Por: Maximiliano Robespierre, 10 de mayo de 1793, en la Convención
¿Cómo controlar la tendencia tiránica de los gobiernos y evitar que el interés particular, que «el interés particular de los hombres de importancia», se transforme en la medida del interés general? Contra las legislaciones que institucionalizan «el arte de despojar y dominar a la mayoría en provecho de la minoría», Robespierre predica una economía política popular, una organización de la sociedad que reposa sobre la «virtud del pueblo», es decir, el «sentimiento de los derechos sagrados del hombre».
Este discurso de Robespierre describe aquello que debe ser un espacio público constituido por la Declaración votada en 1789 y denuncia el proyecto girondino de un aparato de Estado centralizado y separado de la sociedad civil que, lejos de defender «la libertad pública e individual contra el propio gobierno», «supone que el pueblo es insensato y sus magistrados sabios y virtuosos»: es una variación sobre «los rasgos de la aristocracia».
El desorden, explica Robespierre, no resulta de la insurrección popular sino de la acción de un gobierno injusto. Por ello «de ningún modo, la enfermedad del cuerpo político es la anarquía, sino el despotismo y la aristocracia», la confiscación del poder por los hombres «bien nacidos». Pues querer moderar el poder de los magistrados mediante otros magistrados es una ilusión. El equilibrio ficticio de los poderes que resulta de ello no es otra cosa que una coalición de intereses contra el pueblo: «los pueblos no deben buscar en las querellas de sus amos la ventaja de respirar un poco. Donde hay que poner la garantía de sus derechos es en su propia fuerza». La práctica política de los ciudadanos como garantía de los derechos, el control estrecho del ejecutivo y la división sistemática del poder implican una descentralización generalizada: «huid de la manía antigua de los gobiernos de querer gobernar demasiado. Dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de hacer aquello que no molesta al prójimo. Dejad a las comunas el poder de regular ellas mismas su propios asuntos, y todo aquello que no tenga que ver con la administración general de la república». Las delegaciones de poder deben ser reducidas a lo estrictamente necesario, deben ser cortas y controladas. El gobierno no debe tener los medios para manipular a la opinión pública: «corresponde a la opinión pública el deber de juzgar a los hombres que gobiernan, y no a éstos el de dominarla». Los mandatarios son responsables ante el soberano y están obligados a deliberar «ante la mirada de la multitud más numerosa posible». Así se hacen visibles, se hacen públicos, los actos que comprometen el poder delegado por cada hombre afín de que sus derechos sean respetados.
Yannick Bosc, Florence Gauthier y Sophie Wahnich
«El hombre ha nacido para la felicidad y para la libertad y, sin embargo, ¡es esclavo y desgraciado en todas partes!». La sociedad tiene como fin la conservación de sus derechos y la perfección de su ser, ¡y en todas partes los sociedad lo degrada y lo oprime! Ha llegado el tiempo de recordarle sus verdaderos destinos. Los progresos de la razón humana han preparado esta gran revolución, y es a vosotros a quién se os ha impuesto especialmente el deber de acelerarla.
Para cumplir esta misión hay que hacer precisamente lo contrario de lo que ha existido antes de vosotros.
Hasta aquí, el arte de gobernar no ha sido otra cosa que el arte de despojar y dominar a la mayoría en provecho de la minoría, y la legislación, el medio de convertir estos atentados en sistema. Los reyes, los aristócratas han hecho muy bien su trabajo: ahora debéis hacer el vuestro, es decir, hacer felices y libres a los hombres mediante las leyes.
Dar al gobierno la fuerza necesaria para que los ciudadanos respeten siempre los derechos de los ciudadanos, y hacer de manera que el gobierno no pueda nunca violarlos: ahí está, a mi modo de ver, el doble problema que el legislador debe intentar resolver. El primero me parece muy fácil. En cuanto al segundo, parecería insoluble, si se consultasen los acontecimientos pasados y presentes, sin remontarse a sus causas.
