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Written by: Literatura

Un corral para La Panda

Por Fernando Luis Rojas

Allí el día era una secuencia de toques de campana, órdenes, más órdenes, castigos y matemáticas, muchas matemáticas: operaciones de sumas y restas que apuntaban siempre a un resultado final, la fecha del licenciamiento. De vez en cuando la monotonía se quebraba por un disparo escapado, alguna bronca en el cuartel, la conspiración para espiar el sexo entre oficiales y soldados, la visita de un conjunto artístico y, en especial, cada dos meses y medio, la oportunidad de salir de la unidad durante los cinco días del pase. Hasta la música del domingo en la tarde, el refuerzo de alimentación de los martes y la venta de los cigarrillos del sábado estaban cuidadosamente planificados.

Cinco y treinta, cuatro campanazos y los gritos del sargento de cuartel indicaban el «de pie»; seis y quince, tres campanas y el sonido de las botas apilándose en línea frente al comedor; siete de la mañana y las escobas comenzaba a bailar sobre la tierra y el pavimento para dejar todo «sin un papel ni una hoja de árbol»; siete y cuarenta y cinco, tres nuevos campanazos, y con los primeros rayos del sol, después de nuestro ejercicio de limpieza, bajo el traje verde de tela gruesa comenzaban a correr las gotas de sudor que nos llegarían a las nalgas antes de que el oficial de guardia pasara revista a todo el batallón formado. Y así, campanas y clases; campanas y trabajo agrícola; campanas y limpieza del armamento; campanas y almuerzo; campanas y de nuevo «embellecimiento» de las áreas…

No. No es de esta repetición rutinaria de lo que hablo cuando digo que una vez viví una experiencia de organización efectiva. Es de lo que ocurría después. Éramos seis hombres luchando por nuestros deseos. El sargento de la primera escuadra, Puchundrú, sería muy sargento y todo lo que se quiera, pero no era el jefe del grupo. Nuestro jefe era un negro bajito del barrio La Cuba, en Palma Soriano; rápido como el demonio y con unos dientes blancos y perfectos que alumbraban las noches de guardia. También estaban Vinent, flaco y barrigón, con una panza inflada y unos ojos tan grandes que parecía una boa; Fornaris, un indio guantanamero y discreto, de Yateras, de un monte de Yateras, el único soldado de todo el pelotón al que no le habían puesto un apodo; y El cien, un tipo del que yo podría jurar durante mis primeros tres meses en el batallón que se llamaba Esien, hasta que descubrí que el nombrete –para nada ingenioso– tenía que ver con el número que ocupaba en el pelotón. Todos teníamos un número. Se suponía que «el uno» era el jefe de Compañía, pero nadie se dirigía al capitán por su número. Tampoco al jefe de Pelotón o a los oficiales y sargentos. Cada quien dominaba su propio número y no los otros, pero todos sabían que El cien era el 100. Creo que su verdadero nombre empezaba con esos «Ya», «Ye», «Yi», «Yo», «Yu» que fueron moda en los ochenta.

Y estaba yo: el sexto. Me decían El político, y todo porque había sido dirigente estudiantil en Santiago, matriculado Historia en la universidad y militaba en la Juventud. Me incorporé a la compañía seis meses después del resto, porque los «diferidos» cumplíamos sólo un año y los demás tenían que zumbarse año y medio de campanas, órdenes, formaciones y malas noches. De inmediato Medina, el jefe de los seis, y yo nos hicimos amigos. A él le gustaba hacer bien las cosas y prefería las guardias todas las noches a cumplir las rutinas. Nos decían y nos decíamos, para sorpresa de muchos, «hermanos». «¡Político! –me gritaba el sargento mayor– tu hermano se ofreció de voluntario para cubrir la posta del tanque de agua de diez a dos, y dice que vas a hacerla con él». «Sí, sargento, así es. ¡A sus órdenes!». Lo de las postas tan seguidas tenía sus beneficios: al otro día nos dejaban dormir un poco más, nos ahorrábamos la limpieza de áreas, nos daban merienda y podíamos caernos a mentiras durante cuatro horas.

– Cuéntame hermano, entonces, ¿tu puro es un pincho?

– Ná, o más o menos, trabaja en el Ministerio de Economía.

– Pero eso es en la poma, ¿no?

– Sí, en La Habana, cerca de la Plaza de la Revolución.

– Lo que yo no entiendo nagüe, es ¿por qué no te vas a vivir para allá?

