Para llegar al Lenin de 1917: tribulaciones sobre prólogos y prologuistas

Por Fernando Luis Rojas

Tomado de Y seremos millones. Memorias del taller «Lenin en 1917. De las tesis de abril a El Estado y la Revolución». Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, 2017. pp. 17–29.


En 1921 Alexandra Kollontai escribía un texto breve que tituló El primer subsidio. La bolchevique rusa, en aquel momento miembro de la denominada «oposición obrera», recordaba los días de octubre de 1917 marcados por el intenso trabajo y la voluntad de crear «una República nueva, laboriosa, sin precedente en la Tierra». Narra Kollontai que dos días después de la toma del poder, irrumpió en la pequeña habitación del edificio Smolny, donde se alojaba el Comité Central del Partido de los bolcheviques, y fue recibida por Lenin con el siguiente mandato: «Vaya ahora mismo a encargarse del Ministerio de Asistencia Social del Estado. Hay que hacerlo inmediatamente».[1]

Otro controvertido — y por muchos años preterido — bolchevique, León Trotsky, afirma en el primer párrafo de su prólogo a la Historia de la Revolución rusa:

En los dos primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después, estaban ya en el timón los bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro cambio de frente tan radical, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos ante una nación de ciento cincuenta millones de habitantes.[2]

Así de rupturista fue la Revolución bolchevique, un acontecimiento sobre el que deberíamos volver con mayor persistencia y profundidad.

Por estos días, especialmente después de la visita del presidente de Estados Unidos, su discurso en el teatro Alicia Alonso y la más reciente celebración del VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, se ha retomado el tema de la importancia de la Historia y la necesidad de no olvidarla. A ello debe agregarse la urgencia de asumirla desde su integralidad, que incluye el acercamiento a esas artificiales y volátiles dicotomías: «luces y sombras», «fracasos y victorias», «errores y aciertos»…

Al final, lo que siempre corroe son los silencios y las simplificaciones.

Este taller ha sido organizado bajo esa premisa. Octubre de 1917 fue el asalto al cielo, un asalto que empezó a carburar desde mucho antes. Reconocerlo presta un servicio al rescate de Lenin y sus compañeros; los humaniza, no en el sentido — también necesario — de presentar cuestiones íntimas, familiares, cotidianas, sino aprehendiéndolos desde el lugar que ocupan en una historia cultural y acumulativa que — para mostrar su fuerza individual y colectiva — dinamizan y mueven.

Para hablar de 1917 muchos estudiosos han precisado prólogos, el más significativo la Revolución de 1905. Sabemos la vida propia que adquieren algunos en los más diversos terrenos, para confirmarlo están el famoso Prólogo a Contribución a la crítica de la Economía Política y el no menos polémico realizado por Jean-Paul Sartre a la primera edición de Los condenados de la tierra de Frantz Fanon en 1961. Sin embargo, al prólogo debía corresponderle un papel de reparto.

Es por ello que situar algunos elementos precedentes sirve para dimensionar la transgresión bolchevique, porque sin historia, el asunto deriva en un iluminismo personal que le es funcional al capitalismo y su paradigma democrático.

Los problemas de la autocracia zarista

Una de las características de Rusia a finales del siglo XIX era que permanecían intactas las prerrogativas de la autocracia zarista. La Ley Fundamental del imperio de 1892 planteaba en su artículo primero: «El emperador de todas las Rusias es un monarca autocrático y su poder ilimitado. El mismo Dios ordena que su poder supremo sea obedecido, lo mismo por conciencia que por miedo».[3] Esta legislación, anacrónica en el concierto capitalista desarrollado europeo, tenía profundas raíces en la cultura rusa.

Solo así puede entenderse que el creciente movimiento huelguístico que generó en San Petersburgo a finales de diciembre de 1904 el despido de obreros en Putílov derivara en una marcha de doscientos mil manifestantes que vestían sus trajes de domingo, cantaban himnos y llevaban retratos del zar. Los hombres, mujeres, niños y ancianos que pretendían establecer contacto «con el único hombre que puede enderezar los entuertos de insultados y dañados», llevaban una petición en la que rezaba: «Nosotros, obreros de San Petersburgo, con nuestras mujeres y niños, con nuestros padres, ancianos y desvalidos, hemos venido a ti, nuestro gobernante, en busca de protección y justicia».[4] La crueldad de la respuesta acuñó en la historia rusa el 9 de enero de 1905 como el Domingo Sangriento.

