«Por favor, no les digas…» y otros rostros del camino

Por Mario Ernesto Almeida Bacallao


Con las imágenes de Pedro Pablo Chaviano Hernández y el texto de Mario Ernesto Almeida Bacallao. Con la complicidad metiche de la nariz del uno en lo del otro.


«Solo serán dignos de hallar el secreto de la transmutación de los metales, aquellos que no saquen provecho del oro obtenido», reza una de las leyes fundamentales de la alquimia — ley oculta que es, probablemente, el verdadero gran secreto del Dorado.

Alejo Carpentier (El último buscador del Dorado)

Un hijo enferma a los 25 años de edad. Los médicos abren, encuentran lo peor, luego cierran e informan que no hay mucho por hacer. Un hijo en coma durante semanas.

Un padre sin muchas esperanzas cierra los ojos y promete a la virgen de la Caridad del Cobre caminar desde La Habana hasta su oriental santuario una década más tarde, si le concedía un milagro.

Y aunque sobrevivir 11 años a lo que solo prometía un mes no es poco, la amenaza persiste y ningún padre acepta milagros a medias si de hijos se trata. En busca de milagros definitivos, en un país con la nariz pegada a una pantalla de teléfono, camina un hombre.

Este domingo seis de febrero, tras más de 400 kilómetros, 22 días y miles de likes en cuentas por él desconocidas, Omar Quintero Montes de Oca yace detenido. Ayer llegó aquí, a las afueras de un poblado avileño llamado Majagua y ha pernoctado en una especie de hostal rodeado por un río de cascadas breves y aguas verdeazules.

Hoy Omar no camina. Hoy Omar aquí se queda a descansar los pies y a reposar la hernia discal que ayer dolió. Poco descansa. Personas y personas llegan hasta aquí: de dos en tres, de cinco en siete, niñas con los ojos más claros que el río, ojos decrépitos que desbordan extrañeza y ternura, muchachos con calaveras tatuadas al pie, hombres con botas de campo y ojos también compasivos, con acento de monte.

Jeeps de empresas, motos eléctricas, cascos; llega la gente y pide verlo y «¿Te acuerdas de mí? Ayer me viste». «Yo era aquel». «Yo era esa…». Todos buscan encontrarse en la memoria de este hombre con la piel tostada; rojo parco el de su piel: un rojo seco y profundo, prietuzco, una piel en la que el sol ya no cabe.

Más que un hombre atravesando un país, hay un país atravesado por un hombre. Un país complejo, contradictorio, difícil, real, atiborrado de sentidos por cualquier rincón. Un país que ve y siente cómo un hombre lo cruza. Un país que lo utiliza como premio de caza, como bestia de circo, y al mismo tiempo lo respeta y a ratos lo niega; un país que lo aplaude mientras lo pone en duda, mientras llora y aspira a que quien lo atraviesa sea verdad, a que la verdad lo encuentre a él, a que la verdad se le parezca. Demasiado país sobre las piernas de un hombre que lo único que busca es un milagro.

El premio

Del otro lado del celular está la voz de una niña. Hoy cumple nueve años y quiere que él esté en su fiesta. El caminante no halla cómo decir «no». ¿Cuánto sabrán las niñas de nueve años sobre peregrinos?

En poco tiempo, varios miembros de la familia llegan al hostal en su busca. Vienen en auto. El caminante insiste en que solo puede caminar. Nos invitan a todos y los niños, junto a algún adulto de la casa, nos guían por las calles oscuras.

La fiesta es en el patio, amplio y pulcro. Todo parece tener un sitio propio aquí. Los conejos tienen su pared; las plantas medicinales, su cuadrante; y su trozo de tierra, las flores. En una suerte de garaje, a la derecha, yace plantada una mesa de juego. En otro cubículo, al fondo, las parejas bailan. El cake espera justo en el centro del patio. Al carbón, un enorme caldero tiznado coce las yucas y, sobre las brasas del carbón también, da vueltas un cerdo atravesado por enorme púa.

De inmediato nos colocan una botella de cerveza en la mano. El caminante alega no poder beber. «Vine para no hacerle el desaire a la niña, pero estoy muy cansado».

Fiesta para niños. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Jobi, tío de la pequeña, se acerca a conversar.

— ¿Por aquí qué siembran? — le pregunto.

— Tomate, cebolla…, pero nosotros no somos campesinos. En la familia nos desenvolvemos en otra rama. Comercializamos cerveza y refresco en pipas. Nos va bien.

Jobi tiene 34 años y parece un hombre de sentencias, como quien está seguro de todo lo que dice.

— Cuando mi hermano me llama y pregunta dónde estoy, le digo que en la casa, si ando por donde vivo con mi esposa. Pero si estoy aquí, en la de mi madre, donde nací y me crié, le respondo que estoy en mi casa. No es lo mismo decir la casa que decir mi casa. La mía de verdad es esta.

Jobi insiste en que de Villa Clara para acá la gente es distinta, más sana, y asegura que este tipo de fiestas, entre amigos y familia, no se ven en occidente. Le respondo que este patio y esta fiesta me recuerdan a otros patios y otras fiestas, casi idénticas, de Villa Clara hacia allá.

Jobi me señala con orgullo a los miembros de su familia: su madre, sus hermanos, su esposa, los niños…

— A mí me gusta estar aquí, con mi familia, tranquilo. Este tipo de fiesta no es cosa rara para nosotros, las hacemos todo el tiempo: en diciembre, cuando viene un amigo, en los cumpleaños.

El caminante está cansado, varias veces lo ha dicho. Solo quiere acostarse a dormir para tener fuerzas al salir mañana. El cerdo no está aún.

La niña de nueve años reaparece con la cara desajustada. «Algo le habrá caído mal». A su alrededor, todos le insisten para que se despida del caminante, pero ella no presta atención, se siente mal. Entonces, el peregrino le da un beso. La niña, con sus pocas fuerzas, acoteja el rostro para maldibujar una sonrisa, que de inmediato se deshace, como un elástico en tensión que se libera y retorna a su sitio.

— No te puedes quejar — le dicen — , tuviste en tu fiesta al más famoso del momento.

Tatuaje # 1 y relación a distancia

En la mañana, algunos miembros de la familia nos acompañan en el peregrinar hasta Guayacanes, a unos ocho kilómetros. Jeovanny, el hermano menor de Jobi, lleva tatuado al antebrazo los grados y la firma de Fidel, además de una frase.

— ¿Eso te lo hiciste cuando él falleció?

— No. Esto es otra talla — responde críptico, se aleja unos segundos y regresa.

— ¿Qué talla?

— Aldo. La frase es suya. Él también tiene tatuados esos grados y la firma. Yo le descargo cantidad. Aldo está muy pasao — explica Jeovanny y uno siente que, incluso después de muerta, hay gente que siempre se las arregla para seguir ganando hasta en las escupidas.

Otra talla. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Delsys también es de Majagua y acompaña al caminante durante este tramo.

Decir «acompañar» no basta. Quien junto al peregrino camina, en lo que puede al peregrino ayuda.

Delsys tiene 60 años y hoy está siguiendo el recio paso del caminante por la salud de sus nietos; eso arguye.

En el trayecto, Delsys nos habla de su pareja.

— Es turco, nunca nos hemos visto. Lo conocí hace un tiempo por Facebook y ya está loco por venir. Pronto llega. Yo no hablo turco ni él español, pero con el traductor de Google nos comunicamos bien. Yo escribo en español, traduzco al turco y envío y él lo hace a la inversa. Se ve que es una persona decente y dice que hasta quiere casarse conmigo, porque yo no soy como otras mujeres que él ha conocido. Y no le importa que yo sea católica y él musulmán. Además, me explicó que todos los islámicos no son del mismo tipo, que los malos son los sirios. Ya él descargó allá una aplicación móvil para traducir la voz cuando venga. Le dije que hoy iba a estar mucho tiempo desconectada porque tenía que cumplir con esta caminata. Ahorita me conecto, debe estar loco por hablar conmigo. Mis hijos dicen que lo importante es que me sienta bien y sea feliz.

