Reconstrucción de La Habana (selección de poemas)

Por Agustín Enrique Ortiz Montalvo

Selección de poemas del libro inédito Reconstrucción de La Habana.

Agustín Ortiz Montalvo (Bayamo, 1994). Deambulante por los espacios de la ciudad, sus placeres y tormentos. HIJO, así, en mayúsculas. Deportista, entusiasta, dirigente ejemplar. Ancho de pecho en amor y fuerza. Eterno lector. Escritor incansable. Proyectista (de libros y ficciones). Soñador angustiado y luchador.


Ruta D-2

En medio de la apretazón,

el calor,

la ausencia de oxígeno.

El tiempo que no pasa

encima de este horno móvil.

Durante una parada,

te descubro en un asiento

del ómnibus de al lado.

A través de la ventanilla,

se buscan nuestros ojos.

Cuando se encuentran,

por varios segundos,

se acarician.

Y entonces la ciudad no existe.


El rapto de la metáfora/Poética

La metáfora pasa por el frente de mi casa todos los días.

Al andar, se contonean sus bellas nalgas.

La tomo por sorpresa,

y le soplo un palmadita en un costado de sus carnes.

Se le escapa una leve sonrisa

en señal de aprobación de mi nalgada.

La jalo por el brazo hacia mí,

aprieto su cintura entre mis manos,

al tiempo que la beso.

Le muerdo el labio inferior y la metáfora se calienta.

La invito a pasar a mi cuarto:

poco a poco se va desnudando

y se queda en la esencia:

un buen par de tetas y un pubis peludo, natural, hermoso.

No me detengo a pensar en símiles;

absorbo su sexo.

Cuando menos se lo espera,

la penetro.

Entonces la metáfora gime y tiene varios orgasmos.

Una vez satisfecha me susurra al oído:

“me encanta que seas tan directo”.


Inmuebles homicidas

A veces recorro grandes avenidas de La Habana

y descubro edificios gigantescos.

Estos inmuebles encierran cientos de computadoras,

sillas, burós, comedores enormes, toneladas de papel,

autómatas (adentro hay decenas de ellos), lapiceros.

Es difícil sacar un lapicero

sin antes justificarlo.

En el último piso, generalmente, la oficina del jefe,

quien muy pocas veces baja (el elevador funciona),

mucho menos cuando no hay corriente.

Con las libras de más que trae el cargo

y la rutina,

las escaleras se convierten en un asunto innombrable.

Los autómatas, abajo, desde sus puestos,

reciben indicaciones

circuladas por las secretarias.

No pueden subir:

siempre están muy ocupados.

En esos edificios no hay relojes de pared.

Comienzas temprano en la mañana,

cuando los rayos primeros del sol apenas te rayan el rostro,

y te vas de noche,

con hambre.

Por fin llegas a casa, y tienes que emprender

el proceso de elaboración de alimentos,

y del “mañana”.

Cumpliendo el plan de trabajo,

cada jornada laboral,

corren los días, los meses, los años.

Esos inmuebles han consumido muchos seres,

son homicidas.

Con el paso de las décadas, acumulan crímenes

de lesa humanidad.

Pero son asesinos funcionales

y permanecen impunes.


Competencia

No nos quedamos atrás,

también andamos en la onda

de la inauguración.

No nos amilana el ritmo del lujoso “Packard”,

que avancen sus proyectos en diferentes lugares de la ciudad

simultáneamente.

¡Quédense con las avenidas!

Nosotros,

en el corazón de La Habana Vieja,

levantamos el baño común del solar

y construimos corrales al lado,

de dos tipos,

para criar puercos

y personas.

Tenemos un agente de promoción:

un viejito que sube

y baja Prado

y grita hasta donde le permite la vena del cuello:

“¡Todos somos iguales!,

¿o no?”,

y entrevista a cualquiera:

“¡¿Dime?!”

Muchos piensan que es un loco.

¡Es un comunicador profesional!

Abrimos nuestra propia granja en el patio

con ganados

porcino y humano.

