Por Josué Veloz Serrade
Apuntes desde el pensamiento de Maurice Merleau-Ponty y un diálogo inicial con Martin Heidegger
El presente ensayo es la primera parte de un grupo de textos hacia una teoría de la revolución. En este primer trabajo nos ubicaremos en la perspectiva teórica de Maurice Merleau-Ponty, en específico las coordenadas conceptuales presentes en su texto Las aventuras de la dialéctica (1974)[1]. Se seguirán sus análisis tomando en cuenta dos instancias. Primero, se trabajarán cuestiones decisivas sobre una filosofía de la historia con el fin de poder historiar una revolución. En un segundo momento se abordarán los problemas que este autor señala al proyecto comunista y su realización y que traducen dificultades para cualquier proyecto revolucionario. Por último, se recuperarán los conceptos «dasein» y «gestell», analizados por Martin Heidegger en el Seminario de Zahringen realizado en 1973[2], con el propósito de profundizar en las dificultades de la dialéctica que Merleau-Ponty señala en el camino a una dialéctica de la revolución.
Necesidad de una filosofía de la historia
Afirma Merleau-Ponty que «La libertad y la verdad pertenecen a otro orden que el de la lucha, y no pueden subsistir sin lucha»[3]. Esto traduce un obstáculo esencial a la realización de un proyecto revolucionario: su horizonte es la verdad y la libertad, y no puede alcanzarlo sin luchar por ellas, y no puede hacerlo sin comprometer en algo a la verdad y a la libertad.
La búsqueda de la libertad y la verdad pertenecen a un campo donde no es la lucha lo predominante, pero que no es posible constituir, reponer y sostener sin la lucha. No son instancias que se autoproducen, con un decurso inmanente deshistorizado.
Pero, ¿qué distancias hay entre el horizonte de lo que se busca y lo que se obtiene?, ¿qué ajuste a la verdad y a la libertad tienen los proyectos de cambio social?
¿La verdad y la libertad están garantizadas en la representación que se tiene de ellas, o hay algo inapresable o irrepresentable en lo que se intenta encontrar?
Este importante fenomenólogo afirma que para Kant nuestras relaciones con la naturaleza y la historia son del mismo carácter. Para Kant el «entendimiento físico» y el «entendimiento histórico» constituyen una «verdad objetiva», en ella los objetos son solo una parte constitutiva de una «representación coherente». Esta representación puede ser corregida, perfeccionada y reinterpretada una y otra vez, pero nunca puede confundirse «con la cosa misma».
El mundo de las representaciones puede ser revisitado de manera continua, en él es posible introducir variaciones, otras perspectivas, su coherencia es de suyo, y lo inalcanzable es el objeto mismo. Por más que nuestras representaciones muestren rasgos de coherencia, estos nunca alcanzan al objeto mismo. En esta perspectiva kantiana, si se quiere historiar una revolución el mundo de las representaciones sobre ella puede hacerse más coherente y ordenado, pero hay algo en ella como objeto que permanece inapresable, a distancia e invisible: hay siempre un núcleo inalcanzable por estructura a todo proyecto histórico.
Es por eso que Merleau-Ponty considera que el historiador no puede evitar que al visitar al pasado a este se le introduzca un sentido, particularidades, significaciones. Todos estos sentidos e interpretaciones del pasado, esta «invasión de la historia en la historia», es necesario que sean compartidas de un modo intersubjetivo. No se recupera el pasado en la soledad del gabinete o la oficina, recuperar el pasado, retrotraerse a una revolución, es meterse en ella; entonces, no hay una relación educada y a distancia entre el historiador y el objeto, están inmiscuidos e infiltrados el uno y el otro.
Por eso él propone que el «entendimiento histórico» debe construirse sobre la base de ciertas reglas, mediante las cuales la representación del pasado sea de carácter intersubjetivo. No una representación iluminada de alguien, sino un experienciar verdadero, y que sea comunicable y compartido. Esta inmersión en la historia desde la filosofía es política, porque no es solo para alguien en particular, no es para sectas ilustradas, debe vivirse y repartirse, comunicarse y compartirse con los otros para apropiarse de ella.
Merleau-Ponty, en la búsqueda de un método para una filosofía de la historia, recurrirá a Max Weber y a algunos conceptos que abordara en sus textos La ética protestante y el espíritu del capitalismo, publicado en 1905[4]; La política como vocación, texto de 1919[5]; y Ensayos sobre sociología de la religión, sacado a la luz en 1920[6]. Merleau-Ponty, en lo que se refiere a Weber, sugiere que su concepción sobre la presencia de ciertos «tipos ideales» en el análisis histórico no puede ser concebida como «la llave de la historia». Los «tipos ideales» no son una réplica exacta de la realidad que representan, son como puntos en el camino con los cuales corroboramos la distancia entre nuestras ideas sobre el pasado y el modo en que este fue: «el pasado no es más que un espectáculo delante nuestro, al cual tenemos que interrogar. Las preguntas parten de nosotros, las respuestas no pueden entonces, por principio, agotar una realidad histórica, que no las ha esperado para poder existir»[7]. La historia, el pasado, el acontecimiento y la revolución tienen su propio estatuto, no esperan por nosotros para-ser, pero ya nosotros no somos sin ellos, estamos dentro en el momento en que armamos las interrogantes y nos abandonamos a la búsqueda de respuestas: «Por el contrario el presente es nuestro, para ser, espera nuestro consentimiento, o nuestro rechazo».[8]
Entonces no estamos sometidos al pasado y a los hechos, aunque estamos en ellos, podemos articular una voz autónoma desde el presente, tenemos un derecho sobre el presente-pasado y ese derecho es político.
Otra de las posiciones de Merleau-Ponty es que el saber y la práctica se confrontan con la realidad histórica en toda su multiplicidad de posibilidades y opciones, y lo hacen de maneras distintas. El saber elabora múltiples perspectivas y puntos de vista. La práctica en cambio responde a través de decisiones «absolutas, parciales e injustificables»: «De lo que ahora vivo, deberé construir mañana una imagen, y en el momento en que lo vivo, no puedo simular que lo ignoro»[9].
El saber hace preguntas desde un lugar, toma en cuenta otras coordenadas para situarse, es importante el hecho de que interroga desde una apertura de lo múltiple y lo diverso, es una interrogación sin dogma, o puede serlo; en cambio, la práctica es una decisión frente a múltiples caminos, es un trayecto inapelable, es el ya-fue, el no-hay-vuelta-atrás, es justa e injusta al mismo tiempo, porque mata a la multiplicidad pero crea el camino que conducirá a otras multiplicidades.
Interrogar a una revolución es un diálogo fecundo entre saber y práctica, donde lo múltiple y lo parcial se hablan y se molestan, se hacen enojar, llegan a acuerdos y desacuerdos y hacen síntesis, que no son concluyentes de nada, más bien creación de pequeñas atalayas para nuevas aperturas.
Por eso, en la perspectiva de Merleau-Ponty, si quiero indagar en los orígenes del pasado debo tomar en cuenta que fue un presente. Además, el orden del saber no se cierra sobre sí mismo, el presente para él es «una laguna abierta», la «acción es historia, y la historia es acción». El historiador no difiere del hombre de acción, «se transporta en aquellos que su acción fue decisiva, reconstruye el horizonte de sus decisiones, rehace lo que han hecho», con la diferencia de que el historiador ya sabe de antemano, conoce mucho mejor los contextos en los que se inscribieron los hechos y domina mucho más las consecuencias de lo que hicieron. Este acercamiento al pasado, este meterse en los hechos que acontecieron se hace sabiendo que el pasado no es un objeto fijo, que garantiza múltiples miradas y perspectivas que no se excluyen, que no tienen el valor de verdad unas sobre otras, pero en su recuperación se instituye un sentido, un horizonte, hay sentidos ordenadores de esa recuperación. Es como aquella hermosa disputa entre el amarillo de Van Gogh y el rojo de Gauguin: pintar al mundo desde el amarillo o desde el rojo, verlo, mirarlo, guardarlo como imagen, es la legitimidad del lugar desde el que se mira, porque el amarillo del mundo y el rojo del mundo son verdaderos, y los mundos que de ellos nacen no se excluyen entre ellos, se pueden molestar, o distanciarse para sobrevivir, y no desaparecer. O, ¿por qué Vincent, antes que matar a su amigo Paul, navaja en mano, corta una porción de su oreja y la regala a la Mujer en el prostíbulo? Hay cosas que no tienen sentido en la historia, pero no cortó toda su oreja, sino una parte de ella, quería seguir escuchando al mundo, no cortó sus manos, fue un gesto al mundo: ¡No me escuchas! No la entregó en un diario, en una iglesia, o a las autoridades, fue a un prostíbulo. Allí, en aquel lugar de goce y dolor, prestó una parte de su oreja: ¡yo les escucho!¡Sólo ustedes pueden escucharme! ¿Y si había una mujer por la que quería hacerse escuchar?
De ahí que en la lectura de Merleau-Ponty la investigación no consiste en penetrar todos los estados del alma de los grandes hombres, aún cuando se realiza una indagación de los motivos, por medio de los tipos ideales de Weber — dice Merleau-Ponty — «no se trata de coincidir con todo lo que se ha vivido, sino descifrar el sentido total de lo que ha sido hecho»[10].
Si deseamos comprender el sentido de una acción, debemos restablecer la «perspectiva del agente» y el «contexto objetivo» de esa acción y del agente: «la historia es un objeto extraño: un objeto que somos nosotros mismos, y nuestra vida, nuestra salvaje libertad, se encuentra ya prefigurada, ya comprometida, ya jugada en las otras libertades que hoy pertenecen al pasado»[11].
A la vez que nos dice que Weber no nos da una fórmula para escapar de este dualismo entre saber y acción, que metodológicamente Weber está retrasado con respecto a su práctica científica, es en cambio en su trabajo de historiador donde podemos buscar un método por el cual interrogar a este «objeto pegado al cuerpo». El modo en que Max Weber elabora un método para que el pasado deje de ser un mero espectáculo y entre en «nuestras vidas», es eso lo que debemos indagar.
Aquí elabora algunas nociones fundamentales para recuperar el pasado:
– Al analizar el pasado se corre el riesgo de obtener de él solo lo que la posición de espectador permite; el pasado en sí vive el peligro de ser solo el pasado para nosotros.
-La historia no emerge como un objeto real hasta que una generación posterior hace un balance de ella, y descubre otros posibles.
-En la historia no hay una secuencia ordenada de hechos que conformen un sistema inteligible y cerrado. La «definición» de la historia está subordinada a la posteridad, al futuro, de algún modo su verdad está «diferida».
– En la posibilidad de que el historiador se interese por el pasado, lo interprete, genere comprensiones sobre la historia más allá del peligro de subjetivar, lo que en realidad emerge es una posibilidad de objetividad superior en donde es necesario distinguir la relación de comprensión y lo arbitrario, y la imbricación profunda de ese pasado con los cambios y metamorfosis operados en el tiempo. Sin este parentesco profundo entre los hechos del presente y el pasado que el historiador interroga, esos cambios y metamorfosis no serían posibles.
– Se pregunta si no será que la historia y los acontecimientos tienen necesariamente una «significación diferida», si la historia en algún sentido no estaría «supeditada al futuro». De ser así, la recuperación o reconstrucción del pasado hace participar a este de nuestro futuro, y el futuro le otorga un conjunto de determinaciones y relaciones que traducen una nueva objetividad.
– Por la senda del método que Weber ha utilizado en sus estudios, retiene de este su estrategia de construir un punto de vista, sobre la base del cual elabora «definiciones provisorias» que le sirven de ese modo para enunciar cuestiones acerca de una determinada realidad histórica, pero que no quedan congeladas y pueden ser revisitadas.