El historiador Lionel Kochan dice en su libro Rusia en revolución (1890–1918) que «(…) después del Domingo Sangriento, Rusia nunca volvería a ser la de antes». Es cierto, pero la acumulación cultural no se borra de un golpe — por criminal que este sea — y una década después, el 3 de septiembre de 1915, el zar disuelve la Duma, sin reacciones contrarias de los diputados.

No puede soslayarse, en el contexto de una autocracia, la personalidad en el poder. Nicolás II sube al trono en 1894, ocupando el centro del poder imperial en una época de cambios sin precedentes. El zar se mantenía apartado de las principales corrientes de la vida rusa del momento e ignoraba las transformaciones que estaban minando las viejas costumbres. No es de extrañar entonces que en medio de las situaciones más críticas hablara de paseos, invitados y comidas. En víspera del mencionado Domingo Sangriento escribió en su diario: «Mucha actividad y muchos informes. Vino a comer Fredericks. Dimos un paseo. Desde ayer todos los talleres y fábricas de San Petersburgo están en huelga (…) Hasta ahora los obreros se han comportado con tranquilidad. Su número se calcula en ciento veinte mil (…)».[5]

Este desinterés de Nicolás II, o esta soberbia, tiene un efecto corrosivo en otra dirección. Aunque parezca una paradoja para un gobierno centralizado, los revolucionarios de 1917 tendrán que romper una herencia de falta de organicidad en la política y el gobierno. Esta carencia se manifiesta particularmente entre finales del siglo XIX y principios del XX: no había doctrina o costumbre de responsabilidad ministerial colectiva, el zar tenía como consejeros a personas con la lealtad como cualidad mejor, permitía la influencia entre telones y no existía un objetivo claro de las acciones políticas.

Sin embargo, el zar se mantuvo veintitrés años en el poder. De lo que hablamos es de cómo funciona la hegemonía, un asunto que considero de especial importancia en la Cuba de hoy. Hay que volver a esta cuestión no solo desde la perspectiva del empoderamiento socialista, sino desde las experiencias históricas de un régimen como el existente en Rusia a principios del siglo pasado.

Nicolás II tendía a resolver cualquier problema con la reafirmación de sus prerrogativas autocráticas y con la violencia. Pero no fue la represión el único camino que se exploró en aquellos años. En algunos sectores se produjo una defensa intelectual del sistema, que vino desde posiciones polarizadas. Llama la atención el caso de Serguéi Yúlievich Vitte, ministro de Hacienda entre los años 1892 y 1903, quien fuera considerado el principal exponente de una Rusia industrializada, pero creía en la autocracia como instrumento de cambio. Paulatinamente, la institución zarista se va revelando como inviable y comienza a oscilar entre la reconciliación y la represión. Un curioso mecanismo que se utiliza para disputar la hegemonía entre los obreros se encuentra en la creación de un movimiento del propio régimen, separando la acción reivindicativa económica de los trabajadores de la lucha política revolucionaria. El llamado «socialismo» de Zubátov constituye una interesante experiencia de corporativismo.

En esta pugna por la hegemonía llegamos a la irrupción de la naciente burguesía industrial como aliada del zarismo a inicios del siglo XX. Esta postura permitirá apreciar la peculiaridad de la Revolución bolchevique, la radicalidad del cambio entre febrero y octubre de 1917, y las críticas que desde la teoría socialista se lanzaron contra el poder de los sóviets. Para algunos autores, la burguesía rusa no era más que un agente mediador de otras potencias mundiales más poderosas, presionaba al zarismo, pero era completamente impotente en materia política. Otros han dicho que la burguesía rusa nunca conquistó una ciudad. En el periodo de 1861 a 1914, aunque la población urbana se había triplicado (de siete a veinte millones), la proporción de habitantes en las ciudades solo se elevó de un 11,6 por ciento a un 14,6 por ciento. En resumen, la burguesía podría describirse como un «sátrapa» del régimen.[6] Esta situación marcó la Revolución rusa, en el entendido que el cambio de orientación de esta clase respecto a la autocracia respondía a su temor de que los bolcheviques capitalizaran la revolución.

Obreros y campesinos

Los datos demográficos mencionados antes demuestran la preponderancia en términos poblacionales del mundo rural sobre el urbano en Rusia. El papel del campesino en la revolución y la política agraria serían también elementos distintivos y diferenciadores del proceso de empoderamiento bolchevique.

