Por Claudia Alejandra Damiani Cavero
Capítulo I de la novela Seres Invisibles / Premio «David» (2018)
La primera vez que me fijé en ella estaba sentada de lado en un banco del pasillo. Tenía la espalda apoyada en la pared, las rodillas flexionadas y los pies también sobre el banco. Garabateaba algo en una libreta de rayas azules, como las que nos daban al inicio de cada curso. Manolo y yo pasillábamos, que es algo así como pasearse para llamar la atención, cada uno con un cigarro encendido en la mano. Su imagen tan concentrada, nos atrajo y sin proponérnoslo, intentamos curiosear qué era lo que dibujaba. A medida que nos acercábamos nuestros cuerpos se estiraban intentando ver, por encima de su hombro, la hoja de papel. Este entretenimiento evitó que notáramos al profesor que se acercaba por el frente. Llamamos su atención, por supuesto, y no hubo tiempo de botar el cigarro (la prueba del delito). El profesor nos conocía o al menos conocía nuestros nombres. No era la primera vez que nos agarraba en algo «raro» –así calificaba él a los actos sospechosos en los que nos agarraba–, pero en encuentros anteriores lo habíamos avistado con tiempo suficiente para embarajar. Nunca podía probarnos nada y eso lo llenaba de frustración porque siempre estaba ávido de presas. Pero esta vez la prueba del delito todavía humeaba en nuestras manos. El profesor se sentía triunfante. Nos sermoneó, nos dijo que iba a reportarnos, nos amenazó con un consejo disciplinario. Luego quiso que le diéramos nuestros nombres completos y nuestro grupo. La muchacha de la libreta de rayas observaba en silencio. Yo me sentía presionado, no podía dejarme mangonear así por un profesor, no delante de la muchacha. Entonces intenté parecer irreverente. Le dije al profesor que exageraba. Él explotó. Lo vi enrojecerse hasta soltar humo por las orejas, vi estallar su cerebro obtuso y bañarnos con sesos y sangre. Dijo que yo era un bocón. Un irrespetuoso. Al final Manolo y el cigarro pasaron a un segundo plano y toda la ira inquisitiva del profesor se centró en mí. Me dijo que mañana mismo quería ver a mis padres. Le contesté que mi madre vivía en Cienfuegos y que a mi padre se lo había comido un tiburón. Él se quedó pensando, cómo si decidiera si creerme o no. Tardó un tiempo (debe ser difícil pensar cuando te ha explotado la cabeza), luego me agarró de un brazo y dijo que yo me iba con él. Manolo se despidió aliviado. ¡Qué hijo de puta, Manolo! La muchacha todavía me miraba. Pasamos a su lado. El profesor, pese a su cabeza, tuvo todavía facultades para decirle que bajara los pies del banco y ella obedeció.
Mi consejo disciplinario no duró mucho. El director también creyó que era una exageración, pero para no desacreditar al profesor, me puso matrícula condicional. Ya no podían volverme a agarrar en nada «raro».
Mi tío había sido citado también. Cuando salimos me aclaró que mi madre se iba a sentir muy disgustada. ¡Viejo chismoso!, pensé. Pero en vez de decírselo, bajé la cabeza y aclaré que todo había sido un malentendido y que era Manuel el que fumaba. Cosa que yo le intentaba explicar al profesor cuando este explotó sin escucharme. Mi tío se lo tragó pero dijo que yo también tenía parte de culpa, por andar con ese Manuel. Caminamos hasta la entrada, donde se despidió confesando que esta vez no diría nada, pero que no me quería ver más con ese problemático de Manuel. Yo asentí, triunfante.
Cuando regresé al albergue Manolo me esperaba sentado en su cama. — ¿Y? — , me dijo con cara de preocupación.
— Y nada, matrícula condicional — . Le conté. Manolo sonrió como si se sintiera orgulloso. Sacó dos cigarros. — ¡Hay que celebrarlo! — gritó y nos fuimos para el baño a fumar.