La virgen de Guayacanes

Ella está, a sus 74 años, obsesionada con la belleza.

— ¿Cómo usted se llama?

— Ay, mijo, yo tengo un nombre feísimo: Generosa.

— Ese nombre es muy bonito.

— No, mijo, no. Es feísimo.

— ¿Y cómo le dicen?

— Gene…

La casa de Gene es la esencia de toda esta parte de Guayacanes. La Virgen se llama la comunidad, precisamente por el altar que se levanta para la Caridad del Cobre en su patio. Unos dos metros y medio de alto, con techo de zinc a dos aguas, breve techo, que protege a una virgen pintada sobre una plancha de metal y resguardada por láminas de vidrio.

— Antes los cristales no estaban — dice ella. Pero un comemierda vino por la noche y prendió una vela. Entonces todo se incendió y se quemó la pintura. Tuvimos que llevarla a restaurar.

Su hijo, Osmel, 50 años, explica que, como la pintura había dejado marcas sobre la plancha metálica, se pudo volver, trazo por trazo, sobre las líneas de la original, pero esta vez, para protegerla, le pusieron los cristales.

Sobre una plataforma de cemento, se levantan tres peldaños cuya cúspide es la estampa de la virgen. En ellos, como gárgolas de Notre Dame trastocadas por Van Gogh, custodian búcaros preñados de flores amarillas y flores, más flores.

Nasobucos de quienes sobrepasaron la enfermedad, ropas de niños que lograron salir sanos de los hospitales, atrapasueños, latas selladas de cerveza, diminutos zapatos ortopédicos, trenzas de mujercitas, gorras de personas psiquiátricas.

— No hagan eso, no hagan eso — nos corrige nerviosa Gene, al vernos espantar dos totíes que se han posado en un gajo, justo sobre nuestras cabezas — ; esos dos son los pajaritos de la virgen, ellos la cuidan y duermen arriba de ella por las noches.

— Fíjate, para que tú veas cómo son las cosas — espeta misterioso Osmel — : aquí, hace un tiempo, se robaron una de las gorras. Al final supimos quién fue: un señor de por allá’lante que tiene problemas con el alcohol. Pero después de que se llevó la gorra, comenzó con achaques mentales, se volvió loco por completo, y estuvo varios días durmiendo bajo el puente que ustedes pasaron cuando venían para acá.

Hay ofrendas cuyo significado Osmel no entiende. Las personas con negocios particulares quizás dejen algo que guarde relación con la rama, para que la paladar o lo que sea vaya bien. Ya advertía Carpentier que, en la sincrética estampa de los altares cubanos, se daba de manera espontánea eso que en Europa tenían que forzar e inventarse los surrealistas.

— La gente viene y deja lo que sea y uno nunca sabe bien qué es lo que piden.

La virgen, y Omar en su altar. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

— Aquí hay jejenes, me están encendiendo los pies — se queja uno de nosotros.

— No hay nada — suelto con impertinencia — ; yo tengo los brazos descubiertos y no he sentido ni uno.

— No te creas — entra Osmel con experticia — , lo que pasa es que el jején pica abajo.

Osmel cría gallos finos en la zona trasera del patio. No es de ahora: en el baño de la casa hay una foto suya con 25 años, cuando aún tenía bigote, con un gallo de pelea entre las manos.

— Tremendo gallo aquel. Le saqué un hijo que también fue grande.

— ¿Aquí la gente pelea mucho?

— Sí, cantidad. Está la valla del Estado y algunas clandestinas por ahí.

— ¿Se forman muchos problemas por las apuestas?

— Ahora casi no. Ya es distinto. Antes los gallos peleaban con espuelas relativamente cortas, las peleas duraban más y la gente tenía tiempo de cambiar sus apuestas si veía que el suyo iba perdiendo. Eso ahora es casi imposible. Las espuelas que se les ponen a los gallos son larguísimas, finas, afiladas, de carey. La pelea acaba muy rápido. Con dos embestidas, con una bien clavada, un gallo puede matar al otro. A veces no se ve ni la sangre y el gallo muere. Es como si ahora yo te pinchara con un rayo de bicicleta con la punta pulida, que la hemorragia es tan mortal como la que provoca un cuchillo de hoja. Es un ejemplo que te pongo. Las espuelas de carey entran y salen muy fácil. Antes, lo importante era la guapería del gallo, su clase, y para acabar rápido una pelea tenía que ser que uno le clavara la espuela entre las vértebras del cuello al otro. Ahora la clase no importa tanto. Tú los ves guapos en el patio, fajarines, y quizás no den la talla en la pelea de verdad. Otros los ves muy tranquilos pero una vez que los miran de medio lado no entienden. Esos son los buenos ahora. Tienen que atacar rápido y preciso porque, si no, pierden.

La casa, a unos metros del altar, es modesta, aún inacabada, sencilla, con sabor a que el futuro se está armando de a poco y a que será más bondadoso que el pasado. El pasado está al fondo del patio y aún no se deshace. Ese bohío destartalado hoy es la casa de Mateo, perro guardián de cola mocha.

Osmel le dice a Gene que ahora es famosa porque sus fotos con Omar están en Internet.

— No, que va, por Dios.

— ¿Cómo que no?, eso ya está en el satélite.

— Ay, mijo, por qué, con lo fea que yo estoy.

— Usted no es fea — le digo.

— Sí, sí, estoy feísima — dice con rabias de niña.

— Pues mire, que esos dos le han tirado hoy fotos preciosas — busco las imágenes.

— Ay, qué fea, mira esos brazos estrujados, mira esa cara mía…

— Oiga, que quedó muy linda, de verdad…

Este fue el rostro de Gene a la llegada de Omar. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Generosa se insulta y exige que no me ría de ella. Ante su sobresalto, no sé cómo salir ileso, pero pienso, caminando vencido sobre el pedregoso patio de abundantes hierbas, cuán linda, pero linda como la misma palabra habrá tenido que ser esta mujer para asumir como una afrenta, una burla, el que alguien le elogie su real y bastarda belleza de turno.

Esta noche dormimos a los pies de la virgen, en su base. A las cinco de la madrugada, a medio metro de mi cuerpo tendido, pasan las herraduras de un caballo. Me congelo. Qué frío.

Preguntas

Cuando un auto se detiene, lo hace otro y luego otro más. De repente, ambas cunetas lucen llenas de vehículos y se ve gente que corre, a veces con zancadas ridículas, para estar un momento cerca de la figura que ha colmado las redes en la burbuja de confort de estos lares.

Uno se arriesga a romantizar y excluye de la ecuación a los que buscan la foto por la vanidad de la foto. Uno se arriesga a decir que mucha gente siente, en lo profundo de su espinazo, lo que el caminante sufre. Si no ¿qué otra cosa habrá detrás de tanto llanto al borde del camino? ¿Qué hay detrás del gordo rojizo de cincuenta y tantos y ojos verdes, ante cuyo tomatal una breve multitud interceptó al caminante? Ese gordo de mano cruda que lloró como un niño regañado cuando lo vio y como un niño perdonado lloró después, al abrazarlo y guarecerlo entre sus fornidas tenazas. Aquel gordo que no dejaba de llorar mientras musitaba: «Hay que ser padre para entender lo que ese hombre está haciendo, para saber lo que es tener enfermo un hijo».

¿Qué hay detrás, si no, de la mujer que desde un coche de caballo interceptó al peregrino y se le prendió al cuello? Y el llanto, otra vez el llanto.

¿Cuántos nombres y amarguras detrás del llanto a flor de piel de un país que acaba de ver y de sentir morir a tantos? ¿Quién no ha lanzado un pensamiento a lo desconocido, como una onda a lo profundo del espacio en la desesperada búsqueda de vida, con el furtivo y desgastado y ancestral anhelo de establecer la comunicación directa, sin intermediarios, con algo, alguien, que tenga derecho a veto en la breve sala asamblearia donde presuntamente todo se decide?