En la Historia de la Revolución rusa de Trotsky se plantea que «(…) El rasgo fundamental y más constante de la historia de Rusia es el carácter rezagado de su desarrollo, con el atraso económico, el primitivismo de las formas sociales y el bajo nivel de cultura que son su obligada consecuencia».[7] Esos rezagos, como vimos, se manifiestan en las formas políticas y las características de la burguesía, pero también en la industria y el campo.

La fase inicial de una revolución industrial rusa se verifica en fecha tan tardía como la década de 1870. Los obreros laboraban en fábricas gigantescas y, por la novedad del impulso industrial, eran un proletariado joven y reducido en comparación con la población total. Otro problema era la concentración geográfica del área industrial: en 1912 la zona central, la noroeste y Ucrania, que ocupaban solo un 30 por ciento de la Rusia europea, aportaban el 62 por ciento de toda la producción industrial y empleaban el 63 por ciento de todos los obreros. La persistencia de los lazos fábrica-aldea actuaba como una rémora adicional a la industrialización y obstaculizaba la formación de una clase obrera permanente. La provincia de San Petersburgo era la única que tenía una proporción más alta de obreros urbanizados. En el resto del país, la norma era la «ciudad» de la compañía en un área rural.

A grandes rasgos, sería esta la plataforma clasista para la actividad de Lenin y los bolcheviques. La intensa labor de agitación, la politización, el vínculo con las bases obreras y la solidez teórica plantearon desde los primeros momentos la necesidad de convertir la lucha económica en política, lo que constituyó una importante diferencia respecto a Occidente. El proletariado en Rusia — visto el lugar de la burguesía y considerando la atomización y limitaciones políticas del campesinado — asumió la tarea de hacer su revolución y cargar contra el absolutismo.

A pesar de los obstáculos existentes para el desarrollo del movimiento y las fórmulas represivas utilizadas, las huelgas — como forma de lucha — se convirtieron en uno de los rasgos característicos de la vida industrial rusa. Si en inicio se distinguieron por su corta duración y no recibieron el apoyo de todos los trabajadores, a partir de 1890 muestran matices políticos y mayor organización. Este nuevo carácter se manifestó rápidamente en las primeras huelgas generales rusas de 1896 y 1897.

El periodo 1903–1917 es ilustrativo de la inestabilidad y potencialidad en la acción del movimiento obrero. La Revolución de 1905 se hizo sentir de manera especial con la incorporación de casi dos millones de hombres a huelgas políticas, además de la organización en sóviets. Los siguientes dos años reflejaron actividad, pero en rigor comenzaba un reflujo revolucionario después de diciembre de 1905. Llegó la reacción, la contrarrevolución triunfante, para luego — a partir de 1912 y con fuerza significativa en la primera mitad de 1914 y los dos primeros meses de 1917 — poner a temblar y derrumbar la institución zarista. En este juego de las fuerzas obreras tendrá un peso particular la circunstancia de la(s) guerra(s), que trataremos más adelante.

En octubre de 1916 la lucha entra en su fase decisiva. En todas las fábricas se celebran mítines que denuncian la carestía de la vida, el problema de la guerra y la actitud del gobierno; circulan hojas bolcheviques y se producen casos de fraternización entre obreros y soldados. El 14 de febrero de 1917, ante la apertura de las sesiones de la Duma, se ponen en huelga noventa mil obreros en San Petersburgo. El 16, las autoridades deciden implantar los bonos de pan en la ciudad, y tres días más tarde una muchedumbre — formada principalmente por mujeres — se agolpa delante de las tiendas de comestibles. Se va preparando la denominada Revolución de Febrero.

La intrepidez bolchevique no tiene su raíz en el seno del proletariado de manera exclusiva.

Una de las razones que dio al movimiento sus gigantescas proporciones se encuentra en el punto de apoyo popular que aportaba la cuestión agraria. Las relaciones con el campesinado definirán varias de las políticas iniciales del poder soviético y marcarán buena parte de los enconados debates de los bolcheviques, antes y después de octubre de 1917.