A ella no la volví a ver hasta la semana siguiente. Estaba en uno de esos balcones, cerca de las escaleras del docente y miraba hacia los framboyanes que bordean la circunvalación. Justo cuando yo subía y la espiaba en secreto, porque me parecía familiar, ella se volvió como si me presintiera. Solo entonces tuve la certeza de que era la muchacha de la libreta de rayas. Hizo un gesto como si quisiera que me acercara. Yo me senté a su lado pero de frente a la escalera. Ella inclinó su cabeza hacia la mía con sigilo. Pensé que me iba a preguntar por el resultado del consejo disciplinario. Me equivocaba. Sus palabras me sorprendieron.
–¿Es verdad que a tu papá se lo comió un tiburón?– dijo y yo la miré con cara de incredulidad. La pregunta me parecía inadecuada, en ese momento yo aún no sabía ni su nombre. Ella siguió imperturbable esperando respuesta.
–Sí, es verdad– contesté porque me pareció que ofenderme le iba a dar más peso al tema del que realmente tenía.
– ¿Era buzo?– insistió ella.
– No, se fue en una balsa.
– ¿Y cómo sabes que se lo comió un tiburón?
– No lo sé. Pero es lo que mi madre dice. Nunca más se supo de él.
– ¿Y eso te entristece?– añadió, aunque no parecía nada apenada, sino más bien intrigada
– No mucho– le expliqué –Él ya había dejado a mi madre por una perica más joven cuando yo tenía pocos meses. La perica era la que estaba loca por irse. Mi madre volvió conmigo a casa de sus padres en Cienfuegos. Tres años después, mi abuela paterna la llamó y le contó que él se había ido. Se lo contó con mucha vergüenza porque era una comunista acérrima, como muchas abuelas, y porque siempre estuvo del lado de mi madre. Yo realmente no me acuerdo de él– en el acto me arrepentí de haber usado la palabra de mi madre: «perica» que sonaba a frase de vieja. La muchacha no pareció notarlo. Se quedó en silencio como si reflexionara. Luego me contó que ella tenía un recuerdo muy vago, uno de estos recuerdos infantiles que son solo imagen, de un bote en la azotea frente a su casa.
Dijo que tendría no más de tres años cuando se asomaba en su balcón, una jaula de pájaros enrejada hasta el techo. Se paraba en puntillas porque antes de la reja había un muro que entonces tenía casi su altura y miraba al edificio de enfrente, tres pisos más bajo que el suyo. Entonces veía en la azotea el avance de la construcción del bote, que en realidad no era un bote como tal, sino algo más improvisado. Como aún no tenía una percepción adecuada del tiempo, era incapaz de definir cuánto tardó. Solo recordaba que un día se asomó y el bote ya no estaba, como si se hubiera ido volando. De niña nunca dijo nada porque ella vivía en un barrio lejos del mar, y cuando empezó a explicarse y preguntarse cosas (facultad que le tomó unos años desarrollar) concluyó que lo había imaginado, que a dónde iba a ir un bote en un tejado de la Víbora. Y así estuvo negándoselo hasta que conoció al Viejo.
El Viejo vivía en el apartamento de abajo (el cuarto piso). Ella ya tendría como ocho años, o eso creía, cuando lo conoció. Más a fondo, por supuesto, porque de vista lo conocía de siempre, era su vecino. Un día bajaba las escaleras y vio la puerta del apartamento del viejo abierta. Cosa extraña, era un tipo discreto. En el recibidor había una rama y un animal posado. El animal no era muy grande, tal vez 20 centímetros de alto, pero le resultaba terrorífica su mirada de enojo: con el ceño fruncido y unos enormes ojos amarillos que custodiaban la entrada. Era blanco y marrón, con manchas en el plumaje. La forma le recordó a un búho. Su única referencia de los búhos provenía de los animados, pero aun así pudo discernir que se trataba de esa clase de aves. El búho no se movía, así que luego de observarlo por un rato, asumió que no era real. Franqueó el umbral de la puerta para tocar al búho y saber de qué material estaba hecho. La casa olía extraño, como a cosas viejas, pero no era un olor desagradable. Acarició la barriga del búho, las plumas parecían de verdad. Siempre había imaginado que los búhos serían más grandes, tal vez era una maqueta a escala, una maqueta muy bien hecha. En eso apareció el viejo por el extremo opuesto de la habitación. Ambos se sorprendieron, ella casi tumba al ave del sobresalto.
