Por Achille Mbembe
Extraído de: Mbembe, Achille (2011): Necropolítica y Sobre el gobierno privado indirecto, Editorial Melusina [2006], pp. 17–77.
Vea aquí la nota editorial de La Tizza y la entrega anterior de Necropolítica:
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El necropoder y la ocupación en la modernidad tardía
Podríamos deducir que las ideas desarrolladas más arriba corresponden a un pasado lejano. En el pasado, en efecto, las guerras imperiales tenían como objetivo destruir los poderes locales, instalar tropas e instaurar nuevos modelos de control militar sobre la población civil. Un grupo de auxiliares locales podía participar en la gestión de los territorios conquistados y anexionados al Imperio. En el marco del Imperio, las poblaciones vencidas obtienen un estatus que ratifica su expoliación. Según esta configuración, la violencia constituye la forma original del derecho y la excepción proporciona la estructura de la soberanía. Cada estadio del imperialismo incluye igualmente ciertas tecnologías claves (cañonera, quinina, líneas de barcos de vapor, cables telegráficos submarinos y red ferroviaria).[1]
La propia ocupación colonial es una cuestión de adquisición, de delimitación y de hacerse con el control físico y geográfico: se trata de inscribir sobre el terreno un nuevo conjunto de relaciones sociales y espaciales. La inscripción de nuevas relaciones espaciales («territorialización») consiste finalmente en producir líneas de demarcación y de jerarquías, de zonas y enclaves; el cuestionamiento de la propiedad; la clasificación de personas según diferentes categorías; la extracción de recursos y, finalmente, la producción de una amplia reserva de imaginarios culturales. Estos imaginarios han dado sentido al establecimiento de los derechos diferenciales para diferentes categorías de personas, con objetivos diferentes, en el interior de un mismo espacio; en resumen, al ejercicio de la soberanía. El espacio era, por tanto, la materia prima de la soberanía y de la violencia que acarrea. La soberanía significa ocupación y la ocupación significa relegar a los colonizados a una tercera zona, entre el estatus del sujeto y el del objeto.
Este era el caso del régimen del apartheid en Sudáfrica. Ahí, el township constituía una forma estructural, habiendo convertido los homelands en reservas (bases rurales), mediante los cuales el flujo de trabajadores migrantes podía regularse y la urbanización africana podía mantenerse bajo control.[2] Tal y como mostró Belinda Bozzoli, el township en particular era el lugar en el que «se sufría opresión y pobreza intensas basándose en la raza y la clase».[3] Entidad sociopolítica, cultural y económica, el township es una curiosa invención espacial, científicamente planificada con objetivos de control.[4]
El funcionamiento de homelands y townships implica severas restricciones en la producción de los negros para el mercado en las zonas blancas, el final de la propiedad de la tierra para los negros, excepto en las zonas reservadas, la prohibición de toda residencia negra en las granjas blancas (excepto como empleados del hogar al servicio de los blancos), el control del flujo urbano y, más tarde, el rechazo a otorgar la ciudadanía a los africanos.[5]
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Frantz Fanon propone una descripción sorprendente de la espacialización de la ocupación colonial. Para él, la ocupación colonial implica ante todo una división del espacio en compartimentos. Supone el despliegue de límites y fronteras internas, representadas por los cuarteles y comisarías; está regulada por el lenguaje de la fuerza pura, la presencia inmediata y la acción frecuente y directa, y está fundada sobre el principio de exclusividad recíproca.[6] Pero más importante es la forma en que opera el poder de la muerte: «La ciudad del colonizado, o al menos la ciudad indígena, la ciudad negra, la «medina» o barrio árabe, la reserva es un lugar de mala fama, poblado por hombres con mala fama. Allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de cualquier cosa. Es un mundo sin intervalos, los hombres están unos sobre otros, las casuchas unas sobre otras. La ciudad del colonizado es una ciudad hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de luz. La ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de rodillas, una ciudad revolcada en el fango».[7] En este caso, la soberanía es la capacidad para definir quién tiene importancia y quién no la tiene, quién está desprovisto de valor y puede ser fácilmente sustituible y quién no.
La ocupación colonial tardía difiere en muchos aspectos de la de la era moderna, particularmente en lo relativo a la combinación entre lo disciplinario, la biopolítica y la necropolítica. La forma más redonda del necropoder es la ocupación colonial de Palestina.
Aquí, el Estado colonial basa su pretensión fundamental de soberanía y de legitimidad de la autoridad en su propio relato de la historia y la identidad. Este discurso está apoyado en la idea de que el Estado tiene un derecho divino a la existencia; este discurso entra en conflicto con otro por el mismo espacio sagrado. Como ambos discursos son incompatibles y ambas poblaciones están mezcladas de forma inextricable, cualquier demarcación del territorio sobre la base de la identidad pura es prácticamente imposible. Violencia y soberanía, en este caso, reivindican un fundamento divino: la cualidad de pueblo se encuentra forjada por la veneración de una deidad mítica y la identidad nacional se concibe como identidad contra el Otro, contra otras deidades.[8] Historia, geografía, cartografía y arqueología supuestamente apoyan estas reivindicaciones, relacionando así estrechamente identidad y topografía. En consecuencia, la violencia colonial y la ocupación se apoyan en el terror sagrado de la verdad y la exclusividad (expulsiones, instalación de personas «sin Estado» en campos de refugiados, establecimiento de nuevas colonias). Tras el terror de lo sagrado se encuentra la constante exhumación de huesos sin hallar, el recuerdo permanente de un cuerpo irreconocible a base de ser despedazado; los límites, o más bien, la imposibilidad de representación de un «crimen absoluto», de una muerte inefable: el terror del Holocausto.[9]
Volviendo a la lectura espacial de Fanon de la ocupación colonial, la ocupación en la franja de Gaza presenta tres características principales relacionadas con el funcionamiento de la formación específica del terror que he llamado «necropoder». En primer lugar, existe la dinámica de fragmentación territorial, el acceso prohibido a ciertas zonas y la expansión de las colonias. El objetivo de este proceso es doble: convertir todo movimiento en imposible y llevar a cabo la segregación según el modelo de Estado del apartheid. Así, los territorios ocupados se dividen en una red compleja de fronteras interiores y de células aisladas.
