Por Mark Fisher
¿Qué hacer cuando, confrontados con un espectáculo tan terrible como la extinción probable de la humanidad, al mirar hacia nosotros encontramos otro igual de aterrador: el de nuestra propia imaginación política?
«Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». Mark Fisher, dueño de una sensibilidad finísima y un intelecto voraz llamaba a este malestar «realismo capitalista»: «la idea muy difundida — dice Fisher — de que el capitalismo no solo es el único sistema político y económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa». Parecería innecesario en un país que durante años estuvo saturado de un fervor tremendo por el futuro y sus posibilidades, pero este malestar contemporáneo también nos llega poco a poco y el diagnóstico de Fisher, certero para un Reino Unido diezmado por la oleada conservadora desde el ascenso de Thatcher — y los traumas colectivos que produjo en la clase obrera inglesa — , se ajusta sin muchos problemas al calor de nuestras utopías tropicales.
Fisher, sin embargo, hasta donde sabemos, es casi un desconocido de este lado — condición que comparte con muchos otros pensadores necesarios — : ni su periodismo musical o su crítica cinematográfica — que desdobla como ensayo cultural en sus momentos más lúcidos — , ni sus ensayos más políticos o filosóficos, y sus no menos políticas y filosóficas elaboraciones sobre la depresión como síntoma de ese malestar cultural, se encuentran muy difundidos. La barrera del idioma tiene su parte de culpa, y queremos con esta traducción abrir una puerta al mundo «Fisher». «Salir del Castillo de los Vampiros», publicado en 2013, cuatro años antes del suicidio de Mark, es uno de sus textos más polémicos y recordados.
Escrito al calor de varios «asesinatos digitales» a figuras relevantes de la izquierda en un contexto que nos resulta extraño por los nombres y los temas, pero cuyos procedimientos ya comenzamos a conocer y lamentar de este lado, Fisher produce un diagnóstico sobre las políticas de identidad, el ciberespacio y la recuperación de la clase, la solidaridad y la camaradería como perspectivas de una izquierda diferente. Colectividad, socialidad, disfrute, en vez de los gestos sacerdotales de la excomunión y la culpa. Es apenas una indicación, no una respuesta completa. Pero a veces lo más necesario es plantearse la pregunta correcta: ¿Y si estamos encerrados ya en el Castillo de los Vampiros?
Traducción tomada de:
Corregida a partir del original en inglés en:
Este verano consideré, con seriedad, retirarme de cualquier vínculo con la política. Agotado por trabajar de más, incapaz de cualquier actividad productiva, me encontré a la deriva por las redes sociales, sintiendo cómo aumentaban mi depresión y mi cansancio.
El twitter «de izquierda» puede ser a veces una zona miserable, desalentadora.
Al principio de este año, hubo algunas tormentas de alto perfil en twitter, en las que personalidades particulares autoidentificadas como «de izquierda» fueron denunciadas y condenadas. Lo que estas personalidades dijeron era a veces cuestionable; pero aun así, la manera en que fueron personalmente demonizadas y acosadas dejó un horrible residuo: el hedor a mala conciencia y moralismo de cazabrujas. La razón por la que no hablé antes de estos incidentes es, me da vergüenza admitirlo, el miedo. Los abusones estaban en otra parte del patio de recreo, y no quería atraer su atención hacia mí.
El salvajismo desfachatado de estos intercambios fue acompañado por algo más penetrante, y por ello más debilitante: una atmósfera de irritado resentimiento. El objeto más frecuente de este resentimiento es Owen Jones[1], y los ataques hacia Jones — uno de los principales responsables de elevar la conciencia de clase en el Reino Unido en los últimos años — fueron una de las razones por las que estaba tan abatido. Si esto es lo que le pasa a un izquierdista, exitoso además en llevar la lucha al centro mismo de la vida británica, ¿por qué iba alguien a emularlo y seguirlo al mainstream?
¿Acaso la única manera de evitar el abuso desbordante es permanecer en una posición de marginalidad impotente?
