la propia sociedad cubana. Y en cierta forma lo era.
De hecho, la afirmación de Antonio Guiteras –el revolucionario de mayor evidencia marxista en toda la jornada del 30– referida a que una revolución auténtica en Cuba tenía forzosamente que ser antiimperialista, se cumplía al pie de la letra pero lamentablemente con signo negativo. Por no ser consecuentemente antiimperialista, la revolución dejaba de serlo, se «iba a bolina» como sagazmente lo definiría Raúl Roa, y de esa forma muchos revolucionarios dejaban de serlo y se aplicaban a cobrarle los supuestos servicios prestados a la nación, a través del expediente que hemos visto.
¿Dejaba la revolución de ser revolución, al dejar a un lado, renunciar o posponer los objetivos antiimperialistas como movimiento o corriente pública?
¿O esto sucedía porque primero los revolucionarios dejaban de ser tales por favorecer un más o menos taimado camino reformista?
Son acuciantes preguntas que aún, pese a todo lo que se ha escrito y especulado sobre aquel periodo, se mantienen, según creo apreciar, en la penumbra tanto más difícil de penetrar cuando una pesada cortina ideologizada de referencias, definiciones de tendencias y agrupaciones, personas y anécdotas lo dificulta en grado superlativo.
Sí parece prudente afirmar –y es un extremo de superior importancia para nosotros los cubanos en el presente– que a la necesidad de la revolución no se correspondió una posibilidad de igual medida. Y en este déficit de posibilidad tuvo mucho que ver la división entre los propios revolucionarios, un dogmatismo marxista infantil y sin sustentación en la propia historia de Cuba, y una suerte de vanidad patológica que movía a cada dirigente y a cada tendencia a reclamar para sí, con exclusión de los demás, todo el reconocimiento social. Una nueva versión, en suma, del «contra sí» que desbrozaba el camino para que el militarismo oportunista, encabezado por Batista, se encumbrase. Dependencia, pérdida de fe, individualismo, corrupción y militarismo se presentan, así, como hitos que encadenan en un círculo infranqueable los destinos nacionales.
Todo ello constituye el dramático testimonio de una gran frustración: la frustración del esfuerzo revolucionario a favor del cual se habían inmolado centenares de vidas muy preciosas para la patria, como las de Mella, Guiteras, Trejo, Alpízar, Álvarez, Floro Pérez.
Semejante constatación nos advierte, a la distancia en que nos encontramos, sobre los riesgos que comportan las revoluciones frustradas. Sobre los tremendos peligros que corremos los cubanos hoy, si nuestra revolución se frustra. Que no se frustrará.
«Vergüenza contra dinero» no era, estrictamente hablando, un llamado a la revolución: pero en los específicos contextos en que se levantó como un lema nacional –por lo que significaba como renovado esfuerzo de la sociedad cubana en la justa vía para la consecución de las normativas éticas y políticas establecidas desde el siglo anterior como constantes del independentismo– se equivalía con un pronunciamiento revolucionario, y por tal razón esas tres palabras pudieron convocar y aglutinar a los revolucionarios –aquellos revolucionarios que ya sabían que lo eran y aquellos otros que lo eran sin saberlo aún– y propiciar con ello, efectivamente, la revolución, cuando las necesidades, que existían desde antes, y las oportunidades, que la propia consigna con su capacidad movilizadora y concientizadora contribuía a crear, se dieron coincidentemente luego del golpe del 10 de Marzo que, por carencia de un criterio acertado sobre las energías populares, la embajada yanqui y el ejército plattista llevaron a cabo creyendo poder eternizar el latrocinio y, con ello, acercar aún más la anexión, aun cuando se mantuviera el ropaje republicano.
No se ha insistido suficientemente sobre esta faceta valorativa de la ortodoxia y de la fuerza movilizativa a favor del adecentamiento público cubano. El P.P.C. de Eduardo Chibás poseía, según creo ver, esa curiosa peculiaridad con que tropezamos con alguna frecuencia en la historia política cubana, de desatar fuerzas e iniciar movimientos por encima de aquellos que se pretendían desatar y movilizar; de poseer una importancia ulterior superior a la importancia factual, inmediata o directa. De alcanzar un valor acrecentado en su significación, mucho más alto que el valor contenido en aquellos propósitos más cercanamente enunciados en las iniciativas prácticas adoptadas. El lema de la ortodoxia, y aún diría que toda la ortodoxia , se inscribe dentro de la historia de Cuba más por lo que significó más allá de sus propios límites, que por lo que fue dentro de sus propios límites.
En ese papel de crear las condiciones para que la necesidad de la revolución y la posibilidad de la revolución coincidieran –al margen de que fuese un cometido consciente a carta cabal o no– es donde reside la trascendencia de la ortodoxia y la única perspectiva justa –según creo apreciar– de ponderar el rol jugado por el P.P.C., su líder y la consigna «Vergüenza contra dinero».
Es muy difícil precisar, sin que medie una detallada investigación sociológica y política, –que por otra parte nuestras urgencias parecen solicitar a voces– hasta dónde esa función nacional de la ortodoxia y su insignia programática se explicitó cabalmente antes de la muerte de Chibás o si fue, tal como él pretendió que fuese, el «último aldabonazo» el elemento catalizador de la conciencia pública. A los efectos de los propósitos que se persiguen con estas líneas, vale lo mismo lo uno como lo otro: lo realmente significativo, y es un extremo que contribuye a fomentar una saludable confianza, es que el llamado tuvo en realidad la capacidad de alcanzar los recursos morales del pueblo en una circunstancia en que estos parecían totalmente inexistentes, por agotados o por desaparecidos. Y que esos recursos respondieron dando inicio a un proceso de reajustes, cambios y mejoramiento, el cual –con suma de éxitos y de fracasos, de aciertos y de errores, de intenciones justas y oportunismos alevosos– ha formado la actualidad del pueblo cubano. Y esa actualidad posee un carácter tan penetrado de contradicciones y disyuntivas que aconseja, a favor de una mayor claridad sobre conductas a seguir para evitar riesgos conjurables, una observación descansada sobre las razones de sus propios orígenes.