Recorred la historia, veréis en todas partes a los magistrados oprimir a los ciudadanos y al gobierno devorar la soberanía. Los tiranos hablan de sediciones. El pueblo se queja de la tiranía, cuando el pueblo osa quejarse. Cosa que sólo pasa cuando el exceso de opresión le devuelve toda su energía y su independencia. ¡Ojalá Dios quisiera que él pudiera conservarlas siempre! Pero el reino del pueblo sólo dura un día, mientras que el de los tiranos abraza la duración de los siglos.
He oído hablar mucho de anarquía […]. Pero yo afirmo que de ningún modo la enfermedad del cuerpo político es la anarquía, sino el despotismo y la aristocracia.
[…] ¿Qué es la anarquía, sino la tiranía que destrona a la naturaleza y la ley para sentar en el trono a unos hombres?
Los males de la sociedad no provienen jamás del pueblo, sino del gobierno. ¿Cómo podía ser de otro modo? El interés del pueblo, es el bien público. El interés del hombre con poder es un interés privado. Para ser bueno, el pueblo no tiene otra necesidad que la de preferirse a sí mismo frente a lo que le es extraño. Para ser bueno es preciso que el magistrado se inmole a sí mismo a favor del pueblo.
Si me dignase responder a los prejuicios absurdos y bárbaros, yo contestaría que son el poder y la opulencia los que hacen nacer el orgullo y todos los vicios. El trabajo, la mediocridad y la pobreza son los guardianes de la virtud. Los deseos del débil no tienen otro objeto que la justicia y la protección de leyes bienhechoras. Él no aprecia otra cosa que las pasiones de la honestidad. Mientras que las pasiones del hombre poderoso tienden a elevarse por encima de las leyes justas, o crear leyes tiránicas. Diría, en fin, que la miseria de los ciudadanos no es otra cosa que el crimen de los gobiernos. Pero establezco la base de mi sistema sobre un único razonamiento.
El gobierno está instituido para hacer respetar la voluntad general, pero los hombres que gobiernan tienen una voluntad individual, y toda voluntad tiende a dominar. Si ellos emplean la fuerza pública con la que están armados para ese uso, el gobierno se transforma en el azote de la libertad. Concluid, pues, que el primer objeto de toda Constitución debe ser defender la libertad pública e individual contra el propio gobierno.
Los legisladores se han olvidado precisamente de este objetivo. Se han apoderado del poder del gobierno; ninguno de ellos ha pensado cómo limitarlo a cumplir su misión. Han tomado precauciones infinitas contra la insurrección del pueblo y han estimulado con todo su poder la revuelta de sus delegados. Ya he indicado las razones de esto: la ambición, la fuerza y la perfidia han sido los legisladores del mundo. Ellos han dominado incluso a la razón humana, depravándola, y la han transformado en cómplice de la miseria del hombre. El despotismo ha producido la corrupción de las costumbres, y la corrupción de las costumbres ha sostenido el despotismo. En este estado de cosas hay quién venderá su alma lo más caro posible para legitimar la injusticia y divinizar la tiranía. En una situación así se considera locura a la razón. A la igualdad, anarquía. A la libertad, desorden. A la naturaleza, una quimera. Al recuerdo de los derechos de la humanidad, revuelta. Entonces se tienen bastillas y cadalsos para la virtud y palacios para la depravación y tronos y carros de triunfo para el crimen. Entonces se tienen reyes, curas, nobles, burgueses. Canalla y de ningún modo pueblo, ni hombres. Ved a aquellos de entre los legisladores a quienes el progreso de la ilustración pública parece haber forzado a rendir algún homenaje a los principios.