Una de las cosas que me sacó de este estupor depresivo fue asistir a la Asamblea del Pueblo en Ipswich, cerca de donde vivo. La Asamblea del Pueblo había sido recibida con burlas y sarcasmo. Era, y así nos lo dijeron, una puesta en escena en la cual los izquierdistas de los medios, incluyendo a Jones, iban a agrandar su ego en otra muestra verticalista de la cultura de celebridades. Lo que en realidad ocurrió en la Asamblea en Ipswich fue muy diferente de esta caricatura. La primera mitad de la noche — que culminó con un emotivo discurso de Owen Jones — sí estuvo protagonizada por los principales oradores. Pero la segunda mitad del encuentro tenías a activistas de clase obrera de todo Suffolk hablando entre sí, apoyándose mutuamente, compartiendo experiencias y estrategias. Lejos de ser otra muestra de izquierdismo jerárquico, la Asamblea del Pueblo fue un ejemplo de cómo se puede combinar lo vertical con lo horizontal: el poder mediático y el carisma podían convocar a gente que nunca había estado en una reunión política, donde podían charlar y diseñar estrategias con curtidos activistas.
La atmósfera era antirracista y antisexista, pero refrescantemente libre la culpa paralizante y la sospecha que están siempre suspendidas sobre el twitter de izquierda como una niebla acre y asfixiante.
Y también estaba Russell Brand[2]. Hace tiempo que soy un admirador de Brand — uno de los pocos comediantes de renombre en la escena contemporánea que viene de la clase obrera. En los últimos años ha progresado un gradual pero implacable aburguesamiento de la comedia en televisión, con los absurdos ultrapijos e imbecilidades de un Michael McIntyre y una nauseabunda llovizna de sosos graduados apostando al triunfo dominando el escenario.
El día anterior a que la ahora famosa entrevista de Brand con Jeremy Paxman fuera transmitida en «Newsnight»[3], yo había visto el monólogo El complejo de Mesías, de Brand en Ipswich. El espectáculo fue audaz: proinmigrante, procomunista, antihomofóbico, lleno de inteligencia de clase obrera y sin miedo de mostrarla, y queer de la manera en que la cultura popular solía serlo (nada que ver con los agrios rostros del pietismo identitario que nos tiran encima los moralistas de la «izquierda» posestructuralista). Malcolm X, el Che, la política como un desmantelamiento psicodélico de la realidad existente: era el comunismo como algo genial, sexi y proletario, y no un sermón enardecido.
A la noche siguiente, estaba claro que la presencia de Brand produjo un momento de quiebre. Para algunos de nosotros, la precisión forense de la arremetida de Brand contra Paxman fue algo intenso y emocionante, milagroso; no podía recordar la última vez que una persona de origen obrero tuvo la oportunidad de destrozar de forma tan completa a un «superior» de clase valiéndose de su razón e inteligencia. No era Johnny Rotten lanzando insultos a Bill Grundy — un acto de antagonismo que confirmaba los estereotipos de clase en vez de desafiarlos. Brand demostró ser más listo que Paxman — y el uso del humor era lo que distinguía a Brand del estilo austero de tanta izquierda.
Brand logra que la gente se sienta bien sobre sí misma; la izquierda moralista se especializa en que la gente se sienta mal, y no se queda contenta hasta que la gente está con sus cabezas bajas por la culpa y el autodesprecio.
La izquierda moralista, con rapidez, se aseguró que la historia no fuera acerca de la brecha extraordinaria de Brand a las anodinas convenciones del «debate» en los medios masivos, tampoco acerca de su afirmación de que la revolución «era inevitable». (Esta última afirmación solo podía ser interpretada por las orejas tapiadas de la «izquierda» pequeñoburguesa y narcisista como que Brand quería dirigir la revolución, a lo cual respondieron con el típico resentimiento: «no necesito que un famoso arribista me dirija»). Para los moralistas, la historia dominante fue sobre la conducta personal de Brand — en específico, su sexismo — . En la febril atmósfera macartista fermentada por la izquierda moralizante, los comentarios que pudieran ser interpretados como sexistas significaban que Brand es un sexista, y de ahí que también es un misógino. Juzgado, condenado, ejecutado.