Con todos. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

De lujosos autos descienden gruesas cadenas de oro y zapatos raros y despampanantes y los dientes y los aretes y más oro y corren también, porque dos piernas tienen, y se paran, muchos, con aires de perfume caro y rostro de condescendencia.

Hay toda clase de rostros atrapados en el oro, hay llanto entre el oro y risas hay. Hay sublimidades y desprecio. El oro en abundancia, visible además cual marca de clase, y el auto chapa tour también conviven con las preguntas precedentes. Pero corre la Cuba de 2022 y otros demonios, en paralelo, redundan en nuestras cabezas…

En medio del oro, están las banderas: en el calzado, en el antebrazo tatuadas, en el pecho del pulóver, en la manga, en la manilla, en las uñas, en el cierre de la gorra, en su costado, en el frontal. Tanta bandera de la extranjería, y no extranjería de cualquier parte; tanto olor a flor extraña. ¿Serán ellos? ¿Serán los mismos que nos piden la cabeza y hacen una pausa para venir al cayo, entrando silentes por el aeropuerto?

Hechos

Al caminante la hernia discal lo atormenta y le castiga las piernas. Un calambre raro le fustiga un puño. La gente se preocupa y lo rodea más aún. A duras penas, escoltado por «bribones» con pañoletas y gestos de conspiración, llega a Número Uno, un pueblo diminuto a cinco kilómetros de la ciudad de Ciego.

La presidenta del CDR de Número Uno acompaña al caminante desde hace kilómetros, junto a los niños. Cuando lo vio casi desfallecer en la carretera, marcó un número y esgrimió algo así como: «¡Oye!, dile a ella que dice la presidenta del CDR que se mueva, que el señor se siente mal. Que saque el teléfono de minutos por si quiere hablar con su hijo. No te va a decir que no; dile que te lo dijo la presidenta del CDR».

En Número Uno, otra oleada de gente lo embiste. A veces, la histeria de las fotos resulta sospechosa, sobre todo cuando la histeria muere con la foto.

«Déjenme respirar, por favor, no puedo más», exige el caminante y la gente acata de verbo pero no de acto. Habrá, pues, que hacer sentir importante a la gente, responsable… que su cuerpo y espíritu valen. «Ustedes ayúdennos y ustedes también. Está cansado, que nadie pase, por favor». Y así, el espectador pasivo pasa a ser sargento de una causa. Llega la tranquilidad, llega el espacio.

Aún así, se impone la duda. Al ranchón de Número Uno, donde descansa el caminante, las personas han traído refrescos, café, guayaba. Un médico, mulato, delgado, alto, casi saliendo de los cincuenta, emite consejos desde una bicicleta y, cuando alguien aparece con medicamentos, propone «esto sí, pero aquello mejor no».

Incertidumbre… El caminante no sabe si podrá seguir. Cinco kilómetros, solo cinco, lo separan de la meta que se puso al amanecer: la ciudad. Pero el caminante no confía en su cuerpo, que ahora mismo lo dobla sobre una silla. «¿Pasará la noche aquí?», pregunta la gente ansiosa. «¿Quiere que le mandemos a hacer almuerzo?».

— No sé, no sé. Déjenme descansar un poco para ver cómo responde el cuerpo.

Los actos que este hombre ha acometido durante el último mes no han sido regulados, al menos no completamente, por la racionalidad de lo corpóreo. Irracionales cuestiones para el ser humano moderno lo mueven y lo ordenan. Poco que decir tiene el cuerpo en asuntos de mística estatura. El cuerpo, mero esclavo.

Un hombre joven se acerca a la baranda.

— A mi niño le dijeron que tenía un tumor en la cabecita, que tenía que operarse de urgencia, que lo estaban remitiendo. Y yo lo vi a él en Jicotea — señala al caminante — , soy de ahí, y le di un juguete del niño para que lo llevara a El Cobre. Eso fue ahorita, por la mañana. Después los vi cuando pasaron por el matadero y los saludé, porque me llamaron los neurocirujanos de Ciego, que fuera para allá corriendo, que tenían que hablar con nosotros; se habían equivocado y al bebé ya no hay que operarlo.

— ¿Viste? — dice el caminante mientras la gente aplaude — . Da la vuelta, papi, pa’ abrazarte.

— ¿Viste? — espeta a alguien más — , existen los milagros, papi, mi hijo se va a curar.

Alguien llora.

— Vámonos pa’ Ciego, papito. Vámonos pa’ Ciego. Yo no sé cómo vamos a llegar, pero recojan que nos vamos.

— ¿Ahora mismo?

— Ahora mismo. Si se revienta la hernia que se reviente.

Figuraciones

Entre la catedral y el Gobierno municipal hay una callejuela, un pasillo, donde una reja de hierro corta el paso a partir de determinado punto. Al fondo, en un parqueo perteneciente al templo, está el caminante. De la reja hacia la calle la gente a mares grita. Todo parece irracional aquí. El caminante pide que no lo fotografíen tras los barrotes. Suplica que lo dejen descansar y explica que mañana saldrá para estar con todos.

Pero nadie se va. La gente ahora no puede abrazarlo, ni besarlo, ni tocarlo de manera alguna y, sin embargo, se queda. La gente quiere darle algo, quiere verlo. La gente, sin dudas, quiere salvarse. ¿Aquí en la tierra? ¿Después? Además de la histeria, el miedo predomina, aunque en registro distinto. La histeria resulta altisonante, pero el miedo es discreto. Todo el mundo tiene miedo: a Dios, a la casualidad, a «la vida».

«La vida»… A ese sintagma nominal lo cargamos todo el tiempo con la misma semántica que los devotos le imprimen a la palabra «Dios». «La vida dirá», «solo la vida sabe», «no tientes a la vida», «la vida nos está llevando recio».

«La vida» es la trampa de nuestro inconsciente para hacernos sentir emancipados, libres de metafísicas «absurdas». Pero aquí estamos… con cambios poco más que nominales y temiendo — o cuanto menos dudando — de lo etéreo, de lo que permanece más allá de nuestro control y entendimiento; aquí estamos… con el vaso lleno de agua en la vitrina.

La gente quiere salvarse de lo que jamás podrá. La gente teme, ridícula e histérica, a lo inevitable. La gente: tú, yo… cobarde, vulnerable, loca.

Pocas ventanas permanecían cerradas al encontrarse en el camino al caminante. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

El miedo

Un grupo de señores de la iglesia discuten sobre lo que el caminante podrá hacer o no en la catedral. Demasiada gente lo sigue y el templo, insisten, es un lugar sagrado. El caminante podrá entrar a ver la virgen, a rezar si lo desea, a lo que guste, pero siempre a discreción, por el fondo o el costado. Esa multitud no puede entrar a la iglesia, no se van a comportar, alegan. «Además, nosotros estamos ayudando, pero no olvidemos que esta no es una actividad de la iglesia».

En la parte de atrás del edificio la catedral tiene una especie de cuarto de visitas. Es sobria esta catedral y sobrio el cuarto con una sobria cruz de madera en la pared; paredes claras, ventiladores, camastros personales. Es confortable.

Al día siguiente, en la mañana, servido está en la mesa el desayuno. Sentado a ella nos espera el padre Jorge.

El padre Jorge es polaco y cumple con todos los estereotipos que de un polaco se espera en Cuba. Tiene cincuenta años, rubio, alto, delgado, sonrisa tímida y normas muy bien definidas. Lleva tres años aquí y es de línea diocesana. Tiene vencida la visa por lo que, asegura, está ilegal en el país. La pandemia ralentizó muchos trámites, reconoce. «No sé qué vayan a hacer conmigo», dice con cuidada ironía.

El padre Jorge tiene que ir a las reuniones del CDR, aunque confiesa que a ratos no puede. No obstante, por estos días, tendrá que emplear ese espacio cuando se discuta el Código de las Familias. Él es una autoridad, lo sabe, lo siente y no puede permanecer callado ante determinadas cosas, nos dice.

