Por la dignidad de los cuerpos, contra las políticas menstruales
Por Laura Vichot Borrego
Te invitamos a leer la primera parte de este trabajo, publicada el 31 de julio del 2023.
En España el ritual de la menarquía — que ronda los 150 euros — celebra entre comidas y bebidas el valor simbólico del hecho biológico, y aunque los hombres también pueden participar del acto que busca conectar el útero de la biomujer con la tierra, preferentemente se conforma de mujeres cercanas.
Dentro de los Estados Unidos, algunos países de Asia y de la América Latina, el momento que avizora el fin de la pubertad se festeja desde ceremonias que, ya se denominen fiestas rojas o de quinceañera, usufructúan a partir de la experiencia de vida de las jóvenes. Mientras, en Nepal son expulsadas de su casa en los días del período, por lo que algunas adolescentes pueden pasar el primer sangrado en el campo, patio o cobertizo destinado a los animales.
En Ghana el desprendimiento del útero ocasiona una pausa en la vida cotidiana de mujeres y adolescentes, deben vivirlo en casa: la inmensa mayoría de las escuelas y los centros laborales no disponen de baños públicos como tampoco se encuentran fácilmente suplementos de contención (los fabrican de manera artesanal).
Algunas niñas de Japón se arriesgan y sueñan con ser chef, aun cuando se trata de una profesión dominada por los hombres ante el prejuicio de que la regla produce desequilibrio en el gusto durante el preparado del sushi.
Adolescentes de Somalia, Egipto, Etiopía, Guinea, Yibutí, Mali, Eritrea, Sierra Leona, Sudán, Togo, Camerún, Níger y Uganda, comienzan a padecer en la misma edad severos trastornos menstruales acompañados de estrés y ansiedad a causa de la ablación (mutilación genital femenina) y la infibulación (una forma más severa de la primera).
Es común en las cárceles para mujeres de Cuba que algunas empleen el papel higiénico o paños para contener el fluido de la regla (con poca eficacia en la absorción de este); la distribución en la red de farmacias nacionales de almohadillas es escasa e irregular, a la par que se produce su comercialización en el mercado negro donde figura con un precio elevado. En el mismo continente, en Chile, según el informe de Estudios de Gestión Menstrual (SERNAC-2021), una mujer de clase media cuya duración del período es de tres días, puede pagar entre cinco y ocho dólares mensuales por una canasta de productos básicos que comprende accesorios sanitarios y antiinflamatorios (el monto se eleva a 10 dólares si el período se extiende por siete días).
Más allá del éxito logrado por el activismo en la eliminación del impuesto extra sobre los productos sanitarios de contención menstrual dentro de países con un alto nivel de desarrollo, cabe preguntarse:
¿Qué tan universal es la gestión saludable de la menstruación en un contexto global que usufructúa y acumula capital gracias a la voraz división sexual, social e internacional del trabajo y el empobrecimiento cada vez mayor de determinadas regiones del planeta? ¿Qué tan universal puede ser dentro de la colonización, comprendida en su más amplia acepción, y sus lógicas binarias, cis y heteropatriarcales? ¿Qué tan universal dentro de los procesos constantes de patologización de la conducta femenina y no heteronormativa cuando se sigue proveyendo a la fuerza patriarcal de poder de facto para avivar el fenómeno político y cultural de la exclusión y subrepresentación de partes importantes de la sociedad? ¿Qué tan universal cuando la menstruación se construye como hecho ocultable que no debe ser problematizado por ser exclusivo de esa parte de la humanidad de expresión genital femenina, dentro de una Historia que se nombra solo y desde el primer acto de producción y transformación de la naturaleza menospreciándose la reproducción de la vida como actividad clave?
Algunas interrogantes fueron abordadas antes, pero vale recordar que la menstruación, un hecho que marca de manera temprana la experiencia de adolescentes — cis, con identidades trans y no binarias — , se silencia por considerarse una responsabilidad exclusiva de las mujeres de expresión genital, las cuales han de vivir este hecho interpretado como «sucio y maloliente» en aislamiento verbal, físico y emocional (sea la forma que hoy adopte). Porque involucra a los genitales, su representación gráfica no solo puede despertar los sentimientos de rechazo referidos, también se percibe como pornográfica, subversiva, desvergonzada, capaz de incitar el comportamiento sexual precoz entre niños, niñas y niñes en los sectores más conservadores de la sociedad que se oponen a la educación sexual con perspectiva de género como los fundamentalismos.