– ¿Te gustan los animales?– le preguntó el propietario para tranquilizarla.
– Me gusta este búho– contestó la niña, mientras pensaba que el viejo y el búho tenían cierto parecido.
– Es un sijú– le aclaró él. Ella había escondido las manos detrás de la espalda.
– ¿De qué está hecho?– preguntó.
– Es un animal disecado–
La niña puso cara de ofendida: –¿Usted mató al búho, digo, al sijú y lo disecó?–
El viejo dijo que no, que el sijú había muerto en una tormenta y que él lo había encontrado y disecado el cadáver. También aclaró que eso había ocurrido mucho tiempo atrás (como para indicar que si fuera un crimen, ya había prescrito). La niña no le creyó pero decidió pasar por alto el asesinato del sijú. Luego el viejo le dijo que tenía otros animales y la invitó a entrar a verlos. Ella lo siguió, aunque podía tratarse de una estrategia de brujo para atraer a los niños al interior de su guarida y disecarlos o convertirlos en sijúes, incluso en esclavos sexuales (esta última opción se le ocurrió a la muchacha de 16 años que rememoraba, no a la niña). Cuando llegó a la sala descubrió que estaba llena de libros. Libros grandes y viejos, con tapas duras, dispuestos en anaqueles que llegaban hasta el techo. También había mucho polvo y un globo terráqueo sobre un mueble de madera. Luego el viejo la escoltó hasta una de las habitaciones. Ella conocía perfectamente la estructura de la casa porque el apartamento era igual al suyo y aquella habitación ocupaba la misma posición de su cuarto. Pero el Viejo en vez de un cuarto tenía allí una especie de estudio. De las paredes colgaban colecciones de insectos alfileteados y estantes con pomos de cristal donde flotaban lívidos los anfibios y reptiles; y también los murciélagos. Aquella imagen le recordaba a los fetos en líquido amniótico que había visto una vez en un libro de embriología. –¿Me va a decir que a todos estos los recogió muertos después de una tormenta?– increpó al viejo que sonrió y negó con la cabeza.
La niña quedó maravillada con las cosas del viejo y adquirió la costumbre de ir todas las tardes a visitarlo para ver su colección de bichos y sus enciclopedias. En su casa solo declaraba que iba a jugar. Había varias colecciones de enciclopedias, el Viejo se las había presentado. Cada tomo pesaba una tonelada y cuando los cargaba para llevarlos a la mesa y poderlos hojear, parecía que su tronco era un libro de donde salían cabeza y extremidades. Algunas enciclopedias eran muy vistosas, con grandes ilustraciones a color. Podía pasarse horas mirándolas. Hablaban sobre la historia de la humanidad, sobre literatura, sobre los grandes descubrimientos de la ciencia y sobre la naturaleza, que era su tema favorito. La preferida eran los dos tomos de Zoología, invertebrados y vertebrados, de la enciclopedia de Historia Natural. Esta no tenía ilustraciones, sino fotos de cada uno de los animales. Fotos en blanco y negro, porque al parecer en el tiempo en que había sido publicada, todavía no existían las fotos a color.
Una de esas tardes se atrevió a contarle al viejo su recuerdo del bote. Este le confesó que también lo había visto desde su balcón y que desgraciadamente tampoco sabía cómo lo habrían echado al mar. Entonces ella quiso saber para qué querrían el bote y el viejo le reveló que tal vez, solo tal vez, planeaban salir en una expedición para buscar a una foca monje del Caribe. A la niña le pareció una causa razonable y lo único que se cuestionó fue la presencia de focas en los mares del trópico. Tenía una idea bastante clara de que eran animales de aguas más frías.