Ved si no han empleado su habilidad para eludirlos, cuando ellos no podían adaptarlos a sus intereses personales. Ved si ellos han hecho algo diferente que variar las formas del despotismo y los matices de la aristocracia. Han proclamado fastuosamente la soberanía del pueblo y lo han encadenado. Reconociendo que los magistrados son sus mandatarios, ellos los han tratado como sus dominadores y como sus ídolos. Todos se han puesto de acuerdo en tratar al pueblo como insensato e insumiso y a los funcionarios públicos como esencialmente sabios y virtuosos. Sin buscar ejemplos en naciones extranjeras, podríamos encontrar algunos muy chocantes en el seno de nuestra revolución y en la propia conducta de los legisladores que nos han precedido. ¡Ved con qué cobardía echaban incienso a la monarquía! ¡Con qué imprudencia predicaban la confianza ciega para los funcionarios públicos corrompidos! ¡Con qué insolencia envilecían al pueblo y con qué barbarie los asesinaban! Sin embargo, ved de qué lado estaban las virtudes cívicas. Recordad los sacrificios generosos de los indigentes y la vergonzosa avaricia de los ricos. Recordad la sublime entrega de los soldados y las infames traiciones de los generales. El coraje invencible, la paciencia magnánima del pueblo y el cobarde egoísmo, la perfidia odiosa de sus mandatarios.
Pero no nos extrañemos demasiado de tantas injusticias. Al salir de una corrupción tan profunda, ¿cómo podían respetar la humanidad, venerar la igualdad, creer en la virtud? Nosotros, ¡infelices! ¡Levantamos el templo de la libertad con las manos aún marcadas por las cadenas de la servidumbre! ¿Qué era nuestra antigua educación sino una lección continua de egoísmo y de estúpida vanidad? ¿Qué eran nuestros usos y nuestras pretendidas leyes, sino el código de la impertinencia y de la bajeza, donde el desprecio de los hombres estaba sometido a una especie de tarifa y graduado con arreglo a reglas tan extrañas como numerosas? Despreciar y ser despreciado. Arrastrarse para dominar. Esclavos y tiranos, cada cual, por turno, unas veces de rodillas ante un amo, otras pisoteando al pueblo. Ese era nuestro destino, esa era nuestra ambición, en tanto éramos hombres bien nacidos u hombres bien criados, gentes honestas como hay que ser, hombres de ley y financieros picapleitos u hombres de espada. ¿Hay que sorprenderse si tantos comerciantes estúpidos, si tantos burgueses egoístas guardan aún hacia los artesanos ese desdén insolente que los nobles prodigaban a los propios burgueses y a los comerciantes? ¡Oh, el noble orgullo! ¡Oh la bella educación! ¡Sin embargo ahí está el motivo de que los grandes destinos del mundo estén paralizados!
[…] Reclamáis amos para no tener iguales, ¿Creéis que el pueblo, que ha conquistado la libertad, que derramaba su sangre por la patria cuando vosotros dormíais en la molicie o conspirabais en las tinieblas, se dejará encadenar, hambrear y degollar por vosotros? No. Si vosotros no respetáis ni la humanidad, ni la justicia, ni el honor, conservad por lo menos algún cuidado por vuestros tesoros, que no tienen otro enemigo que el exceso de la miseria pública, que agraváis con lauta imprudencia. ¿Pero qué motivo puede conmover a esclavos orgullosos? La ley de la verdad, que atruena en los corazones corrompidos, se parece a los sonidos que resuenan en las tumbas y que no consiguen levantar a los cadáveres.
Por lo tanto, vosotros, los que queréis a la patria, cargad a solas con la tarea de salvarla. Y el momento en que el interés acuciante de su defensa parecería exigir toda vuestra atención, es precisamente aquel en que se quiere levantar precipitadamente el edificio de la constitución de un gran pueblo, ¡por lo menos fundadla sobre la base eterna de la verdad! Poned en primer lugar esta máxima incontestable: El pueblo es bueno y sus delegados son corruptibles. Es dentro de la virtud y de la soberanía del pueblo donde hay que buscar el amparo contra los vicios y el despotismo del gobierno.
