Para el cumpleaños de un revolucionario lo más importante es el día después

Por Josué Veloz Serrade y Ángel García

«Fidel», Roberto Fabelo, 2013

«Revolución es sentido del momento histórico»

Fidel Castro


¿Cuál es el sentido del momento histórico que vivimos? ¿Cómo lo caracterizaríamos para empezar a revertir la situación en la que nos encontramos y avanzar otra vez en el sentido de la revolución? Desde un lente nuestroamericano debemos ganar la capacidad de leer de forma acertada el balance de la correlación de fuerzas si esperamos salir de la situación defensiva y reactiva y preparar las condiciones para una contraofensiva revolucionaria «de los humildes, con los humildes y para los humildes».

El año 2019 terminó con un golpe de estado contra Evo Morales y la derrota electoral del Frente Amplio de Uruguay. Ambos hechos se suman a la larga lista de retrocesos y derrotas que ha sufrido la izquierda latinoamericana en el gobierno — «progresismos» — en los últimos años.

El 2020 inició con la pandemia de la COVID-19, una situación que ha sumergido a la Humanidad en una crisis de dimensiones jamás conocidas y que augura una reconfiguración de escala planetaria.

La pandemia se da en un momento histórico marcado por la llamada «crisis estructural» del sistema-mundo capitalista — que tuvo una de sus manifestaciones agudas en 2008, pero que en su carácter crónico continúa empujando la vida al despeñadero — ; por un imperio norteamericano en decadencia — pero aún poderoso — ; por la emergencia de poderes rivales — aunque tal rivalidad no se asuma anticapitalista, como son los casos de Rusia y China — ; por un retroceso de las izquierdas en América Latina; por un estancamiento del movimiento de masas — en el sentido de que, pese a las valientes y beligerantes movilizaciones populares de tiempos recientes, desde hace mucho no cuenta con un proyecto estratégico y unidad orgánica — ; por un escenario de parálisis económica, de desempleados que suman los centenares de millones, de pauperización de los más pobres, mientras los multimillonarios del planeta aumentan su riqueza — concentración y centralización del capital — ; por el incremento de la militarización, la vigilancia y el control de nuestra sociedades; por aventuras guerristas — viejas y nuevas — como Siria, Yemen, asaltos mercenarios contra Venezuela, operaciones de militares yanquis en Colombia, recrudecimiento del bloqueo contra Cuba. En fin, asistimos a un panorama de crisis que recae sobre todo el orbe, pero, con ferocidad inusitada, sobre las clases populares.

Lo cierto es que esta, como todas las crisis, puede tener una salida regresiva — recomposición del dominio de las burguesías — o una salida progresiva — cambios estructurales favorables para la clase trabajadora mundial — . El resultado dependerá de la capacidad de las clases populares y de los oprimidos para asumir una estrategia revolucionaria que les permita mudar la correlación de fuerzas a su favor.

Las claves de Fidel

El panorama se presenta desalentador, y es en coyunturas como esta cuando se vuelve decisivo mirar hacia Fidel, maestro «en hacer posible lo imposible», como solía decir la entrañable Martha Harnecker, para convertir las derrotas en victorias. Pero no lo conseguiremos sin una estrategia, sin un plan que permita a los oprimidos crear y acumular fuerzas, mientras resta fuerza a los opresores. Es decir, un plan que modifique el sistema de contrapesos a favor de los de abajo, de tal manera que lo que ayer parecía improbable, mañana no solo parezca factible, sino perentorio.

Y es aquí donde confrontamos disyuntivas desafiantes. Acostumbrada la izquierda latinoamericana durante el último periodo histórico a centrar casi todos sus esfuerzos en la disputa electoral e institucional, ¿es razonable pensar que esta situación tan poco alentadora se puede revertir mediante las urnas?

Una de las esencias de la praxis de Fidel fue no haberse permitido nunca perder en la táctica, y la disputa institucional es esencialmente un asunto táctico, mientras la revolución es un asunto de estrategia. Hace más de 2,500 años, el General Sun Tzu advirtió que «la estrategia sin táctica es el camino más lento a la victoria; pero táctica sin estrategia es el ruido antes de la derrota».

