Por Eduardo Heras León
A Luis Rogelio Nogueras
Esta fábrica es un dolor. Desde que llegué aquí lo estoy diciendo y la gente siempre se está riendo de mí. Pero yo lo digo. Aquí hay que andar claro y dejarse de estar en ninguna onda extraña, porque el día que menos tú piensas, el día que estás más tranquilito, cargan contigo.
Por eso yo, que ya tengo mi experiencia, se lo digo a los nuevos: «¡Pinchar, caballeros, que esta fábrica es un dolor y el revolucionario está aquí que jode!»
Mira el caso de Rosendo el cojo, echando ahora diez abriles en el Principal por querer volar el horno. ¡Que hay que estar loco para querer volar el horno de la fábrica! Ahora, que Rosendo el cojo no tenía nada de loco, eso es verdad. Era más cabrón que loco. ¡Y por poco me quiere enmarañar a mí en esa onda extraña! Porque ahora todo el mundo me dice:
— Oye, caballo, pero ¿tú no eras socio fuerte del cojo?
Y yo respondo:
— Miren, coño, no se me encarnen, que en esa no iba yo.
Y es que todavía aquí se comenta lo de Rosendo. Porque mira que Rosendo el cojo era comemierda, como si aquí se pudiera hacer algo por la libre. Y yo no sé, porque para mí que Rosendo era un tipo inteligente, y sabía bien que en esta fábrica las cosas, o se hacen bien, o no se hacen. Y eso, no que lo diga yo, porque para ser sincero, Rosendo me enseñó mil cosas desde que yo empecé aquí hace como nueve meses…
— Lo primero que hay que hacer allí es llegar como un trabajador cualquiera, como uno más. Al principio cumplir, trabajar bien, dentro de lo normal. Después, poco a poco irte caracterizando con el ambiente, con el elemento. Pero eso, irlo introduciendo lentamente, sin apurarte. ¿Entiendes? — dijo el hombre.
— Entiendo, es lo lógico — dijo el otro.
Cuando yo llegué con la boleta del Ministerio, el jabao ese de Fuerza de Trabajo me mandó para Limpieza y me caló de arriba abajo como si yo fuera un delincuente. Me dijo:
— Mira, social, aquí lo que no se puede es faltar un día, porque vas para el Consejo, ¿está claro?
Yo le iba a decir que si él me veía a mí cara de vago, pero me aconsejé, porque se ve que el jabao es un maldito y le sabe un mundo a la cosa. Así que le dije:
— Okei, yo voy a donde usted diga, mayor.
Y vine para aquí, al departamento de Limpieza. En este taller la pincha es dura. O te dan un chipijama para quitarle la arena a las piezas, que es del carajo, porque el martillito ese no es tan pesado como el de romper piedras, pero se te resbala a cada momento y te tienes que cuidar, porque te jode un pie si estás comiendo mierda; o te tiran para la piedra colgante que, oiga, es de mandarria. Porque cuando terminas de rebajar una pieza, parece que te han molido a martillazos los hombros y los brazos se te quedan que son un puro temblor. Claro, que a lo mejor estás de suerte y te dejan de ayudante en el rotoblast, o si sabes algo de soldadura te ponen a rebabear, que ya eso es más cómodo. De todas formas, la pega aquí es de madre.
Así que yo llegué y me mandaron a ver al gordo Rubén, uno que dicen estuvo en presidio echando un bolón de años, pero que se ha rehabilitado. ¡Y de qué manera! El gordo ese no para. Y lo peor es que no te da un diez ni a jodía. Porque si te ve sentado, te dice que si estás comiendo majá, que te va a echar cola a ver si pegas más, y siempre está pillando lo que haces. Nada, que ese gordo tiene un presidio de maldad. Así que llegué donde estaba el gordo y le dije:
— Oiga, mayor, que me mandaron a pinchar aquí.
El gordo ni me miró. Se viró para el taller. Echó a caminar. Agarró un martillito de esos y me dice:
— Está bien, ven acá y agarra el chipijama este.
Puso a funcionar el aparato y estuvo enseñándome ahí un rato hasta que más o menos le cogí la vuelta.
Ese primer día fue un embarque. A las once, cuando bajamos a almorzar, ya yo tenía ganas de vender. Total, no iba a esperar el mes de prueba, porque si no podía aguantar ni un día… Claro, que ya esta era la tercera ubicación y en el MINTRAB me iban a decir que tenía que agarrar ahí, porque lo otro que había era de sepulturero o el verde. Y entonces me aconsejé y me dije: «Mira, caballo, mejor aguantas aquí un poco, a ver lo que da esto».
