Mariana y el hombre invisible

Por Liev: “Con la vista nublada y los labios secos, intentó volver al inicio del camino que la llevó al Estadio Nacional de Chile”

A H. G. Wells

Abrió los ojos y sintió el dolor de huesos molidos. La luna empezaba a asomarse al costado de un cielo nublado y rojinegro. Los gritos le llegaban a chorros, también el ruido seco de las porras contra las costillas. Con la vista nublada y los labios secos, intentó volver al inicio del camino que la llevó al Estadio Nacional de Chile.

Mariana había entrado a la habitación del hombre misterioso. Su aspecto de hombre gordo, viejo y solitario la atemorizaba, era cosa de libros, una reminiscencia de El lobo estepario, al menos de la primera parte del libro. Utilizó su llave, no soportaba el penetrante olor a formol que salía por debajo de la puerta e inundaba la pequeña sala. Pensó de nuevo en que alquilar el cuarto libre del apartamento había sido un error, más ahora que todo estaba patas arriba después del ataque a La Moneda.

Abrió las ventanas y el cuarto se ventiló de inmediato. Todo estaba en un orden perfecto y no había rastro, a primera vista, del inquilino. Sacudió la cómoda y colocó un pequeño retrato de Salvador Allende enmarcado en bronce como calzo a la puerta. “De esta semana no pasa que se vaya”. Casi en la puerta, miró a la cama. Fue instintivo, como tirada por una fuerza de esas que te pesan en el cuello.

Allí estaba dibujada la silueta grande y gorda del viejo. Un hundimiento terrible sobre las sábanas blancas, mojadas por lo que parecía una mezcla de sudor y orina. Mariana tocó delicadamente y sus manos no pudieron llegar a las sábanas, chocó con un cuerpo. Lo acarició en un estupor galáctico, sintió la nariz, el pecho, las piernas y sus manos flotaban a unos centímetros de la cama. Acercó la silla de metal sin levantar su mano derecha, tenía que procesar este hallazgo.

No tuvo tiempo. Los milicos rugieron en la puerta de su apartamento. No tenía escapatoria, ni podía esconder la propaganda antigolpista regada sobre la mesa. Sintió de nuevo la fuerza sobre el cuello. Buscó con sus dos manos la boca del hombre invisible y haló con todo su cuerpo. Juntó los pies, de puntillas, suavemente, comenzó a meterse dentro de él. Sintió que los dientes raspaban su espalda, que la trenza se enganchaba en una muela y tuvo que tirar duro, con dolor. Fue cosa de tres minutos, se acomodó y a hurtadillas miró el espejo. Fue un horror, era más visible que nunca. Era Mariana, más pálida que de costumbre, tendida sobre unas sábanas blancas y mojadas de orina y sudor.

– Parece que alguien se nos adelantó — bromeó el teniente.

– O fue ella misma teniente, porque está viva –

En efecto. El espejo dejaba ver una respiración nerviosa y cortada, pero respiración al fin.

– ¡Carguemos con esta comunista de mierda! — rugió el teniente y dio un par de porrazos en el abdomen de la muchacha.

Mariana sintió los golpes, pero amortiguados por la enorme panza invisible del hombre.

– ¡A el Estadio entonces con esta! ¡Pero cómo pesa esta puta! –

El cansancio y el miedo la vencieron. Los veinte porrazos en el trayecto la mallugaron. Una costilla del hombre invisible fue a incrustarse en su abdomen y otra le arrancó dos dientes.

Abrió los ojos y sintió el dolor de huesos molidos: los suyos y los del inquilino. Volvió el olor a formol. La luna se levantaba ya sobre el cielo. Pudo detenerse en el escenario, estaba tendida en la parte norte del estadio, en el centro de una fila de cuerpos sin vida. Apretó su medallita de San Francisco de Asís y rezó. Rezó porque los milicos se tomaran la noche de descanso, porque no la lanzaran viva en una fosa común con kilogramos de tierra encima. Rezó porque no se montara guardia nocturna a la fila de muertos, o porque al menos la lanzaran en una cuneta. Rezó por cualquier posibilidad de salir, viva, del cuerpo del hombre invisible.


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