No creo que el «Vergüenza contra dinero» de Chibás, en el periodo anterior a agosto de 1951, ni las consideraciones que sobre él pudieran hacerse ahora, hubiesen tenido eficacia e incluso razón de ser de no existir esos propios recursos, aun cuando en ocasiones escondidos, en la corporeidad espiritual del pueblo de Cuba.
La cultura cubana consiste, entre otras muchas expresiones, en una específica psicología social, a la cual es tributario un peculiar inconsciente colectivo conformado en razón en nuestras contingencias étnicas e históricas, y de la cual es resultado una voluntad consciente de ser: una decisión de no dejar nunca de ser como entidad diferenciada y unívoca.
Lo que se encuentra detrás de «Vergüenza contra dinero» y en las profundidades de nuestro ser nacional, es la curiosa capacidad de la cubanía para salvarse de las asechanzas contra su propia existencia, sean estas asechanzas provenientes de fuera o, las que son peores, resultado de excrecencias propias.
Una cultura fraguada con una dimensión de sacrificio asombrosa, en permanente lucha contra la injusticia y el vicio, ha desarrollado como componentes suyos muy íntimos, recursos contra todas las amenazas del abuso y la corrupción vengan estas amparadas por los discursos políticos justificativos con que quieran venir.
La cultura cubana es una cultura trascendente por su contenido de reivindicaciones políticas y sociales y por el sentido axiológico que comporta en lo individual y en lo colectivo.
En Martí, es recurrente el recordatorio de que no vale la pena librarse del latrocinio de la colonia, para ir a caer en otro equivalente en la república. Y carecerían de sentido todos los intentos, movimientos y procesos revolucionarios ocurridos en la república –incluyendo el nuestro en que nos encontramos– si fuésemos a la postre a reproducir los males que inicialmente se quisieron conjurar y para lo cual se convocó al combate y al sacrificio.
Un restablecimiento de los desajustes republicanos en Cuba sería una negación de la cultura cubana y una negación de la razón de sacrificio de nuestros mártires.
De la misma manera que es constatable la potencialidad de recuperación de la sociedad cubana frente al hostigamiento, derrotas que parecen insalvables y ella las convierte en transitorias por su propia virtud, postraciones morales aparentemente irremediables transformadas por su íntima energía en nuevas resurrecciones, tenemos por fuerza que reconocer que los males también se presentan como recurrentes, que las tendencias a la desintegración y a la pérdida de la unicidad vuelven una y otra vez reapareciendo contumazmente en un duelo obcecado contra nuestra razón de ser, que parece interminable.
¿Dónde se esconden los gérmenes que hacen posible, y aún diríase que, hasta obligada, la recurrencia de nuestros males? ¿En cuáles honduras de nuestra personalidad histórica, de nuestro tejido social, de nuestro inconsciente colectivo, se agazapan, como inadvertidamente durante prolongadas etapas para luego saltar alevosamente, la corrupción, el atropello, la autoridad envanecida, el nepotismo, el amiguismo, el beneficio personal a ultranza, y sus congéneres cercanos e inevitables: el divisionismo, el intervencionismo y el anexionismo?
Todos estos quebrantos forman parte de una misma patología; integran una misma enfermedad, lamentablemente con un alto índice de peligrosidad, reproducción y contagio. En la medida en que seamos conscientes de que los riesgos de quiebra de la revolución comienzan en la corrupción y terminan en la anexión, estaremos en el sentido de la creación de los anticuerpos necesarios para nuestra propia defensa. En el sentido de la «Vergüenza contra dinero».
Creo que –tal como sucedió recién terminada la guerra de independencia iniciada en 1895– el golpe de ataque principal del imperialismo está dirigido ahora a sobornarnos, a comprarnos, a corrompernos, como el expediente más adecuado para dividirnos y con ello obligarnos a ponernos de rodillas. No parece que en el terreno de las armas cifren hoy sus mayores posibilidades de éxito, como tampoco se consideran –y en eso aciertan– que puedan derrotarnos en el terreno de las ideas. Con cañonazos de dólares y ofrecimientos nada abstractos de buen vivir creen en la actualidad que pueden hacer volver a Cuba a un estadio equivalente al prerrevolucionario, con la agravante de que en esta ocasión el regreso sería tanto más dañino cuanto se presentaría como un resultado natural de la propia evolución de la revolución. Es decir, inscribiría como mandato divino la condena de que toda revolución en Cuba tiene que devenir, a más o menos tiempo, en su contrario.
Y debemos de reconocer que pudiera no faltarle razón a los imperialistas, en las obligadas circunstancias de las inversiones mixtas, de un turismo muchas veces acríticamente promocionado y conducido de búsqueda como a la desesperada de posibles soluciones económicas en el exterior, sin, quizás, haber agotado importantes vías de autosatisfacción interna, pueden aparecer fallas en los mecanismos de control –adicionalmente acrecentadas por una estructuración institucional aún no ajustada a ellos como es la nuestra– , grietas por donde se filtran los ingresos, opciones no autorizadas de apropiación individual. En todas partes hay gentes vendibles y comprables; y entre nosotros también.