Es cierto que Brand, como cualquiera de nosotros, debe tomar responsabilidad por su conducta y por el lenguaje que usa. Pero estos cuestionamientos deberían tener lugar en una atmósfera de camaradería y solidaridad, y quizás no en público en primera instancia — aunque cuando Brand fue cuestionado sobre su sexismo por Mehdi Hasan, demostró la clase de humildad y un buen humor totalmente ausente en los rostros pétreos de quienes lo habían juzgado — . «No creo ser sexista, pero recuerdo a mi abuela, la persona más amable que conocí, que era racista sin saberlo. No sé si tengo algún residuo cultural, sé que tengo un gran amor por la lingüística proletaria, como ‘querida’ y otras expresiones, así que si las mujeres piensan que soy sexista ellas están en una mejor posición que yo para juzgarlo, y me pondré a trabajar en eso».
La intervención de Brand no fue una apuesta para ser dirigente de nada; fue una inspiración, un llamado a la acción. A mí por lo menos me inspiró. Si hubiera sucedido unos meses antes, me hubiera quedado callado mientras los moralistas de la izquierda pija sometían a Brand a sus juicios sumarios y difamaciones con «evidencia» generalmente obtenida de la prensa de derecha, siempre dispuesta a dar una mano. Esta vez estaba listo para enfrentarlos. La respuesta a lo que dijo Brand se convirtió rápidamente en algo tan importante como la misma entrevista con Paxman. Como señaló Laura Oldfield Ford, este fue un momento clarificador. Y una de las cosas que quedó clara para mí fue la manera en la cual, en los últimos años, gran parte de la pretendida «izquierda» había suprimido la cuestión de clase.
La conciencia de clase es frágil y fugaz. La pequeñoburguesía que domina la academia y la industria cultural tiene todo tipo sutiles reflejos y prevenciones para evitar que el tema siquiera asome la cabeza, y entonces, cuando lo hace, actúan como si plantearlo fuera una terrible impertinencia, una violación de la etiqueta. Desde hace años que hablo en eventos de izquierda y anticapitalistas, pero rara vez he mencionado — o me pidieron que hable — de la cuestión de clase en público.
Pero, una vez que la clase había reaparecido, era imposible no verla en todos lados en la respuesta al asunto de Brand. Brand fue juzgado y/o cuestionado de forma expedita por — al menos — tres personas de izquierda provenientes de la escuela privada. Otros nos dijeron que Brand no podía ser, en realidad, de clase obrera porque es millonario. Es alarmante cómo muchos «izquierdistas» parecen coincidir en lo esencial con el impulso detrás de la pregunta de Paxman: «¿Qué le da la autoridad a esta persona de clase obrera para hablar?».
También es alarmante, más bien angustiante, que parecen pensar que la gente de clase obrera debería permanecer en la pobreza, en la oscuridad y en la impotencia a riesgo de perder su «autenticidad».
Alguien me pasó una publicación sobre Brand en Facebook. No conozco al individuo que la escribió, y no quisiera nombrarlo. Lo importante es que el post era sintomático de un conjunto de actitudes estiradas, esnobistas y condescendientes que al parecer es correcto exhibir al mismo tiempo que uno se autoclasifica como «de izquierda». El tono de todo aquello era de una arrogancia horrorosa, como si fuera un maestro de primaria señalando el trabajo de un infante, o el de un psiquiatra evaluando a su paciente. Brand, al parecer, es «claramente, inestable en extremo…a una mala relación o revés en su carrera de colapsar de vuelta la drogadicción o peor». Aunque la persona afirma que «de verdad le gusta [Brand]», quizás nunca se le ocurrió que una de las razones por las que Brand puede ser «inestable» es justo esa condescendiente, intrascendente «evaluación» de la burguesía «de izquierda».
Existe también una arista impactante pero reveladora donde este individuo se refiere de forma casual a la «educación irregular [y] las fallos vergonzosos de vocabulario característicos del autodidacta» de Brand — con las que, este individuo dice generoso, «no tiene ningún problema» — ¡qué bien por ellos! Este no es un burócrata colonial del siglo XIX escribiendo sobre sus intentos de enseñar a los «nativos» la lengua inglesa, o un profesor victoriano en alguna institución privada describiendo a un joven becario, es alguien «de izquierda» que escribió esto apenas unas semanas atrás.