– Yo no dejo a la pura sola en Santiago, Medina. Además, yo voy todos los años en las vacaciones y me paso unos días en su casa, otros en casa de una tía, y así…

– Pero La Habana es La Habana hermano… Cuando me llegue la baja voy a irme para allá. Ya cuadré con un primo mío que vive en San Miguel del Padrón. Dice que me va a meter en su negocio, que me presta un cuarto el primer mes y que ya a partir del segundo voy a tener plata para pagarle el alquiler.

– ¿Y de qué es el negocio?

– No sé bien, pero tiene que ver con vender cosas y hacer entregas a domicilio… algo así.

– Bueno… ¡Mira, viene el relevo! ¡Qué rápido se me fueron las cuatro horas!

– Mañana nos toca en la machera de dos a seis de la mañana… ¿Cómo me contaste que les dicen a los machos en La Habana?

– Puercos. Tú lo sabes.

– Ven acá, ¿y cómo le dicen a la machera?

– Cochiquera…

– ¡Qué manera de enredarse! –rio Medina–. A ver si no es más fácil macho, macha y machera que puerco y cochiquera… Hablando de la machera, se me ocurrió una idea…

***

Nunca he sido bueno para los negocios; en realidad, nunca he hecho negocios. Soy un poco pendejo para esas cosas: tengo miedo a perder dinero, tengo miedo a que algo salga mal, tengo miedo al qué dirán… Así que, en realidad, lo de Medina y yo no era un negocio, era un acuerdo entre hermanos. El negocio lo hacía él con los demás, yo lo apoyaba un poco y él me dejaba caer algo de plata.

Los últimos cuatro meses del Servicio Militar nos las arreglamos para que cada dos días nos tocara el turno de guardia entre las diez de la noche y las dos de la madrugada en La Machera. A cambio, yo tuve que transcribir con mi correcta ortografía los reportes e informes del teniente, y Medina tuvo que forrar libretas, trazar tablas y trasladar papeles al jefe de Compañía.

Para llegar a La Machera teníamos que alumbrar con la linterna durante todo el camino. Primero cruzábamos el campo de pelota, luego bordeábamos los almacenes hasta llegar al platanal. Esa era la parte que menos me gustaba. Todas las noches, todas las cabronas noches, mientras recorría los treinta metros entre las matas de plátano me caía una –y a veces más de una– rana en el cuerpo. Me daban un asco tremendo. Medina se burlaba porque decía que era miedo. Pero no, era un odio y un rechazo inexplicables. No soportaba que esa cosa fría me asaltara en las manos, la cara o la cabeza. Salía del platanal con ganas de vomitar.

Vencida la prueba, liberábamos a quienes estaban de guardia y nos apoderábamos del espacio. Eran tres pequeños bloques de cemento de metro y medio de altura. En cada bloque había cuatro corrales. El último tenía dos vacíos. En los otros dos había unos puerquitos de pocos meses de nacidos. El bloque del medio tenía todos los corrales ocupados. En uno estaba la puerquita Lila, una de esas de piel rosadita. En el primer bloque vivían La Reina y La Albina, que ya estaban entraditas en libras y pronto, imaginábamos, tratarían de utilizarlas para crías.

Podíamos disponer de La Reina y La Albina. Medina y yo dejamos, desde el inicio, las reglas en claro: la fila se iniciaba a las once y media de la noche, porque antes podía caernos cualquier oficial para una inspección; los turnos eran de quince minutos, si el clímax del placer le llegaba más tarde a alguien tenía que marcar de nuevo en la cola o resolver por sus propios esfuerzos; el precio era cinco pesos por turno; y el cierre se hacía justo a la una y media de la madrugada. Sacando cuentas, por cada sesión de guardia se podían beneficiar dieciséis soldados y nos tocaban ochenta pesos. También pusimos algunas regulaciones especiales, con carácter permanente: la opción no estaba al acceso de los antiaéreos ni de los tanquistas, quienes pasaban el tiempo echando en cara de los infantes sus botas lustradas y su ropa impecable; en el caso de los soldados del pelotón de Logística, podían hacer su pago en especies ―panes, cigarros, un pedazo de jamonada…―; era imprescindible el uso de preservativos, un plus que, gracias a nuestra previsión, nos dio buenos dividendos; y excluimos a «El Flaco», un guardia de dos metros de altura de quien todos, cuando entraba desnudo a las duchas, tratábamos de permanecer a dos metros de distancia. Así que, a La Reina y a La Albina, nuestras niñas de oro, no podíamos someterlas a las embestidas de ese animal con ropa.

