Refundar el presente

Luciana Castellina

Traducido del italiano, titulado y anotado por Rolando Prats

*Publicado en colaboración con Patrias. Actos y Letras, versión publicada el 25 de abril de 2021.


Tomado de Comunismo necessario. Manifiesto a più voci per il XXI secolo (edición al cuidado del Collettivo C17), Milán-Udine, Mimesis Edizione, pp. 28–36. El texto que sigue es el de la intervención, sin título, de Luciana Castellina en la sesión Comunismi (Comunismos) de la Conferenza di Roma sul comunismo (18 a 22 de enero de 2017). Traducido del italiano, titulado y anotado por Rolando Prats.


Se habla de los problemas respecto de los cuales el “comunismo real” sufrió mayores fracasos, pero también, y mucho más, respecto de esos mismos problemas ha fracasado el Estado liberal. “Real”, sin embargo, no era solo el comunismo soviético, sino también el comunismo de millones de comunistas en todo el mundo que lucharon por la libertad de todos y que por ello fueron reprimidos y asesinados.


Prato fiorito [Pradera en flor] de Pellizza da Volpedo[1] — los trabajadores alegres en la hermosa pradera verde, con flores en las manos, disfrutando de ese bien común, la naturaleza — es la imagen que mejor da cuenta de lo que Marx entendía por sociedad comunista; no los horrores homogeneizadores (nada igualitarios) de Fourier y Owen, sino la libertad de ser humano y no una mercancía. Hay en La ideología alemana una hermosa página en que Marx habla de la sociedad que quiere: cuando — escribe — “todo el mundo podrá escuchar música, pintar las paredes de su propia casa, cocinar buenas comidas”. En un comentario de esa descripción idílica, Herbert Marcuse escribió: “el odioso desarrollo de las tecnologías ha privado de todo componente utópico la visión de Marx, porque hoy esa visión sería realista, lo que la bloquea son las relaciones sociales de producción”.

​Marx, como sabemos, jamás se aventuró a definir un modelo de sociedad alternativa. Decía, por el contrario, que “no se trata de un modelo que se deba instaurar, un ideal al que la sociedad deba amoldarse, sino que consiste en un movimiento real que suprime el presente estado de cosas”: la Aufhebung[2], cuyo motor sería la lucha de clases.

Recuerdo que un nieto de Roosevelt, al que conocí en Nueva York a principios de los años setenta, me contó que él y algunos de sus compañeros, intrigados por el marxismo que recién descubrían, se habían ido a preguntarle a su profesor del M[assachussets] I[institute of] T[echnology], [Paul] Samuelson, premio Nobel de economía, qué era lo más importante que había que buscar en el pensamiento de Karl Marx. Y Samuelson les respondió con toda seguridad: “Dejen de perder el tiempo con todo lo demás, el meollo está en la lucha de clases como motor de la historia”.

​Me parece una sugerencia a tener en cuenta, si bien una gran parte de la llamada izquierda parece haberla olvidado, limitándose a predicar sobre valores, aún cuando esos valotres estén en contradicción con las prácticas de clase que se han llevado a vías de hecho.

​Es cierto que la lucha de clases es cada vez más difícil de promover y, en cualquier caso, ya no parece que pueda producir a los sepultureros del capitalismo, porque la clase que debería haber protagonizado esa lucha ha sido hecha trizas.

También es cierto que el desarrollo de las fuerzas productivas, que debería haber multiplicado esa clase, hace tiempo que ha dejado de impulsar el progreso y ha llevado, en su lugar, a la catástrofe (¡hoy necesitamos decrecer, no seguir creciendo!); sin embargo, me sigue pareciendo necesario tener en cuenta la centralidad que Marx atribuía a la lucha de clases. De no poder seguir interpretándola, por causa de los cambios ocurridos, podríamos olvidarnos de llamarnos de izquierda, ya que es en la representación del trabajo, y en la construcción de su subjetividad, donde históricamente ha encontrado su legitimidad la izquierda.

​La crisis de la izquierda, sus fracasos electorales, nacen del hecho de que, en ausencia de la percepción de un “nosotros”, la representación política ya no es lineal, no es opción inmediata, no es clara traducción política de los intereses sociales propios.