Tenemos la carne

(a veces es como decir

la felicidad).

Los cerdos son una especie sin par:

se entienden muy bien entre ellos.

Es así que: todos los animales son iguales,

pero, evidentemente,

unos son más iguales que otros.


Parlantes

Aquí no quedo bien con nadie.

Como vengo de Oriente,

muchos preconcibieron una idea sobre mi persona.

“Eres machista”, me decían en La Habana.

“Seguro les hablas mal

y les das golpes a las mujeres”.

Me corté las manos,

así no podía pegarle a una mujer

y quedaba bien con ellos.

“Todavía puedes gritarle.

Además, eres cerrao, testarudo,

no ves más allá de tu opinión”.

Me corté la lengua,

así no podía disentir

ni gritarle a una mujer

y quedaba bien con ellos.

“Eres homofóbico”, repitieron hasta que

me hice amigo de un homosexual de mi escuela,

así podía salir con él

a numerosos lugares,

varias veces en la semana,

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y quedaba bien con ellos.

Ahora me dicen,

indistintamente,

“manco”,

“mudo”,

“maricón”,

y no quedo bien con nadie.


El poder de la poesía

I

Mi tía de La Habana me hizo un cuento

sobre una muchacha

que había perdido a su padre.

Cáncer de pulmón.

Lloraba a raudales en el hospital

cuando mi tía la conoció.

Entonces le leyó un poema de su poeta favorito:

Amado Nervo. “El tren”.

La muchacha se calmó y comenzó a hablar con ella

de la vida, de poesía, en lo fundamental.

II

En el Museo de Cera de Bayamo,

una niña tenía miedo de acercarse a la figura de Martí.

Su madre no sabía qué hacer. “Oye”,

el Apóstol adoraba a los niños y las niñas,

fue quien escribió “Los zapaticos de rosa”.

La mamá me dijo: “Ella conoce los versos”.

De un momento a otro, la niña se acercó

al “hombre de cera”, y mirándolo,

se echó a reír.

III

Yo leo poesía

y después me masturbo;

no con poesía erótica

ni con poesía de amor.

No tengo poetas preferidos;

Leo

¿poesía comprometida? ,

¿poesía sobre la sociedad?,

¿poesía sobre cuestiones de la sociedad?;

ni siquiera sé cómo llamarle;

y después me masturbo:

me excita lo que acontece.

Leo en las tardes lluviosas,

en las mañanas soleadas,

y después escribo.

En Cuba no queda más remedio:

hay que escribir con calor,

secar el sudor

(corre por la espalda, la barriga),

y teclear.

Virgilio Piñera tecleó duro

y siempre pidió un aire frío.

Quizás con hielo no lo hubiese hecho igual.

Las palabras se funden como el acero:

con calor.

Leo poesía en las tardes calurosas de Bayamo

y después me masturbo, o escribo,

que no es lo mismo pero es igual.

Dice mi mamá que soy

“un loco de mierda”:

no descanso leyendo y escribiendo

mientras mi familia duerme

“con este calor”. Leo

poesía (a secas),

Historia, noticias;

luego escribo:

me excita lo que acontece.

A veces siento que me estoy volviendo

un loco de mierda.

Al mismo tiempo percibo que mi verso,

cada día,

toma mejor forma de guante,

abraza mejor mi puño,

y mejor,

golpea un mentón.


La musa y el poeta

En mi cara,

frente a todos,

ella con facilidad resalta:

“soy la musa”.

A mí,

en privado,

no me alcanza el valor

para susurrar:

soy el poeta.


Bigamia

Dos musas me apasionan:

La poesía: los versos,

uno debajo del otro.

La mujer: los besos,

uno debajo del otro.

Pueden gustarte mucho,

amarlas es inevitable;

si quieres que no se escapen:

nunca seas explícito.


Resistencia

En las discotecas de Playa, El Vedado, 23

tarareo sus canciones.

Las letras son terriblemente pegajosas.