La recuperación que hace Merleau-Ponty de Weber es fundamental porque nos acerca a la posibilidad de construir un método, que no es infalible ni totalizante, pero que es certero en la búsqueda de definiciones iniciales que pueden ser reelaboradas. Siguiendo a Weber reflexionará sobre las razones por las que el tipo de empresa racional capitalista fue posible en unos lugares y en otros no.
Esto se debe quizás a que en algunas sociedades no coincidieron «una teología que santifique el trabajo temporal, que organice una ascesis en el mundo, y adhiera la gloria de Dios a la transformación de la naturaleza»[12]. La teología calvinista le sirve a Weber para instaurar su lectura en torno al capitalismo y los factores que deciden se presencia y reproductibilidad, Merleau-Ponty hace énfasis en cómo distintos factores se van conjugando y en cómo la teología y los fundamentos de lo económico confluyen en un punto para explicar el carácter del capitalismo en el que los sujetos están por estructura obligados a participar. Pero en un doble juego complejo, porque no es posible explicar el capitalismo solo a partir de la teología si esta ya no estuviera presente en amplios grupos humanos. Lo interesante a retener es que no hay una relación directa entre las formas ideológicas, religiosas y simbólicas que conducen a un tipo de sociedad; estas guardan una relación compleja y subterránea con la serie de conductas, comportamientos y realizaciones sociales que dan cuenta de ese tipo de sociedad. El capitalismo genera los tipos de sujetos económicos que necesita, y a su vez los sujetos económicos sostienen ese circuito y «cosmos prodigioso» que se repite y sostiene en el tiempo.
Para Merleau-Ponty la historia posee un sentido, pero no a partir del despliegue «puro» de la idea, obtiene ese sentido en imbricación e interrelación con la «contingencia».
Para este filósofo, entre los sujetos, la naturaleza, la historia y el pasado pueden darse puntos de encuentro que traducen determinadas «matrices simbólicas» que tienen cierta permanencia en el tiempo pero que pueden desaparecer o diluirse. No hay garantía de eternidad para ningún proceso porque su no-eternidad hace a la estructura del hecho histórico mismo. Y estas matrices simbólicas pueden desaparecer, no por un enfrentamiento, sino por «disgregación interna» o porque otras formas que eran «secundarias pasen a un primer plano».
La matriz simbólica que participa del capitalismo y que trabaja minuciosamente Weber es la «racionalización», pero en distintas sociedades se fueron dando aspectos aislados de esa matriz, como el derecho en Roma o el cálculo en la India. En un punto todas estas coinciden y ahí el cuadro social adquiere un sentido nuevo e integrador, y entonces se pueden dilucidar los sentidos internos de esos rasgos aislados que les permitieron imbricarse no de un modo yuxtapuesto, y esto hace posible hablar de un individuo racional, una empresa racional, un gobierno con reglas formales y racionales…
Otra cuestión que retoma de Weber es el término «parentesco de elección», una forma de explicar la presencia de elementos internos a determinados procesos o rasgos que les hace juntarse unos con otros: la ética protestante puede conducir al capitalismo, pero este también puede determinar la pervivencia de ciertos rasgos del protestantismo o la emergencia de otros a partir de sus requerimientos. No es una relación dada para siempre de un modo idéntico.
Mediante la ética protestante el control consciente de las acciones se anuda a una empresa temporal. Esto se convierte en una forma del deber ser moral al que se subordina el hombre. Del lado de la doctrina de la salvación no hay nada que hacer, porque del lado de Dios todo ha sido hecho, lo que podemos es transformar el mundo, cambiarlo. Racionalizar el mundo de las cosas y la vida es el modo de cumplir con Dios. La angustia que se derivaba de la imposibilidad de la salvación y sobre la que se asienta la iglesia católica, ahora se traslada y se descarga a «una empresa temporal que depende, esta sí, de nosotros».
En la doctrina calvinista la relación con los bienes, con la utilidad del trabajo, constituyen las formas de relación con el ser y lo absoluto. Si antes la relación del ser humano con el ser y lo absoluto pasaba por una relación con Dios y la búsqueda de la salvación, ahora aquello que ordena y determina su relación al ser se encuentra en la tierra.
El acrecentamiento de la riqueza se convierte en la principal motivación del sujeto, cuando aumenta la riqueza se avanza en el cumplimiento con relación al ser que ahora sustituye a la búsqueda de la salvación.
No es casual que el aumento de la riqueza y los bienes se acompañe en la cultura occidental con la sensación de éxito supremo e inmortalidad: «un aparato económico es un cosmos, una elección humana convertida en situación»…
«El capitalismo al principio es una especie de imaginación histórica, que siembra aquí y siembra allá, elementos capaces de integrarse un día. En su iniciación es como el sentido pictórico de un cuadro, que más bien dirige los gestos del pintor antes de constituir su resultado, y que progresa con ellos. O también se le puede comparar con el sentido del lenguaje hablado, que no aparece referido a términos de concepto en el espíritu de quienes hablan, ni tampoco a algún modelo ideal de la lengua, sino que más bien es el hogar virtual de una serie de operaciones de palabras que convergen casi a pesar suyo»[13].
Lo que Weber verifica — y que recupera Merleau-Ponty — es que el capitalismo no es un hecho histórico lineal, ascendente o monolítico, es un caos que se ordena entre distintas instancias que se van anudando porque en ellas hay posibilidades de articulación, pero también porque los hechos, los sentidos inmiscuidos en los hechos, las acciones colectivas, los acontecimientos históricos van dotando de un sentido totalizante a lo que ocurre, que no es cerrado y que permanece abierto a nuevas configuraciones. Esta recuperación histórica del capitalismo debería servir para que abandonáramos la metafísica en los modos de historiar las revoluciones. El remedio del capitalismo no puede ser de otro modo que a partir de este caos histórico, que ofrece avances por allí, retrocesos por allá, engranajes que se van produciendo y en algún punto un principio ordenador les articula y ahí explota la revolución. No es que la historia se mueva como un absoluto, todo lo contrario, y no se mueve siguiendo mis imperativos absolutos, no se mueve a mi antojo. Recibe impactos, quedan huellas, procesos históricos de cambios que pueden encontrar definiciones provisorias, matrices simbólicas que significan o apuntan a otro posible social, y procesos de parentescos de elección.
Por ello Merleau-Ponty recupera que el discurso o la historia dicen capitalismo o racionalización cuando ha cobrado un sentido específico lo manifiesto. La historia — sigue su prédica — además no trabaja sobre modelos ideales, la historia está relacionada al «advenimiento de sentido».
Para Merleau-Ponty, desde el discurso weberiano, la historia ciencia es un momento de la historia del capitalismo, un periodo dentro de la historia de la «racionalización». Cada sujeto cuenta dentro de sí con un «poder de elección radical», con el cual se le puede otorgar un «sentido a la vida»: «La historia no es un dios exterior, no es una razón oculta cuyas conclusiones tendríamos que registrar»[14].
Su teoría concibe — desde los presupuestos manejados por Weber — que si las distintas áreas o dimensiones de lo social, léase el derecho, la religión, el saber y la economía, tienen en común una elección fundamental, como la ética calvinista en el capitalismo, es muy probable que en un momento determinado se den las condiciones para que se reúnan, en una experiencia que puede ser la experiencia de la humanidad. Por otro lado, esas elecciones fundamentales están permeadas por el error, no es posible encontrar la solución última que resuelva todas las contradicciones de una sociedad. No existe una totalidad social que abarque todo el saber de sí misma ni tenga todas las respuestas, hay errores y hay arreglos en la marcha. Las experiencias históricas no son construcciones ideales sin fisuras, son experiencias reales marcadas por las decisiones, los resultados inesperados, las consecuencias no planificadas y nuevamente el ensayo de decisiones y respuestas que no cubrirán todo el campo de los problemas, ni traerán todas las soluciones.
Luego, señala que la racionalización capitalista constituye una de esas situaciones que no se agotan, y es la demostración de cómo por medio del conocimiento y de la acción, la apropiación del mundo a través de su desmitificación hace frente a dificultades que los demás sistemas sociales eludieron. Una de las ideas más potentes de Merleau-Ponty es que el progreso se acompaña también de regresiones en otros órdenes. No hay entonces un avance para siempre ni en todas las esferas. Hay que pensar también ese núcleo de retrocesos que toda revolución desencadena.
Para Merleau-Ponty se debiera retener del capitalismo su desprecio por lo exterior que se vive como sagrado, pero restablecer dentro de él la valoración de lo absoluto a la que renunció. Pero — según él — esto no es posible para el capitalismo, porque es como la «concha» que el religioso secreta para vivir, y que puede ser habitada por nuevos sujetos y generaciones. No pierde su capacidad de reinvención dentro de los marcos de sí mismo y puede hacerlo mediante nuevos profetas. Retiene de Weber que si no hay una reinvención del capitalismo este puede conducir a la petrificación. Esa reinvención por medio de profetas puede darse también por una transformación de la cultura, pero que a «nada favorece dentro del sistema». Retengamos de esto que el capitalismo puede reinventarse pero al costo de clausurar otros caminos o negar otros trayectos humanizantes. Entonces también alerta sobre el peligro de llamar revolución o tomar con entusiasmo procesos de reinvención internos al capitalismo, propios de su metabolismo, más allá de las formas significantes discursivas que lo encarnen.
Como para Merleau-Ponty no es posible un orden cultural que sea cerrado y definitivo, la cultura solo puede ampliarse y expandirse si plantea nuevos problemas y nuevas invenciones. El campo de la cultura es ilimitado, y el intento de suprimir del campo problemas nuevos que se abren, solo produce amontonamiento de perspectivas y puntos de vista sin anclajes y sin puntos de encuentro, pero no por ello los problemas desaparecen. Es una alerta para las revoluciones que hacen estallar a la cultura y la creatividad que de ellas dimanan y después zonas retrógradas de sí mismas se levantan contra la cultura y sus problemas, que no debieran crecerle como musgo en la espalda.
Para el Weber que retiene Merleau-Ponty, el marxismo es una teoría fructífera con la condición de transformar en «sentido» lo que para Marx son fuerzas. Para Weber la Revolución de 1917 no ha traído nada nuevo ni ha inaugurado un nuevo «conjunto histórico». Como para Weber el marxismo es una explicación de la sociedad a partir de causas económicas, él no constata en las revoluciones esa elección teórica fundamental que guía al proletariado. Sin que esa sea su intención nos pone frente a un problema fundamental: cómo hacer coincidir la crítica al modo de producción capitalista y su sistema de relaciones con el tipo de proyecto político que las revoluciones impulsan y que se supone intentará ser fiel a aquellos postulados.
De aquí puede salir hasta una solución «cínica»: en la teoría negamos al modo de producción capitalista y sus efectos, pero en la práctica política aprendemos a convivir con él, con las fuerzas antagónicas, y formamos parte de su base de sustentación. En esta lectura que realiza de Weber el filósofo francés, le reconoce que su liberalismo afirma que toda política es violencia, no toma como algo absoluto a la forma democracia y además admite que la política democrática entraña también formas de violencia.
Este Weber de Merleau-Ponty es un liberal, pero de un liberalismo que asume la presencia de adversarios, que no entiende como necesaria su aniquilación. Rechaza al comunista y al anarquista pero cree que de ambos la historia se nutre, que las ideas de un anarquista pueden poner luz sobre un problema o aspecto que antes no se había elucidado. Es un pensador consciente de que el entendimiento como base de la política solo es posible ateniéndose a ciertos puntos críticos, fuera de los cuales la política puede estar presa de antinomias insalvables. Es un preconizador del justo balance entre la «política del corazón» y la política de la «responsabilidad». No cree en el político romántico que se golpea el pecho pletórico de emociones y se muestra a salvo frente a la podredumbre del mundo de las instituciones y de las cosas, cree en aquel que llegado el caso dice: «pude hasta aquí, no pude más allá» y lo reconoce, cree que es ese un gesto único.