Es muy malo que existan personas capaces de ser sobornadas y de corromperse. Y contra esas inclinaciones se requiere una celosa actitud pública de vigilancia y condena. Ni el llamado de William Taft, en 1906, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, a que la cuestión pública cubana se canalizase como negocios privados, ni la malversación yanqui, han de volver a reproducirse; al menos de manera impune, contra ello tiene vigencia la consigna «Vergüenza contra dinero».
Pero mucho peor es que vaya fomentándose en la sociedad cubana actual, que vaya acrecentándose de manera casi inadvertida –y muchas veces porque no se quiere advertir– una actitud anormal hacia las maneras de adquirir dinero a expensas de otros; un funesto pragmatismo que justifica los métodos para la obtención de dinero a toda costa, siempre que sea efectivamente obtenido: un impensado deslumbramiento ante el dólar que está convirtiendo esta moneda en un verdadero fetiche para nuestras gentes comunes y corrientes.
Estos desajustes pueden llegar a ser una verdadera desgracia nacional.
Que cierto número de improvisados hombres de empresas puedan corromperse es muy malo; pero que sectores amplios de nuestro pueblo no reconozcan instintivamente la frontera entre la adquisición justa de dinero y la obtención deformada y espuria, es fatal. Y contra eso sí se necesita una batida en toda la línea que sea capaz de movilizar todos los recursos morales de la sociedad: tal como en su momento lo logró el llamado de «Vergüenza contra dinero». Pues por el camino que abre la moneda del imperio, el imperio se mete.
Debemos decir que hay aspectos técnicos en esta cuestión, llamados a ser resueltos gubernamentalmente, que coadyuvan a agudizar todo este lamentable asunto, como es la existencia de dos monedas circulando, el peso cubano y el dólar, durante mucho tiempo sin posibilidad de intercambio oficial en niveles económicos reales. Esta circunstancia equívoca y accidentada viste al dólar con poderes superiores, lo sitúa como «lleno de gracia» y ello mueve a la construcción, no puede ser de otra manera, de imágenes arquetípicas en nuestra psicología social.
Si los que tienen dólares son ciudadanos de primera clase, y si el dólar todo lo puede, los ciudadanos del imperio son ciudadanos por excelencia y el imperio todo lo puede. Más claro axioma anexionista no puede existir.
Hay como una tendencia natural a sublimar aquello que no se posee, a adjudicarle valores superlativos a los bienes que no se tienen, máxime si la tenencia de esos bienes hasta cierta medida es generalmente aceptada como código valorativo por excelencia. Ello parece ser consustancial con la naturaleza humana; con la dimensión espiritual del hombre; con su capacidad para generar cultura e historia. Pero en forma exagerada –y es el riesgo en que nos encontramos nosotros– tal inclinación se vuelve contra la naturaleza, contra la espiritualidad, contra la cultura y contra la historia.
¿Ha sido absolutamente necesario, en términos económicos, padecer una doble circulación monetaria que acrecienta desmesuradamente esas proclividades?
¿No pueden nuestros economistas acabar de encontrar la fórmula que concilie la productividad laboral y la adquisición de bienes? Cierto que se toman medidas al respecto, pero no es menos cierto que resultan demasiado lentas; llegan demasiado tarde y la mentalidad social se resiente con ello. ¿Cómo propiciar una acción conjunta entre técnicos de la economía y las finanzas y los escritores y artistas, para procurar salvar valores que a toda costa deben ser salvados si queremos preservar la revolución? ¿Por qué insistir en hacer comprensibles por la población –donde en última instancia subyace el espíritu revolucionario, no se le ocurra a nadie olvidar esto– extremos como cierta reaparición de modalidades de discriminación que no pueden ser comprendidos por nadie?
¿Es absolutamente fatal que la justicia social y el rendimiento económico se conduzcan como divergentes?
¿No podremos adoptar iniciativas en términos políticos sistemáticos, pero no represivas, para que la conciliación de ambos extremos se lleve a cabo espontánea y conscientemente por nuestro pueblo? Es necesario inscribir una vez más la moral como un valor político y cultural de nuestra época; como un valor sostenido y defendido como la mejor de sus armas por cada uno de nuestros ciudadanos.
La consigna «Vergüenza contra dinero» posee hoy una mayor resonancia, un alcance de definición más amplio que, probablemente, en el propio periodo en que sirvió de compulsión contra la vesania de los gobiernos auténticos. Si en aquel entonces estaba dirigida como un caústico contra los políticos corrompidos, hoy es un reclamo a favor de continuar la revolución, de impedir el restablecimiento capitalista, con todas las deformaciones de podredumbre y dependencia que forzosamente comporta.
«Vergüenza contra dinero» nos define hoy a todos; nos alcanza a todos ya no como una advertencia o un llamado de alerta, sino como una convocatoria a la acción conjunta para evitar la pérdida de referencias éticas sin las cuales ninguna de las conquistas de la revolución podría ser defendida.
La fe en el pueblo, la conciencia colectiva y la solidaridad social forman un sistema orgánicamente integrado con el independentismo en Cuba. Semejante articulación de categorías apareció ya en el siglo pasado en términos de definición insustituible de nosotros mismos, por imperativo de las peculiaridades de nuestra formación histórica y en las específicas circunstancias de nuestra geografía.
En Cuba la independencia es imposible sin la justicia social; es imposible sin un superior grado de cohesión interna, de unión fraternal entre los distintos sectores de nuestro pueblo.
Los profundos cismas sociales originados por la práctica esclavista y sus secuelas posteriores, y la cercanía del imperio obligaba y obliga a que esto sea así. Carlos Manuel de Céspedes lo comprendió a cabalidad cuando, al dar el grito de independencia o muerte, manumitió simultáneamente a sus esclavos. José Martí también lo vio cuando llamaba a la observación de los factores «propios y naturales» de la cubanía para encontrar las formas de gobierno nacidas del país y capaces por ello de solucionar las necesidades del país, dentro de las cuales se encontraba, mal sería no recordarlo, asegurar la independencia de la isla frente al afán expansionista norteamericano. Así lo expresó Fidel cuando dio su definitiva definición de pueblo en La Historia me absolverá. Así surgió la consigna de «Patria o Muerte», al calor de la enconada lucha de clases, que iba más allá de los límites nacionales, producto de las medidas de reivindicación social dictadas por la revolución.