El viejo le explicó que en realidad sí hay focas de mares cálidos, que las monachus o focas monje de hecho lo son y que existían monachus en el Mediterráneo y en Hawái. El globo terráqueo rotaba sobre su eje hasta que su índice lo detenía, señalando el lugar: primero un mar de Europa y luego una pequeña isla en el medio del Pacífico. También dijo que había una especie de foca monje, Monachus tropicalis que habitaba el mar de las Antillas.
La niña volvió al ataque y alegó que ella nunca había visto una foca en el Malecón. El Viejo aguantó la risa mientras le explicaba que tampoco había visto un manatí o un flamenco, sin embargo ambos animales existían en Cuba. La niña tuvo que rendirse. Entonces vio como el viejo se entristecía mientras le confesaba que era difícil ver una foca monje del Caribe, porque el último avistamiento oficial había sido en 1952. Ella le puso la mano en la espalda como gesto de apoyo porque presentía que iba a llorar. Sin embargo, él se enderezó de pronto y le contó que había visto personalmente una foca monje de la Antillas cerca de la cayería norte cubana, en 1981.
El viejo contaba que cuando era menos viejo pero ya no era joven, iba con su hijo, que sí lo era, a unas excursiones en barco que salían desde Varadero. Su esposa nunca los acompañaba porque padecía de mareos por locomoción y le era insoportable navegar. Entonces el tiempo se rebobinaba y la niña veía como el pelo del viejo se oscurecía y el cuerpo se le enderezaba y se hacía más grueso, ya su rostro no se parecía tanto al del sijú. El hijo, sin embargo, era siempre una silueta oscura a contraluz. Una silueta delgada y alta de muchacho, que solo aparecía cuando el viejo la evocaba contando sus memorias. Durante unos siete días navegaban en veleros alrededor de un barco madre, de donde, una lancha, traía el almuerzo y las comidas a las diferentes tripulaciones.
Uno de esos siete días del año 1981, la caravana de embarcaciones se detuvo, como era común, cerca de la playa de un cayo. Era una playa llena de pequeños arbustos de raíces erizadas y nudosas que parecían protegerla de visitantes indeseados. Los tripulantes de los diferentes veleros, que eran familias o grupos de amigos, franquearon la vegetación y acamparon sobre la arena. El hombre que después sería el viejo, y que sabía maniobrar muy bien los veleros porque de joven había sido propietario de uno, pidió permiso al capitán del balatón, a quien conocía personalmente, y se fue con su hijo a alta mar.
Navegaban con dirección noreste. El viento era fuerte y silbaba entre las velas triangulares. El hijo iba de pie, junto al aparejo. Contaba que era mediodía y el sol brillaba sobre el casco y sobre las olas, pero aun así el joven seguía siendo una silueta oscura perpendicular al horizonte. A popa, el cayo ya era una pequeña mancha verde y blanca, rodeada de mástiles. A proa solo se veía la línea del horizonte extendiéndose infinita. El hombre miraba al cayo y su hijo miraba al frente. Entonces la voz del joven le alertó: algo chapaleteaba. Saltaba sobre la superficie en parábola perfecta y luego volvía a esconderse. Era una criatura fusiforme, esbelta y alargada, de color oscuro. Su piel mojada también brillaba con el sol de las doce. El joven pensó que era un delfín, pues es común que los delfines escolten a los barcos en alta mar. El hombre sospechaba.
Se puso los binoculares y le pareció notar una cabeza demasiado pequeña y terminada en hocico corto con bigotes y labio superior dividido, como de perro.
En lugar de una aleta caudal, vio dos extremidades posteriores tiradas hacia atrás, con afán de cola de pez, pero sin serlo: –¡Es una foca!–, gritó y enrumbó el barco para acercarse. El hijo comprobó que su padre tenía razón, –¿pero qué hace aquí una foca?– preguntó mientras el velero giraba y aceleraba. –¡Es una foca monje del Caribe, estoy seguro!– decía el hombre poseído por el demonio de la aventura. –La comunidad científica la cree extinta. ¡Vamos a atraparla para demostrar que aún existe!–. El padre reía a carcajadas, mientras el joven sostenía una red, esperando el momento de lanzarla. La foca torcía su rumbo y ensayaba piruetas. Más que escapar parecía presumir. El barco giró en un ángulo cerrado y se escoró momentáneamente, el joven cayó al agua y la persecución terminó. La foca había desaparecido.
