Necesidades radicales, deseo colectivo: feminismos del capital vs. emancipación comunista

Intervención durante la sesión “Qui sono i comunisti?” (¿Quiénes son los comunistas?) de la Conferenza di Roma sul comunismo (18 a 22 de enero de 2017)

Por: Morgane Merteuil*

Publicado en colaboración con Patrias. Actos y letras.

*Morgane Merteuil (1986) es el pseudónimo de una trabajadora sexual francesa, feminista y militante comunista, cuyo activismo político ha tenido como eje la defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales (prostitutas, actrices pornográficas, operadoras de sexo telefónico). De 2011 a 2016 fue secretaria general y portavoz del Syndicat du travail sexuel (STRASS). Fundadora del colectivo 8 mars pour toutES. Autora de Libérez le féminisme ! (París, L’Editeur, 2012).

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Por la incandescencia de su gesto teórico y su contribución — tangibles en ambos casos — a la crítica comunista de los feminismos liberales — los feminismos del capital — , se publica aquí, por primera vez en español, el texto de la intervención oral, en francés, de Morgane Merteuil durante la sesión “Qui sono i comunisti?” (¿Quiénes son los comunistas?) de la Conferenza di Roma sul comunismo (18 a 22 de enero de 2017), tal como se publicó en Comunismo necessario. Manifiesto a più voci per il XXI secolo (edición al cuidado del Collettivo C17), Milán-Udine, Mimesis Edizione, 2020, pp. 61–71. Las notas, y el título, son de Rolando Prats, quien tradujo de la versión en italiano hecha por Ilaria Busoni de la intervención de Merteuil.


Una característica de la tradición marxista es que nunca ha contrapuesto la emancipación individual a la emancipación social. Desde el Manifiesto, Marx y Engels definen el comunismo, de hecho, como una “asociación en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición para el libre desarrollo de todos”. En esa perspectiva, pasa a ser central la cuestión de la libertad de actuar según los propios deseos individuales en el interior de una organización social que debe responder a las necesidades colectivas. Es esta cuestión la que me gustaría abordar, tomando como punto de ataque los debates suscitados por el reconocimiento del sex work[1] (o trabajo sexual), precisamente como trabajo, por parte del feminismo. La posición mayoritaria en este debate puede resumirse de la siguiente manera: en la medida en que la relación de prostitución no se deriva de un deseo recíproco entre las personas implicadas en ella, entonces esa relación se inscribiría en el continuo de la violencia sexual y, por tanto, sería ajena a la esfera del deseo.

​Esta perspectiva, compartida por corrientes feministas muy diferentes entre sí, es efectivamente “seductora”, pero se basa en un supuesto muy general: el supuesto de que el deseo se opondría en principio a la obligación (Delphy), a la violencia (Mailfert) o al individualismo liberal (Fassin) y permitiría como tal distinguir entre prácticas alienantes y prácticas emancipadoras. De ahí la necesidad de luchar contra todo lo que niegue, frene o reprima el deseo y su expresión.

​Ahora bien, esta suposición es objetable desde varios puntos de vista. En primer lugar, se puede señalar que si es cierto que las relaciones de dominación determinan el consentimiento — como desde hace tiempo ha demostrado el feminismo — , entonces, en consecuencia, es la ideología que asegura la reproducción de esas relaciones la que determina la manifestación de un objeto como deseable o no, por lo que el deseo también puede ser una expresión no de libertad, sino de alienación. La figura del sujeto deseante, de hecho, puede interpretarse como un avatar del sujeto “libre” de participar en el intercambio comercial, que Marx, en El capital, ya presentó como condición y producto de la expansión de las relaciones de producción capitalistas.

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​Así, la figura del sujeto libre, dueño de su deseo como de su fuerza de trabajo, lejos de estar en contradicción con el individualismo liberal o de servir como criterio de política emancipatoria, representa en cambio una forma ideológica integrada en la reproducción de las relaciones de intercambio y de producción capitalistas. Esta es al menos la tesis que pretendo defender en lo que sigue de esta intervención, no para identificar ese “deseo que reclama su libertad” como un factor inmediato de alienación, sino para determinar las condiciones en las que puede ser movilizado como un poder verdaderamente subversivo, en una perspectiva feminista y revolucionaria.