El sistema de pensamiento de Weber es entonces muy sofisticado, porque el capitalismo que se nutre de aquí se alimenta de todo, engorda y crece comiéndose a sus adversarios. Lo político para Merleau-Ponty toma en cuenta con Weber que la historia posee un sentido, que ese sentido no se obtiene de dogma filosófico alguno, y que la política es una práctica, donde la verdad no está garantizada y a lo sumo se aprenden caminos para evitar ciertos errores. Por qué no fundar una política entonces en los análisis del hombre y la mujer políticos. En tal sentido lo que instala no es una épica del sujeto individual, sino un análisis del político metido en los hechos, en su potencia inmanente, invisible y permanente.
Una dialéctica de lo político en la revolución. Hacia una filosofía dialéctica
Para él, hombres como Lenin o Trotsky, sirven para pensar este costado profundo del análisis del sujeto político, bañado en el árido y áspero terreno de las circunstancias, en el barro de los hechos y en la ceguera de la niebla que no deja ver pero que no impide el avance: «El curso de las cosas solo dice algo a quienes saben leerlo, y los principios de una filosofía de la historia son letra muerta mientras no se los recree en contacto con el presente»[15]. Es entonces la posibilidad política de leer y ver los acontecimientos, de captar el sentido que trasluce en los hechos mismos y un modo de conectar a la historia con los sucesos del presente: «…y la verdad en política tal vez no sea más que este arte de inventar lo que luego ha de aparecer como exigido por el tiempo»[16]. Regresa a la definición diferida de los actos en política: lo que aparece como necesario fue en otro tiempo una opción entre miles.
Las relaciones entre sujeto y objeto, en su pensamiento, tienen que ser planteadas dentro del curso de la historia. El objeto no es algo puro y limpio, está constituido por huellas del pasado, por hechos pretéritos, y el sujeto a su vez apela a categorías de comprensión y análisis con una historia. La historia marca las categorías con las que escudriñamos a la realidad y las categorías a su vez son estructuradoras de la historia. Si se respeta la distancia ente el saber y la realidad de los hechos, que están más allá del saber, puede obtenerse algún saber sobre la historia y los hechos que puede ser postulado como verdadero.
Las categorías con las que analizamos tienen un recorrido en el tiempo, han sido marcadas con múltiples juegos significantes y es imposible que no se haga un recorte, una determinada perspectiva al recuperar el pasado. Somos también trabajados por esas categorías, tienen fuerza de determinación sobre nuestra mirada.
La historia — para Merleau-Ponty — es meterse en el magma de los hechos, es el modo de producir y encontrar nuestros errores y también la manera de acceder a nuestro universo de verificaciones. El error y la verdad andan juntos solo si el sujeto actúa para equivocarse o para obtener porciones de verdad. El error y la verdad en el pensamiento sin acción, es la espera de una parusía que puede prescindir de los actos, lo que ubica al sujeto en la metafísica de la historia: todo acontecerá del modo en que está destinado. Para Merleau-Ponty es posible encontrar un absoluto en lo relativo si se toma a la historia en su real funcionamiento, en su decurso no lineal, con el sujeto en medio de ella, distante y pegado a los hechos al mismo tiempo. Una parte del marxismo occidental quiso trascender de los relativismos construyendo categorías que, por renunciar a la historia en medio de las contradicciones, elaboraron sistemas categoriales «ahistóricos», «externos» a la historia. La propuesta de Merleau-Ponty no es renunciar al relativismo buscando absolutos, sino llevar al relativismo a sus últimas consecuencias.
Aquí entonces recuperará a Gyorgy Lukács, en una síntesis de lo que considera sus aportes fundamentales a una filosofía dialéctica y que remiten a Historia y conciencia de clase, publicado en 1923[17], para señalar cómo este cuestiona de Weber, no su relativismo, sino el hecho de no haberlo llevado al extremo de relativizar las relaciones entre sujeto y objeto. De hacerlo emergería una nueva «totalidad». Esta totalidad para Lukács es la «totalidad de la empírea», que no es la de todas las posibilidades dadas en los «seres» presentes, sino el encuentro «coherente» de los «hechos» que nos son dados a conocer y que conocemos mediante la acción dentro de la historia de un sujeto adentrado y siendo parte de los hechos mismos.
El sujeto puede — en este Lukács de Merleau-Ponty — reconocerse «en la historia», y «reconocer la historia en sí mismo», está por tanto en una «tarea de totalización» donde lo histórico tiene entrelazamientos complejos y múltiples con su estructura de saber y el conjunto de conocimientos que ha acumulado. No es la totalidad de la historia universal, es la totalidad que el sujeto puede construir para dar un sentido, para advenir en alguna coherencia a los hechos en los que forma parte, y él como hecho mismo batiéndose frente al tiempo y a la historia:
«La dialéctica constituye esta intuición continua, una lectura seguida de la historia efectiva, este hecho de restituir las asociaciones atormentadas, los interminables intercambios entre el sujeto y el objeto, solo hay un saber, que es el saber de nuestro mundo en devenir, y ese devenir engloba el saber mismo»[18].
Es una dialéctica no lineal, intuitiva, de un saber no cristalizado o académico, es el saber de la experiencia misma en los actos: «…existe entonces un momento en que el saber vuelve hacia sus orígenes, retorna a su propia génesis, se iguala como saber a lo que existió como acontecimiento, se reúne para totalizarse, tiende hacia la conciencia de sí»[19]. Ese retorno se produce porque el saber ha estado en movimiento, porque el sujeto participa produciéndolo y produciéndose con él, tiende a la conciencia de sí, porque es la reunión de intuiciones, de miradas, pero no porque se extiende como absoluto por el mundo de las cosas mismas.
De ahí que hace una distinción fundamental entre Weber y Lukács. Para el primero, el materialismo es un modo de explicar a toda «la cultura» por medio de la economía; en cambio, para Lukács, consiste en que las «relaciones entre sí no constituyen una sumatoria de actos o decisiones personales», pasa por el mundo de las cosas, las «situaciones comunes», «los papeles anónimos», las «instituciones en que los hombres se han proyectado», de manera tal que «su suerte se juega fuera de ellos». En este Lukács recuperado, lo económico es un terreno de acontecimientos, forma parte de otros miles de acontecimientos, entonces lo que se juega en esta dialéctica está en el afuera del sujeto, en las funciones que ocupa sin saberlo, en las instituciones y su madeja abigarrada de determinaciones en las cuales se inscriben los gestos personales. El «voluntarismo» en la economía, y la economía como intento de puro objeto técnico en progreso, son versiones invertidas de un mismo gesto: tratar de elevar los actos en la economía por encima de todos los hechos sociales. La realidad no tarda en ponerlos en su sitio.
Por eso para Merleau-Ponty los tipos ideales, las significaciones que construimos, forman parte de la historia-realidad, de la historia-ciencia, con sus regularidades y determinaciones; no escapan del relativismo porque están inscritas en el devenir mismo de la historia. Como nuestras ideas están en relación con el tiempo en que vivimos, esto implica que tienen una «verdad intrínseca». La práctica real en el mundo de los hechos, la teoría descarnada y crítica puede revelar esa verdad, que es universal para esa totalidad singular en la que se funda. Hay totalidades y hay verdades, pero en esa precariedad y lucidez del instante. Si hay «toma de conciencia» de nuestra historia, esto constituye un hecho histórico para Merleau-Ponty.
Otro ángulo que recupera de Lukács consiste en que solo se puede superar «el viejo problema» de las relaciones sujeto-objeto si se le relaciona con la historia. El marxismo defiende que la historia tiene un sentido, pero este no es una esencia total que se realiza necesariamente. Es la demostración de que todo acontecimiento está encadenado a otros, que los sujetos están relacionados entre sí, que el sujeto en medio de la historia puede por medio de la invención y la práctica tomar conciencia de un tiempo histórico, de un devenir. Cuando la sociedad y el sujeto no toman conciencia de ese sentido de su historia, las contradicciones se repiten y retornan de modos mucho más violentos. Por ende, acá nos señala el indudable valor práctico que tiene el construir un saber abierto y totalizante sobre el momento histórico que no rehúya de las contradicciones. Para que los efectos nocivos de este rechazo no retornen en forma de graves consecuencias. Las revoluciones no pueden tomar distancia de la dialéctica de las contradicciones sin caer producto del retorno de sus propios errores no atendidos a tiempo.
En Merleau-Ponty, siguiendo a Lukács, una cuestión fundamental es que el capitalismo es también la constitución de un tipo de subjetividad, de un sistema de intercambios simbólicos y de prácticas simbólicas, que tiene como base el hecho de que todos estemos implicados en el proceso de producción.
La revolución como problema de la dialéctica
La mirada merleaupontiana comunica que: «La revolución convertida en institución ya es decadencia si se cree realizada»[20]. Enorme síntesis que no puede ser reparada con el discurso sino con los hechos. Por eso considera que en la historia cada progreso que se obtiene es «ambiguo», porque al conseguirse en un período de crisis constituye después los problemas que le superan, por tanto, «el sentido de la historia» para Merleau-Ponty está siempre amenazado, y por tal motivo requiere que sea reinterpretado una y otra vez. No hay un sentido dialéctico para todas las épocas: debe ser reconstruido y rearmado continuamente. Por eso piensa también que la revolución es un momento en que: «una negación radical libera la verdad de todo el pasado, y permite emprender la recuperación»[21]. Sin esa negación radical el pasado queda velado e intuido, pero nunca nos apoderamos de él, porque este acto de negación que es la revolución convierte en pasado lo que uno debería vivir de modo permanente como presente si la negación no aconteciera. Además: «Dentro de la revolución misma continúa el centelleo de lo verdadero y de lo falso». A partir de aquí todo se complica en los problemas de la práctica, porque no hay caminos fijos o establecidos para acceder a la verdad, la cual está asediada porque lo falso dentro de ella también le constituye, o es una de sus fases.
Para Lukács, no hay una totalidad cerrada, no hay esquemas preestablecidos para la práctica y la teoría. Hay que interpelar los acontecimientos, desentrañar su sentido, inventar ese sentido amenazado que discurre y deviene todo el tiempo en otro lugar. El capitalismo, al crear al proletariado, constituye una comunidad humana expropiada y convertida en mercancía, lo que empuja al hecho mismo de que el proletariado se perciba a sí mismo como mercancía. Esto instituye la posibilidad de su toma de conciencia de sí — que no ocurre de modo inevitable — . La subjetivación o la concientización por parte del proletariado no es una potencia que proviene de afuera, es la posibilidad histórica que se constituye por el hecho de ser la representación y la evidencia del fracaso del capitalismo en su intención constitutiva. La condición de expropiado y excluido es una potencia, una posibilidad, pero que no se instituye como hecho político por sí solo, hay que trabajar esa potencia y esa posibilidad.
La historia del capitalismo al producir al proletariado genera la posibilidad de tomar conciencia de sí mismo. El proletariado no es solo un proyecto histórico, lo es también filosófico. Para Lukács el proletariado es una «intención», y Marx — en la lectura de Lukács — no piensa que toda la conciencia y el conocimiento de la historia residen en el proletariado, pero hay algo en su ser que «le obliga a ser»; pero como potencia, no como destino inevitable. En esta lectura el proletariado no es el «sujeto de la historia», pues él recibe la «misión histórica» por ser el objeto de la historia, aquello que queda expulsado de la lógica del capitalismo y sin embargo le sostiene. Para Lukács el proletariado cumple su misión si se suprime a sí mismo como clase y lleva hasta sus últimas consecuencias la lucha de clases. Ahora, lo que retiene Merleau-Ponty es que esto indica que no puede cumplir su misión si no suprime su lugar de clase: es su función dentro del sistema de producción lo que impide que cumpla su misión.