​No solo esto. Con mucha más fuerza de lo que lo hemos hecho hasta ahora, habría que retomar los argumentos esbozados por Marx en el primer volumen de El capital, en que dice que la producción capitalista no se orienta hacia los valores de uso socialmente útiles sino en la medida en que esos valores de uso puedan producir ganancias. La izquierda ha aprovechado y expresado demasiado poco el malestar que siente la gente por la irracionalidad de un mundo en que la reducción del trabajo necesario, posibilitada por la innovación tecnológica, genera desempleo en lugar de inducir la reducción del tiempo de trabajo; cuando se dispone de una cantidad de bienes de consumo superfluos, mientras se carece de servicios sociales básicos. Y donde, sobre todo, la existencia humana se reduce globalmente a una mercancía. Ciertamente han existido muchos comunismos y el propio Marx ha tenido diferentes caras. Me parece que su definición más útil para nosotros es precisamente la de Aufhebung, si se quiere determinar lo que es hoy el motor para eliminar el presente estado de cosas. Desde ese punto de vista, en comparación con 1848, todos tenemos una debilidad exponencial: no somos un espectro que asusta, somos solo fantasmas que no asustan a nadie.

​Bien sé que hay quienes son más optimistas y creen que el intelecto general puede abrir nuevos espacios centrados en todo aquello que pueda definirse como común, para determinar, se diría que casi viralmente, una alternativa anticapitalista. No veo cómo la multitud atomizada de trabajadores precarios gobernados por algoritmos pueda producir la fuerza necesaria para eliminar el presente estado de cosas. En cambio, creo que los procesos de autonomización del trabajo, y las culturas que los han acompañado, han producido un individualismo exasperado que domina incluso allí donde aparentemente se crean sharing economies[3].

​La explotación, por supuesto, no ha dejado de existir, y hoy en día incluso es más intensa y omnipresente que ayer, pero la mayor parte del trabajo está perdiendo el sentido de pertenencia a una condición común — la clase — que es la premisa de una subjetividad colectiva.

Tenemos hoy que lidiar con una masa de trabajadores escasamente concentrados en el sector industrial (en Europa, solo el 8–9 % trabajan en el sector manufacturero); una mano de obra colocada “en el fondo para garantizar nuestra vida civilizada” (como dice Riccardo Bellofiore); muchos a los que se les ha confiado el desenfrenado transporte de mercancías de una punta a otra del globo, la llamada “logística”, millones de camioneros, trabajadores autónomos solo en apariencia. Más Rider, Foodora, fast food, Uber. A lo que, por supuesto, hay que añadir el volumen cada vez mayor de trabajo digital que cada uno puede hacer en casa. Todo controlado por algoritmos invisibles. Un nuevo proletariado, en definitiva, cuya unidad es inestable e improbable porque el capital ha conseguido, paso a paso, eliminar cuanto produce cohesión, diversificando los modelos de relación. Incluso en el mismo lugar de trabajo, los que trabajan codo con codo suelen estar regulados por contratos diferentes, al haber sido empleados por empresas diferentes a las que se ha contratado para el desempeño de funciones diferentes.

​Estamos, sin duda, ante una clase muy diferente de la descrita por Marx: homogénea, concentrada geográficamente en las fábricas, dotada de una subjetividad colectiva. La parcelación y la precariedad del trabajo han creado figuras cada vez menos homogéneas, no solo en cuanto a su lugar en el sistema productivo, sino también, fatalmente, a estas alturas, en cuanto a la cultura. Quienes trabajan para Uber han interiorizado a tal punto los valores liberales que se sienten “autónomos” y, por tanto, más libres que quienes trabajan en la cadena de montaje, y no trabajadores sin contrato y, por tanto, sin garantías, que es, en realidad, lo que son. La uberización no es vivida por la mayoría como una forma de explotación peor que la sufrida por el trabajador tradicional, sino, por el contrario, como una elección deliberada de autonomía (imaginaria) (“mejor que trabajar para un dueño, como mi abuelo”).

“Debemos reflexionar sobre lo que el legado soviético deja sin resolver en nuestro pensamiento actual, sobre lo que puede ocurrir una vez que la sociedad deja de estar regulada por el mercado desigual, para serlo por el enorme, incontrolado y exclusivo poder del Estado. Y sobre la igualdad, tema respecto del cual, gracias a la reflexión sobre la diferencia de género, el feminismo ha hecho una contribución amplia y general para comprender que de lo que se trata es de valorar por igual lo desigual, admitiendo que las necesidades son diferentes y que para protegerlas en una sociedad comunista la ley tendría que ser desigual, para hacer posible la fructificación de una igualdad real, imposible de alcanzar en virtud de la competencia.”