¿A dónde vamos desde aquí? Primero hace falta identificar las características de los discursos y los deseos que nos han llevado a este impasse tan siniestro y desmoralizante, donde la clase desapareció, pero el moralismo está por todas partes, donde la solidaridad es imposible, pero la culpa y el miedo son omnipresentes — y no porque nos aterrorice la derecha, sino porque hemos permitido que modos burgueses de subjetividad contaminen a nuestro movimiento — . Creo que hay dos configuraciones libidinales-discursivas que nos han traído a esta situación. Se llaman a sí mismas de izquierda, pero — como quedó claro con este episodio en torno a Brand — hay muchas señales de que la izquierda — definida como un agente en la lucha de clases — ha desaparecido.
Dentro del «Castillo de los Vampiros»
La primera de estas configuraciones es lo que yo llamo el «Castillo de los Vampiros». El Castillo de los Vampiros se especializa en propagar culpa. Está potenciado por el deseo sacerdotal de excomulgar y condenar, el deseo académico-pedante de ser el primero en ver un error, y el deseo hipster de ser parte de la moda. El peligro de atacar al Castillo de los Vampiros es que puede verse — y este hará todo lo que pueda para reforzar este pensamiento — como que uno está atacando a las luchas contra el racismo, el sexismo y el heterosexismo. Pero, lejos de ser la única expresión legítima de esas luchas, es mejor entender el Castillo de los Vampiros como una perversión liberal-burguesa y una apropiación de la energía de estos movimientos. El Castillo de los Vampiros nació en el momento en que la lucha por no ser definido según las categorías identitarias se convirtió en la búsqueda de poseer «identidades» reconocidas por el gran Otro burgués.
El privilegio del que, por supuesto, gozo como hombre blanco consiste, en parte, en mi inconsciencia acerca de mi etnicidad y mi género, y es revelador balde de agua fría el ser ocasionalmente consciente de estos puntos ciegos. Sin embargo, lejos de buscar un mundo donde todos sean libres de la clasificación identitaria, el Castillo de los Vampiros busca pastorear a la gente dentro de corrales identitarios, donde sean eternamente definidos en términos puestos por el poder dominante, lisiados en su autoconsciencia y aislados por una lógica de solipsismo que insiste que no podemos entendernos entre nosotros a menos que pertenezcamos al mismo grupo identitario.
He notado un mecanismo fascinante de proyección-desestimación que logra una mágica inversión donde el solo acto de mencionar la clase es automáticamente tratado como si uno quisiera minimizar la importancia de la raza y el género. De hecho, lo que ocurre es lo contrario: es el Castillo de los Vampiros el que utiliza una comprensión en última instancia liberal de la raza y el género para eclipsar a la clase.
En todas las absurdas y traumáticas tormentas twitteras sobre el privilegio a principios de este año fue notable que la discusión sobre el privilegio de clase estaba ausente por completo. La tarea, como siempre, pasa por articular clase, género y raza — pero la jugada inicial del Castillo de los Vampiros pasa justo por la desarticulación de la clase de las otras categorías — .
El problema que el Castillo de los Vampiros fue ensamblado para solucionar es este: ¿cómo mantener un poder y una riqueza inmensos y al mismo tiempo aparecer como víctima, marginal, opositor? La solución ya existía en la Iglesia cristiana. El Castillo de los Vampiros pudo aprovechar todas las estrategias infernales, las patologías oscuras y los instrumentos de tortura psicológica que la cristiandad ya había inventado, y que Nietzsche había descrito en su Genealogía de la Moral. Este sacerdocio de la mala conciencia, este nido de piadosos promotores de culpa, es exactamente lo que Nietzsche había predicho cuando dijo que algo peor que el cristianismo estaba llegando. Y aquí está…
El Castillo de los Vampiros se alimenta de la energía y de las ansiedades y de las vulnerabilidades de jóvenes estudiantes, pero sobre todo vive de convertir el sufrimiento de grupos particulares — cuanto más «marginales» mejor — en capital académico.