La menstruación es tabú, currículum oculto en relación con las metodologías de trabajo e investigación hegemónicas, así como en la gestión política de los recursos indispensables para la salud y la calidad de vida de personas sexo identidades diversas envueltas en diferentes circunstancias como las que impone la cárcel o el no acceder a los suplementos sanitarios de modo seguro. Por considerarse dentro de esos temas que no requieren ser problematizados, no pocas veces queda relegado a un segundo plano dentro de la agenda política y económica, sencillamente deshumanizada.
La menstruación es objeto de negocio y marketing, y tal como ha demostrado el activismo queer continúa siendo abordada desde contenidos higienistas, biomédicos y heteronormativos en el currículum áulico, algo que solo se cita a instancias de lo meramente reproductivo.
La expresión Tienda Roja, empleada durante la primera parte del análisis como eufemismo que grafica el momento de aislamiento físico-emocional de los cuerpos con útero, simboliza también los mecanismos de disciplinamiento y domesticación del cuerpo social por un orden donde no prima el interés por hacer comunidad (aquello que se oculta queda arrojado a la responsabilidad individual como el menstruar) si consideramos que las principales instituciones públicas y privadas han otorgado una prioridad secundaria a las redes de cuidado, autocuidado y reproducción de la vida, desdeñando su funcionalidad.
El poder se materializa física y simbólicamente en el cuerpo social, y es esta facultad doble la que produce un habitus: no solo configura las lógicas de interacción sino con ellas todo un campo semántico, no solo afectan el modo en que vivimos las experiencias corporales sino que deshumaniza las habilidades para manejar esos procesos de otro modo.
«La sangre de desecho», le llamaba mi madre cuando yo era niña. Muchas mujeres de su generación fueron socializadas en este mito, y otras antes que ella. Se refería a la menstruación como un fluido que, cansado de recorrer el cuerpo y llevarse todo lo que este rechazaba, terminaba asentándose en el útero. Como niña, me cuestionaba ese suceso en tanto estigma que condenaba únicamente a las mujeres: ¿acaso las entrañas de los hombres no tenían algo sucio de lo que desprenderse? ¿Por qué solo sucedía con las mujeres?
La respuesta está dada en el hecho de que menstruar, un proceso necesario para la humanidad, solo se representa como suceso que condena a la mujer biológica ya que su sistema reproductivo se entiende incompleto sin el esperma de los hombres, y solo cobra sentido gracias a este con la fecundación.
El estrógeno y la progesterona hacen que el recubrimiento interno del útero aumente de tamaño tras la menarquía. Este momento inaugura la posibilidad cíclica de un vientre materno, pues el cuerpo «se ha vuelto fértil». Las adolescentes comienzan a participar de un ritual que les define y ubica socialmente ya no como niñas, sino como «señoritas» o «mujercitas».
Nada carece tanto de análisis que la historia semántica y política con que se han pretendido reproducir los cuerpos con útero. Detrás de un cualitativo como «señorita» o «mujercita», nuestras sociedades cisheteropatriarcales también se liberan de la pesada culpa de sexualizar a la niña: la niña con «cuerpo de mujer», la niña objeto de deseo… No es coincidencia que este proceso ocurra más o menos en tiempo con las primeras clases de Biología, donde en el último eslabón del reino animal se presentan los «órganos reproductores» humanos como tales (entre el sexto grado y el preuniversitario).
Cuando viene la regla por primera vez, es señal de que se acerca el fin de la pubertad. Aunque como promedio ocurre a los 12, bien puede ocurrir a los nueve o, «tardíamente», a los 15 y 16 años. Se considera «normal» entre los 10 y 15 años, pero quizás el mismo cuestionamiento que origina la preocupación y el tormento de algunos padres por la menstruación «tardía», las comparaciones de experiencias individuales y otras, responde a no ser capaces de entender que cada cuerpo posee su propio calendario.