En eso no tenía jarro para la leche del almuerzo y pensé: «Ya me jodí». Porque, vaya, tener que estar pidiéndole a gente que uno no conoce, es jodío. Así que me puse a almorzar, buena jama, porque aquí se come bastante bien, y ya cuando me voy a levantar, un gallo que está en la misma mesa, me dice:
— Vaya, asere, coge el jarro y después me lo traes.
Yo la verdad que ni lo vi bien. Me tomé mi leche, le enjuagué su jarro y se lo traje. Entonces el gallo me dice:
— Tú eres nuevo aquí, ¿no?
Le digo:
— Ajá.
Y no hablé más con él.
Volví para mi chipijama hasta las tres, que sonó el pitazo y vendí. Ese día ni me bañé allí, porque no tenía más ropa que la que traía puesta y, además, no había taquillas vacías, aunque el gallo del jarro me dijo que podía guardar la ropa en su taquilla hasta que resolviera una.
— El hombre, dentro de lo que cabe, es inteligente. Sobre todo, cree que es un duro. Pero no te equivoques. Él está buscando gente. Pero te va a observar un tiempo. Te va a sacar conversación. Te va a estudiar. Déjalo llegar. No lo rechaces, pero que tampoco note que tú te interesas por él. Este es el momento más difícil. ¿Está claro? dijo el hombre.
— Claro — dijo el otro.
Así empecé yo en la fábrica. La pincha era dura y la primera semana estuve de suerte porque me tocó de siete a tres. La segunda semana ya no estuve tan bien, porque agarré el turno de tres a once, que es un turno de puya. Yo al principio no hablé con nadie, nada más en lo mío, en mi pincha. O mejor dicho, sí hablé con alguien, con el gallo del jarro, que me lo volvió a prestar varios días hasta que yo pude conseguir una latica de leche vacía. También empecé a guardar la ropa en su taquilla. El gallo se llamaba Rosendo y estaba medio cojo de la pata izquierda. Era un hablador del carajo. Se pasaba el día haciendo cuentos de la calle, de las jevas que se echaba, porque el tipo se creía lindo. Eso sí, pinchaba duro, que eso lo puede decir cualquiera aquí.
— Bien — dijo el hombre. — Ahora el problema está en darle confianza. Desechar cualquier duda que pueda surgirle o que le quede. Hay que inventar algo. ¿No se te ocurre nada? Piensa.
— Sí — dijo el otro. — Creo que tengo algo que puede servir.
Yo decía que Rosendo el cojo me había enseñado mil cosas. Y esa es la pura verdad. Por lo menos, yo le agradezco que como al mes de estar yo aquí, me salvara de un embarque. Nada, que ese día yo estaba medio quemado o qué sé yo lo que tenía en la cabeza. Porque ese día, después de la merienda de la una y media, yo subo rápido al taller y allí arriba no hay nadie, o por lo menos, yo no veo a nadie. Entonces me fijo en un delantal y unas polainas de piel nuevecitas que estaban encima del rotoblast y me digo: «¡Coñooo, por lo menos diez o veinte cañas le saco yo a esto!» Me llego al rotoblast, agarro el delantal y las polainas, los envuelvo en un periódico, y medio que lo escondo todo detrás de unas cuchillas grandes que estaban terminadas. «Nada», pensé, «cuando llegue el cojo le pido la llave de la taquilla, lo escondo allí y después, pirey con ellas».
Pero en eso oigo una voz que me dice bajito:
— Asere, tú estás loco, hermano. Saca eso de ahí, que te van a partir. ¿Tú no sabes que aquí registran a la salida?
Me viro y es Rosendo el cojo el que me está hablando. Yo le trato de disimular, pero el cojo me dice:
— Mire, caballo, conmigo no tiene que disimular nada. Deje eso, que es una minucia y se va a embarcar por una mierda. Deje eso ahí, que después vamos a hablar usted y yo, y le voy a enseñar unas cuantas volá de la fábrica, para que no sea gil y sepa legislar.
A partir de ahí me hice socio de Rosendo. Y verdad que el cojo era un cabrón. Ayudaba al gordo Rubén a llevar la asistencia del personal del taller y con eso se ganaba su confianza y lo dejaba repartir los tickets de la merienda. Por eso Rosendo siempre tenía tickets de más para repetir en la cafetería. Y me llevaba en esa y en cualquier otra que se le ocurriera.
