Por Christian Rakovski
*Este texto fue tomado de Marxists Internet Archive, y apareció publicado en ese sitio en febrero de 2002.
I.
Querido camarada Valentinov:
En sus «Meditaciones sobre las masas», fechada el 8 de julio, examinando el problema de la «actividad» de la clase obrera, usted trata una cuestión fundamental: la de la conservación por el proletariado de su papel dirigente en nuestro Estado.
A pesar de que todas las reivindicaciones de la Oposición tienden hacia ese fin, estoy de acuerdo con usted en que no ha sido todo dicho sobre esa cuestión. Hasta el presente, nosotros la hemos examinado siempre en relación con el conjunto del problema de la toma y la conservación del poder político, mientras que, para esclarecerlo más, habría sido necesario tratarla separadamente, como asunto especial de valor propio. En el fondo, los mismos acontecimientos se han encargado de colocarla en primer plano.
La Oposición exhibirá siempre, como uno de sus méritos ante el partido, del cual nadie podría despojarla, el de haber dado la alarma a tiempo sobre la terrible declinación del espíritu de actividad de las masas trabajadoras, y sobre su indiferencia creciente hacia el destino de la dictadura del proletariado y del Estado soviético.
Lo que caracteriza la ola de escándalos que acaban de ser revelados, lo que constituye el más grande peligro, es, precisamente, esta falta de actividad de las masas trabajadoras, y su indiferencia creciente hacia el destino de la dictadura del proletariado y del Estado soviético.
Lo que caracteriza la ola de escándalos que acaban de ser revelados, lo que constituye el más grande peligro, es precisamente esta pasividad de las masas (pasividad superior aún entre las masas comunistas que entre las sin partido) hacia las manifestaciones de despotismo sin precedentes que se han producido. Los obreros han sido testigos, y las han dejado pasar sin protesta, o bien se han contentado con murmurar un poco, por temor de aquellos que estaban en el poder, o por indiferencia política. Desde el asunto de Chubarovsk — para no remontarnos más arriba — hasta los abusos de Smolensk, de Artiemovsk, etcétera, usted escucha siempre la misma canción: «Nosotros lo sabemos ya desde hace tiempo…».
Robos, prevaricaciones, violencias, garrafas de vino, increíbles abusos de poder, despotismo ilimitado, ebriedad, desocupación: se habla de todo esto como de hechos ya conocidos, no desde hace meses sino desde hace años, y también hay cosas que todo el mundo tolera sin saber por qué.
Sólo tengo necesidad de explicar que cuando la burguesía mundial vocifera sobre los vicios del Estado Soviético, nosotros podemos ignorarla con tranquilo desprecio. Conocemos muy bien la pureza moral de los gobiernos y de los parlamentos burgueses del mundo entero. No podemos tomarlos como modelos. Entre nosotros se trata de un Estado obrero. Nadie puede ignorar los terribles daños ocasionados por la indiferencia política en la clase obrera.
Además, la cuestión de las causas de esta indiferencia y de los medios para eliminarla se revela esencial. Pero esto nos obliga a tratarla de una manera fundamental, científica, sometiéndola a un análisis profundo. Tal fenómeno merece que le acordemos toda nuestra atención.
Las explicaciones que usted da son, sin ninguna duda, correctas. Cada uno de nosotros las ha ya expuesto en sus discursos. Ya han encontrado en parte su lugar en nuestra Plataforma. Y sin embargo, estas interpretaciones y los remedios propuestos para salir de la penosa situación, han tenido y tienen aún un carácter empírico; se refieren a cada caso en particular sin ordenar el fondo de la cuestión.
A mi juicio, esto se produce porque la cuestión misma es una cuestión nueva. Hasta el presente hemos sido testigos de un gran número de casos en que el espíritu de iniciativa de la clase obrera se ha debilitado y ha declinado hasta el punto de llegar al nivel de la reacción política. Estos ejemplos no habían aparecido, tanto aquí como en el extranjero, mientras duró el período en que el proletariado seguía combatiendo por la conquista del poder político.
Carecemos de ejemplos de declinación del ardor del proletariado una vez conquistado el poder, por la simple razón de que el nuestro es el primer caso en la historia en que la clase obrera lo conserva durante tan largo tiempo. Sabíamos hasta ahora qué podía ocurrirle al proletariado, cuales podían ser las oscilaciones de su estado de espíritu, cuando es una clase oprimida y explotada; pero recién ahora podemos evaluar en base a hechos los cambios de su estado de espíritu cuando toma en sus manos la dirección.