«Patria o Muerte» tiene sentido solamente si la Patria es «con todos y para el bien de todos». Y en ese feliz condicionamiento recíproco encuentro que el Apóstol en el centenario de su muerte alcanza su más clara presencia actual.
Así pues, la confianza en la capacidad del pueblo para conducirse a sí mismo, el consciente sentido de la vida colectiva como voluntad de cohesión y solidaridad internas y la independencia del país, constituyen niveles de una misma estructura de nación: partes de nuestro propio ser como país que es decir como historia, como cultura y como vocación ética contenida en la historia y la cultura. Las tres son partes integrantes de un todo, de tal forma que, si una de ellas dejase de existir, las otras dos dejarían también de tener justificación de vida. Y eso era lo que había pasado cuando el llamado de Chibás; que la fe en el pueblo y la solidaridad interna se habían reducido al mínimo por obra de la corrupción, y la independencia del país por ello se encontraba seriamente amenazada. Y eso es lo que tenemos que evitar ahora nosotros, persuadidos de que la independencia del país, con mayor riesgo que entonces, también está en juego.
La azarosa vida del pueblo cubano durante casi doscientos años muestra con índice irrecusable cómo el escepticismo y el individualismo, en tanto expresiones políticas, conducen más tarde o más temprano al anexionismo: son prerrequisitos del anexionismo. Del «este pueblo no vale la pena», se pasa sin solución de continuidad al «ya que no vale la pena, voy a preocuparme sólo por mí» –y ese por mí incluye siempre a familiares y amigos–; semejantes expresiones que se pretenden presentar como certezas objetivamente validadoras, no son más que justificaciones teóricas arbitrarias de mentalidades plattistas y corruptas, o en trance de convertirse en tales. Más tarde, cuando ya el individualismo haya dado sus frutos en términos de cuentas bancarias en dólares, el siniestro bocadillo se desliza como algo natural; «es verdad que los yanquis son los duros, contra ellos no se puede».
No son parlamentos de un bufo antinacional. Son momentos de una tragedia que nuestro pueblo sufrió después de 1898 y después de 1933. Y que no puede de ninguna manera volver a sufrir. Para evitarlo es necesario, y aun considero que urgente, no perder el dominio de las condiciones propias, nuestro ejercicio de nosotros; puestos en nosotros, y por nosotros mismos, es necesario conjurar las tendencias internas, corrosivas y fanáticas de la autodestrucción, del «contra sí», detener su recurrente acción desnaturalizadora y divisionista.
Nada de ello puede ser logrado si perdemos de vista la permanente necesidad de concentrarnos sobre nosotros, de fortalecernos en nosotros, de buscar sin descanso en nosotros las fórmulas más autóctonas de cerrar la solidaridad interna, de no olvidar la sublime connotación y la superior significación humana de la palabra «compañeros». Quizás en semejantes disyuntivas pueda sernos muy útil un antiguo refrán de origen lucumí, bien presente, por lo demás, en la cultura tradicional cubana que expresa: «no te olvides de los orígenes pues el futuro está lleno de imprevistos».
En tales empeños, como solicitudes previas de principios, la intolerancia y cualesquiera residuos de dogmatismo y de sectarismo, han de ser erradicados, al igual que la incuria y la indolencia que suelen resultar propicias y seguras regiones de repliegue para «los que no se meten en nada»; para los que «prefieren vivir su vida sin echarse problemas».
Por supuesto que existen los que no se dan cuenta de nada y los que no se quieren dar cuenta de nada. Esto es irremediable y con ellos hay que convivir, soportándolos como un lastre. Son los que se dejan llevar por los vientos que reinen; los que son según lo que las épocas indiquen como más conveniente para ellos. Si la vida es alcanzar la totalidad de sí mismo por el conocimiento cabal de lo que es y de lo que existe, los que no se dan cuenta de nada o no quieren darse cuenta de nada son los que nunca nacen, los que nunca alcanzan a vivir. Pues vivir sobreviviendo no es vivir la propia vida, sino que la vida lo viva a uno. Como los animales.
Las victorias resultan a veces contraproducentes pues suelen inducir al envanecimiento, a asumir como cierta una engrandecida y falsa imagen propia. Los momentos difíciles pueden ser más provechosos si sirven, si son asumidos, para el reconocimiento de las propias potencialidades, para la definición de un rostro verdadero. Los pueblos, como los hombres, han de saber quiénes son y hacia dónde desean ir, para evitar ser conducidos por quienes aparenten ser mejores conductores; a sabiendas de que los únicos buenos conductores son aquellos que conducen a los hombres y a los pueblos a conocerse como son y en sus necesidades y posibilidades.
No cabe dudas que los años difíciles por los que atraviesa Cuba en estos momentos suceden luego de un prolongado período que, si no de comodidades, puede ser calificado de alta seguridad social e individual con un alto grado de garantía para la realización personal de cada cual según sus deseos, vocaciones o aptitudes.
En Cuba, a decir verdad, antes del período especial cada cual podía ser lo que quisiera ser en términos de ascenso social, siempre que tuviese interés y voluntad, a sabiendas de que tenía sus necesidades materiales básicas resueltas, muchas veces incluso de manera gratuita.