La estrategia tiene que ver con ganar la guerra, la táctica, con ganar las batallas. Y la victoria de la guerra no siempre es la suma de victorias en las batallas. Inclusive, puede ocurrir todo lo contrario. El pueblo vietnamita, por ejemplo, perdió la mayoría de las batallas contra el ejército de los imperialistas yanquis; sin embargo, ganaron la guerra. En otras palabras, un revés táctico no debe significar una derrota estratégica.

La praxis de Fidel nos enseña que cualquier estrategia revolucionaria que aspira al triunfo debe, en primer lugar, hacer precisamente eso: tener vocación de victoria, querer ganar, al sacrificio que sea necesario. No hacer política solo por hacer política. No disputar elecciones solo por disputarlas — que, como señalamos, son tácticas — . Cada batalla, cada acción política, debe aportar a una acumulación de fuerzas suficiente para ganar la guerra. Es decir, para el triunfo de los oprimidos contra los opresores. Se trata de una victoria estratégica, resultado de una ofensiva estratégica. No es el resultado de la conciliación de clases.

La praxis de Fidel nos enseña que la revolución es el resultado de un pueblo unido, encaminado hacia el poder, hacia un poder que el propio pueblo tendrá que transformar para crear un poder de nuevo tipo, un poder revolucionario, un poder popular.

Conquistar un gobierno a través de sus instituciones no es lo mismo que conquistar el poder del Estado; y conquistar el poder del Estado no es lo mismo que transformarlo.

La praxis de Fidel nos enseña que no hay revolución sin proyecto revolucionario. Ese proyecto tiene que cristalizar al menos dos factores: la vía y el sujeto — quién va a hacer la revolución — . El Programa del Moncada — el proyecto — identificó al sujeto como el sujeto-pueblo, «nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata…» Y concluye así:

«¡Ese es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! A ese pueblo, cuyos caminos de angustia están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: <Te vamos a dar>, sino: <¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad!

La praxis de Fidel también nos enseña que la revolución necesita de una conducción revolucionaria, de un instrumento político que esté a la altura de la tarea, que encarne la visión estratégica. Donde ese instrumento político no exista, habría que crearlo, como fue el del Movimiento 26 de Julio. El M-26–7, en la concepción de Fidel, era el catalizador de las masas, del pueblo. Ese es el papel de la vanguardia: acompañar al pueblo, mas nunca suplantarlo.

La clave se encuentra en la fuerza y el poder de las masas. En 1961, Fidel diría: «Toda nuestra estrategia revolucionaria estaba relacionada con una concepción revolucionaria, o sea, nosotros sabíamos que únicamente con el apoyo del pueblo, con la movilización de las masas, se podría conquistar el poder». En julio de 1973, Fidel, al percibir el innegable avance de la contrarrevolución en Chile, le escribió una carta a Salvador Allende, donde le insistía en depositar su fe en el pueblo, en las masas, tanto para defender la revolución de los golpistas, como para consolidarla:

«…no olvides por un segundo la formidable fuerza de la clase obrera chilena y el respaldo enérgico que te ha brindado en todos los momentos difíciles; ella puede, a tu llamado ante la Revolución en peligro, paralizar los golpistas, mantener la adhesión de los vacilantes, imponer sus condiciones y decidir de una vez, si es preciso el destino de Chile. El enemigo debe saber que está apercibida y lista para entrar en acción. Su fuerza y su combatividad pueden inclinar la balanza en la capital a tu favor aun cuando otras circunstancias sean desfavorables».

Haber confiado más en la institucionalidad burguesa chilena que en la fuerza del pueblo fue tal vez el error cardinal de Allende, y un aprendizaje que deben asumir las izquierdas latinoamericanas.