La verdad es que almorzábamos y comíamos en la fábrica y nunca pagamos ni un diez. Él siempre inventaba alguna cosa nueva, porque, además, no sé cómo, pero se había hecho activista del grupo sindical.
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— Eso fue bueno, muy bueno — dijo el hombre sonriendo. — Ahora el camino está más claro. En los próximos días él se va a lanzar a fondo. Déjalo entrar.
Y recuerda: tú no sugieras nada, que ese no es tu trabajo. Lo demás lo dejo a tu juicio. ¿Alguna duda?
— Ninguna — dijo el otro.
Ya por esa época, Rosendo el cojo y yo éramos inseparables. Un día, como quien no quiere la cosa, me dice:
— Oye, caballo, esto está de madre, ¿eh?
Le digo:
— ¿Qué cosa?
Me dice:
— Esto, coño, el país, qué va a ser.
Le digo:
— Bueno, qué le vamos a hacer.
Y me dice:
— Se puede mejorar.
Me le quedo mirando y le digo:
— ¿Cómo?
Se me queda mirando y me dice:
— Ah, de muchas formas.
Pero no me sigue hablando, y ese día no me dice nada más. Sólo me miraba cuando se quitaba la careta de soldar. Me miraba, se quedaba como si estuviera pensando en algo, y luego seguía trabajando.
Yo no pensé mucho en lo que me dijo Rosendo ese día. Seguí trabajando normal. Bajaba, como siempre, a almorzar con él. Él jaraneaba conmigo y yo jaraneaba con él. Nada más.
Pero otro día viene, como quien sí quiere la cosa. Y me dice:
— Oye, caballo, te invito a tomarte dos frías conmigo el sábado.
Yo le digo:
— Okei, hermano.
Y ese sábado fuimos a su casa. Y estuvimos tomando cerveza como hasta las ocho. Era buen hablador Rosendo el cojo, vaya, tenía su labia. Y allí, en su casa me vuelve a decir lo mismo del otro día:
— Sí, caballo, esto está jodío, muy jodío.
Yo no le dije nada. O sí, le dije:
— Bueno, pero hay que vivir como sea, en lo que se pueda hacer, inventando.
Entonces, mientras terminaba con la cerveza que tenía en el vaso y agarra una croqueta, se me queda mirando y me dice de pronto:
— Oye, ven acá, chico, ¿tú con quién estás aquí?
Yo lo miro un poco asombrado y le digo:
— ¿Cómo que con quién estoy?
— Sí, caballo — me dice. — ¿Tú crees que esto se puede seguir aguantando?
— Bueno, yo creo que esto va a cambiar, ¿no? Además, mira, Rosendo, yo estoy conmigo, ¿tú me entiendes? Conmigo.
Se echa a reír y me dice:
— Nada, que yo sabía que no estaba equivocado, tú eres un duro.
— Yo no soy un duro, Rosendo, yo en lo mío nada más.
Y entonces se pone a hablar de política, que si esto, que si lo otro, que esto estaba de mandarria, que se ganaba una mierda, que no había nada, en fin, un montón de cosas. Y yo le digo:
— Ven acá, Rosendo, todo eso que tú dices está bien. Pero, ¿y qué?
Me responde:
— ¿Cómo que qué? Mira, caballo, esto hay que descojonarlo.
Ahora soy yo el que se echa a reír, y le digo:
— No jodas, cojo, que tumbar esto es de yuca y ñame.
Me dice:
— Mira, tumbarlo enseguida no; pero se puede ir jodiendo poco a poco, descojonando por aquí, descojonando por allá, y después… — juntó las dos manos y de golpe las separó. — ¡Boom!, ¡abajo! ¿Me oyes? A-ba-jo.
Yo abro un poco los ojos y le digo:
— Entonces, tú ya estás en eso, ¿o no?
El cojo me suelta una mirada de arriba abajo que da miedo y me dice:
— Sí, yo sí estoy — sin dejar de mirarme — y tú ¿qué? ¿Vas en ésa o no vas?
Le digo:
— Mira, Rosendo, yo no digo, yo hago, ¿tú entiendes? Hago cuando hay que hacer. Lo demás es darse cebollazos en la vesícula, y lo mío es boca cerrada y mano abierta. Así que ¿cuál es la onda? Si la onda es seria y hay patriotas por el medio, mejor.