En 1861 se había procedido a emancipar — con retraso y a medias — a los campesinos rusos. En el sentido metodológico, la reforma de ese año — obra de la monarquía burocrática y aristocrática — constituye una permanente invitación a analizar la integralidad de cualquier transformación. Con la eliminación del régimen de servidumbre en Rusia me sucede igual que con la abolición de la esclavitud en Cuba en 1886: salvando las distancias, considero que el simbolismo del anuncio invisibilizó la compleja situación existente, el alcance de las contradicciones que se mantenían o relanzaban y los efectos — de la servidumbre o la esclavitud — en la herencia cultural. En rigor, la emancipación de siervos perpetuó muchos de los peores rasgos de la Rusia de los terratenientes feudales. El campesino ganó libertad, pero esta se hallaba anulada por el papel coercitivo de la comunidad aldeana.

Por cuestiones de tiempo, no realizaré un abordaje amplio de la situación del agro ruso. Sin embargo, no puedo dejar de apuntar que la situación de los campesinos expresa la magnitud de las contradicciones existentes al interior de Rusia, con las que debieron lidiar los bolcheviques y todas las agrupaciones políticas que participaron de la revolución.

https://medium.com/la-tiza/octubre-1917-no-fue-una-revoluci%C3%B3n-solo-bolchevique-1f980f638037

El problema se les planteó a los revolucionarios en términos de la heterogeneidad del campesinado. El asunto no era sencillo, no se trataba solo de resolver la antinomia entre terrateniente y campesino. De los frutos de la Revolución de 1905 se aprovecharon los campesinos más acomodados, los que estaban en condiciones de arrendar y comprar las tierras de los señores después de la Ley del 9 de noviembre de 1906, que constituye la reforma más importante implantada por la contrarrevolución triunfante. Y aquí otra enseñanza: la reacción no solo puede reprimir, también puede legislar. Incluso un asunto como la cooperación voluntaria, organizada para suplir el desplazado régimen comunal obligatorio, favoreció a los campesinos ricos.

El movimiento agrario resurgió de manera parcial en 1908 y se fue intensificando en los años siguientes. Los efectos de la guerra impactaron en forma brutal en los campesinos. El clima se tensionó, había aparecido en escena una potencial dirección para los campesinos. «Por primera vez en la historia del mundo, el campesino iba a encontrar su director y guía en el obrero. En esto es en lo que la revolución rusa se distingue fundamentalmente de cuantas la precedieron».[8]

El socialismo y la guerra

Como se mencionaba antes, otra cuestión de interés en el devenir de la Revolución bolchevique está relacionada con el impacto de la guerra. La popular disyuntiva luxemburguiana entre revolución y reforma estuvo antecedida por la también importante — y no menos discutida en su momento — planteada entre derrota y revolución.

El problema se había expresado ya en las vísperas de la Revolución de 1905. Al mencionado activismo huelguístico del proletariado, la miseria que asolaba al campesinado y las pujas políticas se sumó el estallido de la guerra entre Japón y Rusia en enero de 1904. Según Kochan: «La guerra puso de relieve todos los focos de descontento existente en el interior del imperio, y sometió al zarismo a pruebas más duras que las que hasta entonces había tenido que soportar».[9]

Durante el conflicto ruso-japonés se desdibujó el mito de invencibilidad del Ejército ruso. Las derrotas en el río Yalú, de la flota en Vladivostok y la pérdida de Puerto Arturo se tejieron como una cadena de fracasos militares mal recibidos. En ese contexto, parecía cobrar cuerpo la mencionada dinámica entre derrota y revolución. La acción izquierdista se multiplicó en Polonia, Bakú, Riga, entre otras, hasta el desenlace del Domingo Sangriento.

Resulta curioso que durante esta guerra, a diferencia de lo que ocurriría diez años después, se excluyera de la llamada a filas a los habitantes de las ciudades de mayor tamaño y los centros industriales de mayor espíritu revolucionario. El trasfondo de esta en apariencia sutil diferencia podría estar en cuestiones como la dimensión que alcanzó la Primera Guerra Mundial en comparación con el enfrentamiento ruso-japonés, pero también con la certeza de que la reacción aprende de las experiencias precedentes. ¿Dónde podría ser más «peligrosa» y al mismo tiempo controlada la agitación revolucionaria: en el frente o en las ciudades como Petrogrado y Moscú?