Todo ello a pesar de errores apreciativos de más o menos apreciable calado que se cometieron tanto en economía como en política, las más de las veces motivados por cierto apresuramiento romántico. Incluso este extremo que estamos señalando de irrestricta posibilidad de movilidad sin riesgos, considero que puede ser incluido dentro de la nómina de los errores; sobre todo de la manera descontrolada con que ocurrió prácticamente durante décadas enteras. Habida cuenta de que se creó una mentalidad de obtención fácil de todo lo necesario para la vida, es lógico que aparezca entre nosotros cierto sobresalto, y hasta angustia, cuando todo comienza a tener el costo que el mundo en que vivimos le impone. Para muchos es como si el suelo se hundiera bajo los pies, y esto contribuye al fetichismo del dólar y al crecimiento del individualismo de que hemos estado hablando.
Si muchos de nosotros estamos convencidos de que los períodos difíciles, al igual que los buenos, han de finalizar en algún momento, que ninguno es imperecedero, hay algunos entre nosotros que sienten que el mundo se les viene encima y para quienes todo sentido de responsabilidad social les resulta como un fardo insoportable en su afán de medrar personalmente a toda costa. Son los que han escuchado el grito no pronunciado por nadie de: «¡Sálvese el que pueda!» y en efecto, procuran salvarse, lo que ellos entienden por «salvarse», pisoteando a quien tengan que pisotear, así sea la independencia misma de la Nación. Porque visto en su conjunto, asumido como corriente sociológica, el «¡sálvese el que pueda!» resulta una opción a favor del dinero y contra la vergüenza. El «¡sálvese el que pueda!» conduce al hundimiento de todos por coadyuvar a la disolución nacional.
No se piense que este atropellamiento veloz hacia el individualismo es exclusivo de gentes y sectores marginales los cuales, en efecto, existen dentro de la sociedad cubana y en relación con quienes no debemos olvidar nunca que son también partes de nuestro cuerpo social y, quiérase que no, resultado de la vida social durante la revolución. Esto constituye todo un espinoso asunto que no puede dejar de ser visto y enfrentado con toda responsabilidad y toda valentía; llamado a ser estudiado con profundo rigor profesional y revolucionario para determinar –y con ello impedir que vuelva a ocurrir– dónde nos equivocamos, cuáles fallas cometimos que facilitaron la aparición de apreciables núcleos de antisociales, por otra parte, caldo de cultivo para cualquier expresión contrarrevolucionaria.
Así pues, no se piense que solamente son los antisociales los que pueden haber escuchado la orden inexpresa del «¡sálvese el que pueda!». Tan dañinos como ellos, pudieran ser aquellos que también obedezcan a semejante llamado interior sin abandonar las posiciones burocráticas en que se puedan encontrar en una u otra esfera de la superestructura cubana.
Lo digo con eterna claridad; luego de la necesidad apremiante de levantar la producción y la productividad económica, el principal reto que la sociedad revolucionaria cubana enfrenta estriba en cómo impedir que sectores importantes de nuestra burocracia gubernamental y administrativa, situados en posiciones técnicas claves dentro de las inversiones mixtas y la industria turística, se conviertan en algún momento en nuevas modalidades de una burguesía propietaria.
A algunos oídos de entre «quienes no quieren saber nada», puede parecer que son insensateces y que es el diablo quien las pone en mi boca. Pero para mí, son claros los ejemplos de Europa Oriental y algunos otros casos, de cuyos nombres no quiero acordarme, de revoluciones fracasadas y de revolucionarios devenidos en neocapitalistas.
Y sobre todo, percibo cierta, aún ligera, teluricidad entre los que se quieren salvar a toda costa, en ese sentido de metamorfosis. Está claro que hay «macetas» en tránsito hacia el capitalismo, que de hecho ya son capitalistas, aun cuando nos desagrade.
Pero pueden aparecer en cualquier momento también funcionarios estableciendo relaciones propiciatorias, adoptando formas de vida consonantes con el «encanto de la burguesía» de que hablaba Buñuel.
Todo ello adicionalmente favorecido porque controlan la información técnica indispensable, así como los contactos con el exterior, y porque en buen número de casos, las decisiones ejecutivas pasan a través de ellos. El marco legal creado en Cuba para favorecer las inversiones de capital, lógicamente, ha tenido que incluir a los potenciales inversionistas cubanos en la emigración, y tendrá que hacer lo mismo, creo yo, con los que puedan existir dentro de la propia isla.
Esto implica que la aparición de un sector de capitalistas cubanos residentes en el país –asociados o no con los no residentes– es absolutamente inevitable, aún cuando con toda seguridad existirán regulaciones que establezcan topes máximos para la propia acumulación capitalista, y que normen el mecanismo laboral.
Este sector, más tarde o más temprano, con toda probabilidad, solicitará legítimamente expresión política –obviamente dentro de la definición general del Estado socialista– y habrá que dársela, aun cuando para ello sea necesario modificar algunas de las referencias institucionales dentro de las cuales hemos vivido todos estos años.
No veo en esto el más mínimo riesgo de merma del poder revolucionario. Todo lo contrario. La revolución se fortalecerá por el mejoramiento de los niveles económicos, sin detrimento de la justicia social. Por otra parte, es volver a un terreno operacional nada desconocido por la revolución. En cierta forma, todo esto significa un regreso al proyecto de transformaciones del año 59, que, dicho sea de paso, fue el que nucleó a casi toda la población en la lucha contra Batista; proyecto en cuestión que tuvo que abandonarse por la enconada y violenta lucha de clases, por la torpeza de la política norteamericana hacia Cuba, y por la deserción de la propia burguesía empresarial. Si se sabe conducir bien todo este proceso –y todo hace suponer que la dirección del país lo está conduciendo bien– no hay peligros mayores, pero una de las condiciones de esa buena conducción es que exista un pleno conocimiento social sobre el asunto y su importancia, totalmente indispensable y previo a los adecuados controles y vigilancia a ejercer sobre semejantes contingencias por toda la sociedad.