​1. Feminismo, deseo y capital

​¿Cómo llegar a comprender las razones por las que el feminismo ha podido, progresivamente, hacer del deseo un criterio de emancipación de las mujeres? ¿Por qué en la mayoría de los casos esa concepción del deseo resulta insatisfactoria? ¿Y qué ganamos con pensar en el deseo materialísticamente como un producto de relaciones de producción específicas (específicamente capitalistas) y de las diversas formas ideológicas, culturales y jurídicas que aseguran su reproducción?

​Para responder a esas preguntas podemos empezar por subrayar que el concepto de deseo rara vez es objeto de un análisis riguroso, de una historización mínima o incluso de una definición viable. Esta forma ingenua de relacionarse con el “deseo” es tanto más sorprendente cuanto que teóricos del calibre de Andrea Dworkin o Catharine MacKinnon hace tiempo que proponen un análisis del deseo como producto de relaciones sociales determinadas. En su obra Intercourse (Nueva York, BasicBooks, 2007), Dworkin muestra, por ejemplo, cómo los mecanismos del deseo masculino se basan en la subordinación de la mujer. MacKinnon, por su parte, no teme comparar el estatus teórico asignado en el marxismo al valor con el tratamiento reservado por las feministas a los conceptos de sexualidad y deseo: en ambos casos, explica la autora, se trata de poner en el centro la producción y la productividad social de un fenómeno aparentemente “natural”. Ahora bien, es precisamente esa concepción materialista del deseo la que el movimiento pro-sex ha atacado con las sex-wars. Luego de arguir que Dworkin y MacKinnon “ponen demasiado énfasis en el peligro sexual y en el monopolio que ejerce el modelo heterosexual patriarcal sobre la sexualidad”, las feministas pro-sex buscaban, de hecho, poner en primer plano “la agentividad sexual de las mujeres, así como las formas no normativas de la sexualidad”[3]. Sin embargo, como bien ha señalado Rosemary Hennessy, ese deseo de promover formas no normativas de sexualidad ha llevado a las feministas pro-sex a desconectar el placer y la sexualidad de las estructuras sociales que los organizan, terminando así por apoyar una concepción liberal del deseo como propiedad de un individuo ajeno a cualquier contexto social. Así, en un giro paradójico respecto de su oposición al sex work, las teorías feministas citadas en la introducción acaban por alinearse con una concepción liberal del deseo.

​Mi hipótesis es, en consecuencia, que el avance de esa concepción liberal del deseo se explica por el hecho de que un cierto número de mujeres han llegado a ocupar posiciones sociales en las que las relaciones sociales ya no aparecen como obstáculos a la realización de sus deseos. En otras palabras, la concepción liberal del deseo planteada por el movimiento feminista expresa la posición social de las mujeres que ese movimiento representa. En síntesis, si algunas militantes feministas pueden afirmarse efectivamente como sujetos de deseo, no ocurre lo mismo con las mujeres sobre las que se ejercen relaciones de dominación más fuertes, como, por ejemplo, las mujeres migrantes que ejercen el sex work. Por lo tanto, más allá de la definición de lo que es el deseo, de la legitimidad de lo que se desea, la cuestión que hay que plantear es la de quién puede ver reconocidos como tales sus deseos: la voluntad de algunas feministas de presentar la libre expresión de los propios deseos sexuales como la expresión más legítima de un proceso de emancipación, en detrimento de la consideración de la obligación primaria de satisfacer las propias necesidades materiales es, por lo tanto, reflejo de una posición de clase en la forma de pensar la emancipación de las mujeres, incluida la emancipación sexual.

Como vemos, la concepción liberal del deseo presenta un problema de dos caras: por un lado, al contraponer la existencia del deseo a la inserción de la persona en las relaciones sociales, avala el supuesto de la existencia de personas libres en el contexto de una sociedad alimentada.