Las figuras más alabadas en el Castillo de los Vampiros son las que descubrieron un nuevo mercado del sufrimiento — aquellos que puedan encontrar a un grupo más oprimido y subyugado que aquellos grupos explotados previamente obtendrán un rápido ascenso en sus filas — .
La primera ley del Castillo de los Vampiros es: individualizar y privatizar todo.
Mientras, en teoría, dice estar a favor de la crítica estructural, en la práctica no se enfoca en nada más que la conducta individual. Algunos sujetos de la clase obrera no fueron bien educados, y a veces pueden ser muy groseros.
Recordemos: condenar a individuos es siempre más importante que prestar atención a las estructuras impersonales.
La misma clase dominante propaga ideologías individualistas mientras tiende a actuar como una clase. (Muchas de las llamadas «conspiraciones» son muestras de solidaridad entre la clase dominante). El Castillo de los Vampiros, como sirvientes inconscientes de la clase dominante, hace lo contrario: habla superficialmente de «solidaridad» y «colectividad», pero actúa siempre como si las categorías individualistas impuestas por el poder estuvieran fuera de cuestionamiento. Como son pequeñoburgueses hasta la médula, los miembros del Castillo de los Vampiros son intensamente competitivos, pero esto es reprimido de la manera pasivo-agresiva típica de la burguesía. Lo que los une no es la solidaridad, sino el temor mutuo — el miedo a ser el próximo en ser expulsado, expuesto, condenado — .
La segunda ley del Castillo de los Vampiros es: hacer que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy difíciles.
No puede haber ninguna ligereza, y menos aún humor. El humor, por definición, no es serio, ¿no? Pensar es un trabajo muy difícil, solo para gente con acentos impostados y cejas fruncidas. Donde haya confianza, introducir escepticismo. Decir: «no hay que apurarse, tenemos que pensar más profundo sobre esto». Recordemos: tener convicciones es opresivo, y puede llevar a que haya gulags.
La tercera ley del Castillo de los Vampiros es: propagar la mayor cantidad de culpa posible.
Cuánta más culpa mejor. La gente se tiene que sentir mal: es una señal de que entienden lo grave que son las cosas. Está bien que tengas privilegios de clase si te sientes culpable acerca de ese privilegio y logras que otra gente en una posición de clase subordinada también se sienta culpable. Total, de vez en cuando haces obras benéficas para los pobres, ¿no?
La cuarta ley del Castillo de los Vampiros es: esencializar.
Mientras que la fluidez de identidad, la pluralidad y la multiplicidad son siempre reclamadas para los miembros del Castillo de los Vampiros — en parte para cubrir su propio trasfondo de buena posición económica, de privilegios y de asimilación al mundo burgués — al enemigo siempre hay que esencializarlo. Dado que los deseos que animan al Castillo de los Vampiros son en gran parte los deseos sacerdotales por excomulgar y condenar, tiene que haber una fuerte distinción entre el Bien y el Mal, y este último siempre esencializado. Prestemos atención a la táctica. X hizo un comentario/se comportó de una forma particular — este comentario/comportamiento puede ser interpretado como transfóbico/sexista — . Hasta ahí, todo claro. Pero la clave está en el próximo paso: X pasa a ser definido como un transfóbico/sexista, etc. Toda su identidad se define por un comentario mal pensado o por una falla en la conducta. Una vez que el Castillo de los Vampiros ha examinado su caso para la caza de brujas, a la víctima (casi siempre proveniente de un trasfondo obrero, sin educación en el estilo pasivo-agresivo de la burguesía) se la puede provocar hasta que pierda el control, asegurando así su posición de paria, para más tarde ser arrojado a las fieras.
La quinta ley del Castillo de los Vampiros: pensar como un/a liberal (porque lo eres).
La labor del Castillo de los Vampiros de acumulación constante de reacciones indignadas consiste en señalar una y otra vez lo dolorosamente obvio: el capital se comporta como capital (¡qué poco amable!), los aparatos represivos del Estado son represores. ¡Hay que protestar!