La palabra «libertad» a ratos sale de su boca, de manera sutil y casi introvertida, como al parecer es el padre.

Sobre el mediodía vemos al padre Jorge entrar por el costado trasero de la catedral. Nadie pensaría que es el padre Jorge. Lleva una gorra encajada, gafas oscuras, nasobuco y una minúscula mochila de nailon. ¿Auriculares? Al poco rato, una mujer negra llega a la misma puerta:

— Buenas, mima ¿el polaco se encuentra?

— …

— A ver, es que atrás días hablé con él y me dijo que teníamos una conversación pendiente, que viniera a verlo.

El padre Jorge sale y con euforia la recibe. Ella pasa.

Mientras tanto, en el parque Martí, un anciano pasa por detrás del caminante y, ante el alboroto, suelta a media voz: «Tanta foto… ni que fuera Roberto Carlos».

Después llegará una mujer de casi setenta años, se le acercará y le pedirá una instantánea. Después se le parará de frente y le preguntará si se trata de su único hijo.

— No, tengo otro en Estados Unidos.

Ella dudará…

— Hace un año y unos meses yo perdí a mí único hijo. Así que ya se imagina el dolor con que vivo adentro. Por eso estoy aquí.

Dará algunas bendiciones y girará para partir, lento, caminando. Omar me mirará espantado: «Esto es muy duro, papi».

A las cuatro de la tarde comienza una misa especial con motivo del aniversario treinta de la investidura del primer obispo de esta diócesis. El propio Obispo la conduce. Es un mundo completamente distinto el que emerge cuando empieza la misa. Distinto al que se revuelca afuera, anacrónico, si se quiere; distinto al del mismo templo cuando nada pasa en él y se convierte en el guardián de la calma más calma y dormida y sublime del mundo.

La catedral no está vacía ni está llena. Un día común de catedral parece el de esta misa en la que nada fuera de lo común ocurre. Pero en el parque, a unos cuantos metros de acá, la gente de la ciudad se turna para mantener en vela su locura alrededor de un hombre. Incluso aquí dentro, en la misa, hay personas cuyo pensamiento parece estar afuera. Un viejo me pregunta si acaso soy de los que acompañan al caminante. Al poco rato, en plena misa, dos bancadas delante de mí, el señor rompe en llanto, gira, me busca y, aún envuelto en lágrimas, me estrecha dos billetes para que se los lleve al peregrino.

Tal vez el caminante se parezca demasiado a la gente que anda por ahí. Tal vez el caminante no les tema. Quizás su fe también es tan mestiza, tan hereje, tan impía como la Cuba misma.

El caminante lleva al cuello todos los collares que le guindan. Medio metro bajo la efigie de la Caridad del Cobre, va su estatuilla de Elegguá, bien cerca de un papel con el oricha impreso que alguien le regalase por el camino. «Cosas del demonio», habrán dicho los curas que visitaron los grandes barracones. Y qué mal les salió, piensa uno, vender estampas de la Santa Bárbara a todos aquellos desgraciados que creían ciegamente en Changó. El mundo nuevo, con sus códigos únicos e inaccesibles para ajenos, con su perfecta adaptación al aquí y al ahora, es la gran venganza histórica en curso de los explotados contra el perro mastín de la colonialidad, que todavía nos gruñe y muerde.

Pueblo. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Más del padre Jorge

Stabat Mater resulta una canción, un himno religioso, que habla del calvario de una madre que ve masacrar al hijo. Queríamos saber más de ella. El padre Jorge está con sotana. Son poco más de las seis de la tarde. Pide un segundo para cambiarse de atuendo e invita a su oficina, donde nos brinda detalles. Seguimos conversando.

Quizás el hecho de que el padre Jorge haya vivido su infancia y parte de la juventud en un país socialista haya influido en que sus misiones tengan sitio en tierras que aún mantienen esa perspectiva política. El padre Jorge estuvo varios años en China. Luego escogió venir aquí.

— ¿Cómo vivió usted el derrumbe del socialismo?

— Yo era joven, no lo sentí tanto. Mis padres sí. A ellos les afectó ver esa competencia entre la gente, ese modo de vivir del presente con respecto al pasado.

Para algunos, es inquietante escuchar a alguien llamar «el pasado» al intento de construir el comunismo. En las canciones de Silvio Rodríguez, por ejemplo, el pasado es algo totalmente opuesto, más parecido a lo que el padre Jorge nos reseña como presente de su país. Llamar pasado a la utopía sabe a tierra, a como si la tierra nos estuviese cayendo en la cara, como si nos estuviesen enterrando vivos. «Mi asesino es el pasado, aunque con mano de hombre», entona el bueno de Silvio.

El padre Jorge, es imposible no reconocerlo, sabe fungir como exquisito interlocutor: no interrumpe, habla despacio y bajo, escucha, ante la duda que lo asalta busca de inmediato en libros. Nos menciona como una fatalidad al Concilio Vaticano Segundo y con tono de derrota eclesiástica menciona la teología de la liberación: «El problema es que en América Latina la religión es más antropocéntrica que etereocéntrica», se explica.

El padre Jorge se ha percatado de que la población correspondiente a su diócesis es algo… — rebusca la palabra — elitista. Mucha gente, ha visto el padre, exhibe con orgullo, como garantía de abolengo, su ascendencia española y la presunta fidelidad cultural con sus abuelos. «En otras diócesis como la de Santiago de Cuba, he escuchado, la situación es distinta e incluso la iglesia es más tolerante».

De acuerdo al censo poblacional de 2012, en Ciego de Ávila más del 78 por ciento de la población es blanca. En Santiago los blancos, por el contrario, no superan el 25 por ciento. En cuanto a los negros y mestizos, si en Ciego los índices van del 6,7 y 14,5 por ciento, respectivamente, de la población provincial, en Santiago van del 14,2 y del 60,2 por ciento, en el mismo orden. Santiago es la segunda provincia más negra y mestiza de Cuba, Ciego es de las más blancas. De seguro eso tiene mucho que ver…

Nos avisan que la comida está en mesa. Cerca del padre Jorge toma puesto un señor de más de setenta años; cubano. El señor nos mira con desconfianza, no nos hemos persignado antes de sentarnos a la mesa, aunque sí el caminante. En la mesa nos sentimos torpes.

Con el padre Jorge, sin embargo, el señor se desborda en atenciones, cumplidos y ofrecimientos de los distintos platos. El señor emplea un tono similar al de ciertas películas cubanas ambientadas en el siglo XIX, cintas sobreactuadas, quizás, donde los matices del habla se llenan de colores. Más que decimonónico, suena teatral el tono de este señor, como de puesta en escena.

Habla mucho del «pasado» el señor, de lo que era Cuba antes de 1959, de que la historia, al parecer, la cambiaron después. No se limita para esgrimir alguna que otra alabanza hacia Fulgencio Batista y sus «magnas» obras. El ambiente es tenso. Sin perder composturas, planteamos algunos criterios contrapuestos e intentamos complejizar una cuestión que, hasta ahora, solo ha sido tratada en la mesa desde la cómoda y muy oportuna táctica de la anécdota huérfana.

Hablamos de complejidades de orden económico, antropológico, cultural, demográfico… que trascienden aquel instante, pero lo transversalizan. Mencionamos los nombres de algunos que bien supieron, en su momento, reseñar las fracturas de origen, los cimientos truncos, el cáncer colonial que padece este país desde su nacimiento: Juan Pérez de la Riva, Manuel Moreno Fraginals, Ramiro Guerra, Fernando Ortiz…

Cuando el señor escucha el último nombre, entra en pleno estado de sobresalto y comienza a gritar: «¡Ese era un descarado! ¡Ese era un descarado! Ese hizo carrera robándole las investigaciones a su cuñada, que era Lydia Cabrera».