Considero que ese conocimiento que califico de imprescindible radica en cuatro aspectos fundamentales:
1. Tenemos que favorecer la inversión externa.
2. Tenemos que permitir el resurgimiento de una pequeña burguesía propietaria con negocios limitados y principalmente familiares.
3. Tenemos que propiciar el crecimiento acelerado del campesinado y artesanado.
4. Tenemos que evitar a toda costa que estas tres derivaciones de exigencias económicas dañen el carácter revolucionario de las instituciones políticas del país.
Dicho con otras palabras; el riesgo no es que haya capitalistas en Cuba. El riesgo es que los capitalistas y los políticos coincidan en las mismas personas, e incluso en las mismas familias.
Ahora bien ¿cómo conjurar el peligro de que una burguesía así reaparecida corra el ya consabido camino plattista de su antecesora en Cuba y sus homólogas en otros países del Continente?
¿Cómo impedir que la representación política que esta clase solicite se convierta, un día u otro, por una vía u otra, en gobierno?
El riesgo estriba en que un dirigente político y administrativo, a partir de cierto nivel, coloque –y uso el verbo «colocar» con toda la carga semántica que tenía en la república– a su esposa o a alguno de sus hijos en puestos de importancia de las gerencias o administraciones de entidades inversionistas o que, por vía de sus familiares cercanos o cualquier otro acceso indirecto, actúe él mismo como capitalista, aun cuando lo haga –cosa que obviamente preferirá siempre– de manera anónima.
La gestión pública y la gestión empresarial privada deben ser separadas por ley; compartimentadas escrupulosamente para evitar que se repitan las alianzas que Marx en su momento señaló como una de las concurrencias necesarias para la implantación del capitalismo como sistema.
Esa unión entre el capital y la política es la gran sentina de donde brotan todas las corrupciones que constituyen el factor de corrosión y debilitamiento interno más nocivo en nuestros países.
Con tremenda elocuencia así nos lo evidencia no solo nuestro propio ejemplo en el pasado prerrevolucionario, sino los casos actuales y cercanos de muchos países del continente –señaladamente México, Venezuela, Brasil– en los cuales la corrupción alcanza niveles institucionales; es ella misma una institución internamente regulada y jerarquizada, y se presenta como el verdadero modo operacional de la vida pública. La unión entre la política y el capital convierte en todopoderosa a la corrupción, en omnipresente y en irresponsable ante la ley.
Si aceptamos estas realidades, y si no olvidamos que el adecentamiento de la vida pública es una de las primeras conquistas de la revolución, cobraremos conciencia de la importancia actual de la consigna «Vergüenza contra dinero».
El enriquecimiento de algunas minorías en Cuba es un problema actual que trasciende lo social y alcanza lo político y no podemos dejar de estudiarlo y de combatirlo porque sea, como realmente es, una desgracia inevitable. Precisamente por ello hay que estudiarlo y combatirlo con mayor detenimiento y constancia.
El cáncer suele ser moral; no por ello los tumores malignos dejan de ser combatidos por la ciencia. Eso pudieran llegar a ser, si no se establecen regulaciones oportunas, los nuevos ricos que aparecen entre nosotros: tumores malignos dentro de la Revolución que amenazan su vida. Entiéndase bien que no estamos haciendo la crítica a esa mayoritaria parte de la sociedad cubana actual obligada por la penuria a comprar y vender algo.
Nada más lejos de nuestro ánimo que reproducir la condena de la iglesia católica a los buhoneros medievales. Sólo alertamos sobre los márgenes propiciatorios para una real aparición de capitalistas fuertes. Hoy menos que nunca pueden marginarse la importancia de la conciencia, como factor de cohesión social y de moralidad en todos los aspectos, incluyendo el laboral, enfrentada al interés de lucro que nutre siempre al individualismo; esta contradicción es una expresión también de la dialéctica contenida en el «Vergüenza contra dinero». La Revolución es un hecho de conjunto, colectivo, de conciencia, de vergüenza. El enriquecimiento es un resultado del egoísmo, de la falta de escrúpulos, de la corrupción. En última instancia, la mayor garantía que tenemos los cubanos de evitar hoy un restablecimiento de la desvergüenza y el predominio del dinero en nuestro país, es la irrepetida capacidad de Fidel para convocar y conducir al pueblo en la dirección de la conciencia patriótica y la vergüenza nacional.
Claro está que una cruzada contra el enriquecimiento ilícito y desmesurado, contra la apropiación venal de bienes, contra el aprovechamiento de las adversas circunstancias del período especial para fraguar fortunas personales, ha de ser llevada dentro de los límites justos de los objetivos morales y políticos que se persiguen, evitando que adquiera implicaciones en la esfera de la economía, que no constituye el problema que enfrentamos.
Los cubanos somos expertos en eso de dar bandazos; de no llegar o de ir más allá, como decía Máximo Gómez; de no sujetar las iniciativas a los objetivos concretos que en cada caso se persiguen. «Vergüenza contra dinero» es una consigna contra la corrupción, pero no puede convertirse en un freno para el discreto y sostenido desarrollo de la iniciativa privada, dentro de las leyes, que es necesario permitir y propiciar para el acelerado crecimiento de las fuerzas productivas.
«Vergüenza contra dinero» no puede ser contra la obtención legal de ganancias, sino contra el encubrimiento a expensas de los fondos públicos o las dificultades del pueblo.