De este principio incontestable, extraigamos ahora consecuencias prácticas, que son otras tantas bases de toda constitución libre.
La corrupción de los gobiernos tiene su origen en el exceso de su poder y en su independencia en relación al soberano. Remediad este doble abuso.
Empezad por moderar el poder de los magistrados.
Hasta aquí, los políticos que han parecido querer hacer algún esfuerzo, menos por defender la libertad que por modificar la tiranía, no han podido imaginar hasta ahora más que dos medios para alcanzar este fin: uno es el equilibrio de poderes y el otro es el tribunato.
En cuanto al equilibrio de poderes, hemos podido ser engañados por esta ilusión mágica, en un tiempo en que la moda parecía exigir de nosotros el homenaje a nuestros vecinos, en un tiempo en que el exceso de nuestra propia degradación nos permitía admirar todas las instituciones extranjeras que nos ofrecían alguna imagen de la libertad por débil que fuera. Pero a poco que uno reflexione, se percibe claramente que este equilibrio no puede ser más que una quimera o una calamidad, que supondría la nulidad absoluta del gobierno, si no llevase necesariamente a una coalición de poderes rivales en contra del pueblo, puesto que es fácil ver que éstos prefieren ponerse de acuerdo entre ellos que llamar al soberano a juzgar su propia causa. Como prueba tenemos Inglaterra, donde el oro y el poder del monarca hacen inclinar constantemente la balanza del mismo lado. Donde el propio partido de la oposición sólo parece solicitar periódicamente la reforma de la representación nacional para alejarla, poniéndose de acuerdo en esto con la mayoría que parece combatir. Especie de gobierno monstruoso. Donde las virtudes públicas no son más que una escandalosa representación, en que el fantasma de la libertad aniquila la propia libertad, donde la ley consagra el despotismo, donde los derechos del pueblo son objeto de un tráfico confesado, donde la corrupción se ha desprendido del freno del pudor.
¡Eh! ¿Qué nos importan las combinaciones que equilibran la autoridad de los tiranos? Lo que hay que hacer es extirpar la tiranía. No es precisamente en las querellas entre sus amos donde los pueblos deben buscar el beneficio de respirar unos instantes. Es en su propia fuerza donde deben cifrar la garantía de sus derechos. Por esa misma razón tampoco soy partidario de la institución del tribunado. La historia no me ha enseñado a respetarla. Yo no confío la defensa de una causa tan grande a hombres débiles o corruptibles. La protección de los tribunos supone la esclavitud del pueblo. No me gusta nada que el pueblo romano se retire al Monte Sacro para pedir protectores ante un senado despótico y unos patricios insolentes. Prefiero que se quede en Roma y que eche a todos sus tiranos. Odio tanto como a los propios patricios y desprecio mucho más a estos tribunos ambiciosos, estos viles mandatarios del pueblo, que venden a los grandes de Roma sus discursos y su silencio, y que no lo han defendido algunas veces más que para mercadear su libertad con sus opresores.
Solo hay un tribuno del que yo pueda ser devoto: es el propio pueblo. A cada sección del pueblo de la República […] precisamente encomiendo yo el poder tribunicio, y es fácil organizarlo de una manera igualmente alejada tanto de las tempestades de la democracia absoluta como de la perfecta tranquilidad del despotismo representativo.
Pero antes de colocar los diques que deben defender la libertad pública contra los desbordamientos de la potencia de los magistrados, empecemos por reducirla a sus límites justos.
Una primera regla para alcanzar ese objetivo es que la duración de su poder debe ser corta, aplicando sobre todo el principio a aquellos cuya autoridad es más extensa.
2° Que nadie pueda ejercer diversas magistraturas al mismo tiempo.
3° Que el poder esté dividido: es preferible multiplicar los funcionarios públicos que confiar una autoridad temible a algunos…
4° Que la legislación y la ejecución estén separados cuidadosamente.