¿Cómo el «proletariado» puede suprimir su función dentro del sistema de producción y llevar hasta las últimas consecuencias la lucha de clases? ¿Cómo puede renunciar a ese lugar que tiene dentro del sistema?
La práctica, la lucha política con aciertos y desaciertos, tropiezos, avances y retrocesos es la vía regia. No es por un cambio de conciencia de la totalidad social, las coordenadas de la historia se mueven por los hechos mismos, los hechos de la práctica. Lo que fue nombrado como la «conciencia del proletariado» no es ni una propiedad del sujeto ni del objeto: es una posibilidad de la praxis. Ese tomar propiedad de sí, conciencia del sistema de relaciones de dominación y sujeción, la necesidad de su destrucción, y la decisión y la práctica necesarias para transformar al estado de cosas es una posibilidad objetiva a partir de la doble polaridad que se instala con la praxis.
La praxis — en Lukács — es una «actividad revolucionaria crítico-práctica» y de ella debemos buscar — desde Lukács — su sentido dialéctico-filosófico: el principio interior de actividad, el proyecto global que sostiene y anima las producciones y acciones de una clase, que dibuja para ella una imagen del mundo y de sus tareas en ese mundo, y que le asigna una historia teniendo en cuenta las condiciones exteriores.
La praxis es una situación histórica que «termina siempre por hacer sentir su peso. Por lo tanto es un vector, una solicitación, es la posibilidad de un estado, un principio de selección histórica, un esquema de existencia»[22].
Acá no hay caminos preestablecidos, no hay rutas obligadas para obtener resultados, hay — eso sí — un principio ordenador que es la praxis misma; es decir, ella a través de una profunda intuición e invención muestra el camino, pero no lo hace aparecer con transparencia, es la agonía de una búsqueda no exenta de errores y equivocaciones.
Esta filosofía marxista de la praxis en Merleau-Ponty y en diálogo continuo con Lukács, no es del orden del conocimiento, sino de la comunicación, del intercambio y de la interacción. Lo que quiere decir que aunque la posición de clase está dada de antemano, la asunción de ese lugar es política y se da por la vía de los intercambios y comunicaciones políticas, por la vía de la práctica colectiva y comunitaria compartidas. No hay, entonces, el desarrollo espontáneo de las masas, o el carácter instintivo de la revolución. Hay preparación larga, sostenida, de una infinita red de entrelazamientos de prácticas, cosmovisiones, afectos, experiencias, teorías, que constituyen a la clase y que instituyen a la política de la praxis como la vía para desencadenar los procesos de cambios.
Y aquí señala la función que le otorga al partido, concibiéndolo como un instrumento mediante el cual la clase accede a la política. No hay sometimiento del partido al proletariado, no hay sometimiento del proletariado al partido, ambas posibilidades constituyen perversiones del instrumento. El partido, o en otras palabras, las formas de organización política son instrumentos para construir esa conciencia de sí, ese sentido histórico de la situación concreta; es la armazón política que exige el vector de la praxis, un método para participar de la política y hacer de ella un espacio para la práctica sistemática alrededor de un horizonte político compartido.
Continúa Merleau-Ponty que siempre que el partido perdió o pierde el rumbo es por haber pervertido su función, por haber dejado de practicar la praxis como posibilidad objetiva, que consiste en poner la política en el centro de los hechos y no controlar las masas, el proletariado, los movimientos o el pueblo, sino des-controlarlos. Construir herramientas para aspirar a realizaciones y logros mucho más profundos, incluir, incorporar cada vez más visiones, situaciones cotidianas, acumulados culturales, acumulados históricos, filosóficos y políticos. Ser realmente vanguardia, pero no porque conduce desde la dominación o el control sobre las expresiones singulares y contradictorias, sino en tanto se constituye en vehículo de esas contradicciones, paradojas y les da un medio de expresión.
El verdadero sentido comunista de un partido es el de ser el vehículo e instrumento de esta comunicación que debe darse entre toda la clase, entre todas las expresiones diferentes de los sectores populares, alrededor de un proyecto político inclusivo de profunda justicia social, que comienza con la libertad irrestricta de sus miembros.
El partido se pervierte cuando deja de ser una comunidad política, cuando se pierde la comunicación entre quienes lo integran, entre estos y la comunidad política más amplia que representan y desea conducir. Perder el «vínculo con las masas» es perder el contacto con la praxis, es dejar de ser instrumento de esa relación compleja entre sujeto y objeto, es quedar ciego ante los problemas de la práctica que se acumulan y se repiten. Un partido que escoja una tendencia artística, la ponga por encima de las demás y la haga representante de toda la sociedad, se ha pervertido, porque él, al ser vehículo de la praxis, tiene que nutrirse de todas las artes, de toda la literatura, tiene que ser capaz de producir un trabajo crítico filosófico de todo el universo de situaciones cotidianas en las que está inmerso el sujeto. Es decir, tiene que acercarse a todas las teorías, a todo lo escrito, a todo el teatro, el cine, la música, aprender y construirse desde todos esos lugares. Establecer un vector político que le permitirá elaborar síntesis políticas extremadamente complejas, en las que podrá participar junto, dentro y siendo parte de los sectores populares. El tipo de organización política que se propone o que nos deja entrever este filósofo es inconmensurable, es una invención que a ratos parece irrealizable, pero su aspiración y la lucha por lograrlo es la única forma de ser leales a la filosofía marxista original y fecunda.
Entonces no es posible, en la lectura de Merleau-Ponty, que se le traslade teóricamente al proletariado la conciencia de su lugar y sus tareas históricas, no es esto de lo que se trata, no existe una teoría cerrada, una unidad cerrada de verdades con respuestas establecidas sobre los hechos. Por ello, la organización necesita de la invención de la política, porque ni el proletariado, ni los excluidos, ni los sectores populares poseen la política espontáneamente, es una invención: «el marxismo es al mismo tiempo una filosofía de la violencia y una filosofía sin dogmatismo»[23].
El Lukács que se recupera aquí permite comprender que no existe un sentido último de la historia — el cual el materialismo histórico podría definir de un modo transparente — , sino que este sentido se renueva una y otra vez, se sustituye por otro permanentemente. Y después, en esta concepción, el materialismo histórico de Lukács entiende que debe aplicarse a sí mismo sus propias tesis; es decir, debe considerarse a sí mismo como parte de un determinado periodo, con un sentido particular y válido dentro de ciertas reglas y periodos históricos: «el sentido de la revolución, consiste en ser revolución, es decir crítica universal, y en particular crítica de sí misma»[24].
Es fundamental señalar que, para Lukács, cuando el proletariado toma el poder, entonces se produce una «liberación del saber» y una «liberación de la producción»: el proletariado asiste a una regresión de su propia ideología. Como ahora emerge el verdadero saber, deben ser cuestionadas las formas en que el proletariado comprendía el mundo antes de tener el poder. Quiere decir para Lukács que debe permitirse ver al precapitalismo y al capitalismo del que proviene desde otros marcos mucho más complejos. Entonces, aquí no hay instalación de una doctrina o saber oficial que disminuye o simplifica la concepción del mundo sino todo lo contrario: es la explosión de todos los saberes, ninguno debe ser negado, nada debe ser sometido al ocultamiento.
Merleau-Ponty detecta uno de los problemas presentes en la filosofía marxista y en los dogmas instalados. Esta dificultad se encontraría desde los orígenes y no estaría resuelta en Marx, y está referida al tipo de filosofía que reside en la base del marxismo. La dialéctica en Marx se debate entre concebirla como un despliegue complejo de contradicciones y paradojas y su carácter de propiedad mecánica y natural de la materia. El abandono o silenciamiento de la primera posibilidad en favor de lo segundo es de importancia trascendental para constituirse en materia prima de los desvíos posteriores insertos en el dogma. En Engels, directamente hay una apuesta por la dialéctica como una propiedad de la naturaleza, con lo que se pierde o pasa a un segundo plano el aspecto filosófico dialéctico más importante y sustancial del marxismo. Esto aparece también en Materialismo y Empiriocriticismo[25] de Lenin, y en el naturalismo simplificador presente en Trotsky.
Una teoría de la acción revolucionaria necesita y requiere de una filosofía dialéctica profunda y sin dogmas. El empeño intelectual de Lukács en Historia y conciencia de clase es este, y no es fortuito que fuera atacado con tanta fuerza por dogmáticos de todos los signos. Karl Korsch — señala Merleau-Ponty — consideraba que un pensamiento filosófico dialéctico acompaña a los periodos donde se intuye de cerca la revolución y que una visión dogmática, mecanicista y técnica de los procesos sociales es propia del periodo de estabilización del capitalismo o de verificación de los límites de una economía planificada. Es decir, es la constatación de los límites entre el proyecto emancipatorio y los hechos de la realidad.
El naturalismo como posición filosófica aparece en algunas figuras como un modo de sometimiento del sujeto a determinaciones exteriores a él, lo que implica su des-responsabilización. Como el pensamiento es expresión del movimiento de la materia, los actos mismos de la persona humana son determinados exteriormente, por lo que poco espacio queda para una verdadera práctica revolucionaria. En el caso de Trotsky, según Merleau-Ponty, el naturalismo es el fundamento para un humanismo, y toda una tendencia del marxismo cae en el mismo error consistente en la búsqueda de la «fundamentación científica» de su proyecto utópico. Ambas posiciones deben ser superadas.
El Trotsky de Merleau-Ponty es esquemático cuando habla de filosofía o despliega la acción, pero no así cuando habla de política, de literatura o de moral. Ante el debate de si se debe hacer la revolución por todos los medios o a través de medios puros Trotsky afirma: «una política revolucionaria no tiene que elegir entre ellos. Como esta política está totalmente en el mundo, no se halla suspendida a un ideal y toma su parte en la violencia de las cosas. Lo que a cada instante hace debe ser considerado como un momento del conjunto, y sería absurdo pedir para cada medio, su pequeña etiqueta moral»[26].
Merleau-Ponty recupera la idea de Trotsky de que los medios y los fines cambian constantemente de lugar, trasmutan entre ellos todo el tiempo, pero no como ardid del pensamiento sino como constatación del mundo de las cosas, de los hechos mismos. Entonces hay una dialéctica compleja entre medios y fines, y esa interdependencia dialéctica es esencial a cualquier proceso de transformaciones revolucionarias.
Pero el fin revolucionario debe tomar en cuenta los rasgos de ciertos medios, y esto no puede quedar librado al azar. El deseo del poder para el proletariado es un fin esencial, pero todo aquello que aleje al proletariado del poder pervierte los medios y pervierte los fines: «un acto revolucionario es eficaz no solo por lo que hace sino por lo que permite pensar»[27]: los actos revolucionarios son procesos pedagógicos en los que se realiza la acción y se explica la acción, es un modo revolucionario de aprender. Hay medios, entonces, indignos, que no corresponden a los fines revolucionarios, porque si se convoca a una acción ciega se generan enfrentamientos entre una parte de los sectores proletarios contra otros. Si se sustituye la conducción política por la adoración a los jefes se compromete a los fines revolucionarios y se dirige al proyecto a un seguro fracaso. Realizar acciones y comunicar lo que se hace, construir procesos comprensivos con las fuerzas políticas en torno a aquello que se hizo es un modo de hacer política revolucionaria. No se puede hacer política revolucionaria si se procura la felicidad de los sectores populares sin la participación de estos. La acción revolucionaria es pedagógica si es eficaz, solo si se aprende de ella es verdaderamente revolucionaria.