Aquí acababa la anécdota del viejo. Según él en esos años se habían hecho muchas exploraciones y entrevistas a pescadores para encontrar evidencias de que aún quedaban focas monje en las Antillas. Todas fueron infructuosas. Él reportó su avistamiento pero no le creyeron, le dijeron que lo que había visto con toda seguridad era un manatí o un león marino escapado de un acuario. Pero el viejo sabía suficiente de animales como para diferenciar un manatí y un león marino de una foca. Sin embargo, las evidencias estaban en su contra: los rumores de avistamientos se ubicaban al sur de Cuba, en el Mar Caribe, cerca de Haití. Y la última cita fiable de una foca monje, había ocurrido en el banco Serranilla, entre Jamaica y la península de Yucatán. El viejo, no obstante, estaba seguro de haber visto una aquel mediodía.
Entonces la niña le preguntó que a qué esperaba para salir a buscar a la foca monje y demostrar que existía. El viejo empezó a poner excusas. Dijo que al parecer las focas monjes viven entre 20 y 30 años. Por tanto, era probable que su foca fuera uno de los últimos ejemplares avistados en el 52, y que sin duda ya habría muerto. Luego reflexionó y se retractó, dijo que en cuanto terminara aquel año y el tuviera la certeza de haber llegado al siglo XXI y al nuevo milenio, partiría en su búsqueda.
Esa tarde la niña regresó a su casa ya de noche, después de oír la historia completa de la Monachus tropicalis y ver la foto de un ejemplar en cautiverio, recorte de alguna publicación periódica. Según el viejo, la foca monje del Caribe había sido mencionada por primera vez en el segundo viaje de Cristóbal Colón a América, en 1494. La niña se imaginaba entonces a Colón con el mismo peinado ridículo, como de orejas de cocker spaniel, con el que lo representaban en todos los libros de historia. Enfilando su catalejo hacia el nuevo mundo y montado sobre una carabela (porque a Colon, después de zarpar a América con sus Carabelas, nunca más se le permitió montarse en ningún otro tipo de embarcación). Las focas monje estaban divirtiéndose en su playa tropical, cuando divisaron los tres mástiles con sus respectivas velas en el horizonte. Hubiera sido mejor que se escondieran para evitar el contacto con los europeos, pero eran curiosas e ingenuas (al igual que los aborígenes) y quisieron acercarse a aquella extraña estructura flotante. Los marinos europeos, por supuesto, lo que vieron fue un posible manjar y una fuente de combustible nadando hacia ellos. No solo las mataron y se las comieron, si no que las confundieron con lobos de mar (algo muy ofensivo para una foca). Luego siguieron su camino a la conquista de nuevas tierras para España y de nuevos aborígenes que explotar. Al fin de cuentas, la caza no era algo personal contra las focas y al menos a ellas, nunca las intentaron convertir al catolicismo. En 1849 la Monachus tropicalis fue descrita por primera vez en la literatura científica, ya eran consideradas animales poco frecuentes. La industria del aceite las había llevado muy recio durante los siglos XVII y XVIII. Los aborígenes tampoco eran frecuentes, pero ya se había encontrado relevo para ellos en África, así que no era un tema para preocuparse.
Entre las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX, se mataron a cientos de ejemplares con fines científicos y de colección. Por supuesto, pronto no quedaron ni focas ni aborígenes en las Antillas.
Al volver a su casa, descubrió que su padre la había salido a buscar y que su madre estaba a punto de llamar a la policía. La madre, alterada, la agitó para que dijera dónde había estado. Al final ella confesó sus visitas regulares al vecino y la madre explotó, igual que el profesor. Al parecer, explicaba la muchacha de 16 años, todos los adultos son susceptibles de explotar cuando sienten que se cuestiona su autoridad. La madre la hizo jurar que nunca más iría a ver a aquel viejo degenerado y cuando regresó el padre, fue a tocar la puerta del vecino para advertirle, también, que no se volviera a acercar a su hija.