Neoanarquía en el RU
La segunda formación libidinal es el neoanarquismo. Por neoanarquistas no me refiero — que quede claro — a anarquistas o sindicalistas involucrados en la organización de los trabajadores, como la Federación Solidaridad. Me refiero más bien a quienes se identifican como anarquistas pero su participación en política consiste en protestas estudiantiles y ocupaciones, y comentar en twitter. Al igual que los habitantes del Castillo de los Vampiros, los neoanarquistas casi siempre vienen de un entorno pequeñoburgués, o incluso más privilegiado todavía.
También se caracterizan por ser en su mayoría muy jóvenes: en sus veinte o a lo sumo al principio de sus treinta, y lo que informa la posición neo-anarquista es su estrecho horizonte histórico. Los neoanarquistas no han experimentado nada más que el realismo capitalista. En el momento en que los neoanarquistas llegaron a la conciencia política — y muchos de ellos lo han hecho muy recientemente, por el nivel de ostentación irreflexiva que suelen mostrar — el Partido Laborista se convirtió en una cáscara blairista, que aplicaba neoliberalismo con una pizca de justicia social. Pero el problema con el neo-anarquismo es que se limita a reflejar inconscientemente este momento histórico sin ofrecer ninguna salida. Se olvida, o quizás directamente ignora, el papel que tuvo el Partido Laborista en nacionalizar grandes industrias y servicios y en fundar el Servicio Nacional de Salud. Los neoanarquistas son capaces de afirmar que «la política parlamentaria nunca cambió nada» o «el Partido Laborista nunca sirvió para nada» al mismo tiempo que van a protestas sobre el NHS[4] o que retwittean quejas sobre el desmantelamiento de lo que queda del Estado de Bienestar. Hay una extraña regla implícita: está bien protestar contra lo que haga el parlamento, pero no está bien entrar al parlamento ni a los medios masivos para instrumentalizar un cambio desde ahí. A los medios masivos hay que despreciarlos, pero hay que mirar Question Time de la BBC y luego quejarse en twitter.
El purismo se desdobla en fatalismo; es mejor no mancharse de ninguna manera con la corrupción del mainstream, mejor «resistir» inútilmente que el riesgo de ensuciarse las manos.
No es sorprendente, entonces, que muchos neo-anarquistas terminen deprimidos. Esta depresión es indudablemente reforzada por las ansiedades de la vida luego de la graduación, dado que, igual que el Castillo de los Vampiros, el neoanarquismo tiene su hogar natural en las universidades, y generalmente lo propagan quienes están estudiando algún posgrado, o los recién graduados de dichos estudios.
¿Qué hacer?
¿Por qué estas dos configuraciones están en primer plano? La primera razón es que el capital las dejó prosperar porque sirven a sus intereses. El capital aplastó a la clase obrera organizada descomponiendo su conciencia de clase, subyugando sin piedad a los sindicatos al mismo tiempo que seducía a las «sacrificadas familias trabajadoras» para que se identificasen con sus intereses estrechos en vez de hacerlo con los intereses más amplios de su clase; pero ¿por qué el capital perdería sueño por una «izquierda» que reemplaza a la política de clase por un individualismo moralista que, lejos de construir solidaridad, propaga miedo e inseguridad?
La segunda razón es lo que Jodi Dean llamó capitalismo comunicativo. Hubiera sido posible ignorar al Castillo de los Vampiros y a los neoanarquistas si no fuera por el ciberespacio capitalista. El moralismo piadoso del Castillo de los Vampiros fue una característica de cierta «izquierda» desde hace muchos años — pero, si uno no era miembro de esta iglesia particular, podía evitarse sus sermones — . Las redes sociales han hecho imposible lo anterior, y existe poca protección contra las patologías psíquicas que son propagadas por estos discursos.
¿Qué podemos hacer ahora? Primero que nada, es imperativo rechazar al identitarismo y reconocer que no hay identidades, solo hay deseos, intereses e identificaciones. Parte de la importancia del proyecto de Estudios Culturales Británicos — como revelan de manera poderosa y conmovedora la instalación de John Akomfrah The Unfinished Conversation y su filme The Stuart Hall Project — fue el haber resistido al esencialismo identitario. En vez de amarrar a la gente en las cadenas de equivalencias ya existentes, el punto era tratar cualquier articulación como provisional y plástica. Siempre pueden crearse nuevas articulaciones.