No me gusta fabular. La verdad es que en esos cuatro meses de funcionamiento del acuerdo entre hermanos y del negocio de Medina no ocurrieron muchas cosas sorprendentes o que pudieran apasionar. Sólo recuerdo cuatro experiencias rescatables: las formas que se buscaba Esien para ser siempre el primero en la fila, a veces se arrastraba por el platanal a las diez de la noche y cuando su reloj le anunciaba las once y cuarto echaba a correr como caballo desbocado hasta la punta de la cola a la entrada de La Machera, otras, compró los turnos, y una vez nos soltó una rueda de cigarros para reservar el primer puesto durante diez días; la discusión que tuvimos con un par de soldados, a quienes, en nuestra obsesiva voluntad de justicia y equidad, enfrentamos cuando supimos que estaban vendiendo los turnos de la cola a quince pesos; las palabras del teniente del Servicio de Inteligencia Militar de la Compañía, el día antes del licenciamiento, cuando nos llamó aparte a mi hermano y a mí y nos disparó: «se van, pero deben saber que estuve al tanto todo el tiempo sobre lo que estuvieron haciendo estos últimos meses en La Machera»; y el día en que «El Flaco» se nos coló por la retaguardia, y Lila empezó a gritar como una endemoniada y tuvimos que separarlos a golpes de culata de fusil, y quedarnos en vela acariciando la piel rosadita de la puerquita. Bueno, también volvimos a casa con varios cientos de pesos, pero eso imagino que fue importante para Medina; para mí no se trataba de un negocio.

***

Corríamos el segundo kilómetro cuando Esien se detuvo. Tenía la mirada fija en un montecito de arbustos, en los que se podían contar sin dificultad las pocas hojas verdes. Conocíamos cada pulgada del terreno. Todos los sábados cambiaba la rutina diaria y se instauraba una nueva, la rutina de los sábados. Tras el de pie de las cinco y treinta y la fila para el desayuno a las seis y quince, vestidos de campaña y equipados con portacargadores, cantimplora, careta antigás, bayoneta y fusil, corríamos los tres kilómetros que separaban la entrada al batallón y el árbol espinoso bautizado como «la mata 3K».

Nos faltaban dos meses y medio para el licenciamiento. Las cosas iban bien, el acuerdo entre hermanos y el negocio de Medina marchaba viento en popa y el ánimo había mejorado en la compañía. Los amaneceres que seguían a nuestra guardia en La Machera se acompañaban de risas, con cada campanada, con cada grito del oficial, surgía una anécdota y algún soldado gritaba su amor por La Reina y La Albina. El rendimiento en el trabajo mejoró, los ejercicios militares exhibían resultados récords y la gente digería mejor cualquier ofensa porque quizás en La Reina y La Albina podrían descargar, en la madrugada, la venganza del ofendido. Una venganza viscosa, extrafísica, para nada como un plato frío, pero venganza al fin.

Esien se detuvo en el segundo kilómetro y yo enfoqué la vista en el montecito de arbustos. Él se enamoró de inmediato y empezó a salivar como un lobo. Yo conocía esa manera de mirar y desear. Antes del Servicio Militar me provocaban terror y asco los lobos que, libres, caminaban las calles de la ciudad y con sus ojos desvestían a mi hermana y a sus amigas. Lobos libres, a veces lobos cultos, y estos últimos eran los peores porque hablaban y hacían chistes, camuflaban su saliva en las formas.

Era un ejemplar hermoso, cubierta de un gris fuerte y con las orejas levantadas para identificar cualquier amenaza, cualquiera menos la de los lobos. Esien la contempló por cinco minutos y luego, apurado por el jefe del Pelotón, reanudó la marcha.

Esa madrugada nos llamó la atención la ausencia de Esien en la fila de La Machera. Medina y yo regresamos a las dos y cuarto al cuartel y apenas entrar Puchundrú, Vinent, Fornaris y él nos abordaron.

– Político, dice este que vieron una mulita por el kilómetro dos –soltó Puchundrú.

– Sí, se le cayó la baba enseguida. Tú sabes que él es un enfermo.

– Estamos cuadrando para buscarla– dijo Vinent con la respiración entrecortada, la barriga más inflada y los ojos más grandes por la emoción.

– ¿Y qué?– intervino Medina, al tiempo que tomaba con su mano derecha el rostro de Vinent y lo acercaba al suyo–. No hables con mi hermano, habla conmigo.

– Que queremos que vayan con nosotros.

– ¿Se dan cuenta de que son las dos y cuarto y acabamos de salir de una guardia?