5° Que las diversas ramas de la ejecución estén lo más separadas que sea posible según la propia naturaleza de sus asuntos, y confiadas a manos diferentes. Uno de los mayores vicios de la organización actual es la extensión demasiado grande de cada uno de los departamentos ministeriales, donde se amontonan diversas ramas de la administración muy diferentes entre sí por su naturaleza.
El ministerio del Interior sobre todo, tal como algunos se han obstinado en conservarlo hasta aquí «provisionalmente», es un monstruo político, que habría devorado «provisionalmente» a la república naciente si la fuerza del espíritu público animada por el movimiento de la revolución no la hubiese defendido hasta aquí contra los vicios de la institución y contra los de los individuos.
Por lo demás, no podréis nunca impedir que los depositarios del poder ejecutivo sean magistrados muy poderosos. Quitadles pues toda autoridad y toda influencia ajena a sus funciones. No permitáis que asistan y voten en las asambleas del pueblo durante su mandato. Aplicad la misma regla a los funcionarios públicos en general. Alejad de sus manos el tesoro público: confiadlo a depositarios y a vigilantes que no puedan participar de ninguna especie de autoridad.
Dejad en los departamentos y en manos del pueblo la porción de tributos públicos que no sea necesario depositar en la caja general, y que los gastos sean satisfechos en cada lugar, mientras sea posible.
Os guardaréis mucho de remitir a los que gobiernan sumas extraordinarias, bajo cualquier pretexto que sea, sobre todo bajo el pretexto de formar la opinión.
Todas las manipulaciones de la opinión pública no acarrean otra cosa que venenos. […] No perdáis jamás de vista que es la opinión pública quien debe juzgar a los hombres que gobiernan y no estos quienes deben enseñorear y crear la opinión pública.
Pero hay un medio general y no menos saludable de disminuir la potencia de los gobiernos en provecho de la libertad y de la felicidad de los pueblos.
Consiste en la aplicación de la máxima anunciada en la Declaración de derechos que os he propuesto: «La ley no puede defender lo que perjudica a la sociedad. Solo puede ordenar lo que le es útil».
Huid de la manía antigua de los gobiernos de querer gobernar demasiado. Dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de hacer lo que no perjudica a su prójimo. Dejad a las comunas el poder de regular ellas mismas sus propios asuntos, en todo aquello que no se refiere a la administración general de la república. En una palabra, devolved a la libertad individual todo aquello que no pertenece naturalmente a la autoridad pública, y habréis dejado mucha menos presa a la ambición y a lo arbitrario.
Respetad sobre todo la libertad del soberano en las asambleas primarias. Por ejemplo, suprimiendo este código descomunal que dificulta y aniquila el derecho de voto con el pretexto de regularlo; le quitareis armas infinitamente peligrosas a la intriga y al despotismo de los directorios o de las legislaturas. También simplificando el Código civil […] se reduce singularmente el dominio del despotismo judicial. Para acabar, por muy útiles que sean estas precauciones, aún no habréis hecho nada si no prevenís la segunda especie de abuso que he indicado, que es la independencia del gobierno.
La Constitución debe dedicarse sobre todo a someter a los funcionarios públicos a una responsabilidad severa, sometiéndolos a una dependencia real no de los individuos sino del soberano.
Aquel que es independiente de los hombres se vuelve independiente de sus deberes: la impunidad es la madre y la salvaguardia del crimen, y el pueblo acaba siendo siempre dominado cuando deja de ser temido.
Hay dos especies de responsabilidades: una se puede llamar moral y la otra, física.
La primera consiste principalmente en la publicidad. Pero, ¿es suficiente que la Constitución asegure la publicidad de las operaciones y de las deliberaciones del gobierno? No. Además hay que darle la mayor extensión posible.