Por ello, la recomposición de la mayor parte de los explotados parece hoy mucho menos espontánea, necesita mucho más que ayer una alta mediación político-cultural y, por tanto, un sujeto político consciente, que es el único capaz de intentarlo.

​De ello se desprende que la cuestión más compleja a la que nos enfrentamos hoy es la subjetividad, cómo y con quién construirla. Lo era así ya antes, pero sin duda hoy lo es más. Precisamente porque esa clase a la que Marx había confiado el papel histórico de sepulturero del capitalismo, además de haber sido desarticulada, también ha sido co-optada en los mecanismos del sistema, para convertirse en su sostén: como acreedora de un banco por la hipoteca abierta para comprar la casa, y/o seducida por el halago de una micro-inversión en algún fondo financiero, para asegurarse una pensión más digna.

Esta conferencia, sin embargo, ha añadido en su título, a la palabra comunismo, la fecha “17”, en referencia deliberada a Octubre. Y es justo que así sea, porque, aunque ha habido muchos comunismos, no creo que sea posible para nadie — aunque sea una práctica en boga — decir que “no tiene nada que ver con la URSS”. Solo porque hayamos practicado el comunismo en una latitud diferente y en tiempos diferentes.

Se debe hacer una reflexión sobre la URSS, y debemos hacerla entre todos. Lamentablemente, esa reflexión la han hecho solo los anticomunistas. A pesar de los desastres de la URSS, creo que es necesario reiterar que sin esa ruptura el mundo habría sido diferente, y mucho peor.

Quiero decir — es una banalidad — que en el 17 la elección no se planteaba entre quienes hubiesen preferido a Stalin y quienes a Olof Palme, sino entre una ruptura violenta y audaz en un país atrasado y una reacción barbárica. La grandeza de Lenin fue haber sido capaz de transformar una revuelta espontánea, y en muchos aspectos salvaje, en una tentativa revolucionaria. Ni siquiera los éxitos de la socialdemocracia occidental habrían sido posibles sin el espantapájaros de los sóviets, que empujó a una parte de la burguesía europea a buscar un compromiso.

​Y, luego, esa revolución despertó el entusiasmo, produjo la fuerza, la movilización político-ideológica que ese asalto al cielo había evocado. Tampoco hay que olvidar — pero ello es, en cambio, lo que siempre sucede — el ataque perpetrado en 1918 por Inglaterra, los Estados Unidos, el Japón, Francia, Italia y otros: un total de 800.000 hombres dotados de modernas armas contra bandas campesinas improvisadas. Enviados a “estrangular la revolución en la cuna”, como dijo Churchill.

​Entre los efectos de ese ataque se cuentan no solo una inmensa destrucción material, sino también la generación de un clima de sospecha que despertó una sensación de cerco, que después degeneró en estalinismo. Recuerdo estos datos para reflexionar mejor sobre las innobles declaraciones de quienes atribuyen (entre ellos incluso quienes se dicen de izquierda) la misma etiqueta de “totalitarismo” tanto al fascismo como al comunismo, como si estos no estuvieran inspirados por motivaciones y culturas opuestas: uno, por la ideología de la dominación; el otro, por la liberación. Uno, que produjo violencia y guerras; el otro, que suscitó un extraordinario movimiento liberador en todo el mundo.

​Debemos, sin embargo, reflexionar sobre lo que el legado soviético deja sin resolver en nuestro pensamiento actual. Por ejemplo, sobre lo que puede ocurrir una vez que la sociedad deja de estar regulada por el mercado desigual, para serlo por el enorme, incontrolado y exclusivo poder del Estado. Y sobre la igualdad, tema respecto del cual, gracias a la reflexión sobre la diferencia de género, el feminismo ha hecho una contribución amplia y general para comprender que de lo que se trata es de valorar por igual lo desigual. El propio Marx, al fin y al cabo, así lo había comprendido cuando dijo “a cada cual según sus necesidades”, admitiendo que las necesidades son diferentes y que para protegerlas en una sociedad comunista la ley tendría que ser desigual, para hacer posible la fructificación de una igualdad real, imposible de alcanzar en virtud de la competencia.​

Me he referido a esos problemas porque son aquellos en los que el “comunismo real” sufrió mayores fracasos, pero también, y mucho más, aquellos respecto de los cuales ha fracasado el Estado liberal.

“Real”, sin embargo, no era solo el comunismo soviético, sino también el de millones de comunistas en todo el mundo, y en Italia, que lucharon por la libertad de todos y por ello fueron reprimidos y asesinados.