Por otra parte, tal concepción hace invisible el hecho de que el acceso a esa posición de persona “libre” opera en detrimento de todos aquellos que están excluidos de ese proceso.

En La reificación del deseo, Kevin Floyd se dedica a historiar la figura del sujeto dueño de su propio deseo y libre de satisfacerlo a su antojo, remontándose al giro consumista que imprimió el modo de producción capitalista tras la Segunda Guerra Mundial. Es en la institucionalización del psicoanálisis donde, de forma privilegiada, se refleja — según Floyd — la emergencia de esa forma de subjetivación comercial. En la misma medida en que el psicoanálisis atribuye a la familia una función central en la explicación de las patologías psíquicas y contribuye a aislar el deseo “de otras propiedades corporales”, racionalizándolo en un “discurso científico elaborado como un medio para revelar la verdad, la esencia de un sujeto individual”[3], el psicoanálisis debe, de hecho, interpretarse como una forma ideológica a través de la cual se impulsa al individuo a comprender su deseo como elemento constitutivo de su identidad, orientándolo al mismo tiempo hacia el consumo comercial. En una perspectiva althusseriana, diríamos que las transformaciones estructurales de la familia y su racionalización en el discurso psicoanalítico constituyen las dos mediaciones a través de las cuales el individuo es interpelado[4] como sujeto deseante por el mercado.

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Aún así, Althusser también explica que el sujeto no es preexistente respecto a su inserción en formaciones ideológicas (entre las que Floyd nos invita a incluir el psicoanálisis) que participan en la reproducción de las relaciones sociales:

La ideología siempre ha interpelado a los individuos como sujetos, lo que no hace sino poner de manifiesto que los individuos siempre han sido interpelados por la ideología como sujetos, y nos lleva necesariamente a una última proposición: los individuos son siempre ya-sujetos[5].​

Ahora bien, si el individuo es siempre interpelado como sujeto integrante de la reproducción de las relaciones de producción, entonces es posible analizar las condiciones en las que el deseo puede volverse contra la función ideológica a la que está asignado: de ese modo, el deseo aparecería finalmente sujeto a las relaciones sociales, al menos tanto como éstas están sujetas al deseo. Lo cual abre una perspectiva de movilización radical y revolucionaria del deseo.

2. Sublimación y producción de deseos

Sería reductor considerar el deseo en la época del capitalismo únicamente bajo el aspecto de la cosificación e interpelación del sujeto deseante en beneficio de la expansión del capital. Si algunas movilizaciones feministas de hoy desconfían, en efecto, ante el contexto neoliberal, del concepto de deseo, atenerse a esa desconfianza sería ignorar que el deseo ha sido utilizado, históricamente, incluso por autores inspirados en el psicoanálisis (y no digamos toda la corriente que se refería a la “autonomía deseante”), como portador potencial de un proceso de sublimación susceptible de sugerir una superación del capitalismo, o incluso de constituirse en fuerza revolucionaria.

Es eso lo que encontramos, por ejemplo, en Marcuse. El hombre unidimensional parte de la constatación de que la sociedad industrial moderna, al transformar la naturaleza del deseo y multiplicar las posibilidades de su satisfacción, ha reducido paradójicamente el alcance del propio deseo, su capacidad de subvertir el orden burgués. Al analizar lo que llama “desublimación represiva”, Marcuse nos invita a identificar en el deseo un poder radical de crítica y negación del orden social. A través de su análisis de los fenómenos de democratización de la cultura “superior”, Marcuse muestra cómo la sublimación que en su día garantizaba la producción de imágenes inaceptables para la cultura burguesa por ser “irreconciliables con el principio constituido de la realidad” fue posteriormente remplazada por “una desublimación que sustituye la satisfacción mediata por la satisfacción inmediata” como resultado precisamente de la inclusión de esas mismas imágenes en la cultura comercial. La satisfacción autorizada por la sociedad tiene así una extensión mucho mayor; pero a través de esa satisfacción el principio del placer ha sufrido una reducción — privado como está de pretensiones irreconciliables con la sociedad constituida. En esa forma, el placer engendra sumisión.