La nación entera tiene el derecho de conocer la conducta de sus mandatarios. Sería necesario, si fuera posible, que la asamblea de delegados del pueblo deliberase en presencia del pueblo entero. Un edificio vasto y majestuoso, abierto a 12000 espectadores, debería ser el lugar de sesiones del cuerpo legislativo. Ante la mirada de un número tan grande de testimonios, ni la corrupción, ni la intriga, ni la perfidia osarían mostrarse. Solo se consultaría a la voluntad general; solo se atendería la voz de la razón y del interés general.
Pero la admisión de algunos centenares de espectadores, encajados en un local estrecho e incómodo, ¿ofrece una publicidad proporcional a la inmensidad de la nación, sobre todo cuando una muchedumbre de agentes mercenarios asusta al cuerpo legislativo, para interceptar o para alterar la verdad a través de relatos infieles que se expanden por toda República? ¿Qué pasaría, pues, si los propios mandatarios despreciaran esta pequeña porción del público que les ve; si quisieran considerar como dos especies de hombres diferentes a los habitantes del lugar donde residen y a aquellos que están alejados de ellos; si denunciasen perpetuamente a aquellos que son los testimonios de sus acciones, ante aquellos que leen sus panfletos, para hacer de la publicidad algo no solamente inútil sino incluso funesta para la libertad?
Los hombres superficiales no adivinarán jamás cuál ha sido la influencia sobre la revolución del local que ha albergado el cuerpo legislativo, y los bribones no estarán de acuerdo con ello. […] De hacer que se pueda asistir a las sesiones, pero que no pueda oír, sino es en el espacio reservado a las «gentes de bien» y a los periodistas. En fin, que esté presente y ausente al mismo tiempo. La posteridad se asombrará de la despreocupación con la que una gran nación ha soportado estas cobardes y groseras maniobras que comprometen a la vez su dignidad, su libertad y su salvación.
Por mi parte, pienso que la Constitución no debe limitarse a ordenar que las sesiones del cuerpo legislativo y de las autoridades constituidas sean públicas. Sino que además no debe desdeñar ocuparse de los medios para asegurarle la mayor publicidad. Que debe prohibir a los mandatarios poder influir, de ninguna manera, en la composición del auditorio, y limitar en ningún modo la extensión del espacio que debe albergar al pueblo. Debe proveer para que esta legislatura resida en el seno de una inmensa población y delibere bajo la mirada de la mayor multitud de ciudadanos posible.
El principio de responsabilidad moral exige además que los agentes del gobierno rindan, en épocas determinadas y con bastante continuidad, cuentas exactas y circunstanciadas de su gestión. Que las cuentas sean hechas públicas por la vía de la impresión y sometidas a la censura de todos los ciudadanos. Que sean enviadas, en consecuencia, a todos los departamentos, a todas las administraciones y a todas las comunas.
Para apoyar la responsabilidad moral, es preciso desplegar la responsabilidad física que es el último análisis, la guardiana más segura de la libertad: consiste en el castigo de los funcionarios públicos prevaricadores.
Un pueblo cuyos mandatarios no deben dar cuenta de su gestión a nadie no tiene Constitución. Un pueblo cuyos mandatarios solo rinden cuentas a otros mandatarios inviolables, no tiene Constitución, ya que depende de estos traicionarlo impunemente y dejar que lo traicionen los otros. Si este es el sentido que se le confiere al gobierno representativo, confieso que adopto todos los anatemas pronunciados contra él por Jean-Jacques Rousseau. Por otra parte, esta es una palabra que debe ser explicada, al igual que otras. O mejor, se trata menos de definir el gobierno francés que de constituirlo.
En todo Estado libre, los crímenes públicos de los magistrados deben ser castigados tan severa y fácilmente como los crímenes privados de los ciudadanos. Y el poder de reprimir los atentados del gobierno debe retornar al soberano.
Sé que el pueblo no puede siempre ser juez activo. Tampoco es esto lo que yo quiero. Pero veo aún menos que sus delegados sean déspotas por encima de las leyes. Se puede conseguir el objetivo que propongo con medidas simples, cuya teoría voy a desarrollar.