Un proyecto, un sujeto, un camino hacia el poder, un instrumento político y la vocación de victoria: son los elementos centrales de la praxis de Fidel que debemos rescatar para estos tiempos, para doblegar lo imposible hasta que se perciba posible, para revertir las derrotas y convertirlas en victorias, para «emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos», para defendernos de «poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera…».

Es a la luz de estas claves que nos dejó Fidel, que podemos avanzar en un balance (auto)crítico de los procesos de cambio progresista que vivió Nuestra América en este último periodo histórico — 1998–2019 — , de ascenso y declive de la izquierda en el gobierno. También, empezar a despejar el camino hacia un rearme estratégico del proyecto de emancipación continental, e intentar, otra vez, abrir una grieta en el libro de la historia escrita por el opresor, a través de la cual pasen los oprimidos, en un imparable torrente de Humanidad, en marcha hacia su definitiva liberación.

Las izquierdas en el gobierno vivieron su época de ascenso con la llegada del Comandante Hugo Chávez al poder en Venezuela en 1998 y entraron en declive en 2013–2014, cuando las prácticas políticas eludieron radicalizarse hasta fracturar nuestros modelos económicos dependientes de la exportación de bienes primarios.

Fue entonces cuando el imperialismo, tiburón que huele miedo y sangre, intensificó su contraofensiva reaccionaria.

La había puesto en marcha algunos años antes, con el golpe de estado de Honduras en 2009, o el intento de golpe en Ecuador en 2010, pero el desgaste de los modelos económico y de gobierno, que no lograron trascender los límites de la institucionalidad liberal burguesa, creó la ventana de oportunidad que las derechas regionales y el imperialismo deseaban abiertas.

Nuestros proyectos de cambio — salvo Venezuelano construyeron un nuevo poder, una nueva economía o una nueva subjetividad que desafiara la hegemonía cultural del «American way of life».

Y lo que no hacemos nosotros, lo hace nuestro enemigo. Pero tal vez uno de los peores errores de cálculo fue haber subestimado al imperialismo y sus gendarmes internos; sus tácticas contrarrevolucionarias y contrainsurgentes nos tomaron desprevenidos.

Ha faltado la reflexión autocrítica sobre las deficiencias y errores propios, que nos abrieron flancos vulnerables, sobre los cuales el enemigo montó su estrategia.

Contrarrevolución, el gran maestro

Pareciera que a las izquierdas se nos ha olvidado una ley sagrada de la lucha revolucionaria: no hay revolución si contrarrevolución, ni reforma sin contrarreforma. Y, además, que la historia de Nuestra América ha sido por más de cinco siglos la de una pugna permanente entre la revolución y la contrarrevolución.

Sin embargo, la contrarrevolución nos toma por sorpresa cada vez que muestra sus garras y lanza su asalto combinado de acciones encubiertas y violencia abierta.

Todo proceso de cambios con signos de justicia social desencadena de inmediato su contrario: la contrarrevolución. La correlación de fuerzas se ha configurado a favor de las clases dominantes de tal manera que sobre un gobierno que solo pretenda distribuir de modo más equitativo la riqueza nacional y se incline hacia un acercamiento solidario con otros pueblos y naciones, se desencadena la reacción dirigida a obstaculizarlo y destruirlo.

No hace falta declararse marxista, socialista o anticapitalista para enfrentar el poder concertado del imperialismo y la clase capitalista dominante. El imperialismo en particular es un sistema económico, social, político y cultural para establecer la dominación de los pueblos y garantizar su permanencia en el tiempo. Está configurado para evitar los movimientos populares de cambio. Por ello, es un factor permanente de la dominación.

La contrarrevolución es un proceso. Sus fuerzas están constituidas por el imperialismo, la oligarquía, la burguesía y las capas o sectores sociales de diverso signo que aquellas logran movilizar en las distintas fases o etapas de su estrategia. Entre estos últimos hay siempre fracciones compuestas por las capas populares o clases medias. Una quinta fuerza que se incorpora de manera paulatina es la práctica conservadora y auto-canceladora de transformaciones que se producen a lo interno de las fuerzas democráticas, progresistas o revolucionarias.