– Sí, Político, pero habíamos pensado…

– ¿Pensado?– me burlé. Vinent volteó la cara y me enfocó con sus ojos de serpiente tragona, pero de inmediato Medina, de nuevo con su mano derecha, la movió hacia él.

– … habíamos pensado en hacerlo mañana en la madrugada.

Se hizo un silencio, pasó un ángel y mi hermano y yo intercambiamos miradas.

– Mañana temprano les decimos, y ahora déjense de joder y vayan a sus literas.

***

Les pedimos cuarenta pesos. Cuarenta pesos por dos meses, el tiempo que nos faltaba para el licenciamiento. Cuarenta pesos que fueron el inicio de todo. Cuarenta pesos para vivir la única experiencia de organización efectiva en mi vida.

El domingo nos fugamos del batallón a las ocho y media de la mañana. Nos fuimos con dos machetes, un cubo metálico, una soga de metro y medio, un martillo, un centenar de clavos, tres metros de alambre, un pico y dos palas de Ingeniería. Cuando íbamos a la mitad del camino, al sargento Puchundrú le dio por tararear la canción de los siete enanitos en su camino a la mina: «eiiiiiijoooó, eiiiiiijoooó, eiiiiiijoooó, eijó, eijó…». Éramos seis, cantamos todos. Nos esperaba una casa otra, una casa por construir, sin Blancanieves, pero con una linda mulita gris, con las orejas apuntando al cielo y la panza ancha y robusta.

Fornaris la bautizó. Apenas salimos del batallón dijo: «Pues busquemos a La Panda». Creo que como él casi no decía palabra, concentraba su cerebro en imaginar. Y así, con todos los cuentos y las descripciones del lobo Esien, se imaginó a una cosita linda y redonda, tierna y extraña, una especie de osa panda exótica y tropical.

Llegamos y distribuí las tareas. El lobo Esien y Vinent, otro lobo disfrazado de boa, fueron a localizar y capturar a La Panda. Como lobos que eran, vivían el placer del rastreador rastrero. Les flameaban los ojos cuando salieron. Puchundrú y Fornaris se desnudaron el torso, y a golpes de pico y de raspar la tierra como si quisieran conocerle las entrañas, como si quisieran descubrir al más oculto de sus bichos, comenzaron a abrir huecos de treinta centímetros y una distancia entre ellos de medio metro. Mi hermano y yo fuimos a buscar los palos. Con los machetes le arrancábamos a los árboles sus mejores hijos, y a los enclenques, por puro deseo parricida los tirábamos de espaldas en el suelo. Parricidio vergonzante, cobardía de no lanzarnos contra los troncos fuertes, contra los padres poderosos, contra el poder hecho madera y hoja potente.

Íbamos por doce postes cuando decidimos descansar. Buscamos piedras en el suelo y las tiramos para bajar los mangos. Eran de esos pequeños y jugosos a los que abres con los dientes un pequeño agujero y chupas, chupas como si quisieras abducir la vida; masa llena de «pelos» que se te meten entre los dientes y mueves la lengua para sacarlos, y terminas metiendo los dedos llenos de tierra, sudor y resina para liberarlos.

Al mediodía nos juntamos con Puchundrú y Fornaris, estaban los diecinueve huecos y los diecinueve postes. No había señales de los lobos, de los lobos-boas. Extendimos los morrales con mangos. Allá, a trescientos metros, saliendo de un montecito de arbustos vimos a los lobos con La Panda.

– Nos costó trabajo encontrarla, pero ya después se quedó mansita– dijo Esien, mientras agarraba un mango del morral y ofrecía un racimo de mamoncillos.

Yo agarré varios.

– Ya Esien la probó– soltó Vinent.

Escupí el mamoncillo, solté los que tenía en las manos y hablé:

– Vamos a poner los postes y esconder el alambre. No vamos a terminar hoy. En una hora tenemos que estar en el batallón.

Y así fue. Dejamos armado el esqueleto del corral: los troncos hundidos en la tierra. Fornaris llenó el cubo de agua en un charco y lo puso al lado de La Panda, Esien amarró con firmeza al animal y yo cubrí el suelo con yerbas, cáscaras de mango y mamoncillos. La Panda quedó tendida en una alfombra verde y amarilla, y pasaba la lengua a las cáscaras como para encontrar la vida que chupamos por el pequeño orificio de un mango peludo.