En Trotsky puede observar y registrar el proceso mediante el cual alguien como él había podido vivir el estalinismo como tendencia dominante sin enfrentarlo de un modo frontal desde el inicio. Poniendo por encima de las circunstancias la disciplina del partido, la defensa de una unidad sin quiebres, aun cuando internamente se presentaran profundas contradicciones. Y esto le sirve a Merleau-Ponty para señalar en Trotsky el problema teórico, la cuestión referida a la filosofía dialéctica misma que le impedía ver de manera acertada y actuar a tiempo. Y es que en la práctica, Trotsky, muy a pesar del proyecto revolucionario, compartía la visión del partido como espacio de la verdad. Su percepción de que la unidad política podía convivir con los silenciamientos, y que el ocultamiento de las cosas podría evitar el predominio de los vicios mismos, constituía un grave problema. El costo de esa unidad política, era la pérdida del proyecto mismo. Es decir, aun en Trotsky hay también un abandono del partido como verdadero motor revolucionario, como instrumento del proyecto y el proceso, como un catalizador desde la dialéctica compleja. Como un método para desplegar la dialéctica compleja frente a los problemas de la práctica develando aquellas problemáticas o realidades que superaban al partido mismo y a sus ideologías dominantes. No pudo encabezar una movilización de la militancia para salvar la revolución porque era imposible, también para él, concebir que la verdad pudiera residir fuera del partido. Que el proyecto era mucho más trascendente que la organización política, y que esta era solo válida en tanto se subordinara al horizonte utópico y no al revés.
Sin embargo, Merleau-Ponty va a rescatar su idea de la revolución permanente porque esta pone de nuevo el tema de la dialéctica compleja a la orden del día como elemento nodal. Esto implica que hay un más allá de las condiciones objetivas para una revolución, un más allá de las voluntades de los sujetos. Y ese más allá — ese anuncio intuido como potencia — es un «mecanismo interno» de la acción revolucionaria que debe ser tomado en cuenta en los periodos de acomodamiento, de retrocesos, de abandonos y de estabilizaciones del capitalismo. Aun ahí, esa sustancia transtemporal de las revoluciones sigue actuando, es el sujeto colectivo metido en el centro de los hechos actuando, teorizando, compartiendo esa práctica y teoría con grupos y colectivos organizados, medios por los cuales se activa otra vez ese mecanismo, se pone a funcionar el mecanismo interno, listo para cuando se precipiten las condiciones, o creándolas como verdadera potencia efectiva del acontecimiento.
La claridad de Trotsky — según Merleau-Ponty — radica en su idea de la política revolucionaria guiada por la regla de buscar los medios para llevar al proletariado al poder y cuestionar los medios o los fines que impidan ese logro. Pero cuando el poder del proletariado se puso en peligro y dejó de ser representante de nuevas liberaciones y cambios, optó por el silencio de la disciplina de partido, hasta que ya fue demasiado tarde y los hechos se presentaron como consumados. Lo fundamental es saber si es posible para nosotros, tantos años después, haber aprendido no solo el gesto del Trotsky revolucionario para subordinarlo todo al logro del poder para el proletariado, sino en no hacer silencio frente a los procesos que pueden cancelar la revolución antes de que se hayan consumado de modo irremediable.
Para Merleau-Ponty el mundo está inacabado sin la praxis, porque esta es el modo fundamental de la situación extraordinaria que anticipa revoluciones. El problema de Trotsky, es el problema de toda una generación de revolucionarios que le conceden a la revolución cierto destino inmanente al que se le cree indemne y que por sí solo conduce liberaciones. Sin comprender que la revolución son los actos renovados contra la resistencia que los procesos de dominación intentan reimpulsar una y otra vez. También dentro del «mecanismo interno» de las revoluciones se verifican retrocesos, y estos se expresan en la subjetividad de las personas, en sus actos y decisiones.
Otro elemento que recupera Merleau-Ponty de Trotsky es su indicación sobre la «selección de la historia» y «la inteligencia de la historia». En la primera, la historia selecciona hechos, acontecimientos, situaciones, condiciones, circunstancias, de un modo espontáneo e inconsciente, pero no sigue un plan y por sí misma no produce los fines de la revolución. Por su parte, la inteligencia de la historia remite a la organización de voluntades, es el sentido de la historia que introduce la política revolucionaria, es la organización de esfuerzos. El plan que da orden al caos y que toma el timón sobre los hechos. Hay una «lógica inmanente de los hechos» y una lógica que se le impone a los hechos a través de los actos. Esta es cada vez más efectiva si obedece a un plan y toma en cuenta a la primera lógica. No hay política revolucionaria descoordinada de la lógica de los hechos. En caso de existir estaría condenada al fracaso por el olvido de la «realidad», que no es su conservación, sino lo que cada situación histórica exige de sí y que no puede ser ignorado.
La revolucionaria y el revolucionario pueden obtener mediante la política revolucionaria ciertas metas, pero pueden alcanzar más cosas si ese plan toma en cuenta ciertos requerimientos de la lógica de las cosas. Hay cuestiones que una «lógica inmanente y cerrada» les impide obtener. Eso lo define una situación revolucionaria y el mundo de los actos, no el de las oficinas.
Lo que señala Merleau-Ponty es que hay un problema de fondo en la dialéctica materialista que requiere ser dilucidado, y es lo que le impide a Trotsky actuar a tiempo. La dialéctica materialista no concebía la posibilidad de que el partido del proletariado dejara de serlo. No consideraba que la abolición del poder de la burguesía no fuese garantía del aumento de poder del proletariado. Asimismo, se realizó cierta reificación de la eliminación de la propiedad privada y de la creación de una economía planificada y colectivizada, convirtiéndoles en especies de fetiches que garantizarían siempre la revolución. A Trotsky, la dialéctica materialista que poseía no le permitía observar a tiempo que el partido del proletariado podía pervertirse y degenerar. La economía planificada y la colectivización no eran garantías de un horizonte comunista y cuestiones fundamentales del mecanismo interno de la revolución estaban siendo destruidas. ¿Pero, cómo actuara tiempo frente a todo eso si hacerlo te convierte directamente en un traidor? Por ello es indispensable — en la propuesta de Merleau-Ponty — que la dialéctica materialista de la que se arme a la militancia comprenda que una revolución es una autocrítica permanente de sí misma.
Lo que Merleau-Ponty detecta es que la ceguera de Trotsky es la del movimiento frente a las propias contradicciones. La dialéctica materialista no concebía que una economía planificada y colectivizada no necesariamente se acompañara de un proceso liberador de las personas. No contemplaba la posibilidad de que el «partido del proletariado» podría no representara dicha clase de modo genuino, marcado por luchas internas, contradicciones y alejamientos del proyecto emancipatorio de la revolución. No consideraba posible que «el proletariado en el poder» no fuera capaz de darse a sí mismo la democracia que aumentara su poder y no que la disminuyera. Es necesario concebir — como parte de un proceso dialéctico real — que el devenir de la revolución está plagado de contradicciones, de quiebres internos, de tendencias. Unas favorables al proyecto, otras que le adversan. Concebirlo como una posibilidad real y generar la política revolucionaria y sus mecanismos de funcionamiento para revertir los procesos de degeneración y traición al proyecto originario. Hacerlo a tiempo y afrontando todos los riesgos que ello conlleva. La disciplina al proyecto es más importante y trascendente que la disciplina al partido, y debe llegar el momento en que ser disciplinado en el partido sea en realidad ser leales al proyecto.
Es necesario entonces, en la lectura de Merleau-Ponty, armarse de una filosofía dialéctica compleja que entienda como normales las contradicciones en el devenir del proceso. La dialéctica materialista dominante fetichizó la planificación y la colectivización. Hizo otro tanto con la expropiación de la propiedad privada, fetichizó al partido y lo hizo dueño y juez de la verdad, y fetichizó el tipo de democracia que construyó. Con ello desarmó a la militancia, porque si la historia obedecía a cambios en «los factores objetivos», con modificar estos — se pensó — de manera necesaria se producirían los cambios de la nueva sociedad. La militancia no pudo reaccionar a tiempo porque estaba desarmada filosóficamente y al fracasar el proyecto de socialismo no pudo evitar pensar que todo el socialismo y la utopía comunista habían fracasado. El marxismo tiene que elaborar mediante la teoría y la práctica el antídoto frente a sus propios procesos de reificación.
El problema de la dialéctica materialista que identifica Merleau-Ponty está ya en los orígenes del marxismo de Marx. En su decisión de poner la dialéctica infiltrada en lo material, pero haciendo de lo material un devenir naturalista, que internamente explicaría el mecanismo interno de las revoluciones. En esta posición teórica se piensa que hay algo en lo material que sigue un movimiento objetivo y conduce a la revolución y a la nueva sociedad — se quiera o no — , por eso el revolucionario puede no desesperar cuando las cosas no ocurren del modo en que espera para el proyecto. Porque la dialéctica de las cosas generará las condiciones. El esquema tipo de las revoluciones que elabora Marx para los países de capitalismo avanzado sigue esta regularidad. «La burguesía ha creado su propio sepulturero». El proletariado parece destinado a construir la nueva sociedad y a liquidarse a sí mismo como clase. Sin embargo, el triunfo de una revolución en un país «atrasado» pone en discusión este esquema tipo. Los marxistas toman nota de esto e introducen factores como los derivados del desarrollo desigual y del carácter explotador de las potencias principales. Las dinámicas internas del país «atrasado» crean condiciones que permiten una revolución y que esta se pueda «saltar fases».
Pero aun así lo que indica Merleau-Ponty es que el marxismo siguió pensando desde el mismo esquema tipo. Aunque se podían saltar fases, la sociedad final sería la sociedad sin clases, libre de contradicciones. No fue capaz el marxismo de replantear su visión de la sociedad futura como un otro absoluto, sin contradicciones. Por ello, tampoco elaboró un antídoto frente a un posible fracaso. De ahí que muchos pudiesen pensar que si la sociedad comunista no llegó — aun saltándose las fases — , eso quiere decir que la idea de la revolución podría ser cuestionada. Por otro lado, en su análisis muestra que una revolución tampoco puede sostener una pura «negatividad», un estado de cambios permanente. No puede garantizar el continuo revolucionaren tanto se produce la positividad, las instituciones, el acomodamiento del partido. Se acalla la autocrítica permanente, se eliminan las contradicciones, no se les deja hablar y se las trata como nocivas. Entonces, el filósofo se pregunta si es posible una revolución permanente, si es posible sin — al mismo tiempo — cancelar la positividad, el mundo de los funcionarios, de los privilegios, de los retrocesos, de la prédica socialista sin práctica socialista.
En algún punto Merleau-Ponty propone pensar la hipótesis de si no será la revolución realmente una posibilidad de los países atrasados. Si no será que la revolución solo es posible realmente en aquellos países que parecen «atrasados» frente al curso de la historia. Si no será que toda revolución está condenada a la «prematuridad» en un sentido psicoanalítico — como afirma Merleau-Ponty — ; es decir, por mucho que se prepare su nacimiento, aunque ocurra en los tiempos esperados, ella siempre llega a destiempo, en un tiempo que no es.
Merleau-Ponty avanza hacia la cuestión decisiva de si el partido es la residencia de la verdad y si se debe tener una fe ciega en los dirigentes. Si estos son dueños de la verdad o si es correcto actuar tal como ellos frente a la verdad que ordenan o indican. Entonces, hace una recuperación extraordinaria del Lenin político revolucionario que, en su diálogo con la verdad de la teoría, con sus comprensiones de la teoría marxista, entre el dirigente y el partido situaba al proletariado. Un tercero que consideraba decisivo y entendía que se debía conocer la espontaneidad de sus reacciones. Trascenderla, pero en principio conocerla, asistir a su vida cotidiana, conocer los sentidos inherentes a su existencia habitual.