El análisis de Marcuse sobre los efectos de la sociedad tecnológica es, por tanto, pesimista: la liberalización de la sexualidad, la posibilidad ampliada de satisfacer inmediatamente los propios deseos y el acceso facilitado a un número cada vez mayor de placeres son consecuencias de un proceso de desublimación que, en realidad, refuerza la alienación: incorporado a la sociedad capitalista como una mercancía, el deseo se despoja de su capacidad subversiva. Donde la “conciencia infeliz” sentía y sufría el desfase entre sus deseos y el principio de realidad, la “conciencia feliz” producida por ese sistema es una conciencia que no siente la necesidad de reclamar nada, a pesar de ser el producto de la dominación y la represión. La perspectiva freudo-marxista aportada por Marcuse permite así identificar la ambivalencia de una sexualidad estrechamente ligada a las exigencias del capitalismo: “Esta sociedad convierte todo lo que toca en una fuente potencial de progreso y explotación, de cansancio y satisfacción, de libertad y opresión. La sexualidad no es una excepción[6].”

Pero, ¿qué puede significar esto sino que la contradicción en virtud de la cual la liberalización de la sexualidad y la satisfacción inmediata de los deseos individuales son sinónimo de represión social es, esa contradicción, una contradicción interna del capitalismo? ¿Y qué tal si, como consecuencia, la superación del capitalismo será necesariamente sinónimo de la (re)sublimación del deseo?

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​Es lo que sugieren Deleuze y Guattari en El Anti Edipo cuando trazan otra forma de emancipar el deseo. Frente a una concepción cosificadora del deseo, que tiende a abstraerlo, dotándolo de una dinámica autónoma respecto de las sociales (aunque éstas se consideren capaces de influir en el deseo), El Anti Edipo asume el deseo como un principio inmanente al que no se puede oponer una represión externa, porque él mismo, el deseo, participa de su represión. En respuesta al psicoanálisis, acusado de reducir la sociedad a un álbum familiar, Deleuze y Guattari buscan constituir una “psiquiatría materialista” cuya “categoría efectiva” está representada por la “producción deseante”. Al poner en primer plano la productividad del deseo, la “máquina deseante”, la cuestión pasa a ser la lucha contra la concepción dominante del deseo como “carencia”, característica de la estrategia de control del deseo organizada por la clase dominante.

Así, al romper la ecuación deseo = carencia, hay que afirmar la unidad de la producción social y la producción deseante, porque “el deseo forma parte de la infraestructura”. Y es precisamente en virtud del hecho de que el deseo no puede ser encerrado dentro de las categorías sociales, precisamente porque éstas lo presuponen, que está intrínsecamente dotado de potencial revolucionario:

​Piensen lo que piensen algunos revolucionarios, el deseo en su esencia es revolucionario […] Lo cual no quiere decir que el deseo sea algo distinto de la sexualidad, sino que la sexualidad y el amor no viven en el dormitorio de Edipo, más bien sueñan [con] algo amplio y hacen pasar extraños flujos que no se dejan acumular en un orden establecido. El deseo no “quiere” la revolución, es revolucionario por sí mismo, y de un modo como involuntario, al querer lo que quiere[7].

​Precediendo a cualquier producción social determinada, el deseo tal como lo conciben Deleuze y Guattari ya no es “deseo de”, ni atributo de un sujeto de una ideología específica. Si la sociedad tiende, en efecto, a canalizar el deseo para integrarlo en la reproducción de las estructuras sociales, no por ello deja de ir más allá, de exceder los límites que las estructuras sociales le imponen: es el “desbordamiento [dèbordement] que se manifiesta”, y es esa trasgresión permanente lo que constituye su naturaleza esencialmente revolucionaria.

A pesar de sus profundas diferencias, las tesis de Marcuse, por un lado, y las de Deleuze y Guattari, por otro, permiten pensar el deseo en una perspectiva emancipadora, teniendo en cuenta la necesaria lucha contra las estructuras de represión y dominación que lo afectan y en las que se implica, en lugar de considerarlo como el atributo inalienable de un sujeto libre, o más precisamente, como un atributo cuya adquisición y satisfacción se traduciría inevitablemente, es decir, independientemente de las condiciones materiales de su realización, en la capacidad de un sujeto libre para liberarse de las relaciones de poder.