Esta posición política como clase dirigente no está exenta de peligros; antes bien, los encierra muy grandes. No me refiero a las dificultades objetivas que emergen del conjunto de la situación histórica — el cerco capitalista exterior y la presión pequeñoburguesa en el interior del país — , sino a las que son propias de toda clase dirigente, a consecuencia de la toma y el ejercicio del poder mismo, de la capacidad o incapacidad de usarlo.
Usted comprende que estas dificultades continuarían existiendo, hasta cierto punto, aún si el país se compusiese exclusivamente de masas proletarias y sólo hubiera Estados Obreros en el exterior. Estas dificultades podrían ser denominadas «los peligros profesionales» del poder.
II.
En verdad, la situación de una clase que lucha por el poder difiere de la de una clase que ya lo tiene entre sus manos. Repito que, al hablar de peligros, no aludo a las relaciones con las otras clases, sino, más bien, a las que se crean en las filas mismas de la clase victoriosa.
¿Qué representa una clase cuando ha pasado a la ofensiva? Un máximo de unidad y de cohesión. Todo espíritu de oficio o de grupo, sin hablar de los intereses personales, pasa a segundo plano. Toda la iniciativa está en manos de la masa militante misma y de su vanguardia revolucionaria, ligada a esa masa del modo más intimo y orgánico.
Cuando una clase toma el poder, un sector de ella se convierte en el agente de este poder. Así surge la burocracia. En un Estado socialista, a cuyos miembros del partido dirigente les está prohibida la acumulación capitalista, esta diferenciación comienza por ser funcional y a poco andar se hace social.
Pienso aquí en la posición social de un comunista que tiene a su disposición un automóvil, un buen departamento, vacaciones regulares y recibe el salario máximo autorizado por el Partido; posición que difiere de la del comunista que trabaja en las minas de carbón y recibe un salario de 50 ó 60 rublos por mes. En lo que concierne a los obreros y a los empleados, usted sabe que ellos están divididos en dieciocho categorías diferentes…
Otra consecuencia es que algunas de las funciones cumplidas en el pasado por el Partido en su conjunto y por la clase entera, se han convertido en atribuciones del poder, es decir, solamente de un cierto número de gente de ese Partido y de esa clase.
La unidad y la cohesión, que antes eran la consecuencia natural de la lucha de clases revolucionaria, no pueden conservarse ahora sino por una serie de medidas destinadas a preservar el equilibrio entre los diferentes grupos de dicha clase y del partido, subordinando esos grupos al fin fundamental.
Pero esto constituye un proceso largo y complicado. Consiste en educar políticamente a la clase dominante, de manera de volverla capaz de manejar el aparato estatal, el Partido y los sindicatos, y de dirigir esos organismos.
Repito: es una cuestión de educación. Ninguna clase ha venido al mundo en posesión del arte de gobernar. Dicho arte se aprende por la experiencia únicamente, como lección de los errores cometidos. Ninguna constitución soviética, aunque sea ideal, puede asegurar a la clase obrera el ejercicio sin obstáculos de su dictadura y de su control gubernamental, si el proletariado no sabe utilizar los derechos que le acuerda esa Constitución.
La falta de armonía entre la capacidad política y la destreza administrativa de determinada clase y la forma jurídica-constitucional que ella establece para su uso después de conquistado el poder, es un hecho histórico comprobable en la evolución de todas las clases, y en parte, también, en la de la burguesía. La burguesía inglesa, por ejemplo, libró varias batallas no solamente para rehacer la Constitución conforme a sus propios intereses, sino también para colocarse en situación de aprovechar sus derechos y de participar plenamente del sufragio. La novela de Charles Dickens, «El Club de Pickwick», incluye varias escenas de esta época del constitucionalismo inglés, cuando el grupo dirigente, asistido de su aparato administrativo, volcaba el coche que conducía a las urnas a los electores de la oposición para que estos no pudiesen llegar a tiempo al comicio.