Según Eyal Weizman, al alejarse de una división plana del territorio, y al adoptar el principio de creación de límites transdimensionales dentro del mismo, la dispersión y la segmentación redefinen claramente la relación entre soberanía y espacio.[10]
Para Weizman, estos actos constituyen lo que él denomina la «política de la verticalidad» (politics of verticality). La forma resultante de la soberanía podría llamarse «soberanía vertical». Bajo un régimen de soberanía vertical la ocupación colonial opera mediante planos fundados en una red de puentes y carreteras subterráneas, en una separación del espacio aéreo y el suelo. La propia tierra se encuentra dividida entre la superficie y el subsuelo. La ocupación colonial también se ve dictada por la naturaleza específica del terreno y sus variaciones topográficas (cimas de colinas y valles, montañas y cursos de agua). Así, un terreno descollado ofrece ventajas estratégicas de las que no dispone un valle (utilidad para ver mejor y protegerse, fortificaciones panópticas que permiten orientar la mirada en múltiples direcciones). Tal y como dice Weizman: «Las colonias pueden ser consideradas como dispositivos ópticos urbanos al servicio de la vigilancia y el ejercicio del poder».[11] En el contexto de la ocupación colonial contemporánea, la vigilancia está orientada tanto hacia el exterior como hacia el interior; el ojo actúa como un arma y viceversa. Según Weizman, en lugar de crear una división definitiva entre dos naciones mediante una frontera, «la peculiar organización del terreno que constituye la franja de Gaza ha creado múltiples separaciones, líneas provisionales que unen unos a otros a través de la vigilancia y el control».[12] En estas circunstancias, la ocupación colonial no sólo es sinónimo de control, vigilancia y separación, sino que también es sinónimo de aislamiento. Es una ocupación fragmentaria que sigue las líneas del urbanismo característico del mundo contemporáneo (enclaves periféricos y comunidades cercadas: gated communities).[13]
Desde el punto de vista de la infraestructura, la forma fragmentaria de la ocupación colonial se caracteriza por redes de rápidas circunvalaciones, puentes y túneles que se entrelazan en una tentativa de mantener el concepto de Fanon de «exclusividad recíproca». Según Weizman, «las circunvalaciones intentan separar las redes viarias israelíes y palestinas, procurando, si fuera posible, que no se entrecrucen nunca. Evidencian así el encabalgamiento de dos geografías separadas que ocupan el mismo paisaje. En los puntos en los que las redes se cruzan, se instalan separaciones improvisadas. A menudo se despejan pequeños caminos de tierra para permitir a los palestinos atravesar las amplias y rápidas autopistas, donde los vehículos militares y los camiones se apresuran entre las diferentes colonias».[14]
En estas condiciones de soberanía vertical y de ocupación colonial fragmentada las comunidades se separan según un eje de las ordenadas. Esto conlleva la proliferación de espacios de violencia. Los campos de batalla no se sitúan únicamente sobre la superficie; el subsuelo y el espacio aéreo también se transforman en zonas de conflicto. No hay continuidad entre la tierra y el cielo. Incluso las líneas de separación aéreas se dividen en varios estratos. En todos los espacios se reitera el simbolismo del más alto todavía (aquello que se encuentra más arriba). La ocupación del cielo adquiere, por tanto, una importancia primordial en la medida en que la mayor parte de las acciones policiales tiene lugar desde el aire. Con este fin se movilizan tecnologías variadas: detectores a bordo de vehículos aéreos no tripulados (unmanned air vehicles), jets de reconocimiento aéreo, aviones que incluyen un sistema de alerta avanzada «ojo de halcón» (Hawk-eye planes), helicópteros de asalto, satélites de observación, técnicas de holografía.
Matar se convierte en un asunto de alta precisión.
Esta precisión se combina con las tácticas de sitio medieval adaptadas a la red extendida de los campos de refugiados urbanos. Un sabotaje orquestado y sistemático de la red de infraestructura social y urbana del enemigo logra la apropiación de la tierra, del agua y de los recursos del espacio aéreo. Los elementos determinantes en estas técnicas para dejar fuera de combate al enemigo son: utilizar el bulldozer, destruir casas y ciudades, arrancar los olivos, acribillar las cisternas a tiros, bombardear e interferir en las comunicaciones electrónicas, destrozar las carreteras, destruir los transformadores eléctricos, asolar las pistas de aeropuertos, dejar inutilizables las emisoras de televisión y radio, destruir los ordenadores, saquear los símbolos culturales y político-burocráticos del proto-Estado palestino, saquear el equipo médico. En otras palabras, llevar a cabo una guerra de infraestructuras.[15] Mientras el helicóptero de combate Apache es utilizado para patrullar los aires y matar desde el cielo, el bulldozer blindado (Caterpillar D-9) se utiliza en tierra como arma de guerra e intimidación. En contraste con la ocupación colonial moderna, estas dos armas establecen la superioridad de los instrumentos high–tech de la era contemporánea.[16]
Tal y como muestra el caso palestino, la ocupación colonial de la modernidad tardía es un encadenamiento de poderes múltiples: disciplinar, «biopolítico» y «necropolítico». La combinación de los tres permite al poder colonial una absoluta dominación sobre los habitantes del territorio conquistado. El estado de sitio es, en sí mismo, una institución militar.