La disputa reforma y contrarreforma se expresa dentro del campo revolucionario y progresista. Quien gana esta disputa deviene hegemónico en el resultado global de la lucha contra la reacción al proceso general de transformaciones sociales que retan la reproducción ampliada del sistema capitalista.

La contrarrevolución tiene al menos tres fases. Una de relativa calma y aparente neutralidad, en que sus representantes suelen «aceptar» un resultado adverso y democrático de urnas. Se pueden mostrar incluso hasta regocijados por un resultado así, en tanto un gobierno progresista les puede servir para atenuar la presión de las contradicciones sociales. Una segunda fase de acumulación de fuerzas, con la aparición de campañas mediáticas, herramientas judiciales y parlamentarias y movilización de masas. Y una tercera fase de violencia contrarrevolucionaria, que en sus grados extremos acude a la violencia fascista y la dictadura. Este escalón, el más reaccionario, dependerá de cuán contundente sea la derrota que inflijan a las fuerzas progresistas. Y también, del nivel de radicalidad que haya mostrado ese proceso de cambios o su potencialidad no del todo expresada pero sí del todo leída como un peligro por los dominantes.

El metabolismo de la radicalización del proceso se desencadenará de forma inevitable cuando las fuerzas de la reacción y el imperialismo comiencen su actividad reaccionaria concertada.

Los tiempos de relativa calma deben ser utilizados para preparar ese enfrentamiento inexorable. En las revoluciones la violencia es un producto de la reacción, un instrumento para enfrentarla. El tiempo que sobreviene, cuando se ha vencido, es tiempo de crear y construir lo nuevo.

Para Fidel, es muy necesario comprender la ley histórica de la resistencia y la violencia de los explotadores. La reacción despliega disputas sobre la ideología, la economía, la política y las masas. El aprendizaje de la reacción ha sido históricamente más rápido que el de las masas. Resulta indispensable una pedagogía política que nos forme para tener todos estos elementos a mano en los períodos de crisis.

La resistencia de la reacción puede ser más costosa en vidas y recursos que la misma guerra revolucionaria. El ejemplo de Cuba lo verifica.

Fidel hará mucho énfasis en esta argumentación durante el proceso revolucionario chileno y trasladará este análisis a un país que intenta los cambios por la vía pacífica. Es crucial comprender que el costo de la lucha contra la reacción siempre será más alto que el costo para obtener la victoria política.

A mayor radicalidad del proceso, mayor violencia contrarrevolucionaria. Mientras mayor es la derrota de las fuerzas democráticas, más extendida se vuelve la violencia reaccionaria. El periodo de relativa calma obedece al impasse antes de que el programa de cambios haya entrado en contradicción con los principales intereses de las clases dominantes. Las instituciones burguesas que fueron creadas para sostener el sistema de dominación de una clase sobre otra son defendidas. Libertad, república y democracia son tres significantes utilizados de forma constante para defender el estatus quo. La desesperación se produce tan pronto las transformaciones cuestionan los intereses más caros al sistema.

En tal circunstancia, el fascismo es una opción siempre lozana. Las clases dominantes no tienen ningún reparo en destruir el mismo sistema de dominación democrático por ellas creado. El fascismo no es un accidente, la represión, el golpe, los asesinatos selectivos, o en masa, son instrumentos últimos de la dominación y es menester prepararse desde el primer día para ese escenario. Un programa de transformaciones sociales está obligado a profundizar su camino si apuesta de veras por los sectores populares.

De ahí que el factor decisivo frente a la contrarrevolución sea el grado de desarrollo de las fuerzas revolucionarias o progresistas para contrarrestar la ofensiva y profundizar el programa de cambios.

Este grado de desarrollo está determinado como mínimo por cuatro dimensiones. La dimensión ideológica y de doctrina, el poder económico, la construcción de poder político y la conducción y movilización de masas.