La niña nunca más visitó al viejo y soportó estoicamente su castigo de un mes sin salir. Al principio, le fue doloroso pero al final se olvidó del asunto. Los meses fueron pasando y cuando llegó la navidad, que sus padres jamás celebraban, recibió un paquete por correo, una caja enorme con su nombre en letras temblorosas. Dentro estaban los cinco tomos de la enciclopedia de Historia Natural y la foto de la Monachus tropicalis en cautiverio. Entonces la niña recordó al viejo, al sijú y a su misteriosa habitación llena de animales. La madre que consideraba positivo estimular la lectura, no puso reparos, aunque imaginaba la procedencia del paquete. Llegó el fin de año del 99, la primera festividad de ese tipo que la muchacha recordaba de su infancia. Como si antes de 1999, nunca se hubiera celebrado un fin de año. Ha de ser, explicaba ella, que se le concedía gran importancia al cambio del siglo, y todos los que ya eran adultos durante el XX, esperaban el 2000 con expectación.
En la mañana del lunes 6 de enero, la niña se detuvo frente a la puerta del viejo antes de seguir para la escuela. Quería agradecerle el regalo y disculparse por no haber vuelto. Había un olor extraño, como si las cosas viejas y los animales muertos se empezaran a descomponer. Toco dos veces pero nadie le abrió. Siguió su camino. Al volver en la tarde se encontró carros de policías y una ambulancia alrededor de su edificio. Una vecina que era la chismosa por excelencia le contó que habían echado abajo la puerta del viejo, –se ha ido–, dijo al final, pasándose un pañuelo por los ojos. Y nunca más regresó como era de esperar, contaba la muchacha. En realidad, hizo lo que los viejos hacen cuando se quedan solos.
– ¡Vaya, no sabía que en Cuba hubiera focas!– dije yo verdaderamente impresionado y para romper el momento dramático.
– Pues sí. Las hubo o las hay. ¿Quién sabe?, el mar es grande.
– ¿Y no piensas continuar la búsqueda de la foca? Es lo que el viejo hubiera querido, ¿no?
La muchacha pareció reflexionar. Luego dijo que, siendo prácticos, le sería difícil conseguir una embarcación y salir a la mar sin saber nada de navegación. Que tendría que esperar muchos años para iniciar su búsqueda. –A ser mayor de edad, por ejemplo– aclaró. Finalmente concluyó que la Monachus tropicalis era la obsesión del viejo y que ella aún debía encontrar la suya.
– ¿Y nunca conociste a su hijo?
Ella volvió a acercarse a mi oreja como quien hace una confesión. Entonces explicó que el apartamento del viejo permaneció cerrado durante un tiempo hasta que lo convirtieron en consultorio. Sus cosas ya no estaban dentro. Luego se dieron cuenta que un consultorio en el cuarto piso era incómodo y la vivienda fue entregada o fue comprada o fue ocupada (la muchacha no lo tenía claro) por una familia de gordos, una pareja y su gordito, que convirtieron la casa en su antítesis. Pusieron una gran puerta de madera veteada con un vitral al centro, que permanecía abierta todo el día y de donde siempre salía música romántica y olor a comida frita. En el recibidor, donde antes estaba el sijú, ahora se encontraba la estatuilla de un elefante de 50 centímetros, ensillado y con adornos dorados sobre la frente y los colmillos; y en la pared, pequeños cuadros de temática campestre. Al menos, pensaba la muchacha, el recibidor mantenía los motivos animales. Los gordos eran gente entusiasta y no acumulaban ni libros ni polvo, solo estatuillas de biscuit y CDs de música en el mulltimueble de la sala.
– Y uno de esos gordos resultó que era el hijo…– adivinaba yo.