Las modalidades de crimen que este implica no hace distinciones entre enemigo interno y externo. Poblaciones enteras son el blanco del soberano. Los pueblos y ciudades sitiados se ven cercados y amputados del mundo. Se militariza la vida cotidiana. Se otorga a los comandantes militares locales libertad de matar a quien les parezca y donde les parezca. Los desplazamientos entre distintas células territoriales requieren permisos oficiales. Las instituciones civiles locales son sistemáticamente destruidas. La población sitiada se ve privada de sus fuentes de ingresos. A las ejecuciones a cielo abierto se añaden las matanzas invisibles.
Máquinas de guerra y heteronomía
Después de haber analizado los mecanismos del necropoder en el contexto de la ocupación colonial contemporánea, querría ahora analizar las guerras contemporáneas. Estas corresponden a una nueva etapa y, por tanto, difícilmente pueden entenderse a través de antiguas teorías de «violencia contractual», las tipologías de la guerra «justa» e «injusta» o incluso el instrumentalismo de Carl von Clausewitz.[17] Según Zygmunt Bauman, las guerras de la era de la globalización no tienen entre sus objetivos la conquista, la adquisición y la requisa de territorios. Su forma sería más bien, idealmente, la de un raid relámpago.
El creciente abismo entre los medios rudimentarios, por un lado, y la alta tecnología, por otro, no ha sido nunca tan evidente como en la guerra del Golfo y la campaña contra Kosovo.
En los dos casos, la doctrina de la «fuerza aplastante o decisiva» (overwhelming or decisive force) se puso en marcha de forma óptima gracias a una revolución militar y tecnológica al servicio de una capacidad multiplicada de destrucción sin precedentes.[18] La guerra por el aire, que pone en relación altitud, armamento de última generación, visibilidad e inteligencia, es un buen ejemplo. Durante la guerra del Golfo, la utilización combinada de bombas inteligentes y bombas de uranio empobrecido, de detectores electrónicos, misiles con guía laser, bombas de racimo y asfixiantes, tecnología stealth, vehículos aéreos no tripulados, y la ciberinteligencia pronto paralizó las capacidades del enemigo.
En Kosovo, la degradación de las capacidades serbias tomó la forma de una guerra de infraestructuras que destruía puentes, redes de ferrocarril, autopistas, redes de comunicaciones, almacenes y depósitos de petróleo, instalaciones de calefacción, centrales eléctricas y equipamientos de tratamiento de aguas. Ya imaginamos que la ejecución de tales estrategias militares, sobre todo cuando se combinan con la imposición de sanciones, tiene como consecuencia la merma de todo el sistema de supervivencia del enemigo. Los daños duraderos en la vida civil son particularmente elocuentes.
Por ejemplo, la destrucción del complejo petroquímico de Pancevo, cerca de Belgrado, durante la campaña de Kosovo «ha dejado tal nivel de toxicidad en los alrededores (cloruro de vinilo, amoniaco, mercurio, nafta y dioxina) que se recomendó a las mujeres embarazadas que recurrieran al aborto y en toda la región se aconsejó evitar los embarazos durante un periodo de dos años».[19]
Por tanto, las guerras de la era de la globalización tienen como objetivo forzar al enemigo a la sumisión, sean cuales sean las consecuencias inmediatas, los efectos secundarios y los «daños colaterales» de las acciones militares. En este sentido, las guerras contemporáneas recuerdan más a la estrategia guerrera de los nómadas que a la de las naciones sedentarias o a las guerras territoriales de «Conquista y anexión» de la época moderna. En palabras de Zygmunt Bauman:
Su superioridad sobre las poblaciones sedentarias reside en la rapidez de sus movimientos; su propia habilidad para surgir de la nada y de nuevo desaparecer sin avisar, su capacidad para viajar ligeros de equipaje y no cargar con posesiones que pongan trabas a la movilidad y el potencial de maniobra de los sedentarios.[20]
Esta nueva era es la de la movilidad global. Una de sus principales características es que las operaciones militares y el ejercicio del derecho a matar ya no son monopolio único de los Estados y que el «ejército regular» ya no es el único medio capaz de ejecutar esas funciones. La afirmación de una autoridad suprema en un espacio político particular no es fácil; en lugar de esto, se dibuja un patchwork de derechos de gobierno incompletos que se solapan, se encabalgan, donde abundan las distintas instancias jurídicas de facto geográficamente entrelazadas, las diversas obligaciones de fidelidad, las soberanías asimétricas y los enclaves.[21] En esta organización heterónima de derechos territoriales y de reivindicaciones no tiene ningún sentido insistir sobre las distinciones entre los campos políticos «internos» y «externos» separados por líneas claramente marcadas.