En el análisis de la dimensión ideológica o de doctrina se debe tomar en cuenta que muchas veces los dominantes están seguros del tiempo limitado del proceso de cambios, en virtud del respeto que promueven hacia la alternancia política como virtud democrática. Dicha seguridad está relacionada también con el conjunto de debilidades internas que exhiba el proceso. La victoria de la reacción se debe, sobre todo, al aprovechamiento de los eslabones débiles en la estrategia revolucionaria. Es fundamental vencer en la subjetividad del enemigo. Si el enemigo sabe que va a morir de antemano, lucha hasta la muerte. Si lo trasladamos a la lucha económica y política, no hace falta quitarles todo a los dominantes si se les quita lo más importante: el control sobre los aspectos centrales del aparato económico y del conjunto de las instituciones políticas. Todo ello debe franquear una nueva correlación de fuerzas.

Ese triunfo sobre la subjetividad del enemigo requiere una fe permanente en la victoria. Es necesario pensar que se va a obtener la victoria aunque estemos perdiendo y la correlación de fuerzas sea favorable al enemigo e incluso, después de costosas derrotas. No es una fe mesiánica autoproductiva, es la garantía de que se podrá sobrevivir en el repliegue táctico y que se renovarán las fuerzas cuando las condiciones lo permitan.

Hay un conjunto de herramientas en la lucha ideológica que deben implementarse de inmediato: hacer énfasis en el papel de la verdad, en la argumentación y en la conciencia sobre los problemas. La confusión, el engaño y la ignorancia son aprovechados siempre por la reacción. Construir una conciencia colectiva sobre los problemas del proceso de cambios permite que los sectores populares se apropien del diagnóstico de las situaciones adversas y se conviertan en actores del proceso, en protagonistas de las decisiones dispuestos a entregarlo todo en el período de mayor resistencia o de mayor avance.

Crear una nueva forma de patriotismo: sacar a la Nación y a la Patria de nociones vacías o de carácter muy general, donde los propietarios y los expropiados, los excluidos y los dominantes están juntos. Ese nuevo patriotismo está enlazado a realizaciones nuevas de justicia social en beneficio de todas y todos y que el pueblo lee como realizaciones colectivas. Si se estimula y moviliza de la manera adecuada ese patritismo popular, los sectores populares se vuelven capaces de los mayores sacrificios. Una tarea de primer orden en todo proceso de cambios es la creación de extendidas zonas y espacios de justicia social y el despliegue de una estrategia ideológica que articule esos logros con las ideas de Patria y Nación.

Los procesos de cambios se enfrentan al atraso de la educación pero, más, al subdesarrollo de la cultura política. Las acciones en el campo educativo y cultural deben estar orientadas, en dos líneas, hacia el aumento general del nivel educativo y la producción de una nueva cultura política que funja como vehículo de resistencia y que forme parte de la brújula política en los momentos de contraofensiva.

Los pueblos no se hacen revolucionarios por la fuerza. Las armas son para enfrentar al adversario interno y externo, pero nunca para ser usadas contra el pueblo. Crear una cultura de resistencia que produzca el desgaste del enemigo y sus métodos es otra de las enseñanzas de Cuba y Fidel en el enfrentamiento al bloqueo de Estados Unidos, por ejemplo.

La producción de nuevas formas culturales contrarias al capitalismo requiere no solo de los valores y contenidos propios de esa cosmovisión cultural diferente sino que necesita de un poder fuerte que la haga posible. La hegemonía resulta de la relación orgánica entre una cultura nueva y un poder fuerte y determinado que logre prolongar sus condiciones en el tiempo.

El internacionalismo es un eje estratégico del proyecto de cambios y la creación de una cultura de prácticas internacionalistas es crítica en la lucha ideológica. Los grupos dominantes forman parte de la estructura del sistema de dominación mundial del capitalismo. Los períodos de crisis muestran, como ningún otro, la alineación de los sectores reaccionarios. Las formas de dominación nacionales tienen una expresión continental y están relacionadas de modo directo con la estrategia de dominación del imperialismo norteamericano.