El odio místico al dinero puede conducir a desajustes y deformaciones equivalentes a los originados por el culto al dinero. Todo parece indicar que en un mundo donde rige la ley del valor, ninguna de las sociedades particulares que lo integran pueden, por un acto de libre albedrío, proclamar que dejan de sujetarse a sus dictados, porque tal proclamación a la postre resulta banal y hueca, o la economía del país en cuestión, en su conjunto, se descontrola y caotiza.
El rechazo religioso al dinero, la anulación de la circulación monetaria como mecanismo de medición de valores y de regulación social de la producción y la economía, la prohibición del mercado, puede conducir a expresiones exageradas de control burocrático, a formas pantagruélicas de Estado omnipotente, con todas sus nocivas consecuencias sobre los individuos.
Entre el «todo es comprable» implícito en el culto al dinero, y el «todo te lo da el Estado» explícito en el rechazo al dinero, no hay marcadas diferencias en términos de pérdida de posibilidades de vida para los hombres comunes y corrientes que integran la sociedad.
El lugar justo parece residir en un institucionalizado control social sobre el papel del dinero que asegure su función dentro de la vida productiva del país y evite que se convierta en un factor de enajenación, por excesiva veneración hacia él, o de pérdida de libertad y privacidad individuales, por rechazo voluntarista de él.
Ni ponerle precio a las cosas que el dinero no puede comprar, ni dejar de ponérselo a todo aquello que, en justicia, debe ser pagado por él.
Todas las consideraciones son muy parecidas y hasta paralelas con las que podríamos hacer en relación con el mercado de libre concurrencia. El mercado por sí mismo no es ni bueno ni malo, sino las prácticas de intercambio que se establezcan según estén o no en el sentido de los intereses de la población. El que todo el mundo reciba en porciones iguales aquellos bienes que son deficitarios, es un acto de justicia. Pero el que las fuerzas productivas de toda la sociedad crezcan y aumente con ello la disponibilidad de bienes, es también un hecho de justicia y prioridad colectiva.
Según creo ver, entre estos dos parámetros debe concebirse el mercado libre: que no disminuya el respaldo hacia los más humildes, y que acelere todo lo posible el crecimiento productivo.
Las pequeñas propiedades y producciones privadas se encuentran, según mi apreciación, en saludable correspondencia entre estas dos magnitudes a respetar.
La iniciativa económica individual es coherente con el socialismo, constituye una fuerte motivación de crecimiento productivo en nuestro contexto y por ello, y por el significado que tiene dentro de la cultura popular tradicional, significa una indispensable presencia en la lucha por la independencia de la Patria.
En particular, en la esfera agropecuaria las pequeñas y medias producciones privadas están llamadas a desempeñar un papel mucho más relevante, de más alta responsabilidad nacional que en el presente.
En esa esfera, el rendimiento final se determina por la funcionabilidad orgánica de la relación tierra-hombre-técnica, y nada hace suponer que sobre el binomio tierra-hombre, concebido en forma de propiedad y explotación privadas, no pueda incidir sin cortapisas la influencia de la técnica, por desarrollada que esta pueda ser, habida cuenta de que muchos productores particulares pueden –a instancia incluso del propio Estado– encontrar soluciones orgánicas colectivas para obtener beneficios técnicos comprados o alquilados a otras instancias empresariales. De esta posibilidad no se excluye ni la asesoría científica, ni la aplicación de la más complicada química, incluso por medio de la aviación. Los ejemplos de países como Japón y Holanda parecen demostrar, a contrapelo de lo que muchas veces se ha afirmado, que la pequeña parcela no es una limitante para la obtención de altos rendimientos agropecuarios, estén dedicados estos al consumo directo o a la industria.
Con la ventaja que nos proporciona una visión de conjunto a cierta distancia en el tiempo, parece bastante cercano a la verdad decir que fue equivocada la política de estatalización extrema llevada a cabo, con una voluntad ideologizada, por la Revolución Cubana y que dentro de los resultados adversos y dañinos que todo ello acarreó, la afectación del campesinado como clase constituyó uno de los más lamentables, conjuntamente con la desaparición de la infraestructura de servicios en manos privadas que en lo esencial se liquidó con la llamada Ofensiva Revolucionaria de 1968.
En otra ocasión, he señalado la necesidad de someter al análisis histórico toda la sostenida actitud contra la pequeña iniciativa privada, procurando desentrañar no solo sus evidentes y nocivas repercusiones económicas, sino también posibles causas de orden político –no visibles a primera vista–, como pudieran ser el enconamiento de la lucha de clases y las agresiones armadas imperialistas durante esa controvertida etapa.
Algunas de las preguntas de mayor pertinencia a ese respecto parecen ser: ¿Había que expropiar totalmente las fincas de más de cinco caballerías tal como lo decretó la segunda ley de reforma agraria? ¿No era más prudente dejar a los latifundistas –en tránsito de ya no serlo– la extensión máxima de cinco caballerías estipulada por la propia ley? ¿No se hubiese preservado así una continuidad en la producción agropecuaria superior a la que en realidad se obtuvo?
¿No hubiese sido una mejor estrategia responsabilizar al sector privado con la alimentación de la población y especializar al sector estatal en aquellas producciones destinadas a la exportación?
A mi modo de ver, y en término de conjeturas provisionales, detrás de esta política se hallaba una falsa apreciación cultural centrada en la creencia dogmática y como religiosa en la dictadura del proletariado, concepto sin rostro y de cuestionables validez histórica y precisión metodológica.