Tomemos el ejemplo de África. La economía política del Estado ha cambiado de forma espectacular durante el último cuarto del siglo XX. Numerosos Estados africanos ya no pueden reivindicar un monopolio sobre la violencia y los medios de coerción en su territorio; ni sobre los límites territoriales. La propia coerción se ha convertido en un producto de mercado. La mano de obra militar se compra y se vende en un mercado en el que la identidad de los proveedores y compradores está prácticamente desprovista de sentido.
Milicias urbanas, ejércitos privados, ejércitos de señores locales, firmas de seguridad privadas y ejércitos estatales proclaman, todos a la vez, su derecho a ejercer la violencia y a matar. Estados vecinos y grupúsculos rebeldes alquilan ejércitos a los Estados pobres. La violencia no gubernamental conlleva dos recursos coercitivos decisivos: trabajo y minerales. Cada vez más, la amplia mayoría de los ejércitos se compone de ciudadanos-soldado, niños-soldado, soldados y corsarios.[22]
Al lado de los ejércitos ha emergido aquello a lo que, siguiendo a Gilles Deleuze y Felix Guattari, podemos referirnos como máquinas de guerra.[23] Estas máquinas se componen de facciones de hombres armados que se escinden o se fusionan según su tarea y circunstancias. Organizaciones difusas y polimorfas, las máquinas de guerra se caracterizan por su capacidad para la metamorfosis. Su relación con el espacio es móvil. Algunas veces mantienen relaciones complejas con las formas estatales (que pueden ir de la autonomía a la incorporación). El Estado puede, por sí mismo, transformarse en una máquina de guerra. Puede, por otra parte, apropiarse para sí de una máquina de guerra ya existente, o ayudar a crear una. Las máquinas de guerra funcionan tomando prestado de los ejércitos habituales, aunque incorporan nuevos elementos bien adaptados al principio de segmentación y de desterritorialización. Los ejércitos habituales, por su parte, pueden apropiarse fácilmente de ciertas características de las máquinas de guerra.
Una máquina de guerra combina una pluralidad de funciones. Tiene los rasgos de una organización política y de una sociedad mercantil. Actúa mediante capturas y depredaciones y puede alcanzar enormes beneficios.
Para permitir la extracción de carburante y la exportación de recursos naturales localizados en el territorio que controlan, las máquinas de guerra forjan conexiones directas con redes transnacionales. Éstas han emergido en África durante el último cuarto del siglo XX en relación directa con la erosión de la capacidad del Estado postcolonial para construir los fundamentos económicos de la autoridad y el orden público. Esta capacidad suponía el aumento de los ingresos y el mando y la regulación del acceso a los recursos naturales dentro de un territorio definido. A mediados de la década de 1970, emerge una línea claramente definida entre inestabilidad monetaria y fragmentación espacial. En la década de 1980, la brutal experiencia de la pérdida de valor de la moneda se vuelve cada vez más frecuente y varios países sufren ciclos de hiperinflación (que pueden llegar incluso al reemplazo de la moneda). Durante las últimas décadas del siglo XX la circulación monetaria ha influenciado al Estado y a la sociedad al menos de dos formas diferentes.
En primer lugar, asistimos a la evaporación general de la liquidez y su concentración gradual en ciertos canales cuyo acceso está sometido a condiciones cada vez más draconianas. Como consecuencia, el número de individuos dotados de medios materiales de control, convertidos en dependientes por la creación de deudas, decrece abruptamente. Históricamente, crear y mantener la dependencia mediante el mecanismo de la deuda siempre ha sido un aspecto central tanto de la producción de las personas como de la constitución de la relación política.[24] Dichas relaciones son primordiales para determinar el valor de las personas y juzgar su utilidad. Cuando su valor y su utilidad no son demostradas, pueden verse relevados al estatus de esclavos, peones o clientes.
En segundo lugar, el flujo controlado y el control de los movimientos de capitales en las zonas en las que se extraen recursos específicos hacen posible la formación de enclaves económicos y modifica la antigua relación entre las personas y las cosas. Por otra parte, la concentración de actividades relacionadas con la extracción de recursos valiosos en estos enclaves los convierte en espacios privilegiados de guerra y de muerte. La propia guerra se ve alimentada por el aumento de la venta de los productos extraídos.[25] Emergen nuevas relaciones entre guerra, máquinas de guerra y extracción de recursos.[26] Las máquinas de guerra están implicadas en la constitución de economías altamente transnacionales, locales o regionales. A menudo, el derrumbe de las instituciones políticas oficiales bajo la presión de la violencia tiende a conllevar la formación de economías de milicias. Las máquinas de guerra (milicias o movimientos rebeldes, en este caso) se convierten rápidamente en mecanismos depredadores extremadamente organizados, que aplican tasas en los territorios y las poblaciones que ocupan y cuentan con el apoyo, a la vez material y financiero, de redes transnacionales y de diásporas.
En relación con la nueva geografía de la extracción de recursos, asistimos al nacimiento de una forma inédita de gubernamentabilidad que consiste en la gestión de multitudes.
La extracción y el pillaje de recursos naturales por las máquinas de guerra van parejos a las tentativas brutales de inmovilizar y neutralizar espacialmente categorías completas de personas o, paradójicamente, liberarlas para forzarlas a diseminarse en amplias zonas que rebasan los límites de un Estado territorial.