Defender el propio proyecto de cambios en momentos de crisis y repliegues y vencer las adversidades a través de la resistencia frente a las fuerzas de la contrarrevolución es parte de ese deber internacionalista. Es la permanencia del ejemplo que permite a otros pueblos concebir su propia posibilidad de emancipación.

Desarrollar continuos y cada vez superiores procesos de rectificación de errores constituye expresión de una conciencia colectiva sobre las desviaciones «propias» de las revoluciones. Subrayamos «propias» pues no tienen sus causas en factores externos que sirven de chivos expiatorios para proyectar defectos autóctonos.

Hay desvíos en las experiencias revolucionarias que son rasgos internos del proceso y no aditivos foráneos. En el intento de romper con las lógicas del capitalismo, hay siempre un peso muerto, una fuerza gravitatoria desde el interior que tiende a producir regresiones.

Aunque los hilos del discurso tienden a nombrar las desviaciones como un alejamiento del camino de la revolución, lo interesante es que la práctica de Fidel las aborda desde una perspectiva dialéctica dentro de la revolución misma. La recurrencia de este fenómeno no es utilizada por él para resignarse ante límites sino para cabalgar sobre ellos, asumidos con serenidad, y remontarlos mediante la búsqueda de «soluciones nuevas a problemas viejos».

Es notable cómo la práctica de Fidel la mayoría de las veces es más revolucionaria que su propio discurso, aunque no podría ser entendida o explicada fuera de este, en tanto su discurso es siempre una práctica discursiva, lo que nombraríamos como «palabras» acerca de los hechos, «pensamiento» acerca de lo realizado. Utiliza la metáfora de un caballo sin control, que tropieza, corcovea, pierde el rumbo, para señalar esta especie de alien o cuerpo extraño dentro de la revolución misma. Y propone «tomar las riendas» de este caballo descontrolado. Sin apartarnos del camino, esto nos remite a la metáfora que Freud utiliza para nombrar la relación que se da entre el «yo» y el «ello», siendo este útltimo el que representa los impulsos más inconscientes y no mediados por la cultura.

El «yo» representa en la realidad un elemento de búsqueda del equilibrio y de control de los impulsos irrefrenables a que hicimos mención antes. Freud dirá que el «yo» es el jinete y el «ello» el caballo. Podríamos decir que en el capitalismo hay algo pulsional, aislado, con cierta autonomía, en apariencia no mediado por la cultura, pero producto de ella, que tiene la cualidad de retornar y volverse dominante en lo social, lo interpersonal y lo individual.

Lo anterior nos lleva a la dimensión relacionada con la creación de un poder económico de nuevo tipo, visible y actuante en cada vez más amplias y extendidas zonas de justicia social. La relación dinero-subjetividad se las arregla para hacer aparición por otras vías. Se deteriora el intento de una nueva forma de trabajo que no sólo trasciende a la plusvalía — símbolo fundamental de la acumulación capitalista — sino también al trabajo asalariado como forma última de dominación sobre la fuerza de trabajo. El trabajo voluntario es la búsqueda de salirse del circuito de reproducción capitalista de valor. El cuestionamiento al trabajo vinculado a estímulos materiales tiene ese sentido. Realiza una crítica a la subordinación del salario a la cuantificación de resultados.

El traslado de la cuantificación de los trabajos realizados propios del trabajo manual — como en la caña — a sectores intelectuales convierte a la relación salario-cantidad de trabajos en dominante, en desmedro de la relación trabajo-valores del sujeto-calidad del producto elaborado. Esta conversión conduce paulatinamente al dominio de la relación mercancía-dinero.

Fidel — y el Che — retornan siempre a una cuestión fundamental de los primeros años posteriores al triunfo: cómo trasladar las potencias del resorte subjetivo constatado en el período de la lucha revolucionaria a las tareas cotidianas de la revolución.

¿Qué elementos de la subjetividad se manifiestan durante el proceso de lucha que después es difícil hacer emerger en las nuevas formas del trabajo?