Para Lenin y otros bolcheviques, los motivos de la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial iniciada en 1914 estaban claros: se trataba de una contienda por la supremacía mundial. Como se dijo, desde 1904–1905 se había debilitado el mito de la invencibilidad del Ejército ruso, que una década después «(…) no representaba una fuerza seria más que contra los pueblos semibárbaros, los pequeños países limítrofes y los Estados en descomposición…».[10] La fuerza defensiva del ejército se basaba en la inmensa extensión del país, escasa densidad de población y malas comunicaciones.

Al mismo tiempo y con una fuerza singular, reapareció el pulso entre derrota y revolución. Para la primavera de 1915 la situación se hizo crítica y cabalgaba la desmoralización. Como un bumerán, la práctica de enviar a los obreros huelguistas al frente como castigo vino a unirse al deplorable estado de cosas y comenzaron a emerger con mayor activismo los elementos revolucionarios dentro del ejército, en las ciudades y el campo.

Ahora bien, la dinámica que se ha presentado como eje de este epígrafe no debe absolutizarse. No comparto la idea de que la revolución socialista necesitara la guerra como plataforma, o al menos, como justificación. Ciertamente, en el escenario ruso de 1917 la consigna de la paz se convirtió en uno de los principales puntos de comunión entre los bolcheviques y las masas, y la participación del zarismo autocrático e imperialista en el conflicto catalizó la crisis que ya vivía Rusia.

La historia no se puede subjuntivar, pero sí polemizarse y problematizarse.

Al respecto, expresa Trotsky: «¿Cabe pensar que, a no haberse declarado la guerra, el movimiento ofensivo de las masas que venía creciendo desde 1912 a 1914 hubiera determinado directamente el derrocamiento del zarismo? No podemos contestar de un modo categórico a esta pregunta. No hay duda de que el proceso conducía inexorablemente a la revolución (…)».[11] En rigor, la guerra por sí misma no conduciría a la revolución. En algún momento incluso, la marcha hacia el frente de buena parte de los más radicales y politizados obreros afectó esta ola que venía en ascenso desde 1912.

Por eso es tan importante el texto leninista de 1915 publicado con el nombre El socialismo y la guerra.[12] Me inclino a pensar que constituye, sobre todo, un trabajo de propaganda y lucha política más que un esfuerzo estrictamente teórico. Lenin entiende la lectura de la policía zarista y la burguesía, que confiaba en la fuerza del discurso «patriótico» para ganar apoyo a la guerra y define una táctica basada en visibilizar el estado de ánimo revolucionario de las masas en Rusia y otros países; denunciar la complicidad de los partidos socialdemócratas oficiales con sus gobiernos y la burguesía;[13] establecer las diferencias históricas entre los socialistas, los pacifistas burgueses y los anarquistas respecto a la paz y la guerra; demostrar el carácter imperialista de la Primera Guerra Mundial y su desnaturalización por algunos sectores; reivindicar las ideas de Marx y Engels frente a las tergiversaciones de Plejánov, Lensch, David y Kautsky; y analizar específicamente la situación rusa.

Lenin está luchando por la hegemonía en el escenario socialdemócrata, una hegemonía de lo que considera la socialdemocracia revolucionaria. Tras esta lucha existe una plataforma que en el lenguaje preciso, aforístico y categórico de la propaganda se refleja en El socialismo y la guerra. Por un lado insiste en la necesidad de trabajar «de modo sistemático y constante» para capitalizar la crisis generada por la guerra, pero al mismo tiempo confirma lo que se expresó antes sobre la relación entre derrota y revolución o guerra y socialismo: la ecuación no es tan lineal como que la guerra es el único camino al socialismo, al contrario, es el triunfo de los socialistas — o mejor, de uno de los grupos socialistas — lo que puede poner fin a las guerras imperialistas. El socialismo se convierte en una necesidad histórica, en el sentido de que los conflictos bélicos serán expresión sistemática de la época del imperialismo. Se trata entonces de aprovechar la coyuntura para cumplir los objetivos que fueron definidos desde antes. El ideal socialista y la necesidad de tomar el poder de forma revolucionaria preceden a la Primera Guerra Mundial. La utilización de las dificultades de los gobiernos es una cuestión coyuntural y por tanto táctica, ahora (1914–1917) es la guerra, pero también podrían ser crisis económicas, políticas y otras.