En tanto que categoría política, las poblaciones son más tarde disgregadas entre rebeldes, niños-soldado, víctimas, refugiados, civiles convertidos en discapacitados por las mutilaciones sufridas o simplemente masacradas siguiendo el modelo de los sacrificios antiguos, mientras que los «supervivientes», tras el horror del éxodo, son encerrados en campos y zonas de excepción.[27]
Esta forma de gubernamentabilidad difiere del mando colonial.[28] Las técnicas de ejercicio de la autoridad policial y de disciplina, la elección entre obediencia y simulación que caracteriza el potentado colonial y postcolonial se sustituyen gradualmente por una alternativa más trágica, dado su extremismo. Las tecnologías de destrucción son ahora más táctiles, más anatómicas y sensoriales, en un contexto en el que se decide entre la vida y la muerte.[29]
Si el poder depende siempre de un estrecho control sobre los cuerpos (o sobre su concentración en campos), las nuevas tecnologías de destrucción no se ven tan afectadas por el hecho de inscribir los cuerpos en el interior de aparatos disciplinarios como por inscribirlos, llegado el momento, en el orden de la economía máxima, representado hoy por la «masacre».
Por su parte, la generalización de la inseguridad ha acrecentado la distinción entre aquellos que llevan armas y aquellos que no las llevan (ley de reparto de armas). Cada vez más a menudo, la guerra no tiene lugar entre los ejércitos de dos Estados soberanos, sino entre grupos armados que actúan bajo la máscara del Estado, contra grupos armados sin Estado pero que controlan territorios bien delimitados; ambos bandos tienen como principal objetivo la población civil, que no está armada ni organizada en milicias. En el caso en el que los disidentes armados no se hagan con el poder del Estado de forma completa, provocan particiones nacionales y consiguen controlar regiones enteras, administradas bajo el modelo del feudo, especialmente cerca de los yacimientos de minerales.[30]
Las formas de matar varían poco. En el caso particular de las masacres, los cuerpos sin vida son rápidamente reducidos al estatus de simples esqueletos. Desde ese momento, su morfología se inscribe en el registro de una generalidad indiferenciada: simples reliquias de un duelo perpetuo, corporalidades vacías, desprovistas de sentido, formas extrañas sumergidas en el estupor. En el caso del genocidio ruandés — en el que un gran número de esqueletos fueron al menos mantenidos en un estado visible, o fueron exhumados — lo que resulta chocante es la tensión entre la petrificación de los huesos, su extraña frialdad por un lado y, por otro, su obcecada voluntad de crear sentido, de querer decir algo.
En esos trozos de osamenta impasible parece no haber rastro de ataraxia: nada más que el rechazo ilusorio de la muerte que ya ha ocurrido. En otros casos, cuando la amputación física sustituye a la muerte inmediata, esta abre la vía a técnicas de incisión, de ablación o de escisión que también tienen el hueso por objetivo. Los rastros de esta cirugía «demiúrgica» persisten durante largo tiempo — en formas humanas vivas, es cierto, pero cuya integridad física ha cedido lugar a piezas, fragmentos, pliegues, inmensas heridas difíciles de cicatrizar. Su función consiste en mantener a la vista de la víctima y de la gente de su alrededor el mórbido espectáculo que ha tenido lugar.
Del gesto y del metal
Volvamos al ejemplo de Palestina, en el que se enfrentan dos lógicas aparentemente irreconciliables: la lógica del mártir y la lógica de la supervivencia. Examinando estas dos lógicas, querría poner de relieve los dos problemas gemelos de la muerte y el terror, por una parte, y del terror y la libertad, por otra.
En la confrontación de estas dos lógicas, el terror y la muerte no se sitúan en distintos lugares. Terror y muerte están en el centro de cada una. Tal y como nos recuerda Elias Canetti, el superviviente es aquel que ha caminado por el sendero de la muerte, se ha visto a menudo entre aquellos que han caído, pero todavía sigue vivo. O, más concretamente, el superviviente es aquel que ha peleado contra una jauría de enemigos y ha logrado no sólo escapar, sino matar al atacante. Por ello, en gran medida, matar constituye el primer grado de la supervivencia. Canetti subraya el hecho de que, según esta lógica, «cada uno es el enemigo del otro».[31]
De forma todavía más radical, el horror experimentado durante la visión de la muerte se torna en satisfacción cuando le ocurre a otro. Es la muerte del otro, su presencia en forma de cadáver, lo que hace que el superviviente se sienta único. Y cada enemigo masacrado aumenta el sentimiento de seguridad del superviviente.[32]
La lógica del mártir procede según distintas vías. Se ve encarnada por la figura del «kamikaze», que suscita gran número de interrogantes. ¿Qué diferencia intrínseca existe entre el hecho de matar con un helicóptero, misil o un tanque y hacerlo con el propio cuerpo? ¿La distinción entre las armas utilizadas para dar la muerte impide acaso el establecimiento de un sistema de intercambio general entre el modo de matar y el modo de morir? El kamikaze no lleva uniforme de soldado y no exhibe armas. El candidato a mártir acorrala a su objetivo; el enemigo es una presa a la que tiende una trampa. La elección del lugar de la emboscada es significativa: parada de autobús, cafetería, discoteca, plaza del mercado, checkpoint, carretera… En definitiva, espacios de la vida cotidiana.
A la localización de la emboscada se añade la trampa del cuerpo. El candidato a mártir transforma su cuerpo en máscara, escondiendo el arma a punto de ser activada. A diferencia del tanque o del misil, claramente visibles, el arma contenida en el envoltorio del cuerpo es invisible. Así disimulada, constituye una parte de ese cuerpo. Está ligada a él de forma tan íntima que, en el momento de la detonación, lo aniquila. El cuerpo del portador se lleva consigo el cuerpo de otros, cuando no los deja reducidos a pedazos. El cuerpo no sólo esconde un arma: el cuerpo se transforma en arma, y no en un sentido metafórico sino literal, balístico.