Por eso quiero hablar de mi comunismo, el italiano, ortodoxo — el del Partido Comunista de Italia (PCI)[4] y no el de Il Manifesto-PDUP[5]. Si digo hoy que soy comunista es, en primer lugar, por el orgullo que siento por esa historia… Que muchos han tratado de olvidar u ocultar. Entre otras cosas, presentando todo el siglo XX como un siglo de errores y horrores. Que ciertamente los hubo, pero sin olvidar que ese siglo fue también uno de extraordinarias conquistas civilizadoras: para las mujeres, para los más explotados, para los pueblos colonizados. Resulta cómodo demonizar el pasado, negarlo, porque nos hace perder de vista la posibilidad de que haya un futuro, nos hace perder el sentido del tiempo que cambia. Y así, se contribuye a bloquear cualquier esperanza de alternativa, encerrando a todo el mundo en la jaula del presente, haciendo incluso que se pierdan las ganas de seguir luchando.​

La historia tiene un gran valor: permite establecer diferencias entre las buenas intenciones y la realidad, comprender los procesos objetivos y no fiarse solamente de los impulsos subjetivos. He incluido entre las cosas buenas del pasado también al PCI, aunque en algún momento me expulsaran de ese partido. Y también añado, en particular, a [Palmiro] Togliatti[6], actualmente tachado de la historia. Solía decir yo que el PCI era una “jirafa”, para subrayar su anomalía, su diferencia respecto de todos los demás partidos comunistas del mundo, partidos considerados “de vanguardia” y que no se basaban en el protagonismo de masas que llevó al PCI a tener dos millones de afiliados, de los cuales 500.000 eran mujeres. No era un partido populista (a pesar del reciente descubrimiento del llamado populismo de izquierda por cierta franja de la izquierda europea que malinterpretó a Ernesto Laclau), pues se basaba en el protagonismo popular, no en la dependencia de un líder. Togliatti pudo hacerlo gracias al “genoma” Gramsci, referencia que no se quedó en lo teórico y elitista, sino que moldeó la cultura y el comportamiento de millones de seres humanos. El mérito de Togliatti es precisamente el de haberse centrado en esa extraordinaria operación y es mezquino e hipócrita acusarlo, como han hecho algunos, de haber “traicionado” o manipulado a Gramsci. Togliatti mismo siempre declaró que se había concentrado en lo que, de Gramsci, podía ser comprendido y practicado por millones de personas, con plena consciencia de que en los escritos de Gramsci había ideas que iban mucho más allá. Nosotros — repitió siempre — lo hemos reducido a nuestra dimensión. Pero sin esa operación, la mayoría real de los comunistas italianos no habría podido liberarse, al menos en parte, de esa tradición político-cultural estatista, propia tanto del comunismo como de la socialdemocracia. Es decir, del énfasis en el papel del Estado, en su centralidad absoluta, sobre la que se había modelado el propio partido, su acción práctica (y, por tanto, la subestimación de la conquista de la sociedad, confiándolo todo a lo que se haría una vez que se llegara al gobierno).

Durante el largo 68 italiano, ¿no representaron los consejos de fábrica, y después los consejos de zona, un intento embrionario en la dirección sugerida por Gramsci de dar vida al mismo tiempo a lo que él llamaba sóviets (en el sentido de consejos permanentes y no de instrumentos insurreccionales), es decir, formas de democracia organizada y directa que fuesen complementarias de la democracia delegada, para corregir la autorreferencialidad de las instituciones del partido y del gobierno mediante una relación dialéctica? Creo que hoy, mientras asistimos a una crisis quizás irreversible de la democracia representativa, sería imprescindible construir nuestros propios “sóviets”, es decir, formas estables de democracia directa, que poco a poco traten de reapropiarse de la gestión de los componentes de la actividad social.

La revolución, por tanto, como resultado de un proceso que avanza en la sociedad y no como resultado de un acontecimiento que precipita una nueva situación, como cree Badiou, para quien hasta el Mayo del 68 francés podría haber producido una revolución. Ello no significa, por supuesto, subestimar el problema del poder central, ni el de un momento de ruptura. Lo importante, para no extraviar el objetivo de una alternativa total, radica sin embargo en el proceso a largo plazo, mantener esa alternativa dentro del propio horizonte político, no dar por sentado que nunca se podrá conseguir y que, por tanto, hay que adaptarse a permanecer en el contexto del sistema capitalista (que era y es la posición de la socialdemocracia).