1° Quiero que todos los funcionarios públicos nombrados por el pueblo puedan ser revocados por él, según las formas que serán establecidas, sin otro motivo que el derecho imprescriptible que le pertenece de revocar a sus mandatarios.
2° Es natural que el cuerpo encargado de hacer las leyes controle a aquellos a quienes se encarga para hacerlas ejecutar. Los miembros de la agencia ejecutiva deberán pues rendir cuentas de su gestión al cuerpo legislativo. En caso de prevaricación, este no podrá castigarlos, porque es necesario no dejarle este medio para apoderarse del poder ejecutivo, pero los acusará ante un tribunal popular, cuya única función será conocer las prevaricaciones de los funcionarios públicos. Los miembros del cuerpo legislativo no podrán ser perseguidos por este tribunal en razón de las opiniones que hayan manifestado en las asambleas, sino por los hechos positivos de corrupción o de traición de que fuesen acusados. Los delitos comunes que pudieran cometer son competencia de los tribunales ordinarios.
Al final de sus funciones, los miembros de la legislatura y los agentes de la ejecución, o ministros, podrán ser sometidos al juicio solemne de sus representados. El pueblo solo dirá si ellos han conservado o perdido su confianza. El juicio que declare que han perdido la con fianza comportará la incapacidad de volver a ejercer cualquier función pública. El pueblo no pronunciará ninguna pena más fuerte, y si los mandatarios son culpables de algunos crímenes particulares y forma les, él podrá remitirlos al tribunal establecido para castigarlos.
Estas disposiciones se aplicarán también a los miembros del tribunal popular.
Por muy necesario que sea contener a los magistrados, no lo es menos el escogerlos bien: la libertad debe fundarse en esta doble base. No perdáis de vista que, en el gobierno representativo, no hay leyes constitutivas más importantes que las que garantizan la pureza de las elecciones.
Aquí yo veo expandirse errores peligrosos. Aquí percibo que se abandonan los primeros principios básicos del buen sentido y de la libertad para seguir vanas abstracciones metafísicas. Por ejemplo, se quiere que, en todos los puntos de la República, los ciudadanos voten por la nominación de cada mandatario, de forma que el hombre de mérito y virtud, que no es conocido más que en la zona donde habita, no pueda jamás ser llamado a representar a sus compatriotas. Y que los charlatanes famosos, que no siempre son los mejores ciudadanos, ni los hombres más ilustrados, o los intrigantes, sostenidos por un partido poderoso que dominase en toda la República, sean a perpetuidad y exclusivamente los representantes necesarios del pueblo francés.
Pero, al mismo tiempo, se encadena al soberano con reglamentos tiránicos. En todas partes se desinteresa al pueblo de las asambleas. Se aleja […] con formalidades infinitas. ¿Qué digo? Se les echa por el hambre, puesto que no se piensa en indemnizar el tiempo que sustraen a sus familias para consagrarlo a los asuntos públicos.
Ahí están, sin embargo, los principios conservadores de la libertad que la constitución debe mantener. Todo el resto no es más que charlatanería, intriga y despotismo.
Haced de manera que el pueblo pueda asistir a las asambleas públicas, ya que él es el único apoyo de la libertad y de la justicia. Los aristócratas, los intrigantes son las plagas de la libertad. ¡Qué importa que la ley rinda un homenaje hipócrita a la igualdad de derechos si la más imperiosa de todas las leyes, la necesidad, fuerza a la parte más sana y numerosa del pueblo a renunciar a ella! Que la patria indemnice al hombre que vive de su trabajo, cuando asiste a asambleas públicas. Que dé un salario, por la misma razón, de forma proporcionada a todos los funcionarios públicos. Que las reglas de las elecciones, que las formas de las deliberaciones sean tan simples y resumidas como sea posible. Que los días de las asambleas sean fijados en las épocas más cómodas para la parte laboriosa de la nación.