Lenin era un político de la realidad y su posición frente al proletariado no era militar sino pedagógica. Creía en la comunicación, en el aprender verdadero del contacto con la gente y de ahí extraer verdades o comprender los límites para incorporar ciertas verdades. Entonces era fundamental trabajar para que la política revolucionaria fuese comprensible. Para Lenin, el teórico no está solo con las verdades de la dialéctica que ha comprendido por sus lecturas, por su estudio y por su práctica. Está, además, explicando esas verdades, construyéndolas y comunicándolas con el proletariado. El dirigente revolucionario que exige Lenin es excepcional, porque necesita una buena teoría, una voluntad permanente para la acción y una pedagogía política a la orden del día, menos que eso no le sirve.
Desde aquí Merleau-Ponty inicia una polémica con el pensamiento de Jean Paul Sartre vertido en su texto Los comunistas y la paz, publicado en 1952.[28] Sin profundizar en este punto, en realidad todo este ensayo es una polémica de Merleau-Ponty con Sartre. Este último, aunque reconoce que el proyecto comunista no se ha realizado y presenta serios problemas en cuanto al tipo de sociedad que prometió, cuestiona el derecho a criticar al partido. Considera que el partido y el proletariado poseen una razón que no debe ser cuestionada, un proyecto que no debe ser criticado o discutido. Frente a los problemas de la transición socialista o la política reaccionaria de la URSS, habría que hacer silencio o no criticar. Pero frente al ataque de las burguesías y sus medios de comunicación Sartre sitúa al partido y al dirigente como instancias incuestionables, como si por ellas hablase una verdad absoluta, sin discusión e inapelable. No solo se niega a relativizarlas, sino que se pregunta quién podría establecer su error, quién podría ser la medida de su posible error o equivocación. Al hacerlo de este modo, Sartre no solo le estaba negando el derecho al ataque ala burguesía, estaba comprometiendo y cancelando cualquier posibilidad de autocrítica de los movimientos revolucionarios o de quienes pudiesen simpatizar.
Lo que Merleau-Ponty rescata es que, más allá de esta postura defensiva frente a la burguesía, para la revolución sí es decisivo relativizar la verdad que el partido defiende. Es fundamental no pensar en el dirigente a partir de una identificación o fe ciegas, sin distanciamiento. Porque esa supuesta teleología de que él realizará la revolución y la nueva sociedad como fatum inevitable impide comprender el error de no tomar en cuenta que el partido puede equivocarse. Puede carecer de la verdad y el proyecto de nueva sociedad traicionarse.
La participación es decisiva, la discusión, el debate abierto, la relación horizontal entre la dirigencia y la militancia. La ausencia de fetichización de las relaciones entre militantes no son aditivos, son rasgos de la política revolucionaria que parirá una sociedad mejor o pondrá los cimientos firmes para que ello ocurra.
La revolución no se puede construir solo de frente a la burguesía, despreciando toda crítica que venga del campo contrario. Tiene que confrontar al rostro propio frente a sus problemas, debe poseer un doble rostro — como mínimo — que le permita ver a tiempo la degeneración del proceso y pueda, además, desplegar una crítica revolucionaria de sí misma.
El análisis de la figura de Lenin, le permite al pensador francés, resaltar el valor de la acción. El militante y el dirigente deben estar unidos por acciones, por hechos. Debe haber algún contenido político que genere ese vínculo y lo recree. No puede ser una relación basada solo en el carisma o la identificación proyectiva. Por tanto, la verdad política no está construida a priori, no se debe a una persona en específico. No la construye la organización. No la hace el dirigente y no la escribe el militante. La verdad es un devenir, toma de todas esas instancias: toma de la historia, de la situación y se produce una visión de conjunto para ese momento. Para ese instante en particular, pero no está dada para siempre. Es indispensable preguntarse si hay un principio articulador de esa verdad, si hay algo que reúna todos esos elementos. Si ese algo se produce en una instancia o aparecerá en el recorrido. Si se le debe buscar intencionalmente o se debe esperar a que aparezca. Y hasta aquí no hay una respuesta única. Depende desde qué lugar se realice la síntesis política de esa verdad: ¿la hace solo el dirigente?, no; ¿solo el partido?, no; ¿solos el proletario y el militante?, no. ¿Quién(es) entonces?
Merleau-Ponty da importancia a una verdadera experiencia revolucionaria que consiste en someterla a una autocrítica permanente.
El proyecto comunista no puede ser concebido como una entidad teleológica a la que se puede aspirar apelando a cualquier medio, porque hay medios que comprometen los fines y los fines no pueden ser futuribles imaginarios, tienen que mostrar su cariz en los hechos del presente, del aquí y ahora.
El partido, los dirigentes, el proletariado no son entelequias constituidas como totalidades cerradas, no son residencias de la verdad, no se está con el partido a cualquier costo por disciplina. No se sigue al dirigente en todo y en cada acto porque es lo que tiene que hacer un militante. La crítica radical al capitalismo no es una excusa que libera del autoexamen propio, de la crítica de nuestra experiencia. Más bien la exige.
Es necesario hacer una recuperación crítica de las experiencias históricas que hemos vivido, no se les puede idealizar. Deben ser analizadas frente a los hechos que vivieron. La situación histórica particular en la que se inscribieron. Pero también sus alcances, sus limitaciones, sus errores frente al propio proyecto y sus aciertos. Este actuar y generar una crítica al mismo tiempo de los actos es hacer la revolución. No negar la dialéctica de los hechos y tampoco la del sujeto. Su interior, sus quiebres, los pliegues y configuraciones de su vida cotidiana. Sus contradicciones, sus paradojas, sus decisiones, sus indecisiones, sus miedos, sus fuerzas, sus dudas y sus limitaciones; son parte indisociable de un proyecto de liberación.
Hay que generar una crítica de la transición socialista, de su experiencia. Sobre la base no solo de la comparación con el capitalismo también con sus propios parámetros. No hay certezas sobre el rumbo y sobre los modos. Pero ya hay una experiencia histórica de aciertos y errores. No se empieza desde cero, se puede contrastar, se puede corregir, rectificar e inventar lo nuevo.
La dialéctica para Merleau-Ponty no es el todo, pero habita en el todo; no lo constituye, pero es una parte de él y en esa parte hay una totalidad. La dialéctica es algo siempre abierto en el afuera y en el adentro. No hay una dialéctica como fin, como estado final. Hay un continuo devenir dentro y fuera del sujeto. La dialéctica es el equívoco permanente y también los puntos de experiencia revolucionaria que dejan el equívoco y los aciertos.
Heidegger y el Seminario de Zarinhgen
Pero, ¿cómo desplegar esa dialéctica?, ¿dónde se encuentra?, ¿en qué lugar reside o no reside? ¿Es posible de desplegar o hay un futuro irremediable en la jaula de hierro del capitalismo?
Para acercarnos a esta cuestión decisiva y complementar la prédica de Merleau-Ponty, las fuentes que recuperó para articular su discurso; visitaremos el pensamiento de Martin Heidegger. Nos referimos aun momento particular de su obra, perteneciente al Seminario de Zahringen[29], donde Heidegger retoma la pregunta por el ser.
Nos acercaremos desde esta pregunta por el ser hasta los conceptos que despliega de gestell y dasein. Con este punto de partida, tomaremos elementos que permitan pensar la dialéctica de la revolución. Y, para ello, nos servimos de manera breve del intento de diálogo con Marx que Heidegger propone en este trabajo, donde intentará abordar la cuestión del acceso al ser a través de Husserl.
El-ser-en-el-mundo constituye para Heidegger la forma primera de entrada en contacto con el ente, el ser en el mundo está primero que cualquier acto de conciencia. El contacto con el ente, en el que se presenta el ser en el mundo, no se produce en la conciencia. Luego, para Heidegger, la pregunta por el sentido del ser, por la verdad de este, no es una pregunta metafísica. La metafísica se interesa por encontrar «al ser del ente», en tanto que en Heidegger es la búsqueda del «ser del ser» lo que interesa.
Para Heidegger, Husserl llega a rozar la cuestión del ser con lo que nombró como «intuición categorial». Husserl distingue entre la intuición sensible y la intuición categorial. En la intuición sensible el objeto aparece, pero a través de múltiples datos sensoriales: la hyle. En la intuición categorial intenta dar cuenta de que las categorías se presentan también como un dato, se accede a ellas de manera directa. Hay en Husserl un ver sensible y un ver categorial. Hay aquí una ruptura con Kant, afirma Heidegger, en tanto Kant ve el dar forma a los objetos a partir de los datos sensoriales como una propiedad del entendimiento. En cambio, Husserl explica el acceso a las categorías como una experiencia originaria y directa.
Heidegger retoma el análisis del ver un libro: veo un libro, no lo veo como substancia, pero si no hubiese substancia no vería nada. Para Husserl es que hay un «excedente» en todas las afecciones sensibles mediante las cuales, entonces, distingo al libro dentro de toda la substancia. Ese excedente es algo que acontece en mí pero fuera de mí. Eso que es visto entonces, se ve ya como categoría y solo podría verlo si me fuese «dado». La intuición categorial es entonces como la intuición sensible, no es posterior, ni resultado de, es un dato que me es dado directamente. Las categorías no son deducibles a partir de datos sensoriales como pensaría Kant. Ellas son datos análogos a los datos sensibles.
Para Heidegger el valor de Husserl está en que libera al ser del terreno del juicio, algo que no ocurre en Kant; es decir, el modo de acceso al ser es directo y me es dado. Cuando veo un libro, lo veo como un objeto que me es dado directamente, pero no veo la substancia del libro del modo en que veo al libro mismo; sin embargo, sin substancia no podría ver. La substancia en su «inapariencia» me permite ver lo que aparece ante mí. En Husserl el objeto me es dado, como si fuera un dato de los sentidos, mientras que en Kant el objeto es resultado de los juicios del entendimiento.
Este aporte de Husserl le permite a Heidegger evitar que la pregunta por el ser — y que el ser mismo — queden atrapados en el mundo de los juicios, en los moldes del entendimiento. El ser entonces me es dado, como así me es dado el objeto en la intuición categorial.
Ahora, ¿cómo realizar la pregunta por el ser si hemos extraído al ser de los juicios?
El ser, entonces, no es una abstracción producto de la deducción, sino que me es dado. Y me es dado por un «entrar en presencia», el objeto es algo que se me presenta como un entrar en presencia, se manifiesta ante mí, toma su asiento en la subjetividad, pero es algo que se muestra ante mí desde un afuera. La historia de la filosofía, en la lectura de Heidegger, es la historia de tomar estas formas particulares de entrar en presencia como el ser mismo, tomar al ser del ente como el ser, convertir a ciertos entes en superiores y sustitutos del sentido del ser: podríamos decir, a riesgo nuestro, que esta es la historia viviendo en el error cuando toma a entes específicos, a experiencias particulares como si fueran el ser mismo. Y esto se debe a la primacía de la conciencia y es lo que Heidegger va a cuestionar de Husserl, quien aportó la intuición categorial pero no pudo liberar al ser de los muros de la conciencia.
En Heidegger, entonces, la conciencia es puesta entre paréntesis: «en lugar de bewusstsein (conciencia), leemos dasein (ser ahí)»[30]. Pero bewusstsein remite a wissen, que es «haber visto», la conciencia está relacionada al ver, es «aclarada» por la luz, pero para llegar al ver es necesaria una «apertura», algo mediante lo cual aclarar y acceder a la claridad. Esa apertura es el dasein, el «ser ahí», el afuera que se despliega y que abre la posibilidad de ver. Ahí es donde podemos hacer la pregunta por el sentido del ser, no en lo que se muestra en la conciencia como lo ya visto o aclarado, sino en la apertura, en el aclarar, en el entrar en presencia. Con el dasein quiere decir que estamos arrojados al mundo, al afuera, que la pregunta por el ser no puede ser respondida por el ser de la conciencia sino por el ser ahí, algo que se despliega ahí afuera, sin un haber visto previo, porque el «haber visto» es un resultado de la apertura del dasein. Es algo que ocurre sin mí, en mí; es decir, algo que acontece sin mi control consciente y que solo puedo concienciar-ver después que aconteció. En Heidegger se trata, entonces, de un pensar no metafísico, un pensar en el dasein.