En este caso particular, mi muerte va pareja a la muerte del Otro. Homicidio y suicidio se llevan a cabo en una única acción. Y en gran medida, resistencia y autodestrucción son sinónimas. Dar la muerte es, por tanto, reducir al otro y a sí mismo al estatus de pedazos de carne inertes y dispersos, ensamblados con dificultad antes del entierro. En este caso, la guerra es una guerra cuerpo a cuerpo.
Matar requiere acercarse tanto como sea posible al cuerpo del enemigo. Para provocar la explosión de la bomba, hay que resolver la cuestión de la distancia, a través del juego de la proximidad y del disimulo.
¿Cómo interpretar esta forma de esparcir la sangre, en la cual mi muerte no es únicamente mía sino que va acompañada de la muerte del Otro?[33] ¿En que difiere de la muerte infligida por un tanque y un misil, en un contexto en el que el coste de mi supervivencia está calculado en función del hecho de que soy capaz de matar a otro y estoy listo para ello? En la lógica del «mártir», la voluntad de morir se fusiona con la de llevarse al enemigo consigo, es decir, eliminar toda posibilidad de vida para todos; lógica aparentemente contraria a aquella que consistía en querer imponer la muerte a los demás, siempre y cuando se preservara la propia. Canetti describe el momento de la supervivencia como un momento de poder.
El triunfo consiste precisamente en la posibilidad de estar aquí cuando los otros (el enemigo) ya no están. Así es cómo generalmente se entiende la lógica del heroísmo: consiste en ejecutar a los demás mientras se mantiene a distancia la muerte propia.
Pero en la lógica del mártir emerge una nueva semiosis del asesinato. No está necesariamente fundada sobre una relación entre forma y materia. Ya lo he indicado: el cuerpo deviene aquí el uniforme mismo del mártir. Pero el cuerpo como tal no sólo es un objeto de protección contra el peligro y la muerte. El cuerpo en sí mismo no tiene poder ni valor. El poder y el valor del cuerpo resultan de un proceso de abstracción basado en el deseo de eternidad. En este sentido, el mártir, al haber establecido un instante de supremacía en el que el sujeto triunfa sobre su propia mortalidad, puede percibirse como habiendo trabajado bajo el signo del futuro. En otros términos, en la muerte, el futuro se desvanece en el presente.
En su deseo de eternidad, el cuerpo sitiado pasa por dos fases. Primero es transformado en cosa insignificante, en materia maleable. Después, la forma en la que es conducido a la muerte — el suicidio — le otorga su significación última. La materia del cuerpo, o más bien la materia que es el cuerpo, se ve investida de propiedades que no pueden deducirse de su carácter de cosa, sino de un nomos trascendental, fuera de él. El cuerpo se convierte en una pieza de metal cuya función es, a través del sacrificio, traer vida eterna al ser. Se duplica él mismo y, en la muerte, escapa literal y metafóricamente al estado de sitio y a la ocupación.
Permítaseme analizar, para concluir, la relación entre terror, libertad y sacrificio. Martin Heidegger muestra que el ser para la muerte humano es la condición de toda verdadera libertad humana.[34] O, por decirlo de otra forma, soy libre de vivir mi propia vida únicamente porque soy libre de morir mi propia muerte. Mientras que Heidegger otorga un estatus existencial al ser para la muerte y lo considera una manifestación de libertad, Georges Bataille sugiere que «la muerte [en el sacrificio] en realidad no revela nada».[35] No es sólo la absoluta manifestación de la negatividad, es también una comedia. Para Bataille, la muerte revela el lado animal del sujeto humano, al cual se refiere también como a su «ser natural». «Para que el hombre finalmente se revele a sí mismo, debería morir, pero tendría que hacerlo viviendo — mirándose dejar de ser»,[36] añade. En otras palabras, el sujeto humano debe estar plenamente vivo en el momento de su muerte para disponer de plena consciencia, para vivir teniendo el sentimiento de estar muriendo: «la misma muerte debería convertirse en consciencia (de sí) en el mismo momento en que destruye el ser consciente. Es, de alguna forma, lo que tiene lugar (al menos, lo que está a punto de tener lugar o que tiene lugar de forma fugitiva, inasible) mediante un subterfugio. En el sacrificio, el sacrificador se identifica con el animal herido de muerte. De esta forma se muere viendo morir e incluso, de alguna forma, por voluntad propia, con todas las fuerzas, con el arma del sacrificio. ¡Pero es un engaño![37] y para Bataille, éste es, más o menos, el medio por el cual el sujeto humano «se engaña voluntariamente».[38]
¿De qué forma se relaciona la noción de juego y de engaño con el kamikaze? No hay duda de que en su caso el sacrificio consiste en la espectacular ejecución de sí, en devenir su propia víctima (sacrificio de sí mismo). El auto-sacrificado procede de forma que toma el poder de su propia muerte y opera un acercamiento frontal. Este poder puede proceder de la creencia en la continuidad del ser pese a la destrucción de su propio cuerpo. El ser es concebido como existente fuera de nosotros. El sacrificio de sí mismo consiste aquí en el rechazo a una doble prohibición: la de la autoinmolación (suicidio) y la del asesinato. No obstante, a diferencia de los sacrificios, no hay animal que sirva de víctima por substitución. La muerte adquiere aquí un carácter de transgresión pero, a diferencia de la crucifixión, no tiene dimensión expiatoria. De hecho, una persona muerta no puede reconocer a su asesino, quien también ha muerto. ¿No implica esto que la muerte se manifiesta aquí como pura aniquilación y pura nada, exceso y escándalo?