Entre la adaptación a las primeras compresas de algodón, la incertidumbre ante si los tampones roban la «virginidad», los prejuicios iniciales con respecto a la copa menstrual de silicona y la agonía de enfrentar el mundo con sangre (clases de Educación Física, vacaciones en la playa, etcétera), es posible no ser consciente de esos procesos de construcción de la experiencia individual y colectiva que repercuten en todos: como malestares, apatías, introversión, estrés…
Puede que las primeras menstruaciones no sean regulares, en cambio, para muchas personas los fármacos están ahí para regularlas sin contar con las consecuencias que esto implica. La medicalización de los cuerpos se convierte en una alternativa muy usual y sugerida en Cuba por ginecobstetras para aclimatar el ciclo de las adolescentes y, de vivirse las primeras experiencias sexuales, suele suceder que no solo sea una opción, sino un paliativo para la estabilidad emocional que se construye en relación con un compañero sentimental y padres preocupados por un embarazo precoz (quienes en algunos casos comienzan a comprar los primeros tests de embarazos).
Los cuerpos con útero aparecen envueltos desde temprano en este proceso que naturaliza y racionaliza la desigualdad hombre-mujer. Desde el surgimiento de la era antropocéntrica la mujer ha sido definida como naturaleza (receptora, fértil, fecundable…) a partir de su vientre, y el hombre como el alfa y la omega del proceso de producción (destrucción) que transforma/domina precisamente la naturaleza. Si la noción de trabajo y producción hegemónica ignora las dependencias naturales de la capacidad regenerativa de la tierra, así como del trabajo de subsistencia y cuidados, no puede esperarse otro trato a los eventos biológicos de los cuerpos de las mujeres de expresión genital cuando solo importa el crecimiento económico en términos de PIB y no del bienestar social.
Así como a los organismos modificados genéricamente, existe una necesidad imperiosa de domesticar a la biomujer desde su nacimiento hasta llegar a la construcción de las «histéricas» desprovistas de racionalidad en el período menstrual y otros momentos de la experiencia social.
El trato a los cuerpos con útero y a la naturaleza se sostiene en el mismo principio sexo-genérico. Este punto ofrece claves para invertir el principio de análisis en favor de propuestas feministas por la deconstrucción y constitución de otro espacio común que reoriente las prácticas políticas actuales que transversalizan la cosmovisión patriarcal dentro de todas las instituciones, incluido el Estado.
Cuando hablábamos de la relación cuerpo-emociones-ambiente, se cuestionaba la acción física de las relaciones de poder que no proveen a todas las personas de iguales mecanismos de resiliencia para enfrentar la cotidianeidad en momentos de estrés como los que imponen los días menstruales.
Algunas leyes de la naturaleza no humana emparentan a todos los hijos de la madre tierra. De acuerdo con las ciencias ambientales la mortalidad de los árboles está determinada por la baja disponibilidad hídrica en períodos de sequías, suele suceder que la capacidad de supervivencia no sea la misma dentro del mismo bosque; la posibilidad de recuperación es mayor en las especies de coníferas, mientras la mortalidad se incrementa en las especies frondosas como los robles. Sin embargo, particularmente amenazados por el aumento de la temperatura y la frecuencia de los períodos secos como efectos del cambio climático, hoy todos son vulnerables.
Sin dudas es necesario encontrar otra forma de hacer comunidad, de reorientar las relaciones que aparecen invertidas entre los seres humanos en medio de la diversidad. A lo largo de esta reflexión se han mencionado manifestaciones específicas de esa deformación, aun cuando pareciera que no queremos despegarnos del tema central: la angustia con la que mujeres y personas sexo identidades diversas llegan a vivir uno de los principales acontecimientos biológicos.
Es preciso continuar resignificando el espacio social por medio de una perspectiva de lo común, y en ello el feminismo tiene una tarea dura. Al contrario del discurso vacío y de moda del feminismo liberal que solo busca agregar a las mujeres a las escalas de éxito y valor definidas por el cisheteropatriarcado y el capitalismo, hay que visibilizar los efectos inhumanos del actual modelo miope de producción (centrado en el crecimiento económico y acumulativo) y con ello dignificar los cuerpos.
Esta ha sido una propuesta, una provocación y un llamado a mirar las condiciones en que reproducen su vida personas sexo identidades diversas ante las circunstancias impuestas por la pobreza, la capitalización de la vida, el racismo, el colonialismo y el cisheteropatriarcado. Las menstruaciones, como el resto de los eventos biológicos, poseen un impacto en los ciclos económicos en que se sostienen nuestras vidas, de ahí la necesidad de replantear el cómo se conciben los indicadores de bienestar económico y psicosocial.
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