Durante los tres días siguientes nos rotamos para terminar el trabajo. De madrugada, con una linterna, escapamos. Esien y Vinent fueron los primeros, tiraron el alambre de toda la parte inferior del corral. Se demoraron un mundo esa madrugada. Fornaris y Puchundrú completaron el segundo nivel. Pero en su ausencia, el teniente mandó a buscar a Puchundrú a las cuatro y media de la mañana. Y así fue que el sargento, por sargento, puchundrú y mala suerte cumplió una semana en el calabozo del batallón. Yo nunca estuve en el calabozo, pero nos dijo que la única diferencia con el cuartel es que los mosquitos son más grandes, la comida es poca y la humedad es mucha. «Pero hay silencio, y duermes como si estuvieras tendido en la torre de una iglesia antes de sus primeras campanadas», nos contó. Yo nunca he dormido en una torre así, pero él sabrá. Medina y yo fuimos el tercer día. Terminamos la cerca y aflojé la soga a La Panda para que pudiera moverse con mayor libertad.

Después de eso no quisimos regresar. No había manera de incrementar los cuarenta pesos y el acuerdo entre hermanos de La Machera marchaba bien. Las filas no disminuyeron para nosotros tras la construcción del corral de La Panda. Los desertores fueron reemplazados: los deseos no compiten, se multiplican. Sabíamos de cómo iban las cosas allá por el kilómetro dos cada mañana, cuando los lobos contaban sus hazañas. Esien lo gritaba, con la saliva encharcando el piso que el sargento de cuartel tendría que limpiar. Vinent volvía a vivir el roce de su barriga gigante con la retaguardia de La Panda. «El mirón» describía sus cuatro horas diarias de mirar a los otros. «El Flaco» imitaba los gemidos de los lobos y el silencio del animal.

Llegó la fecha del licenciamiento. A las cuatro de la madrugada entraron al cuartel Esien y Vinent después de su despedida. Fueron solos, los demás tuvieron miedo de que los sorprendieran el día de la salida y perder la libertad para la que faltaban horas. Desperté a mi hermano, y a las cuatro y treinta nos escabullimos en medio de la respiración nerviosa de los soldados. Para los guardias que no decidieron serlo el día «D» no es el de la acción; nuestro «D» es el día en el que huyes, definitivamente, de la posible acción impuesta por otros.

Nos acercamos al corral. Crujió una rama y las orejas de La Panda apuntaron de nuevo al cielo. Ella siguió tendida, de espaldas a nosotros. Después de nuestro distanciamiento del proyecto de los lobos el lugar había cambiado. Los postes de madera tenían una pintura blanca y estaban rodeados de piedrecitas. Una caldera de esas en que preparaban el arroz con leche para los guardias servía como bebedero al animal. Unidos con una cadena alrededor de un poste había tres taburetes.

Medina cortó de un machetazo las tres líneas de alambre y tumbamos el poste. Donde antes hubo cierre se abría ahora una puerta. Allí estaba ella. Recordé las historias del guajiro Andrés, su emoción cuando hablaba de la magia de esa tierra, Su tierra, una magia que ponía a las mulas a parir y que hacía nacer de un huevo de gallina a un bicho con cuatro patas, pelo y pico, al cual «un tal Julio, extranjero él, bautizó hace mucho tiempo como Mancuspia». La Panda tenía entre sus patas una criatura pequeña a la que limpiaba con su lengua rosada. Saqué la bayoneta y mi hermano puso los ojos del tamaño de los ojos de Vinent. Lo tranquilicé con un gesto de mano: ¿quién era yo para decapitar infantes en Belén?

Lanzamos el agua de la caldera sobre la criatura, que se espabiló. Medina la envolvió en su camisa y la apretó contra el pecho desnudo. Comenzó a caminar. Yo ayudé a La Panda al alzarse sobre sus patas, corté la soga y le grité un «Shhhh, shhhh» que pensé era el sinónimo mulístico de «¡eres libre!». No se movió. La tuve que golpear con el zambrán y echó a correr por la puerta sin mirar atrás, sin mirar a Medina y a su criatura cuando les pasó por el lado.

Ya amanecía. Los rayos de luz mordían la oscuridad de los lobos. La Panda desapareció en un promontorio por el Este. Mi hermano caminaba hacia el Sur.

– ¡¡¡Medina!!!– grité, y él se volvió con los brazos en cruz sobre la criatura–. ¡¿Es hembra o macho?!

– ¡¡¡Hembra!!!

– ¡Dile al guajiro que se llama Diosa!

– ¡¿Qué?! ¡No te oigo!

Me puse las manos en la boca imitando una trompeta, como si quisiera agarrar las palabras y ponerlas a viajar hasta mi hermano.

– ¡Se va a llamar Alba!

Medina sonrió, le dio a la criatura un beso y me regaló un gesto de aprobación con la cabeza.

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