​Era esa la dificultad con la que Togliatti tenía que contar: por un lado, transformar una “multitud” (como llama Luigi Longo al partido, al revelársele a cuántos había sumado el novisimo PCI en un primer reconocimiento del terreno a principios del período de postguerra) en un sujeto político capaz de gestionar la larga y difícil entrada en la democracia; por otro, no perder de vista el horizonte de la alternativa, indispensable para evitar la homologación con el sistema. Durante mucho tiempo — y ciertamente más allá de los límites necesarios — , Togliatti lo hizo valiéndose de la ambigua referencia a la Unión Soviética, como ejemplo de una posible alteridad anticapitalista, y como punto de referencia de un gran movimiento mundial. Pero no creo que fuera la suya una actitud de duplicidad, de la que muchos lo han acusado, sino una doble verdad: la URSS utilizada como dato simbólico para mantener firme la perspectiva de una alternativa al sistema y para impedir, en el proceso a largo plazo, la rendición al dominante. Desgraciadamente — y ello no deja de ser verdad — el secretario del PCI habría tenido que abandonar mucho antes de lo que lo hizo, en vísperas de su muerte, aquel simbolismo que entonces se había vuelto impresentable. Al igual que habría podido (y no lo hizo), aún dentro de la vía elegida, experimentar con las sugerencias formuladas por Gramsci en relación con los consejos. (Culpa, sin embargo, mucho menos grave que el uso que la derecha comunista hizo de Gramsci: haber intentado reducirlo a un liberal, con lo que se hacía difícil entender por qué había estado tanto tiempo en la cárcel). Fueron precisamente los movimientos estudiantiles y obreros que se rebelaron en 1968, y las formas de consejo — por muy aproximadas que fuesen — que esos movimientos desencadenaron en Italia, los que ofrecieron al PCI la posibilidad de superar la disyuntiva entre espontaneidad y conciencia traída desde fuera y reiterada una y otra vez. Porque esos movimientos habían hecho crecer una dimensión política cada vez más ligada al ser social, para acortar la distancia entre la vanguardia y la clase. No es casualidad que fuera en esos años que se reiniciara la reflexión sobre Rosa Luxemburgo (en gran medida gracias a Lelio Basso[7]), debate que habría permitido, si el grupo ejecutivo del PCI le hubiera prestado atención, luchar contra la institucionalización y burocratización del partido; así como gestionar de forma menos cruda la disidencia que crecía en su seno, evitando medidas disciplinarias (como ocurrió con el Manifiesto), y aceptando en cambio una relación dialéctica con las nuevas formas organizativas que la política se estaba dando en la sociedad.

A lo largo de ese camino, el PCI cometió muchos errores, y, luego, no se puede poner entre paréntesis la historia de cómo acabó extinguiéndose. Pero es ese un largo discurso que excede el tema de esta intervención. Podemos reflexionar solamente, recurriendo una vez más a Gramsci, sobre lo que aún hoy sería necesario — y posible — hacer para evitar esa deriva. En primer lugar, debemos equiparnos para reducir la autorreferencialidad de todo partido, dejar de considerarse la única sede autorizada para el ejercicio de la política, presunción que indujo al PCI, a partir de un determinado momento y al irse reduciendo paulatinamente su presencia en el territorio, a dejar de comprender lo que ocurría en la sociedad: su miopía respecto del movimiento del 68 es, desde ese punto de vista, ejemplar.

Habría sido diferente si el PCI, en ese momento, hubiese tomado realmente en serio las sugerencias de Gramsci, quien, al tiempo que consideraba esencial el papel del partido como intelectual colectivo, indicaba la necesidad de dar vida a la vez a lo que él llamaba sóviets (en el sentido de consejos permanentes y no de instrumentos insurreccionales), es decir, formas de democracia organizada y directa que fuesen complementarias de la democracia delegada, para corregir la autorreferencialidad de las instituciones del partido y del gobierno mediante una relación dialéctica. Teniendo presente el famoso objetivo de la extinción del Estado, Gramsci pensó en esos consejos como organismos capaces de recuperar aquellas funciones de gestión de la sociedad históricamente expropiadas por la burocracia estatal.

No parece una utopía imposible: durante el largo 68 italiano, ¿no representaron los consejos de fábrica, y después los consejos de zona, un intento embrionario en esa dirección? Creo que hoy, mientras asistimos a una crisis quizás irreversible de la democracia representativa, sería imprescindible construir nuestros propios “sóviets”, es decir, formas estables de democracia directa, que poco a poco traten de reapropiarse de la gestión de los componentes de la actividad social. Desde ese punto de vista, creo que es importante, por ejemplo, la nueva reflexión sobre los bienes comunes.