Este proceso de diferenciación es perfectamente natural en la burguesía triunfante o que está a punto de triunfar. En efecto, tomado en el sentido más amplio del término, ella está constituida por una serie de agrupamientos y aún de clases económicas. Nosotros conocemos la existencia de la grande, de la media y de la pequeña burguesía industrial y de una burguesía agraria. Sucesos como las guerras y las revoluciones producen reagrupamientos en las filas de la propia burguesía. Nuevas capas aparecen y comienzan a desempeñar su papel, por ejemplo, los propietarios, los adquirentes de bienes nacionales, los llamados «nuevos ricos», que suelen surgir tras una guerra que ha durado cierto tiempo. Durante la Revolución Francesa, en el período del Directorio, estos «nuevos ricos» constituyeron uno de los factores de la reacción.
Examinada en su conjunto, la historia del triunfo del Tercer Estado en Francia, en 1789, es muy ilustrativa. En primer lugar, este Tercer Estado era considerablemente heterogéneo. Englobaba a todos aquellos que no pertenecían a la nobleza o al clero; no sólo a las diversas variedades de la burguesía, sino también a los obreros y a los campesinos pobres.
Sólo gradualmente, tras larga lucha y sucesivas intervenciones armadas, el Tercer Estado adquirió, en 1792, grandes posibilidades de participar en la administración del país. La reacción política iniciada aún antes del Termidor consistió en que el poder comenzó a pasar, tanto formal como materialmente, a manos de un número de ciudadanos cada vez más restringido. Poco a poco, primero por la fuerza de las cosas y, en seguida legalmente, las masas populares fueron eliminadas del gobierno del país.
Verdad es que, en aquel caso, la presión de las fuerzas reaccionarias se hizo sentir ante todo sobre las ligaduras que vinculaban en un gran conjunto a las diversas clases del Tercer Estado. Y seguro es cierto que, al examinar las diferenciaciones internas de la burguesía, no encontraremos contornos de clase tan acentuada como los que separan, por ejemplo, a la burguesía y al proletariado, es decir, dos clases que juegan un papel por completo diferente en la producción.
Además, en la Revolución Francesa, durante el período de declinación, el poder no intervino solo para eliminar, siguiendo las líneas de diferenciación, grupos sociales que, ayer aún, marchaban juntos, unidos por un mismo fin revolucionario, sino que, además, desintegró masas sociales más o menos homogéneas. Por un proceso de diferenciación funcional, la nueva clase dirigente destaca de su seno a los círculos de altos funcionarios. Tales fisuras, ante la presión de la contrarrevolución, convirtiéronse en verdaderos abismos. Añádase a ello que la misma clase dominante engendra contradicciones en el curso de la lucha.
III.
Los contemporáneos de la revolución francesa, quienes participaron en ella y, más aún, los historiadores de la época siguiente, se interesaron acerca de las causas de la degeneración del Partido Jacobino.
Más de una vez, Robespierre puso en guardia a sus partidarios sobre las consecuencias de la intoxicación del poder. Dueños de él, los previno no volverse demasiado presuntuosos, no «inflarse», cómo él decía, no contagiarse de vanidad jacobina, como diríamos ahora nosotros. Pero, como abajo veremos, Robespierre mismo contribuyó grandemente al desplazamiento de la pequeña burguesía, que gobernaba con el apoyo de los obreros parisinos.
Omitimos aquí los testimonios contemporáneos acerca de la descomposición del Partido Jacobino, por ejemplo, su tendencia a enriquecerse, su participación en los contratos, abastecimientos, etcétera. Mencionemos, más bien, un hecho extraño y conocido: la opinión de Babeuf, para quien la caída de los jacobinos se vio muy estimulada por la fascinación que sobre ellos ejercieron las damas de la nobleza. Babeuf se dirigía a los jacobinos en estos términos: «¿Qué hacéis pues, plebeyos pusilánimes? Hoy, ellas os estrechan en sus brazos, mañana, os estrangularán». Si hubieran existido automóviles en el tiempo de la Revolución Francesa, habríamos encontrado también el factor del «harén-automóvil» indicado por el camarada Sosnovsky como uno de los que desempeñan un papel de primer orden en la formación de la ideología de la burocracia del Partido.
Lo que desempeña el papel más serio en el aislamiento de Robespierre y del Club de los Jacobinos, aquello que los separa por completo de las masas de obreros y pequeños burgueses, es, además de la liquidación de todos los elementos de la izquierda, comenzando por los «rabiosos», los hebertistas y los chaumettistas, y la Comuna de París en general, la eliminación gradual de todo principio electivo y su reemplazo por el de los nombramientos.