El cojo se echó a reír y a reír. Después, se puso serio, y me dijo bajito:
— Mira, mariscal, aquí lo que hay que ser es un estilete. Paso en falso y te rompe el Departamento, ¿oíste? Toma, coge esta astilla, que ya yo te diré lo que vamos a hacer.
Cojo la astilla y veo que es uno solo, pero de a veinte, y me echo a reír. Y digo:
— Tú ves, así la cosa cambia.
Terminamos la fría y me fui medio en nota.
— Todo va bien — dijo el hombre. — Ahora, lo que falta es esperar. Nada de apurarlo. ¿Correcto?
— Correcto — dijo el otro.
En los días siguientes casi no hablamos. El cojo me había dicho que en el taller había que disimular, porque aquello estaba lleno de revolucionarios. Y no sólo la gente del Partido y de la Juventud, que uno los conocía bien, como Urbano, Santiler, Alfonsito, Andrés el gallego, sino de muchos otros que uno ni sabía quiénes eran y que a veces te miraban y te echaban una sonrisita como si estuvieran al tanto de algo.
Ya para esa época nos veíamos también en mi casa. A mi vieja no le gustaba mucho Rosendo. «Tiene cara de delincuente, de ñáñigo», decía la pura. Yo la tranquilizaba diciéndole que era mi socio y buena gente.
A medida que pasaban los días, Rosendo me fue contando todos los detalles. Así que una noche que salimos con dos chiquitas de la Habana del Este, esperando la guagua en una parada medio oscura, los dos solos, me sorprende diciendo:
— La cosa es que yo he estado estudiando cuál es la parte más importante…
— ¿Y es…?
— El horno. Sin horno no hay fundición, no hay acero. Porque fíjate, tú puedes meterle un hierro o una linterna al transformador de la corriente, al grande, y la fábrica se para porque no hay luz. Pero nada, en un día te lo arreglan y aquí no ha pasado nada. ¿Me copias? El horno es otra cosa. Ponle que lo vueles, o lo inutilices, vaya, le vueles la pizarra y todos los cables, y que el mecanismo que hace girar la tapa se lo jodas. Óigame, mariscal, yo creo que hay que comprarle otro horno a los sovies. Y nada, que se jodió la fábrica, por lo menos seis meses…
— ¿Y eso quién lo va a hacer, cojo, tú y yo nada más? Y a ver, ¿con qué se va a volar el horno? ¿Tú crees que eso es fácil? — le dije medio chivateado.
— Mira, hermano. Usted y yo perfectamente lo podemos hacer. Claro que en el turno hay otra gente que también está en la onda.
Yo no le pregunté quién era, y él se me quedó mirando a ver si yo quería saberlo.
— Está bien, pero ese socio que tú dices, el que sea, ¿qué es lo que va a hacer?
— Mira, el día que se vaya a dar la cosa, ese día, los tres, usted, yo y él, y a lo mejor algún otro, que eso no se sabe, vamos a estar en el mismo turno, en el de la noche. Y yo le digo que la cosa va a salir más fácil de lo que usted piensa.
— No jodas, Rosendo, ¿cómo fácil? — le dije molesto. En primer lugar, ¿cómo coño vas a volarlo? ¿Con qué, vaya? En segundo, después de la voladura, de la jodedera que se forme, ¿dónde coño nos metemos? Porque enseguida va a venir la Seguridad y va a cargar con todo el mundo…
El cojo se echó a reír. Parecía estar seguro de todo y me miraba, me veía la cara seria y seguía riéndose…
— Se ve, asere, que usted es novato en todo esto. Mire, atienda y copie. El día de la cosa, lo único que usted tiene que hacer es estar cerca del fundidor, más o menos una hora antes de que acabe el turno. Por la zona de moldeo va a haber un incendio, sí, no se asombre, un conato de incendio por la desmoldeadora. Usted se va a llevar al fundidor para allí a ver la cosa, la onda, el corre corre, bueno, usted sabe la que se forma cuando hay una cosa así. Entonces, en lo que el palo va y viene, se le pone la cosita esa allí, cerquita de la pizarra, y ¡fuácata!, al poquito rato, horno abajo…
— ¿Qué cosita? — le dije todavía serio. — No me digas que dinamita, que eso sería del carajo.