La transición traslada el foco dominante al campo de la conciencia y de la educación. La producción de una nueva conciencia, de una nueva mentalidad. Para extraer lecciones hay que estudiar las experiencias donde esa tarea avanzó más y aquellas donde no se alcanzó.

Si desplazamos el eje de análisis hacia el ciclo de gobiernos progresistas, verificamos la misma situación:

¿Cómo trasladar el grado de movilización y acción política que fue necesario para alcanzar la victoria en las urnas hacia el proceso de cambios que se ordena y dirige ahora al disponer de una nueva herramienta: el gobierno?

La educación y la transformación de esa relación directa entre subjetividad-mercancía-dinero que es dominante en el capitalismo, son vectores de un nuevo tipo de conciencia política-económica.

El horizonte de la sociedad alternativa no puede ser ampliar la cantidad de consumidores por la vía de una mayor distribución de riqueza, aunque esto sea inevitable desde el punto de vista táctico.

En la segunda dimensión, relacionada con la construcción de fuerza política, la práctica de Fidel nos deja varios aprendizajes. Un proceso de cambios genera contradicciones internas en las propias fuerzas del campo revolucionario y, por tanto, no puede perderse la conciencia de la necesidad de unir.

No es ocioso tener la voluntad de ejercer la fuerza en los instantes decisivos que podrían afectar la unidad en torno a los objetivos de lucha, siempre que el uso de esa fuerza devenga objeto permanente del consenso popular y no sea presa de mezquindades burocráticas o apetencias del poder de grupos.

La reacción buscará el modo de apropiarse de los sectores medios con ideales aspiracionistas. Por tanto, una estrategia para lograr la consolidación, la unión y la ampliación de fuerzas es impostergable.

La base para el crecimiento del influjo seductor de la ideología o doctrina del movimiento y para la madurez de su nivel de organización, la proveen las acciones sistemáticas contra la dominación. El logro de la unidad de fuerzas es indispensable para llevar a cabo el proceso de cambios pero se malogra si no acontece en combinación con la voluntad de fuerza que elongue la práctica más allá de los límites de lo que parece posible. La ampliación de fuerzas está dirigida no sólo a sumar fuerzas políticas ya establecidas sino, sobre todo, a perfeccionar la conducción de masas y favorecer su auto-conversión en sujeto.

Sobre la importancia de las capas medias en la lucha de masas, y con respecto al proceso chileno, Fidel dirá que su éxito dependería de la batalla ideológica y la lucha de masas. El campo de lo ideológico y la capacidad de movilización de amplios sectores sería decisivo. Sin embargo, aludía acto seguido a que de la habilidad, el arte y la ciencia de los revolucionarios dependería que se pudieran incorporar al proceso las capas medias. Y que este factor sería determinante. Haber hecho un diagnóstico del carácter deformado y dependiente de nuestras economías lo llevó a percatarse de la importancia de la clase media. Habría que analizar la vigencia de este análisis para las condiciones actuales. En nuestra opinión, es procedente, para las luchas venideras, contar con una estrategia para la incorporación de los sectores medios al programa de lucha y transformaciones.

Otro eje fundamental de la consolidación y la ampliación de fuerzas es la alianza estratégica entre el marxismo y el cristianismo revolucionario. Esta cuestión cobra hoy una relevancia enorme si comprendemos el papel de la derecha evangélica con su centro de decisiones en los Estados Unidos. En el uso de la religión los dominantes han sido mucho más precisos y sus avances, realmente notables. El imperialismo y la reacción leyeron a tiempo la articulación entre cristianismo social y práctica revolucionaria durante los´60. Esa alianza que Fidel propugnaba es premisa si queremos retomar la iniciativa en ese frente.

Es interesante cómo Fidel utiliza el adjetivo «revolucionario» cuando se refiere a ambas corrientes de pensamiento y prácticas. No habla de todo el marxismo ni de todo el cristianismo.

En la conducción y movilización de las masas son indispensables las siguientes dimensiones. Nos referiremos a aspectos del liderazgo y la conducción política de las masas que aparecen en la praxis de Fidel y que son objeto también de sus análisis.