Ya se observen bajo una perspectiva de esclavitud o de ocupación colonial, muerte y libertad están irrevocablemente relacionadas. Como hemos visto, el terror es un rasgo que define tanto a los Estados esclavistas como a los regímenes coloniales contemporáneos. Los dos regímenes constituyen también instancias y experiencias específicas de ausencia de libertad. Vivir bajo la ocupación contemporánea es experimentar de forma permanente la «vida en el dolor»: estructuras fortificadas, puestos militares, barreras incesantes; edificios ligados a recuerdos de humillación, interrogatorios, palizas, toques de queda que mantienen prisioneros a centenares de miles de personas en alojamientos exiguos desde el crepúsculo al alba; soldados patrullando las calles oscuras, asustados por su propia sombra; niños cegados por balas de caucho; padres humillados y apaleados delante de su familia; soldados orinando en las barreras, disparando sobre las cisternas para distraerse; cantando eslóganes agresivos, golpeando las frágiles puertas de hojalata para asustar a los niños, confiscando papeles, arrojando basura en mitad de una residencia vecina; guardas fronterizos que vuelcan una parada de legumbres o cierran las fronteras sin razón; huesos rotos; tiroteos, accidentes mortales … Una cierta forma de locura.
En tales circunstancias, el rigor de la vida y las duras pruebas (juicio a muerte) están marcados por el exceso.
Aquello que enlaza terror, muerte y libertad es una noción extática de la temporalidad y de la política. El futuro, aquí, puede ser auténticamente anticipado, pero no el presente. El propio presente no es más que un momento de visión: una visión de la libertad todavía no alcanzada. La muerte en el presente es el mediador de la redención. Lejos de percibirse como un encuentro con un límite, una barrera, se percibe como una «solución al terror y a la servidumbre».[39]
Tal y como apunta Gilroy, esta preferencia de la muerte a la servidumbre constituye un comentario sobre la propia naturaleza de la libertad (o su ausencia). Si esta ausencia es la naturaleza misma de lo que significa, para el esclavo o el colonizado, el hecho de existir, la misma ausencia es también precisamente el medio que tiene de tener en cuenta su propia mortalidad. Refiriéndose a la práctica del suicidio individual o colectivo de los esclavos rodeados por cazadores de esclavos, Gilroy sugiere que la muerte, en este caso, puede representarse como un acto deliberado, ya que la muerte es precisamente aquello por lo cual y sobre lo cual tengo poder. Pero es también ese espacio en el que operan la libertad y la negación.
Conclusión
En este ensayo he argumentado que las formas contemporáneas de sumisión de la vida al poder de la muerte (política de la muerte) reconfiguran profundamente las relaciones entre resistencia, sacrificio y terror. He intentado demostrar que la noción de biopoder es insuficiente para reflejar las formas contemporáneas de sumisión de la vida al poder de la muerte.
Además, he utilizado las nociones de política de la muerte y de poder de la muerte, para reflejar los diversos medios por los cuales, en nuestro mundo contemporáneo, las armas se despliegan con el objetivo de una destrucción máxima de las personas y de la creación de mundos de muerte, formas únicas y nuevas de existencia social en las que numerosas poblaciones se ven sometidas a condiciones de existencia que les confieren el estatus de muertos-vivientes.
El ensayo subraya también algunas de las topografías reprimidas de la crueldad (plantación y colonia, en particular) y sugiere que el poder de la muerte nubla las fronteras entre resistencia y suicidio, sacrificio y redención, mártir y libertad.
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Notas:
[1] Ver Daniel R. Headrick. The Tools of Empire: Technology and European Imperialism in the Nineteenth Century. Oxford University Press, 1981.
[2] Sobre el township, ver G. G. Maasdorp y A. S. B. Humphreys (dir.). From Shantytown to Township: An Economic Study of African Poverty and Rehousing in a South African City. Juta, 1975.
[3] Belinda Bozzoli. «Why Were the 1980’s `Millenarian´? Style, repertoire, Space and Authority in South Arica’s Black Cities». Journal of Historical Sociology, n° 13, 2000. p. 79.
[4] Ibidem.
[5] Ver Herman Giliomee (dir.). Up against the Fences: Poverty, Passes and Privileges in South Africa. Cape Town, David Philip, 1985; Francis Wilson. Migrant Labour in South Africa. Christian Institute of Southern Africa, 1972.
[6] «El mundo colonizado es un mundo cortado en dos. La línea divisoria, la frontera está indicada por los cuarteles y las delegaciones de policía». Franz Fanon. Los condenados de la Tierra, Txalaparta, 1999. p. 29.
[7] Ibidem. pp. 30–31.
[8] Ver Regina M. Schwartz. The Curse of Cain: The Violent Legacy of Monotheism. University of Chicago Press, 1997.
[9] Ver Lydia Flem. L’Art et la mémoire des camps. Représenter, exterminer. Jean-Luc Nancy (ed.), Seuil, 2001.
[10] Ver Eyal Weizman. «The Politics of Verticality». Open Democracy (publicación online en www.openDemocracy.net), 25 de abril de 2002.
[11] Ibidem.
[12] Ibidem.
[13] Ver Stephen Graham y Simon Marvin. Splintering Urbanism: Networked Infrastructures, Technological Mobility and the Urban Condition. Routledge, 2001.