El padre Jorge no levanta la vista de su plato y nosotros no encontramos sentido a continuar hablando. De pronto, el señor divisa la fuente con ensalada de vegetales y repara en que el diocesano cura no tiene en su plato.

— ¡Oh!, padre… ¿cómo pude no brindarle ensalada? Por Dios, padre ¡córteme la mano!

En la mañana siguiente, temprano, antes de volver al camino, agradecemos calurosamente a las muchachas de la cocina por el sincero cariño de sus ojos y abrazamos a Ignacio, custodio de la catedral y compinche jaranero de nuestras breves escapadas nocturnas.

También afuera está el padre Jorge. Antes de despedirnos, pienso en todos los aspectos que inexorablemente nos dividen, en los posicionamientos y perspectivas que, ya al descubierto en cada caso, nos colocan como adversarios en el ajedrez de la lucha social. Reparo entonces en aquella crónica escueta de Eduardo Galeano que narra cómo en 1219, en plena cruzada, el fraile Francisco de Asís se propuso conversar con el sultán Al-Kamil, en la ciudad egipcia de Damieta. «Durante un largo diálogo, Jesús y Mahoma no se entendieron. Pero se escucharon», cerraba el uruguayo.

— Si quiere entender Cuba léase a Fernando Ortiz. No creo que sea precisamente un descarado.

Tatuaje # 2 y buena prensa

El Centro es una barriada adyacente a Gaspar, uno de los dos pueblos principales del municipio Baraguá, el más oriental de Ciego. El Centro, alegan orgullosos por aquí, es el justo centro de Cuba y por eso así se llama.

Casi es de noche a la llegada del Caminante. La gente lo espera en masa al borde de la carretera y se comporta en un registro que muchos aún somos incapaces de comprender.

Edismir, el agente de la motorizada, «caballito», que nos acompañó desde la salida de la ciudad cabecera, a ratos, durante el trayecto, tenía que dar algunos pasos, como corriendo, para activar los músculos adormecidos de los muslos y nalgas, tras todo un día encorvado sobre la Yamaha al paso de un hombre.

La moto no la pasó mejor: los japoneses que le dieron vida de seguro pensaron que, para el paso de un hombre, ya estaban los pies del hombre. Se dispusieron entonces — divago — a fundar el nuevo paso de un hombre o el paso del hombre nuevo o el del hombre moderno, mejor, o lo que sea… Volar, correr, pero nada tan fatigoso para el potente aparato como un día todo en una isla del trópico, al otro lado del mundo, con más seca que invierno a las alturas de febrero, con más sol que frío. Quizás los mejores futuros de la moto de marras ya pasaron, debido a aquello de programar obsolescencias o será, tal vez, que está vieja y achacada y punto. La cuestión es que Edismir, flaco lagartijezco, uniformado a lo azul, tiene las nalgas dormidas y recalentado el vehículo y sigue al paso y sonríe, como cualquier guajiro.

En la base del tanque, está, en calcomanía, la firma de Fidel. También la tiene tatuada en el brazo, junto a los grados. Le pedimos fotografiar el tatuaje. Nos responde que sí, cuando lleguemos, pero con la camisa quitada para que no se vea el uniforme.

Edismir es un chamaco de treinta años aproximadamente. Y es como cualquier chamaco de treinta. Ni santo, ni diablo; solo un chama al que la gente saluda de un grito cuando va pasando y al que algunos llaman «el caballito de Gaspar» o, sencillamente, «nuestro caballito».

Edismir y Yosvany. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Al comprobar que el destino nocturno es incierto y, más que incierto, poco importa al caminante, Edismir sacó su teléfono del bolsillo sin detener la marcha, marcó un número y pidió gestionar un espacio en «las cabañas», un antiguo hostal de carretera, convertido hoy en oficinas de la empresa municipal de Comercio y Gastronomía.

La llegada, la masa… El caminante, en su intento de escabullírsele a la noche y la lluvia, ha corrido por primera vez en carretera. Se siente con legítima fuerza y cansado al mismo tiempo, capaz de retar a sus 56 años, pero vulnerable a la revancha posible y probable de la cabrona edad, que nunca se queda callada cuando se le afrenta, como los calmos gallos finos que Osmel cría en La Virgen de Guayacanes.

Desde la multitud, se abre paso un hombre de unos aparentes 60 años.

¡Soy periodista de la televisión! — grita. ¡Pare, para entrevistarlo! ¡Oiga! ¡Pare! ¡Soy periodista!

El caminante esgrime que no puede detenerse, que lo hará definitivamente en el «ahí mismito adelante» que le señala Edismir.

¿Por fin dónde es eso, mijo? — pregunta cansado el caminante.

Allí mismo, ya casi llegamos.

Es que me estás diciendo eso desde hace rato: que allí, que allí, que allí… y allí no llega y ya la gente me tiene loco, compadre.

Edismir se ríe y niega con la cabeza: «Es en esa entrada».

¡Oiga! — insiste el reportero. ¡Pare aquí mismo para entrevistarlo, es para la televisión! ¡Pare!

— ¡Señor! Ya le dije que voy a parar pero allá adelante.

¡Pare! ¡Por favor! ¡Pare! ¿Dónde está el camarógrafo?

En este instante, el pensamiento viaja hacia Karín, una periodista de la televisión avileña que, dos días antes de que el caminante arribase a la ciudad, llegaba hasta él y, sin importunarlo, simplemente comenzaba a realizar tomas con su compañero. El caminante se adaptó a verla llegar, a que a ratos marchase a su lado, observando sin más, para hacer bien su trabajo. Y la buena de Karín no se decidía a detenerlo. «Cuando llegue a Ciego lo entrevisto», decía. Cuando el caminante llegó a Ciego, ella asumió: «Hoy no, que está muy cansado; mejor mañana». Y tanto quiso olfatear con la vista antes de hacer preguntas, tan respetuosa quiso ser, que solo lo entrevistó a la salida de la ciudad, en un batey llamado Suferry, donde los hombres se organizan en brigadas, con escopetas de caza que cargan con sal para montar guardias nocturnas y proteger sus terrenos del hurto. Solo allí, en una casa noble al borde del camino, Karín pidió que Omar parase… y claro que Omar paró, si era Karín. Después de cuarenta minutos de entrevista, cuidando bien que las rosas del fondo no fuesen las marchitas del patio, la periodista tomó su bolígrafo negro, le introdujo enroscada la estampa de la virgen y lo colocó en el carro del caminante para que se lo llevase a El Cobre. «Siempre me han dicho Karín, pero mi nombre es Caridad… y es por ella».

Hay personas que entienden perfectamente el ritmo, la armonía natural de los acontecimientos. Son ellas las que, sin darse cuenta, se suman y ayudan a construir la maravillosa danza de la poesía.

Plátanos y brujería

Medio reyoyo, también de treinta años, es el administrador de la empresa. Cara de guajiro maldito y risa de las que se inventaron para saltarse el freno de cualquier músculo facial. En el suelo de su oficina dormiremos esta noche. La edad del caminante ha iniciado su revancha, con la hernia discal en aguda arremetida. Esta noche el dolor no le permitirá pegar ojo.

«La calle está mala», anuncian en cada pueblo, con preocupación por el aluvión de billetes que el caminante lleva en una bolsa. Eso nadie lo toca, dicen muchos, y alegan que, quien se aventure, ya se las tendrá que ver con la virgen.

Que se lo lleven — musita el caminante. Allá ellos. Al final eso no es mío. Eso es del pueblo. Yo no tengo nada, papi.

A veces, resulta confuso descifrar al caminante cuando dice papi. Está el papi del barrio, el de la guapería del habla, el del sentido del lugar y del momento histórico. Por otro lado, está el papi del cariño parental, el papi cálido que musitan los padres cuando buscan la vista de los hijos. El dichoso papi, ambiguo, dulzón, pícaro, lo tiene el caminante pegado a la boca como un diente; quizás ello nos ayuda a saber un poco mejor quién es, qué líneas, guerras y constructos lleva dentro. A fin de cuentas, por más autos que lo saluden y personas que lo aclamen, nadie lo conoce.