Ahora, ¿cuál es la diferencia entre el ser del bewusstsein y el ser del dasein? Aquí Heidegger recupera la noción de «subjetividad». Si yo digo: «soy consciente de algo», eso de lo que soy consciente acontece en mí, está en mi subjetividad, ocurre en la inmanencia de la conciencia. Lo que señala Heidegger es que no puedo tener una verdadera experiencia del objeto porque el objeto está en mí. Sin embargo, en el ser del dasein el objeto ha escapado al primado de la conciencia y a su inmanencia. La experiencia del objeto acontece en el afuera del mundo.
Según Heidegger, el objeto en Husserl queda atrapado en la conciencia porque parte del ego cogito, es necesario «partir de un lugar distinto al ego cogito». Mientras que el ser del bewusstsein habla del objeto en la conciencia, el ser del dasein realiza «una experiencia fundamental de la cosa» en el ser ahí, en el afuera de la conciencia, en el mundo: «el ser del dasein debe salvaguardar un afuera». Esto para Heidegger permite una «revolución de la localidad del pensar», un desplazamiento de la localidad del pensar, ya no en la conciencia sino en el afuera donde se localiza el pensar, en el dasein.
En tal sentido, si para Heidegger la conciencia se funda en el dasein, la conciencia misma cambia. Ya no puede ser esta instancia cerrada sobre sí misma porque, además de acontecer a posteriori, ella será siempre diversa y múltiple. No podrán ocupar el claro de la conciencia objetos totales y eternos, porque eso sería negar el afuera que constantemente renueva la experiencia del pensar. No existe la última claridad, la última teoría, la última forma de concebir el mundo y las experiencias. Toda posición tomada es precaria, pero su precariedad no nace de un defecto de sí, sino de que el dasein es el pensar afuera que una y otra vez muestra nuevos costados de las cosas.
Entonces, si pensamos con lo señalado hasta aquí podemos elaborar algunas ideas sobre el ser de la revolución. Vemos que el dogmático toma al ente revolución por el ser de la revolución y entonces obtura los cambios, la constante renovación, eleva al ente a la condición de ser.
Sustrae una experiencia revolucionaria en particular de toda la dialéctica de los hechos y la eleva a la posición del ser totalizante, impidiendo cualquier posibilidad de relativización o crítica. Los dirigentes, el partido, el revolucionario, dejan de ser entes concretos, voces del ser, para constituir el ser mismo. Aquí el ente es reificado.
Por su parte, el reaccionario toma «al ser por el ente»: es una contradicción sin salida, por eso toda revolución en su cabeza es una experiencia finita, duró un tiempo, «llegó hasta aquí y después no lo fue más». Para el reaccionario, en la revolución, su ente también es su ser, ella no es otra cosa que esa experiencia finita e incompleta que carece de un más allá de la experiencia particular.
En esta operación, el ente no es reificado, es rebajado y abyecto. Ambas modalidades pierden al Ser de los acontecimientos. Clausuran el acceso y despliegue del dasein. El dogma se empeña en idealizar la experiencia revolucionaria concreta, la reacción se concentra en mostrar el carácter deformado de esa experiencia, sus defectos ocultos, la obscenidad de sus errores.
Para el dogmático, la revolución es elevada a ente superior. Un aspecto particular de su experiencia es elevado a instancia superior, a un supuesto ser metafísico y, por medio de ello, se le quita a la revolución su ser verdadero. Se le oculta el sentido de su ser en dasein por medio de una mascarada de ser. Algo que hace de totalidad en el agujero del ser. Si el reaccionario le niega al ente revolución un ser más allá; el dogmático oculta su ser, lo obtura. Esconde su más allá, rechaza la existencia de un afuera que debe observar y escuchar, al cual tomar en cuenta y que no puede negar. Entonces, el partido deja de ser el instrumento para constituirse en el más allá de la revolución, y se convierte en el ser de la revolución. Deja su condición de ente para ser elevado a mascarada del ser de la revolución. Se convierte en su propietario, verdugo y aniquilador. El líder deja de ser el vehículo del ser ahí, de la posibilidad de un más allá de las circunstancias y se convierte en el dueño de la verdad del ser. Por lo que la verdad del ser deja de serlo, porque ella «no es», ella es una pregunta, una interrogación del dasein desde el afuera. El pueblo deja de ser el protagonista de los cambios. Deja de ser la expresión del impulso del afuera no visible, del afuera no tomado en cuenta y es elevado a «pueblo elegido», metafísico y mascarada de actor.
El reaccionario, sin embargo, toma la condición de experiencia limitada, finita y defectuosa del ente, como el ser mismo de la revolución. Toda experiencia del ente, del afuera, es siempre limitada, es siempre incompleta, es imperfecta; sin embargo, para el reaccionario ese es el ser de la revolución, su finitud. En su lectura la revolución siempre será traicionada. Para el dogmático, la revolución es eterna. El dogmático y el reaccionario son dos extremos de la metafísica, no han logrado transformar la localidad del pensar. Por eso el dogmático no puede dejar de idealizar y fetichizar lo que hizo, mientras que el reaccionario no puede dejar de rechazar lo que a sus ojos no aparezca como perfecto y límpido. Mientras el dogmático no puede dejar de vivir cerca de dios, haciendo de su ideología una religión, el reaccionario no puede dejar de traicionar la fe y retrocede con el tiempo al más abyecto de los mundos. Piensa que si un mundo mejor no es posible, lo que debemos hacer es adaptarnos al mundo que es, porque ese es su ser.
Heidegger recupera que en el pensamiento griego no hay una palabra para el significante-objeto, no hay una gegenstand, sino aquello que «entra en presencia a partir de sí mismo». No hay un objeto fijo inamovible en el pensamiento griego, sino un objeto con movimiento interno, algo que se muestra o entra en presencia a partir de sí mismo. Los objetos no cobran sentido por una operación de mi conciencia, sino que ellos se mueven a partir de sí mismos. Yo no podré captar al objeto sin interrogar eso que en el objeto entra en presencia a partir de sí mismo.
A la revolución la tengo que interrogar a partir de ese movimiento de sí misma que la hace entrar en escena, esa autenticidad de su acontecer. No a partir de una metafísica previa acerca de «las revoluciones», no desde una construcción o representación consciente de la revolución, sino entrando en contacto con eso que en la revolución es movimiento de sí. El dogma no puede hacer esto porque ya ha elevado al plano idealizado ciertos aspectos de la revolución, el reaccionario tampoco porque la revolución para él, de antemano, carece de movimiento. Le está negado, en su metafísica reaccionaria y resentida.
Necesitamos una dialéctica fundamental, una filosofía dialéctica de la historia. Una interrogación sobre el-ser-ahí de la revolución que interrogue su dasein, que mantenga a raya la ilusión de totalidad cerrada: ente-como-ser y la percepción de ente-sin-ser, dos extremos de lo mismo.
Para Heidegger, pensar como los griegos es posible si salimos del primado de la conciencia y las representaciones. Estas últimas fijan al objeto en un determinado lugar. Por ello se debe ganar el primado del dasein: «porque el hombre no es, sino saliendo de sí, hacia ese por completo otro que él, que es el claro (lichtung) del ser»[31]. El otro de mí, es el claro. El dasein de la revolución, el otro de sí, que no es ella pero que habla de ella, que la despliega, que le exige un más allá del lugar ocupado, de la plaza ganada. Es ahí donde reside el pensar dialéctico de la revolución, una dialéctica fuera de sí. No olvidemos que Marx pensaba la conciencia como el conjunto de relaciones sociales. Sin tomar esta ruta en profundidad, ¿por qué no pensar que es ahí en el ser-de-las-relaciones-sociales donde acontece el dasein que solo puede ser desplegado por la praxis, solo puede ser interrogado en esa explosión concurrente de teoría y práctica? Pero no nos apuremos.
Lo cierto es que Heidegger permite una apertura a la revolución y a su ser solo si se integra el afuera de ella que le constituye y que es el fundamento de su conciencia de sí. Ese afuera de sí que lleva al sujeto a encontrarse con el claro que acontece en el dasein, no es creado por el hombre y el hombre tampoco es ese claro. En Heidegger, ese claro que le viene al sujeto es aquello que está destinado para él, proviniendo del afuera, del ser ahí.
El sujeto no es el creador de los claros de la historia, ni él es la claridad del ser, sino que en esta perspectiva, él es trabajado por ese aclarar que viene del afuera y del cual su conciencia recibe el fundamento. Esto permite impedir una metafísica de la historia pero también una metafísica del sujeto. Entonces es indispensable que así como Heidegger le va despejando el camino al ser diciendo todas aquellas cosas que no son él, pero que intentan obturarle y sustituirle. Al proyecto revolucionario se le debe liberar de todo aquello que impide la emergencia de su dasein, que impide — en fin — la vida en movimiento de sí que le está destinada a vivir si permite la apertura posible de recibir desde ese afuera en el que ha sido arrojada.
Otro punto central del seminario de Heidegger es la recuperación que realiza de la frase de Marx en Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel: «ser radical es tomar el asunto de raíz, y la raíz para el hombre es el hombre mismo»[32]. Según Heidegger, en esta frase radica todo el marxismo, porque es su teorización de la sociedad de producción. Es el análisis de la producción de bienes de consumo, del conjunto de relaciones de producción del capitalismo, que elevan al hombre al lugar de la raíz de todo ser: «la autoproducción del hombre como ser social». Es la autoproducción en el régimen de producción social — y existe el peligro de la autodestrucción — en la sociedad de producción.
Esto es lo que nombrará como gestell, que es el imperativo de entrar al régimen de producción-consumo. Ni el ser humano ni la naturaleza pueden escapar a esa orden que les viene como de su ser. Este régimen impone un grupo de imperativos del progreso que exigen la renovación continua de los ciclos de producción y también de las necesidades que se multiplican y se transforman una y otra vez en interrelación con la producción, una máquina incesante. Pero según Heidegger lo que es nuevo termina sustituyendo lo que antes fue nuevo, que de inmediato se vuelve obsoleto o viejo. Es decir, la tradición y el pasado dejan de ser instancias recuperables y pierden valor. Para Heidegger ya no hay objetos sino bienes de consumo para consumidores y la persona humana está atrapada en ese régimen de producción-consumo. Según Heidegger, si para Marx «ser radical es tomar el asunto de raíz, pero la raíz del hombre es el hombre mismo», esta tautología conduce a pensar que es precisamente el hombre del régimen de producción-consumo el hombre que es la raíz. En esta lectura, el marxismo no sería una verdadera vía para romper con la sociedad de producción consumo porque el hombre del que se ocupa es aquel que pertenece al régimen que le sostiene. Marx, para Heidegger, es la representación del nihilismo extremo, porque el hombre del que se ocupa es aquel que está obligado a responder a los imperativos de la producción consumo.