Las bailo: el ritmo es fácil de marcar.

Las disfruto: las ponen todo el tiempo.

A veces me suenan irresistiblemente familiares.

No sé si en mi realidad hay kryppy,

pero hay marihuana en su estado natural y maleantes.

Gánsteres no sé si hay,

pero sí delincuentes y putas, en varias zonas de la ciudad,

quieren algo parecido al krush

(esa hierba con alteraciones genéticas

estimula sobremanera y crea adicción a la divisa).

En sus canciones, a veces hay referencias a Cuba,

a la gente de mi país.

En los videos, él y los que lo circundan

llevan cubanas en el cuello:

esas cadenas de oro de un grosor para perros.

Aparecen puertorriqueñas hechas a mano casi desnudas.

Las boricuas y las mujeres bellas de mi isla se parecen mucho

(fenotípicamente hablando).

En los barrios, su música anima fiestas infantiles,

con él, “no hacen falta los juguetes”.

Vende música en grandes cantidades,

“un joven emprendedor”, afirma

la Compañía Gubernamental de Comercio y Exportación de Puerto Rico.

El éxito de este muchacho (1994) hace crecer la envidia

de sus baños en dinero

dentro de jacuzzis repletos de sexo.

Anoche, en el comedor de la beca,

los bafles palpitaban con uno de sus hits.

El menú fue espaguetis y zanahoria

(sirvieron

abundantes rodajas).

Siempre es difícil:

dejar de comer,

evitar determinados lugares,

la resistencia

al síndrome del conejo malo.


El fin

Iban a enterarse

y sería el fin.

La tranquilidad dura poco

cuando escribes versos sobre una barbacoa

en medio de La Habana Vieja.

Sientes alta la temperatura

allá afuera

todo el tiempo,

y así las palabras se disipan en el aire

al ritmo del andar borracho.

Tarde o temprano iban a descubrir

el vaho de mi inquietud,

enfrentado a la peste que sube por Cristo,

desde la esquina en Muralla,

es cotidiana,

ya dura demasiado.

“Inadmisible”, calificativo irónico de

mis inquisidores.

Han decidido ajusticiarme,

cuando solo pretendo

sacar a la luz

la mierda de sus tripas.


Cosa socialista

Una casa me gustaría pintar.

Mostrar su diseño en papel al menos.

Hacer el plano que hasta hoy no existe,

como un arquitecto;

pero no puedo.

Quizás, dibujarla con palabras.

La casa que un grupo de Hombres

y Mujeres

fueron a construir con diferentes instrumentos

y aspiraciones

en un plano a enderezar (el subsuelo estaba enfermo).

Trabajar duro para que la casa saliera derecha,

mejor dicho, izquierda: con cuartos para todos.

Una casa fresca, con un estilo renovado,

y de acuerdo con las condiciones y la historia del vecindario.

Cuando empezaron, la obra fue un escándalo,

envidia y preocupación de muchos arquitectos

(júbilo de los buenos).

Unos se sumaron y otros abandonaron la construcción:

no todos comprendían la idea mayor de la casa:

tener cuartos para todos.

Esos Hombres orientaron los recursos a construir

la casa nueva

del

hombre nuevo.

En el país se fueron acumulando varias sin terminar;

la casa de estos Hombres lleva más tiempo inconclusa.

Quisiera pintar como ellos

se convirtieron en las columnas de la casa.

Aquellos Hombres soportando el techo de la casa

sobre sus manos, sus hombros, su espalda,

en dependencia del cansancio.

Cual Atlas con el mundo (según los griegos).

Sin permitir que la casa, para ellos,

todo un mundo en ciernes, se viniera abajo.

En estas condiciones es muy difícil rasurarse:

bien enraizados como los mejores cimientos,

dándoles firmeza a los puntos estratégicos

de la casa.

Aquellos Hombres con el techo en la cabeza,

cuando sus manos también se cansan,

trabajando en las diferentes partes

de la casa,

al ritmo que sus brazos, sus corazones, sus cerebros

les permiten.