El administrador ha movilizado a todos sus trabajadores.

— Hoy no puede haber ninguna incidencia — dice mientras señala con el morro la jaba del dinero. Esta va a ser una noche complicada. Hay que tener cuidado esta noche — le comenta al Ruso, apuntando nuevamente el jabuco.

El capitán el Ruso, de la policía, está vestido de civil y es, muy por las claras, de los que vive al límite los fetiches y pasiones de su profesión. Son muchos años de guardia encajados a la piel. Habla de cuando se entrenó en El Cacho con los vietnamitas:

— Eran locos, bravos, flacos y chiquiticos así — dice. Sobrevivían con cualquier cosa, se comían lo que les pasara por delante. Por algo los americanos no pudieron con ellos.

El Ruso también fue el Ruso en las guerras del África. Según rememora, las fuerzas cubanas a cada rato tumbaban aviones de combate israelíes que atacaban desde Sudáfrica. Eran mujeres, asegura, quienes piloteaban los aviones.

— Esas rubias eran más malas y más duras que los pilotos hombres y para agarrarlas después de que se lanzaban del avión era del carajo. Yo tuve que custodiar unas cuantas. También fui a Portugal a hacer canje de prisioneros. Ellos liberaban a los nuestros y nosotros a los suyos.

Antes de llegar a El Centro, Edismir también había llamado a alguien para que nos fuera haciendo comida. No se trata estrictamente de instituciones, sino de una mezcla rara; Edismir es policía y, al mismo tiempo, es gente de aquí; la gente de aquí lleva días a la espera, expectante, y por eso no es difícil asimilar que de una casa llegue la comida, en un recipiente casero, con los condimentos y el calor de la comida de casa.

De otra familia proviene la invitación para tomar una ducha en el baño del patio. La ducha fría y fresca de la noche temprana salva hasta al más pinto de la paloma.

El Ruso no se despega del caminante. Le han dado una misión y va a cumplirla, claro que la va a cumplir.

El baño está en la casa de Arminda. «Piensa en la almendra, en la fruta del árbol, para que no se te olvide mi nombre», me había dicho.

Junto al Ruso — flaco, algo vejete, blanco — , hay otro policía de civil con botas de agua, mulato, granmense, de unos cincuenta años. En espera de que, uno a uno, los viajeros tomen ducha, se conversa.

El Ruso lleva en su bolsa unos plátanos de fruta alargados de los que en La Habana llaman Johnson. Los cultiva en su patio y defiende, soberbio, que se trata de los más sabrosos del mundo. Arminda riposta y busca en su cocina una ensarta de burromanzanos que pretende hacer pasar, ante nuestros ojos, por manzanos legítimos. El Ruso insiste en que los suyos no tienen competencia y algo de razón lleva consigo.

— A mí me enseñaron a sembrar plátanos los jamaiquinos y los haitianos. En el pueblo mío, pa’llá p’al sur, antes había muchos. Habían llegado de braceros a Cuba. A mí me gusta mucho la historia, para que veas. ¿Tú sabes cómo se llama el pueblo de donde es Esteban Lazo? — dice con las piernas cruzadas y el torso, poco recto, recostado al espaldar de la butaca.

— El plátano tiene su arte, su técnica… Uno escoge bien al hijo y tiene que sacarlo de la tierra cuando hay luna menguante; los viernes casi siempre. Cuando hay menguante la humedad es distinta; tú te das cuenta nada más de picar una mata. Cada cepa de plátano tiene que tener solo cuatro matas: la madre… escucha bien… la madre, el hijo, el nieto y, después, es que viene el mamón. Las vas limpiando y vas escogiendo las matas más bonitas para hacer nuevas cepas.

Continúan las historias y los chistes. El Ruso pregunta si sé lo que es un oriental. «Un cubano», le respondo, a sabiendas de la trampa. «¡Así mismo!», grita el otro oficial.

Mira — se lanza el Ruso — , pa’ que aprendas: un oriental es un pensamiento, dos son una mala idea y tres son un robo con fuerza.

El otro oficial ríe a medias, negando con la cabeza.

El problema de muchos de nuestros humoristas — le respondo, sin pretender lucir demasiado impertinente — es que siempre se burlan de las clases normalmente marginadas: las mujeres, los negros, los maricones, los guajiros y los orientales.

El Ruso, que es hombre, heterosexual y blanco, que no es oriental aunque sí guajiro, casi no lo entiende, pero su compañero, oriental y negro, da un salto y grita eufórico, como quien saborea la suave brisa del respeto: «¡Eso mismo digo yo! ¡Eso mismo digo yo!».

Los oficiales, junto al caminante, abandonan la casa de Arminda. Atrás, solo quedamos dos. Arminda se nos acerca con gesto cómplice:

¡Ay!, se me olvidaba. Deja aprovechar que ya se fueron los segurosos para echarles colonia.

No, no se preocupe, nosotros tenemos perfume en las mochilas — respondemos en franco estado de inocencia.

Niño ¿qué perfume ni perfume? Deja la mareadera esa. ¡Esto es brujería! Mira, acá en la pared tengo mi altar. ¿Ustedes no tienen fe?

La de una montaña — respondemos y acto seguido nos pasa su mano enchumbada por el cuello y la frente.

El custodio y más del Ruso

Para comer tranquilos es preciso esconderse un poco. Siempre llega alguien en busca de una foto: el director de la empresa con sus familiares, los amigos del custodio, quienes hacen cola allá afuera, jefes de la policía. Nadie escapa a la seducción del caminante y su leyenda. «Todos somos cubanos», se excusará mañana un teniente coronel. Contra Cachita nadie.

Después de la comida, los «ayudantes» vamos hacia una oficina cercana para organizar las donaciones. El hermano del administrador es custodio y nos abre el local mientras el Ruso intenta acomodarse cerca del caminante en el cubículo destinado al sueño.

La otra oficina es larga y apretada, con una mesa impuesta en el final de un mostrador de concreto, muy similar al de cualquier bodega de barrio.

Entre el dinero, apisonado de manera disparatada en el jabuco, encontramos dulces y algún que otro refresco.

Mañana temprano, antes de partir, nos llevarán al banco de Gaspar para depositar la suma en una cuenta que gente bondadosa le abrió al caminante para aminorar los riesgos. Allí, los trabajadores y trabajadoras nos harán historias tristes, fuertes, de la pandemia que recién golpeó. El dolor se pone bota recia para dejar su huella. Ese dolor del que hablan, esa huella, a muchos nos resulta familiar.

Pero todavía es de noche mientras organizamos el dinero en esta escueta oficina. Resuena en la mesa un pedrusco que alguien regaló, alegando que era de El Cobre.

— ¿Ustedes saben lo que tiene esa piedra? — entona con aires de pregunta retórica el custodio.

— Cobre ¿no?

— El cobre es lo que ven brillando, pero esa franja oscura que tiene la piedra es oro. En este pueblo mucha gente sabe de eso. Hace un tiempo encontraron un yacimiento no muy lejos de aquí. Si te descuidas esa piedra es de aquí mismo y no de El Cobre nada. En realidad la gente llevaba tiempo explotando el yacimiento: iban con casas de campaña y todo y se pasaban días en eso. Se metían por unos pozos de medio metro de ancho y como cincuenta de profundidad y hasta habían inventado cómo respirar allá abajo. Pero se empezó a saber. Medio Gaspar estaba en eso, como quien dice, y la policía intervino. Yo conozco gente que le sabe a eso, si quieren llamo ahora mismo a uno para que les valore la piedra.

— Gracias, pero no es nuestra.

Según el hermano del administrador, el Ruso por poco enloquece por completo hace un tiempo.

— Se volvió loco por una mujer que tenía. ¡Era lindaaaaa! Y si linda era ella, más linda aún era su hija. Pero ya ha ido saliendo del bache. Ya está mejor.

