Por Alejandro Gumá Ruíz
Los días 27, 28 y 29 de febrero sesionó en La Habana el XV Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios, un espacio que durante tres décadas ha convocado a representantes de los movimientos sociales, luchadores, activistas, investigadores, educadores populares y estudiantes que se articulan desde las rebeldías cotidianas contra el capital y todas las formas de opresión.
El encuentro es organizado por el grupo Galfisa del Instituto de Filosofía y el Centro Martin Luther King Jr. La Tizza se dispone a publicar parte de las intervenciones, debates y acciones que tuvieron lugar en estos días.
Iniciamos con las notas compartidas durante el momento final del XV Taller, el 29 de febrero de 2024, por nuestro compañero Alejandro Gumá Ruíz.
«Lo que aprendimos y lo que enseñamos» es el título que dio el Che Guevara a un breve texto de diciembre de 1958, el primer balance, quizás, de la Revolución cubana, uno suigéneris, por cierto, escrito aún en campaña, antes de la victoria.
Dice allí el Che: «Del grupo de jóvenes entusiastas que asaltaron el Cuartel Moncada en la madrugada del 26 de Julio de 1953, a los actuales directores del movimiento, siendo muchos de ellos los mismos, hay un abismo».
¿A qué abismo se refiere quien le habla al pueblo desde las montañas del centro de Cuba?
Esta breve retrospectiva del guerrillero da cuentas de un hecho decisivo: la lucha los ha cambiado a fondo, ha cambiado a fondo sus formas de mirar y de sentir, le ha puesto a la injusticia rostros concretos, de hombres analfabetos, de mujeres puérperas en la miseria y de sus niños de piel escamosa, a todos los cuales ha hecho concurrir a la pelea y con quienes cuenta para fundar el futuro que ninguno alcanzará.
Desde que se publicara aquel opúsculo guevariano, no es poco lo que hemos aprendido y enseñado en los enfrentamientos a la opresión y la humillación seculares.
Aprendimos que la modernidad capitalista nos excluye y nos incluye, a la vez. Inclusión envenenada que nos necesita no solo para franquear adelantos científicos o conquistas tecnológicas, sino para reproducir y amplificar la racionalidad capitalista; ganarle agentes a partir de la expropiación sistemática de su subjetividad, que monetiza en las ferias globales de la imagen y la palabra.
Pero la modernidad capitalista nos ha dado herramientas y posibilidades inéditas para la acción, que debemos saber manejar y usar a nuestro favor, sin perder de vista que ninguna herramienta o posibilidad existe sin diques y mecanismos de disuasión, cooptación o violencia, en todas sus variantes, para que no lleguen a erigirse en amenazas de sostenibilidad para el sistema.
Y aunque el conjunto de oportunidades y bridas dibuja el delicado y precario equilibrio de las dominaciones, debiéramos tomar muy en cuenta, para las luchas que vendrán, que al capitalismo nunca llegaremos a sobrarle del todo. Hasta los muertos le seguirán siendo necesarios.
Aprendimos que, para nosotros, pueblos colonizados, masa redituable del capitalismo, las tareas de modernización y libertad tendrán que cumplirse al unísono por las revoluciones, contentivas de un proyecto civilizatorio diferente. El acceso a los beneficios de la modernidad para millones de seres humanos sigue estando sujeto a un cambio de matriz de la modernidad.
Hemos aprendido que debemos apropiarnos de toda la cultura de liberación, de la memoria de la beligerancia popular, conocer las propuestas de quienes han luchado antes que nosotros, las dificultades que enfrentaron, las respuestas que dieron a sus problemas, para que sea muy rico el arsenal de opciones que manejemos ante los desafíos actuales.
Que la originalidad de nuestras luchas no es una estrategia de marketing, sino una condición para la eficacia, un modo de remontar las sofisticaciones simbólicas, ideológicas y políticas del capitalismo.
Que sin aspirar al poder sobre la totalidad social estamos perdidos. Y que el poder se asalta, pero también se construye. Que no es externo a nosotros y que toda relación social lo es, a su vez, de poder.
Seguimos aprendiendo con el Ejército de Liberación Nacional de Colombia, después de tantos recordatorios en las últimas seis décadas en la América Latina, que «la paz no es el silencio de los fusiles» y que desmovilizarse equivale a quedar inmóvil, en cualquier fosa común, en cualquier boca de río, en cualquier cuneta.
Hemos aprendido también, de nuestras Repúblicas en armas, que en las guerras deben comenzar a perfilarse nuestros Estados, los nuevos órdenes de la liberación, pero las guerras no pueden equivaler al Estado.
Aprendimos que la inteligencia sin la sensibilidad está condenada.
Que la intrascendencia también provoca rendición. Y que la gente está cansada de los cobardes, de los timoratos, del bando político que sean.