Los liderazgos se producen en la lucha social, son acumulaciones históricas del pueblo.

Condensan las cualidades de aquellas fuerzas populares que aspiran al cambio. Que las conducciones políticas sean resultado de acumulados en los sectores populares requiere aprender que los mejores liderazgos combinan el pensamiento en profundidad con una cultura universalizadora y el despliegue de una lucha sistemática. No hay conducción política sin apertura en el campo de las ideas pero esto está anudado a la labor revolucionaria. Es esta la verdadera creadora de la teoría para la comprensión de los hechos sociales y la acción conducente a su subversión.

La conducción política debe contar con un conjunto de cualidades, entre ellas: valor, serenidad, audacia, integridad, honradez, sinceridad, estoicismo y moral espartana, el ser humano y sensible.

Es necesario producir una nueva moral, con fe en los valores y fe en la conciencia humana, y que esa nueva moral forme parte de la conducta cotidiana de quienes se encuentran en el lugar de la conducción de los sectores populares. Los liderazgos tienen que ser el puente entre un patriotismo con ansias de justicia social y una conciencia socialista o anticapitalista.

La coherencia es el intento permanente de hacer coincidir el pensamiento revolucionario con su expresión práctica.

Fidel es un revolucionario del conflicto.

Establece figuras antagónicas como el imperialismo, el capitalismo, la oligarquía y la burguesía. Esto le permite identificar con precisión al enemigo de clase en aras de generar un plan para derrotarlo. Las fuerzas reaccionarias que se desatan durante el proceso de cambios entran dentro de este campo de lucha. El plan que se diseñe es para derrotar a las distintas fuerzas antagónicas, no para convivir con ellas. En períodos de crisis o repliegues la orden es no retroceder y avanzar por otros caminos. Hay que ganar la batalla en tres frentes: el ideológico, el político, y el de masas. Avanzar en cada frente incluso en los periodos donde lo más normal parezcan los retrocesos.

Utilizar las crisis como instrumentos para producir herramientas de lucha.

El poder alcanzado en los momentos de mayor tensión se conserva, defiende y profundiza. La concepción de poder de Fidel durante las crisis se afirma en acciones sucesivas mediante las cuales se obtienen avances y se le resta espacio al contrario.

En cuanto a la movilización de masas, el grado de organización de los sectores populares se muestra en su capacidad y disposición para enfrentar al adversario, mantener contenidos o dentro de las filas a los sectores que tienen dudas o indecisiones pero que se encuentran dentro del campo revolucionario o del frente político, y en hegemonizar su posición política sobre las demás fuerzas.

La conducción política de la reacción sobre el movimiento de masas les señala determinadas banderas «a defender» de forma oportunista. Estas demandas que incorpora la reacción, apuntan al desmontaje de ejes clave de las fuerzas del campo revolucionario. Hacer concesiones en estos ejes convertidos en demandas de las fuerzas de la reacción es la forma de allanarles el camino para el triunfo. Hacerle concesiones al movimiento de masas de la reacción es el modo más rápido de llegar a la derrota del programa de cambios. Para derrotar el programa político de la reacción es fundamental no ceder ante ninguna de sus demandas.

Con pueblo solo no se hace revolución, hacen falta las armas; solo con armas no se hace revolución, hace falta el pueblo.

Esta es una idea de Fidel. La guerra es un instrumento, pero lo importante es la revolución, las ideas revolucionarias. No confundir el método de lucha con la estrategia de lucha. Hay que buscar, sin cansancio, las vías que garanticen el logro de los objetivos revolucionarios. No se pueden recortar los objetivos de la lucha por temor al enfrentamiento directo con la reacción. Las distintas formas de lucha social utilizadas a lo largo de la historia forman parte de la materia prima para producir nuevos y mejores métodos e instrumentos, pero sin lucha y movilización sociales — del tipo que fueren — no se alcanzará nunca la emancipación del ser humano de todas las dominaciones.


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