— No, hombre, dinamita no — dijo el cojo. — Plástico, ¿me oíste?, plástico, del tamaño de una cajita de fósforos o más chiquito todavía…
— ¡¿Plástico?! ¿y de dónde coño tú vas a sacar plástico, cojo? Por mi vieja que vaya pensar que tú eres un mago…
— Hermano — dijo el cojo poniéndome una mano en el hombro — , yo voy a pensar que tú eres narra a toda esta onda. Ese me lo dan, caballo, ese me lo dan. Y no me vengas con que tú no sabes quién da eso, que tú sabes que eso lo dan los duros, los que más le saben a la mierda esta…
— Pero, oye, cojo, verdad que tú tienes timbales. Mira que andar desde ahora con eso arriba. ¿Y si te pasa algo antes?
— No jodas, mariscal, que esa gente no son comemierdas. Eso no me lo dan hasta el día de la cosa…
Yo estuve callado un rato. La cosa parecía fácil. Así que yo lo único que tenía que hacer era llevarme al fundidor para la desmoldeadora a ver lo del incendio. Y ya. Y eso, en realidad, no iba a ser difícil, porque el fundidor del turno parecía medio guanajote, o bueno, a lo mejor medio gusanote, porque aquel gordo siempre estaba hablando mierda de la Revolución. Así que… bueno, el cojo me tocaba cada vez que hablábamos, y ya me había dado un carajal de billetes. No había tema, había que echar palante. Entonces, olrai, decidido el caso. Lo único que le pregunté fue:
— Bueno, Rosendo, ¿y cuando lleguen los segurolas, qué?
— Cuando lleguen los segurolas, nada — dijo el cojo.
— Si a usted le preguntan dónde estaba, usted les dice que viendo lo del conato de incendio, que usted no vio nada y no dice más. Y a usted lo va a estar viendo todo el mundo. Si le preguntan por mí, usted dice que me vio cerquita de usted por la desmoldeadora, y de ahí no sale, que en definitiva no hay quien le pruebe ni timbales, ¿me entiende?
— Bueno, si es así, okei, cojo, no hay más que hablar — le dije.
— Así que la cosa es inminente — dijo el hombre. — Y va a recibir el regalo el mismo día.
— Pero faltan los demás — dijo el otro.
— No importa — dijo el hombre. — Eso no va a ser difícil. Ahora solo falta el día. El día…
— Sí — dijo el otro.
Pasó como una semana más. El cojo me había dicho que anduviera tranquilo, que no llamara la atención, que pegara duro y bien y que me acercara bastante al fundidor, que le bajara su cigarrito a cada rato y que le dijera que él era el más bárbaro en la colada, que el gordo aquel era medio vanidoso, y que eso le gustaba. Yo hice lo que el cojo me dijo. Y a la verdad que en dos o tres días el gordo del horno me cogió amistad y hasta me dejaba ver la colada con los espejuelitos morados de su casco.
En esos días hasta hicimos trabajo voluntario. El gordo Rubén habló con la gente para sacar una producción medio atrasada de piezas para los centrales y, salvo dos o tres, todo el mundo dijo que sí, empezando por Rosendo y por mí. Al cojo hasta se le fue la mano, porque dijo dos o tres mierdas sobre la zafra y el socialismo y que había que ayudar.
Ya yo estaba medio impaciente, porque hacía como dos o tres días que el cojo no me decía nada, ni nos citábamos para mi casa o para algún lado. Así que ese sábado que terminamos a las once, almorzamos y salimos, sin darnos cuenta, uno al lado del otro. Cuando pasamos la puerta y cruzamos la calle para coger la 95, el cojo se pone a cantar: «Eliige túu, que cantooo yoo». Se ríe, y le digo bajito:
— Ya yo elegí, caballo. ¿Qué tú cantas?
Me dice:
— Yo canto un número, a ver si adivinas. Dice el verso: «animal de cuatro patas, que relincha y cocea, del 1 al 5…»
Yo me le quedo mirando, medio incrédulo todavía, y le digo bajito, la voz ni se me oye:
— Entonces, ¿el uno?
— Equelecuá — dijo el cojo. — ¿Nos sonamos una fría en casa?
— Así que el día primero — dijo el hombre. — Bien, entonces todo está completo.
— Así parece — dijo el otro.
El día primero fue un día de madre para Limpieza. Estaba aquello que parecía un timbiriche de mierda, un rastro de piezas, los chipijamas a millón, el rotoblast no paró en todo el día, y las piedras colgantes sacando chispas que se le metían en los ojos a cualquiera. El rebabeo estaba de mandarria. Había un bolón de toneladas que había que sacar para el patio y el horno de tratamiento térmico echaba más humo que nunca y se le metía a uno hasta en los hoyitos de los pulmones. La garganta la teníamos reseca y había que llegarse a cada rato a coger un buche de agua fría para refrescarse.