Que parecer, en el mundo de hoy, es muy importante para ser.
Que la conciencia de clase define también la pertenencia de clase, y no sólo las posiciones dentro de la estructura social, comprensión clave para no ser sectarios, ni quedarnos solos.
Que la verdad hay que hacerla creer y, sobre todo, hay que encarnarla. Que la historia no unce a nadie con la razón y que ella sólo se podrá tener cuando logremos que se comparta.
Que para que el amor sea eficaz ― como quería Camilo Torres― la esperanza no puede existir fuera de la acometida ― como nos pedía Paulo Freire―.
Que la práctica, y no las condiciones existentes, es el dato decisivo para desquiciar el calado reticular de la dominación. Que las llamadas «condiciones» tienen autor social, no son un dato intangible ni una emanación de la naturaleza humana. Y que la lucha será madre de aquellas que nos saquen del fango perenne en que nos movemos.
Que la gente protesta y se rebela como sabe, o como no sabe, y que debemos acompañarnos para aprender a rebelarnos y para ganarnos el derecho a conducir, a guiar, o como el subcomandante Marcos, a «mandar obedeciendo».
Que la nación es siempre la nación de alguien, la nación para alguien. Y que las clases dominantes hacen pasar de contrabando sus intereses como intereses nacionales. Por eso un comunista cubano pudo decir: «Cuba libre, para los trabajadores».
Que los vehículos organizativos no agotan el movimiento histórico, ni la dimensión política de quienes luchan y que, para ser expresión unitaria de ellos, deben acompañar los principios con una extraordinaria flexibilidad.
La militancia no puede vivirse como obsecuencia. Tiene que ser un despliegue de grados crecientes de libertad, de forja de ideas propias, de autocontrol sobre las condiciones de reproducción de nuestras vidas. Requiere disciplina y audacia, lucidez y seducción.
Que el pensamiento social no puede ser inquilino de un alquiler, ni un asesor, ni un experto de paso, sino el paisano de casa propia y abierta al centro de los combates, las derrotas, las certidumbres y las preguntas. Esos y no otros son los materiales de una episteme que pueda horadar las prisiones de sentido desde donde solemos diseñar el mundo de afuera y el mundo de mañana.
Aprendemos cada cuatro años que los sistemas electorales también lo eligen a uno.
Hemos aprendido que la economía no existe a secas, ni se vale por sí misma. Es siempre servidora de un poder social, al que sostiene para que la mantenga con vida. No es tampoco un inventario, un conjunto de activos ni una tesorería. Es el espacio de relaciones sociales donde producimos medios de realización que se independizan de nuestra capacidad creadora para producirnos, a su vez, como medios de realización de ellos. Y es también el espacio donde producimos las formas de asimilar la realidad, de explicárnosla, de definir nuestro lugar en ella y de fraguar aspiraciones, deseos, necesidades y modos de satisfacerlas.
Por eso, la actividad económica fundamental de las alternativas anticapitalistas se decide en una pedagogía del trabajo para adquirir conciencia sobre los fines y condiciones del entramado productivo de la vida, de los cuidados, del trabajo doméstico, y operar un desplazamiento radical del foco de la ganancia como fin de la producción hacia la desmercantilización de los derechos humanos, como premisa del bienestar y de la plenitud y calidad de la vida.
Hemos aprendido que somos muy fuertes y que podemos detener las ruedas dentadas de la sociedad si nos coordinamos.
Aprendimos que la creación de socialidades nuevas es una de las mejores formas de oponernos al imperialismo y de luchar contra él. Prefigurar en nuestro campo hoy y ahora las relaciones sociales y normas que prescriben las utopías y que adelantan las luchas.
Oponernos sin distinguirnos nos mantiene funcionales e integrables a un entorno de diversidades políticas controladas, que es tan caro a la ilusión de libertad y democracia burguesas.
Que las burocracias nacidas de procesos revolucionarios, y erigidas en representantes del pueblo, pueden terminar pactando con el capitalismo si con ello preservan ― o calculan preservar― cuotas de poder sobre el Estado, o sobre el mercado. Que, por tanto, la redistribución de la riqueza y del poder son tareas del socialismo desde el día cero.
Hemos aprendido a convertir los momentos en lugares, como estos Paradigmas Emancipatorios.
Me doy cuenta de que solo he hecho referencia a aprendizajes. Pero hemos enseñado, y no es poca cosa, a perderle el miedo al garrote.
Y hemos enseñado, como en Chile, en Palestina y en tantos lugares, a ver sin ojos, a barrenar los escombros hacia arriba, a emerger mil veces y morir con dignidad otras mil.
Hagamos entonces, con el Che, de lo que hemos enseñado y aprendido, una antesala de la victoria, que puede estar muy cerca, como para él y sus compañeros aquel diciembre de asma y plenitud en 1958, si no cejamos en la lucha.
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