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​La cuestión de las condiciones materiales de posibilidad de tal emancipación del deseo a través del deseo sigue siendo, sin embargo, el punto ciego de estas reflexiones. Si bien Deleuze y Guattari destacan el papel que ejercen las estructuras de dominación y la filiación del sujeto deseante a lo social, su análisis no aporta estrategias capaces de movilizar el potencial revolucionario del deseo, o mejor dicho, capaces de movilizar el deseo mismo con fines de transformación radical del orden social.

​​3. Deseo de comunismo: una necesidad radical

​Como señala Rosemary Hennessy, el hecho de que el capitalismo tienda a producir la idea de una separación entre las esferas de la sexualidad y de la producción sólo hace más urgente la tarea de examinar las relaciones sistémicas entre las formaciones culturales-sexuales y las formaciones económico-políticas y de examinar la fábrica de la conciencia en la época del capitalismo.

​Tenemos la costumbre de contraponer las “necesidades” a los “deseos”, con el argumento de que las primeras serían del orden de lo natural y de la necesidad, mientras que los segundos serían socialmente construidos y contingentes. Pero la teorización feminista marxista del trabajo doméstico nos ha enseñado que las necesidades humanas habitualmente (y gratuitamente) satisfechas por las mujeres, lejos de limitarse a las “necesidades naturales” satisfechas por el trabajo doméstico, incluyen también las “necesidades afectivas”. Investigaciones recientes sobre la división global del trabajo en el sector de los cuidados, por ejemplo, han demostrado que los servicios de baby-sitting, así como la industria del sexo, piden cada vez más a los trabajadores no sólo que realicen la actividad material específica, sino también que estimulen los sentimientos y desarrollen una auténtica intimidad.

​Se trata, pues, de analizar los procesos de producción no sólo de los medios de satisfacción de las necesidades afectivas, sino también de esas necesidades como tales. Ello implica abandonar la oposición entre trabajo y deseo, y, en cambio, impone concebir el deseo como una forma de trabajo: el deseo no es entonces una cualidad cuya presencia o ausencia bastaría para juzgar la naturaleza de esas relaciones (emancipadoras o alienadas), ni un flujo de energía que organiza las relaciones sociales. El deseo no representa una “cosa” más o menos evanescente, ni una carencia, sino que no es más que un proceso a través del cual las necesidades sexo-afectivas encuentran o no satisfacción. Por lo tanto, debemos observar la división del trabajo como algo que opera no sólo en la organización de los medios de satisfacción del deseo, sino también en la producción de las propias necesidades. Para ello, debemos considerar el lado negativo del proceso, es decir, la insatisfacción fundamental de esas necesidades que Hennessy denomina, siguiendo las huellas de Deborah Kelsh, “necesidades proscrita” (outlawed needs).

​Evidentemente, el salario mínimo nunca es igual al salario mínimo vital (living wage). Porque el salario mínimo vital no cubre ni siquiera las necesidades más básicas […] Un gran número de necesidades indispensables para que una vida humana sea vivida plenamente están insatisfechas y prácticamente “proscritas”[8].

​Las necesidades proscritas aparecen como la cara oculta de las necesidades producidas en y por el sistema capitalista. El deseo no está ligado a una u otra de esas categorías de necesidades, sino a ambas.

La reificación y la mercantilización del deseo se refieren, de hecho, a un determinado modo de producción socioafectiva, o, más exactamente, a la producción de un determinado tipo de necesidades afectivas. Sin embargo, no siempre se pueden reconocer todas las necesidades, pues semejante reconocimiento implicaría también su reconocimiento dentro del salario mínimo; y esas necesidades no sólo no se reconocen, sino que se desconocen en la medida en que la actual organización dominante de las necesidades afectivas apunta precisamente a su insonorización y puesta bajo protección. Así, a diferencia de Deleuze y Guattari, no se trata de considerar el deseo como dato previo inevitable de cualquier forma de producción, sino de invitar a una “lucha por el reconocimiento” de los procesos-deseos que satisfagan necesidades proscritas.