Hay más en esta plataforma propagandística para la lucha por la hegemonía que explica nuestra insistencia en las relaciones mencionadas. Sí, la crisis agudizada por la guerra puede ser «capitalizada» por los revolucionarios, puede potenciar el ideal socialista, pero también la reacción, que ha levantado cabeza en todos los países, aun en los más libres y más republicanos.[14] La famosa y dogmatizada definición de «situación revolucionaria» contiene la pugna entre revolución y reacción: así ocurrió en Rusia hasta que los bolcheviques lideraron el enfrentamiento a Kornilov — como se verá luego — y en la URSS, años después, cuando una reacción con un impostado ropaje rojo suprimió la democracia socialista en nombre del socialismo. Así ocurrió en Alemania.

Llama la atención el cuidado que pone Lenin en analizar los problemas en relación al contexto, evitando generalizaciones simples. En este sentido se insiste de manera particular en el prefacio a la edición de 1918, diferenciando la Rusia zarista de 1915 de la Rusia bolchevique de ese año (1918). De igual forma, no habla «en general» del capitalismo, y lejos de anatematizarlo, complejiza la discusión al mirarlo en su desarrollo: en algún momento fue «el libertador de las naciones», para — en una conversión de progresivo a reaccionario — transformarse en la época imperialista «en el más grande opresor de las naciones». Esta metodología se aprecia también al referirse a las luchas al interior de los partidos socialdemócratas: las contradicciones no surgieron con la guerra; la guerra fue — digamos — el más importante factor de ruptura.

El folleto de Lenin contiene otras ideas que por cuestiones de espacio solo podemos anunciar: el importante lugar de la liberación nacional en el seno del Imperio ruso, definido por el líder bolchevique como verdadera «cárcel de pueblos», y, al mismo tiempo, la necesidad de internacionalizar la revolución; los límites que contiene el discurso y la voluntad unitaria; las propias incongruencias que pueden existir entre el discurso y la práctica política, dejándonos un axioma que por negación se convirtió en drama desde la década del treinta en la URSS y llega a nuestros días y a nuestro espacio: proclamarse marxista no significa serlo.

Epílogo

Hace unos años comencé un texto diciendo que consideraba a Vladimir Ilich Lenin «el revolucionario más grande del pasado siglo XX».[15] Después de esta ponencia lo reitero, y agrego que lo fue porque dirigió una revolución también hecha contra los dogmas, lidiando con la historia cultural y las herencias de un escenario al que era muy caro el sistema de gobierno autocrático, con una correlación clasista excepcional entre obreros y campesinos, en medio de un conflicto bélico que generó las posiciones más diversas, extremas e incluso los cismas más significativos dentro de la hasta entonces revolucionaria socialdemocracia.

Considero excelente que el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello se proponga organizar un ciclo de eventos dedicados al centenario de la Revolución de Octubre, y que, en los debates, los problemas de la Cuba contemporánea emerjan de manera natural.

Volver a los acontecimientos que se desataron en 1917 — y unos años antes — no es un simple vicio nostálgico o un sencillo ejercicio historiográfico. Cuando se convierte en memoria crítica también es un diálogo con el presente.


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Notas:

[1] Kollontai, A. El primer subsidio, Marxists Internet Archive, 2009.

[2] Trotsky, León. Historia de la Revolución rusa, t. 1, Ruedo Ibérico, 1972, p. 1.

[3] Kochan, Lionel. Rusia en Revolución (1890–1918), Alianza Editorial, Madrid, 1968, p. 99.

[4] Ibídem, p. 153.

[5] Ibídem, pp. 157–158.

[6] Ibídem, p. 114.

[7] Trotsky, León. Ob. cit., p. 7.

[8] Trotsky, León. Ob. cit., p. 49.

[9] Kochan, Lionel. Ob. cit., p. 129.

[10] Trotsky, León. Ob. cit., p. 20.

[11] Ibídem, p. 38.

[12] Ya el Partido bolchevique había definido su actitud hacia la guerra en un manifiesto del Comité Central escrito en septiembre de 1914, y vuelto sobre ella al divulgar las resoluciones de la Conferencia de Berna.

[13] Lenin no renuncia a la condición socialdemócrata, por ello hace la distinción entre «socialdemócratas revolucionarios» y «socialdemócratas oficiales».

[14] Lenin, Vladimir Ilich. El socialismo y la guerra. Editora Política, La Habana, 1963, p. 11.

[15] Rojas López, Fernando Luis. Más que una isla. Ediciones Sed de Belleza, Santa Clara, 2015, p. 114.


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