[14] E. Weizman. Op. cit.
[15] Ver S. Graham. «Clean Territory: Urbicide in the West Bank». Open Democracy, 7 de agosto de 2002.
[16] Comparadas con la panoplia de nuevas bombas desplegadas por los Estados Unidos durante la guerra del Golfo y la guerra de Kosovo, las armas utilizadas en Palestina tienen como principal objetivo hacer llover cristales de grafito para dejar inutilizables las centrales eléctricas y los centros de distribución. Michael Ignatieff. Virtual War. Metropolitan Books, 2000.
[17] Ver Michael Walzer. Just and Unjust Wars: A Moral Argument with Historical Illustrations. Basic Books, 1977.
[18] Benjamin Ederington y Michael J. Mazarr (ed.). Turning Point: The Gulf War and U.S. Military Strategy. Westview, 1994.
[19] Thomas W. Smith, «The New Law of War: Legitimizing Hi-Tech and Infrastructural Violence», International Studies Quarterly, vol. 46, n° 3, 2002, p. 367. Sobre Iraq, ver Geoffrey Leslie Simons, The Scourging of Iraq: Sanctions, Law and Natural Justice, St. Martin’s, 1998; ver también Ahmed Shehabaldin y William M. Laughlin Jr., «Economic Sanctions against Iraq: Human and Economic Costs», The International Journal of Human Rights, vol. 3, n° 4, invierno 1999, pp. 1–18.
[20] Zygmunt Bauman, «Wars of the Globalization Era», European Journal of Social Theory, vol. 4, n° 1, 2001, p. 15. «Como están muy alejados de sus “objetivos”, alejándose de aquellos que golpean demasiado rápido para poder constatar la devastación que provocan y la sangre que derraman, los pilotos convertidos en ordenadores rara vez tienen la oportunidad de mirar a sus víctimas a la cara ni de repasar la miseria que siembran a su paso», Ibid., p. 27. Ver también «Penser la guerre aujourd’hui», Cahiers de la Villa Gillet, n° 16, 2002, pp. 75–152.
[21] Achille Mbembe, «At the Edge of the World: Boundaries, Territoriality, and Sovereignty in Africa», Public Culture, 12, 2000, pp. 259–284.
[22] En el derecho internacional, los corsarios (privateers) se definen como «navíos pertenecientes a propietarios privados que navegan bajo la autorización de una patente de corso, lo que les permite poder de llevar a cabo todas las formas de hostilidad permitidas en alta mar por los usos de la guerra». Empleo aquí este término para designar las formaciones armadas que actúan independientemente de toda sociedad políticamente organizada, ya que sea bajo la máscara de un Estado o no. Ver Janice Thompson. Mercenaries, Pirates, and Sovereigns. Princeton University Press, 1997.
[23] Gilles Deleuze and Felix Guattari. Mil mesetas. PreTextos, 1994.
[24] Joseph C. Miller. Way of Death: Merchant Capitalism and the Angolan Slave Trade, 1730–1830. University of Wisconsin Press, 1988, en particular, los capítulos 2 y 4.
[25] Ver Jakkie Cilliers y Christían Diatrich (dirs.). Angola’s War Economy: The Role of Oil and Diamonds. Institute for Security Studies, 2000.
[26] Ver, por ejemplo, «Rapport du Groupe d’experts sur l’ exploitation illégale des ressources naturelles et autres richesses de la République démocratique du Congo». Informe de la Naciones Unidas n° 2, 2001, p. 357, Secretario General del Consejo de Seguridad, 12 de abril. Ver también Richard Snyder. «Does Lootable Wealth Breed Disorder? States, Regimes, and the Political Economy of Extraction». (Comunicación).
[27] Ver Loren B. Landau. «The Humanitarían Hangover: Transnationalization of Governmental Practice in Tanzania’s Refugee-Populated Areas». Refugee Survey Quarterly, vol. 21, no I, 2002, pp. 260–299; especialmente. pp. 281–287.
[28] Sobre el mando, ver A. Mbembe. On the Postcolony. University of California Press, 2001, cap. 1–3.
[29] Ver Leisel Talley, Paul B. Spiegel y Mona Girgis. «An Investigation of Increasing Mortality among Congolese Refugees in Lugufu Camp, Tanzania, May-June 1999». Journal of Refugee Studies, vol. 4, n° 4, 2001. pp. 421–427.
[30] Ver Tony Hodges. Angola: From Afro-Stalinism to Petro-Diamond Capitalism. James Currey, 2001, cap. 7; Stephen Ellis, The Mask of Anarchy: The Destruction of Liberia and the Religious Dimension of an African Civil War. Hurst & Company, 1999.
[31] Elias Canetti. Masa y poder. Alianza, 1995. p. 223.
[32] Martin Heidegger. Ser y Tiempo. Trotta, 2009.
[33] M. Heidegger, Ibidem.
[34] Ibidem.
[35] Georges Bataille. Oeuvres complètes, vol. 12, Gallimard, 1988, Année 1955 — Hegel, la mort et le sacrifice. p. 336.
[36] Ibidem.
[37] Ibidem. p. 337.
[38] Para lo que precede, ver Amira Hass. Drinking the Sea at Gaza: Days and Nights in a Land under Siege. Henry Holt, 1996.
[39] «Este recurso a la muerte como solución al terror y a la servidumbre y como posibilidad para obtener una libertad definitiva». P. Gilroy, Op. cit. p. 95.
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