Que se delibere en voz alta: la publicidad es el apoyo de la virtud, la salvaguardia de la verdad, el terror del crimen, el azote de la intriga. Dejad las tinieblas y el voto secreto a los criminales y a los esclavos: los hombres libres quieren tener al pueblo como testigo de sus pensamientos. Este método forma a los ciudadanos y las virtudes republicanas. Conviene a un pueblo que acaba de conquistar su libertad y que combate por defenderla. Cuando deja de convenirle, ya no hay República.
Sobre todo, que el pueblo, repito, sea perfectamente libre en sus asambleas. La constitución sólo puede establecer las reglas generales necesarias para apartar la intriga y mantener la propia libertad. Cualquier otra traba es un atentado contra su soberanía.
Sobre todo que ninguna autoridad constituida se mezcle jamás ni en su orden ni en sus deliberaciones.
Con ello, habréis resuelto el problema, aún indeciso, de la economía política popular: colocar en la virtud del pueblo y en la autoridad del soberano el contrapeso necesario de las pasiones del magistrado y de la tendencia del gobierno a la tiranía.
Por otra parte, no olvidéis que la solidez de la propia Constitución se apoya sobre todas las instituciones, sobre todas las leyes particulares de un pueblo. Sea cual sea el nombre que se le den, todas deben concurrir con ella al mismo fin. Ella se apoya sobre la bondad de las costumbres, sobre el conocimiento y sobre el sentimiento de los derechos sagrados del hombre.
La Declaración de los derechos es la Constitución de todos los pueblos. Las demás leyes son mudables por su naturaleza y están subordinadas a ella. Que esté constantemente presente en los espíritus. Que brille a la cabeza de nuestro código público. Que el primer artículo sea la garantía formal de todos los derechos del hombre. Que el segundo diga que toda ley que los lastima es tiránica y nula. Que sea mostrada con pompa en vuestras ceremonias públicas. Que impresione las miradas del pueblo en todas sus asambleas, en todos los lugares donde residen sus mandatarios. Que esté escrita sobre los muros de nuestras casas. Que sea la primera lección que los padres den a sus hijos.
Se me preguntará cómo puedo asegurar la obediencia a las leyes y al gobierno con precauciones tan severas contra los magistrados. Puedo responder que la aseguro mucho más precisamente con estas mismas precauciones. Yo devuelvo a las leyes y al gobierno toda la fuerza que arrebato a los vicios de los hombres que gobiernan y hacen las leyes.
El respeto que inspira el magistrado depende mucho más del respeto que tiene hacia las leyes que del poder que usurpa. Y el poder de las leyes está menos en la fuerza militar que las rodea que en su concordancia con los principios de justicia y con la voluntad general.
Cuando la ley tiene por principio el interés público, tiene al pueblo mismo por apoyo, y su fuerza es la fuerza de todos los ciudadanos de los que ella es obra y propiedad. La voluntad general y la fuerza pública tienen un origen común. La fuerza pública es al cuerpo político lo que el brazo es para el cuerpo humano que ejecuta espontáneamente lo que manda la voluntad, y rechaza todos los objetos que pueden amenazar el corazón o la cabeza.
Cuando la fuerza pública secunda la voluntad general, el estado es libre y apacible. Cuando hace lo contrario, el estado está dominado y agitado.
La fuerza pública está en contradicción con la voluntad general en dos casos: o cuando la ley no es la voluntad general, o cuando el magistrado la emplea para violar la ley. Tal es la horrible anarquía que los tiranos han establecido desde siempre, bajo el nombre de tranquilidad, de orden público, de legislación y de gobierno. Todo su arte es aislar y reprimir a cada ciudadano por la fuerza, para someterlos todos a sus odiosos caprichos, que decoran con el nombre de leyes.
Legisladores, haced leyes justas. Magistrados, hacedlas ejecutar religiosamente. Que esta sea toda vuestra política, y daréis un espectáculo desconocido al mundo: el de un gran pueblo libre y virtuoso.
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