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Ya cerca de las diez de la noche, yo estaba que no podía más. Del cansancio y de los nervios, que no sabía cuál era peor. Suelto el chipijama y me digo: «A la verdad que voy a coger un diez». Miro para todo el taller y veo a la gente pegando no muy duro, como si estuvieran dormidos, aunque el ruido estaba igualito que siempre, de puya. Pillo para el horno y veo al gordo echándole un poco de magnesita a la colada y cerrando la puertecita con un gesto brusco. Y me le voy acercando. El gordo me ve y se sonríe un poco bajo el casco que casi se le mete en los ojos. Se limpia el sudor con el dorso de la mano y dice:
— Un calor que jode.
— Yo no aguantaría, caballo — le digo yo. — La verdad es que ser fundidor tiene un mérito del carajo… — Bueno, también se gana bastante.
— Si doscientos siete es bastante… — le digo medio irónico. — Yo ni por trescientos hago eso…
— Si voy a serte sincero, se paga bastante mal, que antes yo le ganaba a esto catorce diarios, y en un hornito de hierro.
— Por eso te digo…
Me iba a responder algo. Se lo noté en la cara porque me miró con los ojos medio viraos; pero entonces se oyó un grito de madre que venía del fondo de la nave de moldeo, un grito largo de ¡fueeeegooo! que nos dejó medio paralizados a los dos.
— ¡Eso es por la desmoldeadora! — le digo. — ¡Coño, pero cómo fuego, otro accidente! ¡Vamos a ver!
Y le pongo la mano en el hombro. Él ni me mira y arranca a correr conmigo, junto con toda la gente de Limpieza y de Moldeo, mientras alguien grita: «¡El extinguidor, el extinguidor!», y todos se preguntan qué pasó, «¡el pito, coño, suenen el pito!» y nosotros nos subimos encima de unas cajas guiándonos por los gritos, «¡llamen al electricista, coño!», grita uno, y otro dice: «¡todos estos cables están echando candela!, ¡llévense este tanque de petróleo!» y suena el pitazo largo, una y otra y otra vez y ya alguien viene corriendo con un extinguidor de espuma y Quintanita el eléctrico se lo arrebata y grita: «¡Ese no, coño!, ¡gordo!», le dice al fundidor, «¡trae el ce–o–dos, pero corre!» Y él vacila un momento y yo vuelvo la cabeza y veo que me está mirando; pero él se desprende a correr mientras Quintanita, con un saco, está golpeando las llamas y unos grandes pedazos de estopa vuelan en todas direcciones, llenándolo todo de un humo negrísimo, y el gordo llega con el extinguidor y suelta un chorro potente que nos salpica las manos, que da directamente sobre las llamas que empiezan a desaparecer… Y yo estoy esperando, yo estoy esperando, casi sin moverme, pero no pasa nada. Y ahora es el eléctrico quien va moviendo diestramente el chorro sobre cada rincón, y ya la gente comienza a retirarse, comentando en alta voz, y alguien llega preguntando si hay heridos y otro le responde que no, que fue más el escándalo que el fuego…
Y no ha pasado nada. Y por allá se oye la voz de Urbano buscando al jabao de la desmoldeadora, pero nadie le responde. Y el fundidor ya ha llegado hasta mí, corriendo, nervioso. Se lo noto porque respira muy agitado. Y yo me le quedo mirando, y le digo:
— ¿Qué, estás nervioso?
Y me dice:
— ¿Yo? No, no, fue la carrerita que di con el extinguidor. Además, las llamas, yo creí que todo iba a coger fuego…
Y mientras habla, veo que mira por todo el taller. Y como estoy cerca de él, le toco una mano y la tiene sudada, fría, casi helada. Y le digo:
— Cálmate, compadre, que eso ya pasó…
Entonces me clava la vista esa medio virá y me dice bajito:
— Oye, ¿y dónde está Rosendo el cojo?
Yo sigo caminando hacia Limpieza, hacia mi pega, que ya es hora de pinchar de nuevo, porque aquí la onda es de pincha, pero me paro un momento.
Me le viro y le digo:
— Chico, no sé. Hace como dos horas que no lo veo. Qué, ¿te debe algo?
— No, no — dice él. — Por mí… ¡que se vaya al carajo! Y sigue caminando hacia el horno.
— Por mí también — digo yo.
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