Los términos de esa lucha pueden formularse recurriendo al concepto de “necesidades radicales” propuesto por Agnes Heller en La teoría de las necesidades en Marx:

El deber (das Sollen) mismo es colectivo, puesto que en su punto más alto la alienación capitalista despierta en las masas — y en particular en el proletariado — necesidades (las llamadas necesidades radicales) que encarnan ese deber y que, por su naturaleza, tienden a trascender el capitalismo, precisamente en la dirección del comunismo[9].”

​Si partimos del concepto de “necesidades radicales”, surge la posibilidad entonces de formular una teoría anclada en el deseo como fuerza revolucionaria inherente a las propias realidades materiales que se trata de trascender. En efecto, puesto que el capitalismo hace que el deseo pase por un proceso de cosificación, o, más exactamente, crea el deseo como deseo cosificado, esa cosificación, en su última etapa, está condenada a estimular la necesidad de un deseo que no sería ya deseo cosificado, ni separado de las otras esferas de la existencia social, y que no se racionalizaría al servicio de una lógica de consumo, sino un deseo cuya meta no sería otra que la búsqueda ininterrumpida de lo necesario para la satisfacción de las necesidades radicales: un deseo de comunismo.

​El deseo, así entendido, puede constituir el origen de una lucha revolucionaria, a condición de que su ejercicio no se restrinja a la esfera de la sexualidad, de que el proceso de emancipación no se juzgue en función de su presencia o ausencia en esferas de la vida que se consideran separadas entre sí,

ni mucho menos en función de la adquisición o no de un estatus de “sujeto deseante” que presumiblemente revelaría quién sabe qué desarrollo personal e individual, pero que en realidad depende de la explotación de otros seres humanos y, por tanto, de la negación de sus necesidades. Reconocer esas “otras” necesidades como dignas de consideración, y las condiciones materiales para su satisfacción como un problema de primer orden, significa en última instancia superar la concepción del deseo sin sujeto ni objeto, para llegar a una concepción del deseo como aquello que mueve al sujeto colectivo revolucionario, que tiende al comunismo como sistema de satisfacción de todas las necesidades, sin distinción de clase, género o raza.


NOTAS

[1] Todo lo que aparezca en inglés en esta traducción es porque así aparece en el original en italiano.

[2] Catharine A. MacKinnon, Toward a Feminist Theory of the State, Cambridge, Harvard University Press, 1989, p. 3 y ss.

[3] Kevin Floyd, La réification du désir. Vers un marxisme queer, París, Éditions Amsterdam, 2013, p. 64.

[4] La de interpelación es una noción central en el pensamiento de Louis Althusser, que este define como una “‘representación’ de la relación imaginaria entre los individuos y sus condiciones reales de existencia”, la cual tiene existencia material e ‘interpela a los individuos en cuanto sujetos’”. Cf. Louis Althusser, “Ideología y aparatos ideológicos del Estado”. En Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y Lacan, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988, pp. 131 y 138.

[5] Althusser, cit., p. 57.

[6] Herbert Marcurse, El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada (Trad. Antonio Elorza), Barcelona, Planeta-De Agostini, p. 108.

[7] Giles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia (Trad. Francisco Monge), Barcelona, Paidós (Nueva edición ampliada), 1985, pp. 120–121.

[8] Deborah Kelsh, “Desire and class: The knowledge industry in the wake of poststructuralism”. En Cultural Logic, 1 (2), 1988. Accessible en http://eserver.org:16080/clogic/1-2/kelsh.html. La traducción es mía.

[9] Agnes Heller, Teoría de las necesidades en Marx (Trad. J. F. Yvars), Barcelona, Península, 1986 (segunda edición), p. 87. La traducción es mía. https://www.patrias-actosyletras.com/morgane-merteuil-deseo-de-comunismo


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