Una teoría revolucionaria consonante con la experiencia mundial acumulada, nutrida en lo esencial de un marxismo dialéctico y desprovisto de determinaciones místicas, habrá de laborar arduamente para situar la categoría «dictadura del proletariado» en su justo lugar, evitando los riesgos casi irreversibles de que una aplicación mecanicista y acrítica de la misma conduzca a la hegemonía de sectores y mentalidades burocráticos dentro del cuerpo social; al otorgamiento al proletariado de capacidades de iniciativas por encima de las que en efecto pueda poseer en cada coyuntura concreta; y sobre a que semejante pretendida dictadura sólo sirva a la postre para excluir o alejar del proyecto revolucionario otras clases o grupos con él comprometidos o identificados.
El socialismo, cuando sea, será obra de la mayor parte de la sociedad; el que la clase obrera dirija este proceso o no depende de cómo se defina esta propia clase y cómo resuelva su comunicación interna entre los distintos segmentos que la integran.
Una clase obrera cerrada dentro de una conceptualística stalinista no tiene nada que decir o que hacer en el renovado planteamiento revolucionario socialista.
Un proletariado que asuma orgánicamente como propios a los escritores, artistas, científicos, investigadores y técnicos, sí pudiera encontrarse en condiciones de conducir las jornadas para alcanzar el socialismo que ha de ser un sistema más eficiente y más democrático que el capitalismo. O no ha de ser.
El expediente del Socialismo de Estado, inseparable de un alto grado de centralización y autoritarismo, no podrá equiparse jamás con un auténtico programa de Estado Socialista, de suyo humanista, consciente y desalineado, obra de la libre asociación de entidades productoras independientes.
No podemos dilatar más el enjuiciamiento teórico riguroso del resultado, o los resultados, de una práctica política y económica realizada por décadas. En nuestro caso concreto, entre otras muchas conclusiones posibles, aparece, con suficientes evidencias, el hecho de que fueron abandonadas o disminuidas sensiblemente, líneas de producción propias y tradicionales por el influjo de la argumentación a favor de la supuesta superioridad del campo socialista, la especialización económica derivada de ello y la pretendida amistad inalterable hacia nosotros por parte de los integrantes del mismo.
Todo ello condujo a cierto grado de sacrificio del campesinado y otros sectores de la sociedad cubana bien integrados dentro de la revolución. La profunda crisis alimentaria enfrentada durante todos estos años es producto de todas esas concurrencias. Lo cual nos sitúa en la obligación de admitir que el más amplio autoabastecimiento alimentario es hoy en Cuba presupuesto obligado a toda solución económica de mayor alcance.
El principio rector que debe presidir toda iniciativa económica –y aún diría que política– en las circunstancias nuestras, y no hay razón para no afirmar que en cualquier otra circunstancia también, ha de ser el poner a la sociedad en situación de resolver por sí misma –dentro de los marcos generales de la mejor existencia colectiva– todos los problemas suyos que pueda resolver. Esta afirmación, en realidad, no es otra cosa que una derivación del pensamiento de Carlos Marx, que siempre he asumido como una de las grandes definiciones de la sociología moderna, el cual se refiere a que en última instancia la sociedad sólo se propone aquellos objetivos que puede alcanzar.
Existe una verdadera necesidad antianexionista de resolver todo lo posible por nosotros mismos. En oposición al fetiche de lo que carecemos, demostrar la pujanza de nuestras fuerzas.
No podemos permitir que el bloqueo, pese a todo el daño que nos causa, nos explique y nos defina. Por el contrario; al pueblo cubano lo debe explicar y definir la voluntad de vencer el bloqueo.
El Che, en El Socialismo y el hombre en Cuba –y es un texto que debiera ser estudiado detenidamente por todos los cubanos– advierte agudamente cómo aquellas medidas que la Revolución adopta, pero sin el consenso de las masas, las propias masas, al no hacerlas suyas, poco a poco las van corrigiendo. Muchos ejemplos, algunos de ellos lamentablemente bastante dañinos, pueden localizarse sin mucha dificultad desde el final de los sesenta hasta los años más recientes.
Ya en fecha tan temprana como en la que fue redactado y publicado ese esclarecido trabajo suyo, el Che veía los riesgos de la pérdida del alcance humano y revolucionario del sacrificio, del desistimiento de sí a favor de los demás, por razones del acomodamiento para el cual, bien lo señalaba él, nunca faltaban excusas de las cuales asirse. Allí donde se aduzcan falta de tiempo para las cuestiones privadas, o exceso de trabajo, o méritos acumulados, o importancia jerárquica de las posiciones que se ocupen, y, en razón de esas justificaciones, se autoconcedan licencias para el beneficio propio, la condición de revolucionario se estará resquebrajando.
Desde la perspectiva avalada por la historia de que la corrupción sitúa en riesgos a la independencia, la vigilancia contra esos resquebrajamientos asume toda su real dimensión pública.
«Vergüenza contra dinero» es también la vergüenza del trabajo colectivo, la ética laboral y ciudadana de dar lo mejor de sí en cada momento; de librar el sustento personal y contribuir a la sobrevivencia diaria de la Patria, con la dignidad en el cumplimiento de las obligaciones; con la limpieza en el desempeño de las responsabilidades; con el orgullo de obrero y de cubano de hacer las cosas bien dondequiera que este esté.
«Vergüenza contra dinero» es buscar la eficiencia de la sociedad cubana en todos los órdenes y a toda costa; es no cejar en la búsqueda de nuestras soluciones a nuestros problemas, centralmente en nuestras potencialidades internas, sin esperar Reyes Magos de fuera que vengan a traernos regalos salvadores; es exigir que el ascenso social se ajuste a los méritos sociales y no a la docilidad o al oportunismo o al halago; es tomar conciencia cabal de que la producción debe preceder al consumo, de que el trabajo debe ser antes que el descanso, que la vida es creación y que, realmente, dar es más importante que recibir.
«Vergüenza contra dinero» entre nosotros hoy se contiene dentro de la definición mayor de PATRIA O MUERTE.
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