​Estoy hablando, por supuesto, de algo muy diferente de la evocación de una sociedad civil genérica. Del mismo modo que de un recordatorio de los movimientos, exageradamente exaltados. Sin duda, valiosos precisamente porque, al moverse, generan antenas que los vuelven capaces de percibir todo lo nuevo, mientras que los partidos, paralizados por su obesidad, a menudo no lo ven; y, sin embargo, también — esos movimientos — siempre sujetos a fluctuaciones. Cuando, por el contrario, deberían de vez en cuando consolidarse para colocarse en condiciones de gestionar lo que a menudo consiguen arrebatar. Pienso, por ejemplo, en el reciente movimiento contra la privatización del agua, que ganó el referéndum, pero después desapareció, sin haberse equipado para gobernar la complejísima gestión del sistema público de abastecimiento. Es decir, esos movimientos deberán volverse capaces de ejercer un poder estable desde abajo, capaces de construir “casamatas”[8] en la sociedad, para no quedar reducidos al frecuente destino de fenómenos episódicos.

​Creo que es útil acabar de convencernos de que no basta con la rebelión, pues, aunque bastara para que la gente tomara el poder — y esto es cada vez más difícil hoy en día, teniendo en cuenta que el poder ya no está en un palacio de invierno, sino que es difuso e indescifrable — , el nuevo sistema estaría fatalmente condenado a reproducir todos los problemas del soviético. Problemas ineludibles, si entretanto no se construyen antídotos que obliguen al poder central a enfrentarse a los organismos de la democracia organizada generalizada.

Consideraciones siempre válidas, pero más aún ahora que la gestión de la sociedad parece ser mucho más compleja, pues ya no basta con redistribuir las mismas cosas de manera más equitativa, sino que se hace evidente la necesidad de producir y consumir cosas diferentes de maneras diferentes. Una revolución que impone el cambio de los propios sujetos, de los protagonistas del cambio.

​De hecho, en nuestra época se han multiplicado las contradicciones. Son estas siempre una expresión, tal vez indirecta, de la contradicción de clase, pero ya no se trata solo de la oposición entre el capital y el trabajo. Basta con pensar en las contradicciones de género, que han surgido en formas políticas de masas solo en las últimas décadas. Y las relacionadas con el medio ambiente. Precisamente por ello, sin embargo, es que los movimientos que se derivan de esas contradicciones ofrecen la base objetiva, y la fuerza racional, para esa crítica radical del sistema capitalista, para ese vuelco total de los valores sociales que Marx pudo solo insinuar debido a la inmadurez histórica del movimiento obrero de la época.

​Esa refundación cualitativa nos obliga a cambiar mucho de nuestra práctica y también de nuestra estrategia.

​Sin embargo, para concluir, me gustaría afirmar que, a pesar de todo, en una cosa estoy muy de acuerdo con Badiou: cuando nos preguntamos “¿Hemos fracasado? ¿Hemos fallado?”, y nos respondemos “Sí, por supuesto. Pero es eso lo que ocurre con toda investigación científica que avanza por entre errores y falsas soluciones, antes de llegar a un descubrimiento.”


NOTAS

[1] Giuseppe Pelliza da Volpedo (1868–1907). Pintor neo-impresionista italiano.

[2] Levantar, abolir, sublimar, en su sentido lato y polisémico. En sentido filosófico estricto: abolir trascendiendo y, al mismo tiempo, preservando lo así abolido. Concepto central de la dialéctica hegeliana que permea la filosofía derivable de Marx.

[3] Todo lo que aparezca en inglés en la traducción al español de la intervención de Luciana Castellina es porque así aparece en el original italiano.

[4] Se refiere Luciana Castellina al Partido Comunista de Italia — también conocido por las siglas PCd’I — fundado en 1921, en Livorno, por un grupo escindido — encabezado por Amadeo Bordiga y Antonio Gramsci — del Partido Socialista Italiano.

[5] Se refiere la autora a la alianza, entre 1974 y 1977, de dos agrupaciones políticas italianas, Il Manifesto y Partito di Unitá Proletaria (PdUP), fundado este último en 1972 y disuelto en 1984.

[6] Fundador y líder del Partido Comunista de Italia de 1927 a su muerte en 1964.

[7] Lelio Basso (1903–1978). Político y periodista socialista democrático italiano.

[8] Bóveda o construcción de gran resistencia en que instalar piezas de artillería.


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