La sociedad humana no podría escapar o eludir la entrada en este sistema. Para Heidegger, salir de este mundo sería, por ejemplo, hacer desaparecer al turismo. Sería necesario que existiese una morada donde la persona pudiese residir, pero ya no es posible. Y el pensamiento no podría crear las condiciones para romper con ese sistema, ni para rechazarle; por el contrario, el pensamiento prepara la entrada a ese mundo. Es decir, el pensamiento marxista en clave heideggeriana sería la forma nihilista de negarse a este mundo, una ilusión de cambio imposible. Y, por otro lado, ciertas formas del pensamiento marxista serían formas travestidas de preparación o adaptación al sistema de producción consumo. Claro que esto nos obliga a recuperar, mínimamente, el contexto más amplio de esa frase de Marx dentro de su texto introductorio al libro de Hegel sobre la filosofía del derecho.
Hay algunos puntos del texto que son fundamentales. Marx comienza por rescatar el lugar de la «crítica de la religión». En primer lugar, la religión de la que se ocupa Marx es la expresión de la criatura «que sufre», es la fantasía de sí mismo que el ser humano construye para soportar el mundo en que vive. Una segunda cuestión importante es que, para Marx, debemos trascender la crítica de la religión para poder criticar lo «profano» que funciona también como fantasía e ilusión y que sigue dominando al ser humano. Pasar de la crítica de lo sagrado representado en la iglesia y su sistema de dominación, para trascender a la crítica de lo profano ilusorio que anida en el Estado y en la política. Marx remite a algo sorprendente, que es mostrar cómo en la sociedad moderna el Estado, la política y el derecho se convierten en instancias de adoración y que el protestantismo puso la fe — que estaba afuera — en el corazón de la persona humana.
Otro elemento muy valioso — que Marx indica — es que hay desfasajes entre el desarrollo que alcanza la filosofía con respecto a la sociedad de la que intenta dar cuenta. Él constata que la filosofía alemana responde más a los problemas de la sociedad moderna de Francia, que a la compleja combinación de elementos antiguos y modernos de la sociedad en la que él vive. Mediante esta idea, describe cómo el pensamiento alemán no solo ha recibido el impulso revolucionario de las revoluciones acontecidas sino también de los procesos de restauración: la revolución y sus retrocesos posteriores forman parte de la angustia del pensamiento que él intenta describir.
¿Cómo no pensar que todo pensamiento es ese silencioso forcejeo entre la revolución y la restauración que está contenida en la historia singular de los términos en los que se basa?
¿Y cómo no señalar que hay un núcleo dentro de la revolución donde lo nuevo pugna constantemente con el impulso restaurador?
Dicho esto, para Marx esa expresión: «pero para el hombre la raíz, es el hombre mismo», lo que está exigiendo es una crítica que trascienda los espectros fantasmagóricos que someten al ser humano, que le impiden realizar una crítica de su realidad. Esa frase solo es metafísica si se le separa de todo el contexto en el que fue dicha, porque en realidad Marx hace una crítica de la metafísica que reside en la religión y la metafísica profana que reside en las instituciones y también somete al hombre. La mujer y el hombre sometidos a la sociedad de la producción-consumo están anudados al carácter espectral del mundo de las mercancías. Que el bien de consumo subsuma a las relaciones humanas o que le sustituyan es precisamente un modo en que el ente superior de las cosas sustituye al ser. El bien-consumo, la mercancía, sustituye al más allá del ser y se convierte de modo metafísico en un sustituto del ser, del dasein de la vida humana. La crítica de Marx es al régimen que le impide a la persona humana estar en relación con su dasein y le condena a la vorstellung o representación de sí mismo como consumidor.
Vayamos a la frase en un extracto más amplio:
«Ya en cuanto decidido adversario de la tradicional conciencia política alemana, la crítica de la filosofía especulativa del Derecho desemboca no en sí misma, sino en tareas que sólo hay un medio de solucionar: la praxis. La pregunta es: ¿puede llegar Alemania a una praxis à la hauteur des principes, es decir, a una revolución que no sólo le ponga al nivel oficial de los pueblos modernos sino a la altura humana que constituirá el futuro inmediato de los pueblos? Cierto, el arma de la crítica no puede sustituir la crítica por las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino con violencia material. Pero también la teoría se convierte en violencia material una vez que prende en las masas. La teoría es capaz de prender en las masas, en cuanto demuestra ad hominem, y demuestra ad hominem en cuanto se radicaliza. Ser radical es tomar la cosa de raíz. Y para el hombre la raíz es el hombre mismo. La prueba evidente del radicalismo de la teoría alemana, o sea, de su energía práctica, es que parte de la decidida superación positiva de la religión. La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre y por tanto en el imperativo categórico de acabar con todas las situaciones que hacen del hombre un ser envilecido, esclavizado, abandonado, despreciable»[33].
Este fragmento más amplio del texto de Marx se encuentra dentro del apartado que dedica a la categoría de praxis. Se puede observar que en Marx la filosofía especulativa del derecho de la que se ocupa es muy avanzada, pero que su avance no corresponde con la sociedad en la que Marx vive. Entonces, esta filosofía reclama tareas de la práctica que son las que pueden mostrar su valor y sus límites. Aquí la praxis es ese encuentro de la teoría con la realidad de los hechos, pero también con el imperativo de su realización, de no quedar atrapada en el terreno de las puras abstracciones. Marx es un vocero de la realidad — el mejor quizás — y está en las antípodas de la metafísica, más bien le exige a toda metafísica que se someta a la prueba de realidad y de realización.
La praxis en este momento es el imperativo del encuentro entre la teoría, la filosofía, la dialéctica de la historia y las tareas en la práctica que les realizarán. Esto es fundamental como diálogo con los análisis que puso en juego Merleau-Ponty. Marx apuesta por una genuina filosofía dialéctica, que rechaza el quedar atrapada en abstracciones o determinismos lineales. Más adelante se pregunta si la praxis alemana puede llegar a la altura de los principios, de un modo que desate una revolución que vaya más allá y no solo que le ponga al nivel de «los pueblos modernos». La revolución de Marx no es un proceso social que se acomoda a la modernidad, no es una puesta al día de los principios del liberalismo y no es una pieza más del proceso de producción-consumo: es el dasein de un sentido del ser que se niega a seguir la metafísica del camino que impone la gestell del capitalismo. Pero, además, este más allá — si uno lee todo el texto — no es inventado por Marx, sino que ya está en la filosofía especulativa que se ha producido. Por eso es que Marx le pregunta a Hegel y directamente a sus seguidores si ellos serán capaces de estar a la altura de los principios de la filosofía especulativa que defienden, si están dispuestos a ir más allá del mundo de las abstracciones, si están dispuestos a caminar por el cieno del dasein, no solo mirarlo acontecer.
Su idea de que «el arma de la crítica, no puede sustituir la crítica de las armas. La violencia material no puede ser derrocada sin violencia material», es una prueba de realidad para cualquier sueño metafísico, porque Marx está seguro de que en el proceso social no se generan cambios a partir del despliegue inmanente de abstracciones. Que las ideologías y procesos de dominación se encarnan en instituciones y que esas instituciones del Estado tienen el derecho naturalizado de la violencia material frente a todo aquello que atente contra su status quo. Así que Marx no cree en la violencia porque sea alguien violento con tendencia a la agresividad — lo cual puede ocurrir — : la violencia en Marx es el resultado de una interpretación, de la inevitabilidad del choque con fuerzas materiales que no están dispuestas a entregar de un modo pacífico lo que consideran su espacio vital, o porque alguien muestre una filosofía de la sociedad más justa o verdadera.
Para Marx la teoría es importantísima, porque si ella «prende en las masas, se convierte en fuerza material»; por tanto, la revolución de Marx no es el acto de un pensar nuevo, de una filosofía nueva y avanzada: estas teorías se convierten en fuerzas materiales del cambio si prenden en las masas, que es un concepto político en Marx. La praxis en Marx es el encuentro de la filosofía con sus tareas y una de esas tareas es que la filosofía y la teoría prendan, se enciendan en las masas.
¿Quién sabe entonces si lo que le falta a la teoría de Heidegger sean las masas encendidas por ella?
Su pensamiento alrededor de la gestell y los imperativos socioeconómicos parece dejar muy pocas posibilidades para una revolución, porque su conclusión es que el pensamiento solo nos puede preparar para entrar a ese mundo de la producción-consumo y no para salir de él. Pero, ¿y si Heidegger ha quedado entrampado en la misma metafísica que denuncia porque el capitalismo en sus análisis parece sustituir al ser, en tanto es un ser que se renueva, sin muerte, pero esto sería romper con el corazón mismo del dasein? ¿O es que el capitalismo es el único ser que carece de un otro de sí?
Si retomamos a Heidegger, desde Marx, podemos decir que no, que el sentido del dasein, del ser ahí, arrojado de sí, reacio a toda metafísica, siempre permite nuevos caminos, nuevas aperturas, incompletas, imperfectas e inacabadas, pero nuevas y originales posibles rutas.
Por tanto, cuando Marx dice que «ser radical es tomar el asunto de raíz, y la raíz para el hombre es el hombre mismo», lo que exige no es poner en el lugar de la religión al hombre como obturación del ser, sino que es el hombre, la mujer, la sociedad humana, la que debe desplegar la revolución que permite el lichtung (el claro) del ser del dasein (ser ahí, en el afuera) negado por la gestell (emplazamiento, marco, el soporte del movimiento del capital) de la producción consumo. Marx exige una praxis colectiva que cree el acontecer del más allá, del dasein, del ser ahí, que toda filosofía especulativa intuye. Pero que no siempre está dispuesta a cumplir las tareas indispensables para ese acontecer.
Se podría decir, entonces, que «ser radical es tomar el asunto de raíz, pero la raíz para la sociedad humana es la praxis del dasein mismo». Ello no consistiría en observar cómo el dasein acontece, es meterse en él, es el adentrarse en los hechos.
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Notas:
[1] Maurice, Merleau-Ponty, Las aventuras de la dialéctica, Buenos Aires, La Pleyade, 1974.
[2]Martin, Heidegger, «Seminario de Zahringen, Traducción de O.Lorca», Revista A parte Rei, 37, 1996.
[3] Maurice, Merleau-Ponty, ob.cit, 1974, p.13.
[4] Max, Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Editorial Reus, Madrid, 2001.
[5]Max Weber, El político y el científico, Alianza Editorial, 2005.
[6] Max Weber, Ensayos sobre sociología de la religión, Taurus,1998.
[7] Maurice Merleau-Ponty, ob.cit. p.14.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd, p.15.
[10] Ibíd.
[11] Ibíd. pp.15–16
[12] Ibíd. p.18.
[13] Ibíd. p. 22.
[14] Ibíd. p. 27.
[15] Ibíd. p. 35.
[16] Ibíd.
[17] Gyorgy Lukács, Historia y conciencia de clase, Madrid, Sarpe, 1984.
[18] Maurice Merleau-Ponty, ob.cit. p.39.
[19] Ibíd.
[20] Ibíd. p. 47.
[21] Ibíd.
[22] Ibíd. p. 59.
[23] Ibíd. p. 63.
[24] Ibíd. p. 65.
[25]V.I. Lenin, Materialismo y empiriocriticismo: notas críticas sobre una filosofía reaccionaria. Moscú, EditorialProgreso.
[26] León Trotsky, Su moral y la nuestra (Vol. 8), NoBooks Editorial, 1939, p.22.
[27] Maurice Merleau-Ponty, ob.cit. p. 89.
[28] Jean Paul Sartre, «Los comunistas y la paz», elsudamericano, P. por. (2020, April 9). Disponible en https://elsudamericano.wordpress.com/2020/04/09/los-comunistas-y-la-paz-por-jean-paul-sartre/
[29] Martin Heidegger, «Seminario de Zahringen, traducción de O. Lorca», Revista A Parte Rei, 37, 2005.
[30] Martin Heidegger, ob.cit, 1973, p. 5.
[31] Ibid, p. 9.
[32] Karl, Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Escritos de juventud, 1982, 1, 491–502.
[33] Karl Marx, ob. cit, 1982, p. 7.
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