Regresamos a la oficina donde dormiremos. Intentamos abrir la puerta, pero choca con algo y se escucha un intento de grito. Pocos segundos más tarde, el Ruso nos abre. El Ruso está durmiendo con la cabeza contra la puerta, por si alguien intenta entrar a atacar al caminante, lo despertara de inmediato.

— ¿Usted está armado?

El Ruso pone el rostro de cualquier película del oeste, se levanta el ala izquierda de su camisa y deja ver una pistola encajada al cinto.

— ¿Esas balas son de goma?

— Sí, de las que te entran por aquí — señala su clavícula — y te salen por acá — señala su espalda.

Lanza una mirada incisiva sobre la jaba donde ya descansa el dinero organizado y arremete: «Ustedes tranquilos, que aquí nadie se va a robar ni pinga».

Más tarde, mientras nos cepillamos los dientes en las afueras de la oficina, el hermano del administrador reaparece.

— Yo te aconsejo que salgas de abajo de esas matas, porque allá arriba duermen los bichos más desagradables de la tierra: las tiñosas. ¡Y una cagá a esta hora…! Hace años, mi papá iba caminando y le cagó una en la cabeza. Entonces lavantó la vista y se dijo: «Pájaro arriba, mierda abajo» y le jugó a eso en la bolita. Muchacho… se sacó el parlé. Después se andaba quejando todo el día: «Me jodí por pendejo. Tenía que haberle jugado más dinero. Le puse cinco pesos na’má, ¡por pendejo!».

El Ruso vuelve a salir un instante. El caminante, adolorido, no logra dormir. El Ruso dice que policías y Rusos hay muchos en Cuba, pero que capitán el Ruso, uno solo. «Mañana, cuando ustedes sigan porípallá, le preguntan a cualquiera y, olvídate de eso, me conoce».

El Ruso está a punto de jubilarse. Está cansado, dice, y ya le toca. Todavía a estas alturas tiene que hacer guardias en los yacimientos para que la gente no se robe el oro y, precisamente hoy, tiene que dormir en el suelo, después de tantos años, otra vez al suelo, porque a un «loco» le dio por caminar de Marianao hasta El Cobre. El problema es que, por el camino, «con toda esta locura de las redes sociales», el tipo se hizo famoso y la gente quiso regalar dinero, para ayudar, para «salvarse». «Misericordia popular», apuntaría el padre Jorge. Entonces, como hay gente para todo y este pueblo no es fácil, aquí está el capitán el Ruso con la espalda al suelo, la cabeza a la puerta y la pistola al cinto, protegiendo a un «loco» al que nada habrá de pasarle esta noche.

En unas horas podremos decir con toda propiedad que el capitán el Ruso, único de su tipo en Cuba, en el mundo, ha completado otra misión.

El Ruso y el tatuaje de Edidmir. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Don Eduardo

«¡Tengo cinco años!», dice ella quizás sin saber lo que significa. Cinco años y a nada teme. ¿Se le tendrá miedo a algo con tan solo cinco años de vida o será que el miedo llega más tarde? ¿Acaso nos enseñan? Estas preguntas, por ahora, poco o nada importan para Brady, niña floridana que encarna todo lo bello, lo noble y lo maldito que la niñez propone. Ni a ranas, ni a lagartijas, ni a alacranes, ni a culebras teme Brady. Ni a perros, ni a gatos, ni a caballos, ni a vacas. Ni a la noche, ni al rayo, ni a la lluvia.

«¡Tengo cinco años!», impone como invitación al diálogo, en una variante cubana de español que casi domina por completo. Ríe mucho Brady.

A uno punto cuatro kilómetros de abandonar Ciego de Ávila, ya en el Camagüey, yace Don Eduardo. Las autoridades del municipio Céspedes esperaban aquí la llegada del caminante. El secretario del Partido, maestras que mañana volveremos a ver en el Crucero de Piedrecitas, algún tipo con una cámara fotográfica decente… una extranjera de poco más de cuarenta, también con cámara.

Don Eduardo, para los mapas, resulta apenas un nombre sobre un potrero. Las casas, poquísimas, no constan en el mapa, mucho menos los portales de tierra apisonada de alguna y los de cemento de otras.

«Alguna» es una y «otras» son dos. Por el camino de tierra que se aleja de la carretera quizás aguarden más portales de tierra apisonada o de cemento, pero nuestros cansados ojos solo advierten tres.

El señor de la primera casa, con portal de estuco, se ha negado rotundamente a brindar sus exteriores a tres extraños. ¿Y quién, en su sano juicio, en la frialdad del pensamiento, sería capaz de reprocharle? ¿Quién sabe lo que ha sufrido cada cual para tener al final de la vida su portal de estuco? ¿Para vivir en paz en medio de los marabuzales? ¿Quién conoce los problemas de adentro? ¿Las neuralgias de cabeza, los dolores de la esposa, las multas por el ganado que escapó a la carretera? ¿Quién sabe exactamente cuánto se esconde en el «no» de un guajiro antagonista, que contrasta con la histeria de cientos de kilómetros bordeados por el llanto y la ofrenda, por el «quédate aquí», por el «anda… lleva esto»? En el mundo real, ese que personas a pie de nula fama atraviesan minuto a minuto ¿quién se atreve a dar su espacio, arriesgarlo, sí, por tres desconocidos?

Dormir en la tierra es algo más peligroso. La tierra «limpia» siempre será sitio no colonizado por el hombre. Si una alimaña hinca su aguijón a alguien sobre el cemento pulido de un portal, dicha alimaña es una intrusa, violó las normas no escritas de los dominios y especies. Pero si lo hace en plena tierra, por más apisonada que esté, por más techos que la cubran, el intruso ha sido el otro. El caminante sabe esto o, por lo menos, lo intuye y, por ello, reniega de dormir en tierra. Poco, claro está, entienden las alimañas de estas cosas. Tormento de humanos. Tormento.

Es casi noche, acumulado el cansancio, el duro «no» de bienvenida, los ánimos se exaltan y, en medio del huracán de incertidumbre se aparece Luis y esgrime: «vengan a la mía».

Abandonamos, pues, el asfalto y en dirección perpendicular seguimos el terraplén hasta que, a su derecha, aparece la humilde casa de Luis, con techo de fibrocemento a dos aguas, paredes de mampostería y portal de estuco. A primera vista y en el entreluces, los colores no se ven.

Luis parece tener, como se dice, al chino cerca. Se le ve el chino en el rostro. Su padre, cuenta, también era así. Pero las explicaciones de Luis, hombre de campo, sobre sus ascendencia, resultan truncas, algo secas y apenas nos regala la imagen de dos jinetes, su padre y su tío, cabalgando desde el oeste y llegando a este punto de la aparente nada que ni punto pareciese ser y enamorándose de dos hermanas y clavando aquí los pilotes de nuevos bohíos y engendrando primos cuyos apellidos serían, a fin de cuentas, los mismos: Ramos Reina. Tal vez resulte inexacto llamar primos a los hijos de dos hermanos con dos hermanas, de dos hombres Ramos con dos mujeres Reina.

Todavía quedan por el fondo del patio los restos de la sobria cabaña en que vivió Luis toda su vida hasta hace cinco años, cuando unos metros hacia adelante levantó esta casa mejor, con la ayuda de su yerno, quien acababa de ser padre de Brady, hoy niña de cinco años que no es hija de la hija de Luis.

— Ella me dice Abuelo — asegura el viejo.

Brady ríe mucho. Ella y su padre y la hija de Luis — a quien Brady trata como madre — y la mamá de sangre, todos viven en Florida, unos veinte kilómetros al este.

Brady y Luis. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Cuando le enseñamos cómo tirar fotos, Brady ríe; cuando impostamos voces de animados malévolos, Brady ríe; cuando nos hacemos pasar por hambrientos dinosaurios, Brady ríe; cuando nos quedamos dormidos contra el poste del portal, Brady se acerca silenciosa y pega un grito desgarrador junto a la oreja que nos saca ríspidamente del letargo y luego ríe mucho, ríe más.