Nadie es esencialmente nada.
Por degracia, la derecha aprovecha esta perspicacia mucho más que la izquierda.
La izquierda burgués-identitaria sabe cómo propagar culpa y llevar a cabo caza de brujas, pero no sabe cómo lograr adeptos.
Pero ese no es el punto. La meta que tiene no es popularizar una posición de izquierda, o ganar adeptos a ella, sino permanecer en una posición de superioridad elitista, pero ahora con su superioridad de clase reforzada por una superioridad moral. «¡Cómo te atreves a hablar! ¡Somos nosotros quienes hablan por los que sufren!»
Pero el rechazo del identitarismo solo se puede lograr mediante la reafirmación de la clase.
Una izquierda que no tiene a la clase en su núcleo duro solo puede llegar a ser un grupo de presión liberal.
La conciencia de clase siempre es doble: contiene un conocimiento simultáneo de cómo la clase encuadra y da forma a toda nuestra experiencia, y, un conocimiento de la posición particular que ocupamos en la estructura de clase.
Hay que recordar que nuestra lucha no es para lograr ser reconocidos por la burguesía, ni siquiera para destruir a la burguesía misma. Es la estructura de clase — una estructura que lastima a todo el mundo, incluso a quienes se benefician materialmente de ella — la que tiene que ser destruida.
Los intereses de la clase obrera son los intereses de todos; los intereses de la burguesía son los intereses del capital, que son los intereses de nadie.
Nuestra lucha debe dirigirse a la construcción de un mundo nuevo y sorprendente, no a la preservación de las identidades formadas y distorsionadas por el capital.
Si parece una tarea severa e intimidante es porque lo es. Pero podemos empezar a involucrarnos en muchas actividades prefigurativas ahora mismo. En realidad, estas actividades podrían ir más allá de la prefiguración — podrían comenzar un círculo virtuoso, una profecía autocumplida en la cual se desmantela a los modos burgueses de subjetividad y una nueva universalidad se empieza a construir a sí misma — .
Necesitamos aprender, o reaprender, cómo construir camaradería y solidaridad en vez de hacer el trabajo del capital condenándonos y violentándonos mutuamente. Esto no significa que siempre tengamos que estar de acuerdo -al contrario, tenemos que crear las condiciones donde el desacuerdo pueda existir sin miedo a ser excluido y excomulgado.
Necesitamos pensar mucho la estrategia sobre cómo utilizar las redes sociales — siempre recordando que, a pesar del igualitarismo de las redes sociales declamado por los ingenieros libidinales del capital, se trata de territorio enemigo (al menos por ahora), dedicado a la reproducción del capital.
Pero eso no quiere decir que no podamos ocupar el territorio y empezar a usarlo para producir conciencia de clase. Tenemos que salirnos del «debate» al que el capitalismo comunicativo nos quiere atraer continuamente, y recordar que estamos participando en una lucha de clases. La meta no es «ser» un activista, es ayudar a que la clase obrera se active — y se transforme — a sí misma. Una vez afuera del Castillo de los Vampiros, todo es posible.
Notas:
[1] Owen Jones (1984) es un destacado periodista británico, columnista de The Guardian, y autor de libros como Chavs: la demonización de la clase obrera (2011) que diseccionaba los estereotipos sobre la clase obrera inglesa como vulgar y antisocial, y El Establishment: y cómo deshacerse de él (2014).
[2] Rusell Brand (1975) actor, comediante y activista político con una carrera controversial y llena de éxitos, así como productor de varios documentales y programas sobre la crisis financiera, la desigualdad y el neoliberalismo.
[3] https://www.youtube.com/watch?v=3YR4CseY9pk
[4] Siglas del National Health System, Sistema Nacional de Salud, un conjunto de políticas e instituciones de cobertura universal y atención gratuita de salud. Es uno de los logros más importantes de la socialdemocracia y la clase obrera inglesa en la posguerra.
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