La muchacha dijo que por supuesto que no, que a eso iba. Que el día que los gordos se mudaron a la casa del viejo, la chismosa por excelencia fue a saludarlos. Papá-gordo acomodaba su elefante en el recibidor. La chismosa le contaba que ella vivía desde niña en aquel edificio. Le contaba que a su padre le habían dado ese apartamento en el 64, que era un hombre trabajador y que había muerto de una enfermedad renal en el 93. Aquí la chismosa se puso a detallar toda la historia del sufrimiento de su padre y su lucha contra la enfermedad. Esa parte de la conversación fue sumamente aburrida. Luego la chismosa se puso a describir a los habitantes de cada apartamento, especificando con lujo de detalles la constitución de los núcleos familiares, fuentes de ingresos y el tiempo que llevaban en el inmueble. También aderezaba con historias escabrosas de infidelidades y escándalos sobre los diferentes inquilinos. Fue así como la niña supo que su padre, denominado Rolando-el-del-quinto, estaba casado con otra mujer mientras salía con su madre. Que la mujer de Rolando-el-del-quinto, al parecer, no podía tener hijos y que él solo se había decidido por una de las dos, cuando la amante había quedado embarazada de lo que nueve meses y ocho años después sería la niña.
Aquí la interrumpí y le espeté que con qué moral llamaba chismosa a la vecina si ella misma había estado escuchando toda esa conversación con lujo de detalles. Me explicó que no era así, que cuando la vecina hablaba, lo hacía como si estuviera en un estrado y que claramente la había visto a ella jugando en la escalera cuando pasó a presentarse. Tal vez, explicaba, la chismosa creía que los niños eran tontos y no entendían las conversaciones entre adultos. O tal vez, la chismosa ex profeso, quería que la niña se enterara de todo lo que contaba y por eso había hecho tanto hincapié en sus intrigas familiares.
Entonces me pidió que no la interrumpiera más y continuó. La chismosa luego de agotar a todos los inquilinos actuales del edificio, le habló al gordo de su antecesor. Le dijo que allí vivía un señor muy instruido (y esto lo decía como si hablara de cosas sobrenaturales), que había muerto solo y que habían tardado varios días en descubrir el cadáver. Dijo que cuando abrieron la puerta el olor era insoportable. También dijo que estaba tan solo porque habían ocurrido cosas turbias en su pasado. Que cuando se mudó a ese apartamento en el 83, su mujer recién se había suicidado. Contaban las malas lenguas que el señor había estado preso por una negligencia. Que se había ido con su hijo menor de edad a navegar y el muchacho había muerto por su culpa y su señora, incapaz de perdonar al esposo y superar la pérdida, se había matado comiendo veneno de ratas. También había otra versión, en la cual, el señor instruido no tenía, de hecho, ningún hijo y quien había muerto por su culpa en una de esas excursiones marítimas, era su amante, un joven muchos años menor. Su señora, al descubrir que su marido era un aberrado se había quitado la vida. Pero existía también una tercera posibilidad: que el hijo o el amante de 17 años, en realidad no hubiera muerto, sino que había lanzado al agua al señor, responsable de la embarcación y quien por suerte era buen nadador, para irse del país.
– Como tu padre,– agregó la muchacha, –¿crees que realmente haya muerto?
– ¿Quién sabe?, el mar es grande, ¿no?
– Tienes razón. Por cierto, soy Wendy– dijo al fin, extendiéndome la mano.
– Yo, Ernesto– contesté apretándosela y ese día nos hicimos amigos.
Claudia Alejandra Damiani Cavero (1991). Graduada de diseño gráfico por el Instituto Superior de Diseño (2014) y del Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso (2010). Profesora de diseño en el ISDi. Su cuento El Retorno aparece publicado en la antología Deuda temporal. Escritoras cubanas de ciencia ficción (Editorial Unión, 2016). Ha sido galardonada con el 3er premio en el Concurso de narrativa de ciencia ficción de la revista Juventud Técnica (2013), mención en el Premio David de cuento (2017), Premio Calendario de Narrativa (2018) por su libro de cuentos Los Impares y Premio David (2018) por su novela Seres Invisibles.
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