Pasaron los años y el trabajo no dejó de ser duro.

En la última década del pasado siglo,

muchos se quedaron ciegos,

perdieron la capacidad de mirar más allá.

Durante la faena (abundante polvo de cemento alrededor),

comenzaron a escasear, a desaparecer,

las caretas protectoras y la comida

(ambos productos importados).

Los Hombres se mal alimentaron

y la casa se tambaleó dos o tres veces.

Varios puntos de apoyo fueron abandonados

y otros tuvieron que ocupar esos lugares,

pero entonces no hacían más que soportar,

sobre sí mismos, el peso de la casa.

Ese esfuerzo no es cosa pequeña:

impedir el “desmerengamiento” de la casa.

La obra constructiva se redujo drásticamente.

Cada día era más utópico hacer cuartos para todos.

Esa meta fundacional de la casa fue cuestionada

por algunos arquitectos contestatarios:

con esbozos de viejos diseños.

Los Hombres a veces los escuchan,

pero no es fácil teorizar

cuando hay que llevar una obra tan compleja

sobre tus hombros

y mantenerla firme mientras baten nuevas tormentas

y retocar partes que ya no serán lo mismo otra vez,

darles mantenimiento hasta que no puedan más,

y caigan para convertirse en cimiento de lo nuevo

y cambiar las llaves de varias pilas,

para que haya agua para todos adentro de la casa

(al menos eso).

Ahora mismo es muy difícil

hacer los cuartos que unos Hombres todavía no tienen,

aunque llevan años fungiendo de columnas;

y reparar la fachada, pues la han descuidado.

Entonces algunos turistas solo toman fotos

desde afuera,

no entran hasta el fondo,

y desdibujan todo con sus cámaras.

Quisiera pintar esa hazaña

desde adentro.

A veces, cuando visitas esa casa

y haces una radiografía del lugar,

a partir de los Hombres que soportan

las paredes y el techo de esa construcción,

con su cuerpo, con su vida…

¡esta obra no encierra una manera fácil de sobrevivir!

Para ser franco,

luego de un riguroso dictamen técnico de la vivienda,

propongo cambiar la primera a por una o,

y llamarle “cosa” a esta casa,

que aun se apellida socialista.


Esta ciudad me pertenece

Al Migue

Esta ciudad me pertenece,

ese amasijo de hombres y mujeres

que constantemente se cruzan

y apenas se conocen entre sí.

Las mujeres sin ajustadores,

cuyos pezones te hieren los ojos

cuando les clavas la mirada,

me deben su amor, o la amistad.

Amistad, me deben los hombres,

o el augurio de ser buenos enemigos.

Esta ciudad me pertenece,

sus aceras inservibles, sus calles intransitables,

donde manejas al borde del accidente.

Me pertenece la felicidad de haber estado aquí

todos estos años.

Una mención precoz del último deseo: morir aquí,

cuando hay tanta vida en esta,

una de las ciudades más vivas del mundo.

Me pertenece la vista de La Rampa,

cuando arriba y abajo camina la gente.

Cada pedazo de las ruinas, consecuencia, quizás,

de las figuras prehistóricas de un valle santiaguero.

Recepciono, como si hubiese sido para mí,

el pase del balón de un niño en el parque Cristo.

Discuto de béisbol, como si supiera, en el Parque Central.

No dejo de repetir, ejercicio de convencimiento:

esta ciudad me pertenece.

La energía negra y las altas temperaturas;

me incluyo en la estirpe de los que sienten frío.

Soy habanero y no lo soy, y no lo seré nunca,

pero esta ciudad me pertenece.

Me enamoré de ella.

Por ella, he hecho grandes sacrificios.

Y ha jugado conmigo,

me ha cambiado

a su antojo.

¡Ya basta!

Es cierto, hermano:

tengo para mucho más que

“asentarme en La Habana”.

Esta ciudad me pertenece.

Con mi versos,

la voy a hacer

temblar.


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