Brady primero quiere ser doctora y ahora periodista y qué sabrá Brady lo que significan cada una de esas cosas de gente grande. Pero Brady parece saber todo y quién se atreverá a negarlo.

Brady quiere dibujar y cantar y enseñarnos su canción: «La tortica/ de manteca/ de mamá que da la teta/ y papá que da chancleta/ y papá que da chancleta».

Asegura el papá de Brady que él sabe hacer de todo. Fue durante veinte años chofer de una rastra «con cero accidentes», se precia. Le sabe a la albañilería, a la electrónica y a lo que se le ponga enfrente y «total… para lo que me queda en el convento».

El papá de Brady está, según cuenta, a punto de marchar del país.

— Ella se va conmigo, yo tengo la patria potestad. Mi mujer — la hija de Luis — no quiere irse, pero yo ya le dije: «Bueno, mijita, yo sí voy tumbando». Yo tengo otra hija que vive allá. Esta es la de la vejez. Nos vamos por reunificación familiar.

Brady ya tiene que dormir, aunque no quiere. Alguien le comenta a Luis que el gallo está cojo y Luis responde que a ese habrá que enterrarlo en el patio cuando le toque, porque era el pollo que más le gustaba a su mujer, que ya no está.

Luis y su yerno. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Ceibas y milagros

No amanece todavía y la dupla de Leandro y Yaisiel, suboficiales de la policía, patrulleros, aguardan fuera de la casa de Luis para acompañar al caminante, protegerlo, en el tramo de carretera más transitado de este trozo de nación.

El vox populi va creando mitos en torno al caminante. Por aquí ya se dice que atrae la lluvia que, según demuestra la hierba seca, llevaba buen tiempo sin aparecer.

— Anoche hubo cuatro accidentes nada más que por el tramo por el que ustedes caminaron y ningún muerto. Aquí mismo, a la entrada de la provincia, una rastra cargada con miel se quedó jorobada en la cuneta. Yo digo que algo ¡algo! la tenía que estar agarrando porque, en la posición y en el lugar que quedó, era para que se volcara — especula Yaisiel.

Horas después, ya en el camino, el caminante descansa bajo una ceiba. Indescriptible es el frescor de las ceibas. Mientras se le derrite un cigarro entre los dedos, pregunta qué contienen esos pomos que, en promontorios, se ofertan al borde del camino junto a larguísimas y surtidas trenzas de cebolla y ajo.

De acuerdo con Leandro, el contenido amarillento se produce en una fábrica del territorio, sin embargo, la industrial no es la única forma de conseguir el líquido por acá.

— Tú coges el agua de la primera lavada del arroz antes de cocinarlo y la viertes en un pomo. Después coges una taza de las grandes que venían antes para el café, la llenas de azúcar, prieta tiene que ser, y se la echas al agua de arroz. Deja eso descansar un mes y te vas a acordar de mí — formula Leandro a quien el uniforme no le quita las cubanas-sabias-sacras mañas de supervivencia. Esta es una manera, otra, de preparar vinagre.

Seguimos el camino y, a nuestra derecha, una loma contrasta con la impoluta planicie. Es una loma leve, pero reina, como quien dice, en el «país» de los llanos. Solo el marabú se levanta en todo el dorso de la loma. El marabú en masa y, asediada, en estado de sitio, otra ruda ceiba, solitaria en la punta. ¿A cuántas ventiscas, a cuántos rayos, habrá sobrevivido aquel árbol? ¿Cuán recia habrá de ser la vida allí, para que solo el marabú lo acompañe? ¡Ah…! pero esa loma es suya y de allí no parte. Entre ventiscas y truenos, entre espinas, sol y seca, la madre ceiba clava sus raíces más aún en la aridez del suelo y en todas direcciones, fuerte y sola, como puede crece. Muy ceiba siempre se ha tenido que ser por estos lares, emperradamente ceiba; no hay de otra.

La casa de este hombre de campo quedaba justo a los pies de la loma en la cual se encontraba la ceiba. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

¿Quién es ella?

La llegada a Florida es una locura. En su afán de proteger al caminante y de permitirle llegar al punto central del pueblo, varios policías se colocan en torno suyo y, entre ellos, con señas, tratan de identificar rostros sospechosos que pudieran querer acercarse para hacer daño.

Los sospechosos, qué amargo decirlo, siempre son negros o mestizos que llevan humilde facha. Uno de ellos, con enorme sombrero de yarey y una bicicleta rusa entre las manos, venía acompañando al caminante desde diez kilómetros atrás. «¡Él viene conmigo!», tuvo que decir el caminante cuando los agentes, algunos negros también, le preguntaron sin mucho cariño qué estaba haciendo ahí.

La multitud se incrementa de forma abrumadora. Todos quieren que pare. «Por favor, no puedo aceptar nada aquí», dice una y otra vez el caminante ante los continuos ofrecimientos. «Si me van a dar algo que sea leche», arguye en broma, pero por serio es tomado y en repetición absurda se corre a gritos la voz: «¡Leche! ¡Leche! ¡Leche! ¡Quiere lecheeee!» Una mujer, como poseída, también pregunta si de verdad quiere eso y alguien le responde que no, que solo quiere llegar. De pronto, aparece un vaso de leche para el caminante.

Un policía me ha agarrado la muñeca derecha y otro la izquierda. Sin esperarlo, me veo formando parte de una cadena humana de contención. «Primo, ponte duro que te arrollan», me dice en tono rudo uno de los agentes, muy joven. La fuerza que ejercen las personas se vuelve cada vez más intensa. En una curva, nos han arrastrado, literalmente.

Entre la muchedumbre, callada, va una niña con la zona del cabello cubierta.

Once años, tímida, pálida, endeble… En medio de su impotencia, molesto, Omar la advierte y se detiene por completo y la atrae y la abraza y llora. Toda la ciudad de Florida se arranca las tiras, empuja, grita, agresivamente ama, posesiva, y esta niñita callada camina junto a él.

Una mujer pregunta quién es ella.

— Una amiga suya — le digo.

— ¿Y qué hace ahí? — espeta como quien no entiende el «por qué yo no».

— Nada.

La madre de la niña me pregunta qué quería saber la señora y le respondo con despreocupado gesto.

— Por favor, no les digas — rumia, amarga, hincándome los ojos.

Multitud. Foto: Pedro Pablo Chaviano/ La Tizza

Tras siete días acompañando al caminante, asumimos el regreso con la cabeza repleta de rostros, manos, voces… «No vivíamos algo así desde que despedimos al Comandante», había confesado en voz baja una mujer al borde del camino.

El caminante continúa su rumbo. Mañana recorrerá más de 40 kilómetros para llegar a la ciudad de Camagüey y luego proseguirá, acompañado por gentes que hoy ni imagina que existen. Y seguirá su paso cual bola de nieve que se agranda ante el continuo cúmulo del amor en sus diversas, raras y sinceras manifestaciones. Quizás buscado un milagro reveló otros, otros que para nada nos sobran.

Desde que el jefe del trabajo lo autorizara sin miramientos a irse, desde que su pareja no soportase la idea y desistiera de la relación, desde que los compinches del barrio le ayudaran a colocar un tornillo, desde quien lo vio pasar y permaneció indiferente, desde el primer ser humano que se le acercó al borde del camino para ofrecer modesto auxilio, desde que atravesara casi en total anonimato lo que Juan Pérez de la Riva llamase «Cuba A» y comenzara a llenar ciudades, pueblos y cunetas después de entrar a los dominios de lo que el propio Juan identificara como «Cuba B», la cuestión trascendió cualquier molde estrecho y se transformó en algo solo posible de entender y explicar dentro de los laberínticos vericuetos de lo que Martí llamó el alma cubana.

Tomamos un camión de regreso a la capital. El peregrino nos pide llevar algo de dinero a su madre. Esta, al recibir el sobre de su hijo, dice:

— Ay, mijito, no es la primera vez que Omar va caminando a El Cobre.


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