Piñeiro: defensor de la crítica y de sus compañeros y compañeras de lucha

Por Camila Piñeiro Harnecker

No es un aniversario cerrado del cumpleaños de Manuel Piñeiro (14 de marzo de 1933) ni de su paso a la posteridad (11 de marzo de 1998). Pero no hay que buscar una excusa para dedicarle unas líneas a una persona que, junto a sus compañeros y compañeras de lucha y siguiendo orientaciones directamente de Fidel, marcó el decursar de la historia revolucionaria de Cuba y de nuestra región. Hoy, muchos celebramos su vida porque nos sirve de inspiración y guía para las nuestras.

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En esta ocasión, lo que más me motiva a escribir no es lo que mi padre y sus compañeros contribuyeron a los procesos revolucionarios en las Américas y otros lares; «siembras» que tomaron décadas en dar frutos pero que son estratégicas para el avance de las fuerzas progresistas en el mundo y, por tanto, para el futuro de Cuba. Hay otras personas mejor preparadas para valorarlo.

Hoy quiero compartir dos de mis mayores orgullos de hija: la huella tan profunda que dejó en la vida de tantos compañeros y compañeras de trabajo en las más diversas responsabilidades; y su compromiso revolucionario crítico, sin temores a enfrentarse a lo mal hecho.

Contrario a lo que se podría esperar de una persona dedicada por gran parte de su vida a tareas de inteligencia y contrainteligencia, un comportamiento característico de mi padre en sus relaciones con sus subordinados es que siempre confiaba en lo mejor de las personas; lo cual no excluye que él sabía «leer» el carácter y las debilidades, y así escoger a «su gente» y decidir cuáles tareas debían ser asignadas a cada quien. Es por ello que a los compañeros del Departamento América (del Comité Central del PCC) siempre les daba grandes responsabilidades y capacidad de toma de decisiones de forma autónoma, bajo un plan acordado y una ética de trabajo previamente consensuada. Como ya algunos de ellos han contado, si alguien se equivocaba, el error era analizado con sensibilidad y servía como experiencia para mejorar y para ganar en compromiso. Y es que de otra manera no se hubiera podido hacer todo lo que se hizo para apoyar a las fuerzas progresistas en los más alejados rincones del mundo.

El equipo del Departamento América trabajaba intensamente, sin horarios, con la mayor dedicación, y con algo que era suigéneris: la alegría y optimismo que irradiaba de la personalidad de mi padre. Por eso mi madre lo consideraba como una gran familia, porque compartíamos juntos los sueños y esperanzas, los buenos y malos momentos, y hasta la convivencia del día a día.

Uno de mis recuerdos de mi padre es lo que hizo en 1996 para «salvar» al Centro de Estudios sobre América (CEA), un centro de investigación cuya creación (en 1978) fue promovida por mi padre. Como parte de su visión estratégica, él entendió la importancia de contar con los resultados de la investigación científica, con ética revolucionaria pero sin coerciones políticas, sobre las complejidades de la región para poder comprender mejor sus dinámicas actuales y trayectorias futuras.

Corrían años de difícil situación económica donde, además, ya se veían los efectos indeseados — en términos de desigualdades y pérdida de valores — de las reformas de inicios de los noventa que tuvieron que tomarse para resistir la crisis generada por la caída del campo socialista y el arreciamiento de la política de EE.UU. de hostigamiento contra Cuba. Mi padre no tuvo temor a arriesgar su puesto o prestigio como revolucionario para defender a compañeros y compañeras del CEA, que tenían un análisis crítico de la realidad cubana y hacían propuestas audaces para superar lo que ya se identificaba como deficiencias estructurales del sistema económico y político cubano. Ellos estaban planteando la importancia de promover las pequeñas y medianas empresas privadas y las cooperativas, la descentralización hacia la municipalización, entre otros temas. Recuerdo las numerosas llamadas y visitas de varios de ellos a todas horas. Recuerdo alguna vez que mi padre les pusiera las manos sobre los hombros y alentara a ser mesurados y no dejarse provocar por los que no entendían la importancia de sus análisis y el significado de sus propuestas.

Desde hacía cuatro años, mi padre ya no era jefe del Departamento América del Comité Central del Partido. Pero seguía dedicando todo su tiempo a defender la revolución desde todas las trincheras posibles. En lugar de quedarse tranquilo, hizo todo lo que pudo — y casi lo logró — para que no se dispersara a un equipo de investigadores cuya valía intelectual y compromiso con la revolución se evidencia en que varios de ellos hayan recibido el Premio Nacional de Ciencias Sociales y muchos continúen aportando sus valiosos criterios y propuestas.

Y es que

mi padre entendía que la diversidad de ideas y la crítica, siempre desde el compromiso de hacer avanzar la Revolución, es imprescindible para la propia vida de todo proceso revolucionario verdadero; pues la autocomplacencia, insensibilidad y dogmatismo — junto con la corrupción — están entre los peores enemigos internos. Desestimar a priori o deslegitimar propuestas de cambios que parezcan romper con las prácticas establecidas, resulta en que la revolución cuente con menos pensadores honestos comprometidos y que proliferen los oportunistas incapaces de ser honestos cuando es necesario para corregir errores.

Mi padre también comprendió y aprehendió lo que Fidel le enseñó sobre la importancia de tener un diálogo con la mayor pluralidad posible de actores, solo descartando a los que atentaran de forma violenta contra la Revolución, pues solo de esa manera se gana en alianzas y se neutralizan potenciales futuros enemigos.

En momentos en que nuestro proceso revolucionario se ve nuevamente en una situación bien complicada, acechado por los mismos intereses externos que desde sus inicios han querido destruirlo y desafiado por nuevas dinámicas internas, creo que también puede ser útil recordar a Piñeiro. Además de la cohesión social alrededor de un proyecto de transformación social hacia la justicia plena para las mayorías de nuestro pueblo,

entre nuestras más importantes «armas secretas» que nos han permitido resistir todos estos años y mantener importantes conquistas, podemos destacar dos: contar con personas comprometidas a defender y hacer avanzar la revolución; y el pensamiento crítico imprescindible para identificar errores, alertar sobre riesgos y proponer soluciones.

Piñeiro, desde su ejemplo y su estilo de liderazgo promovió ambos, y defendió a sus compañeros y compañeras de lucha con estas mismas convicciones sin importarle el precio.


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