El envío de comisarios de los ejércitos a ciudades donde la contrarrevolución levantaba cabeza, no sólo era legítimo sino indispensable. Pero cuando, poco a poco, Robespierre comenzó a reemplazar los jueces y los comisarios en las diferentes secciones de París que, hasta entonces, habían designado mediante elección a dichos funcionarios, cuando llegó a nombrar presidentes de Comisión Revolucionarios e, incluso, llegó a sustituir por funcionarios a toda la dirección de la Comuna, todas estas medidas tuvieron por resultado: reforzar el poder de la burocracia y matar la iniciativa popular. Así, el régimen de Robespierre, en lugar de impulsar la actividad revolucionaria de las masas — ya oprimidas por la crisis económica y, ante todo, por la crisis alimenticia — agravó el mal y facilitó el trabajo de las fuerzas antidemocráticas.
Dumas, el presidente del Comité Revolucionario, se quejaba ante Robespierre de no encontrar jurados para el Tribunal; nadie quería cumplir esas funciones.
Pero Robespierre concluyó por sufrir en carne propia esta indiferencia de las masas parisinas cuando, el 10 de Termidor, lo llevaron por las calles de París, herido y sangrando, sin ningún temor de que las masas populares intervinieran en favor del dictador de la víspera.
De toda evidencia, sería ridículo atribuir la caída de Robespierre y de la democracia revolucionaria al principio de los nombramientos.
Sin embargo, sin ninguna duda, esto aceleró la acción de los otros factores. De todos ellos, el decisivo fueron las dificultades de aprovisionamiento causadas, en gran parte, por dos años de malas cosechas. Añádanse las perturbaciones originadas por el traspaso de la gran propiedad rural de la nobleza al pequeño productor campesino, y el alza constante de los precios del pan y de la carne, debido a que, al comienzo, los jacobinos no quisieron recurrir a medidas administrativas para reprimir a los campesinos ricos y a los especuladores. Cuando, finalmente, y presionados por las masas, se resolvieron a sancionar la «Ley del Máximun», las condiciones del mercado libre y de la producción capitalista impidieron que ella desempeñase otro papel que el de simple paliativo.
IV.
Pasemos ahora a la realidad que vivimos. Creo, ante todo, que es necesario indicar que, cuando empleamos expresiones tales como «el Partido», «las masas», etcétera, no debemos perder de vista el contenido que la historia de los últimos diez años ha puesto en estos términos.
La clase obrera y el Partido — no ya físicamente, sino moralmente — ya no son lo que eran hace diez años. No exagero cuando digo que el militante de 1917, habría tenido dificultad para reconocerse en la persona del militante de 1928. Un cambio profundo ha tenido lugar en la anatomía y en la fisiología de la clase obrera.
A mi juicio, es necesario concentrar nuestra atención sobre el estudio de las modificaciones de los tejidos y de sus funciones. El análisis de los cambios sobrevenidos logrará mostrarnos el mejor modo de salir de la situación creada. No tengo la intención de presentar aquí este análisis; me limitaré solo a algunas observaciones.
Hablando de la clase obrera, es necesario encontrar respuestas a toda una serie de preguntas, por ejemplo:
¿Cuál es la proporción de obreros y empleados que trabaja actualmente en nuestra industria que ha entrado después de la revolución, y cuál la de aquellos que trabajaban desde antes?
¿Cuál es la proporción de obreros y empleados de la industria que trabaja sin interrupción? ¿Y cuál la de quienes sólo trabajan de manera accidental?
¿Cuál es la proporción en la industria de los elementos semiproletarios, semicampesinos, etcétera?
Si descendemos y penetramos en las profundidades mismas del proletariado, del semiproletariado y de las masas trabajadoras en general, sólo encontraremos sectores enteros de la población de los cuales nadie se ocupa entre nosotros. No quiero hablar aquí únicamente de los desocupados, que constituyen un peligro siempre creciente y que, en todo caso, es un sector que ha sido claramente indicado por la Oposición. Pienso en las masas reducidas a la mendicidad, en los semipauperizados que, gracias a los subsidios irrisorios entregados por el Estado, están en el límite del pauperismo, del robo y de la prostitución.
No podemos imaginar cómo la gente vive, a veces a unos pasos apenas de nosotros. Llega la ocasión en que enfrentamos fenómenos cuya existencia no habría podido sospecharse en el Estado soviético y que dan la impresión de descubrirnos de súbito un abismo. No se trata de defender la causa del Poder de los Soviets invocando el hecho de que no ha logrado desembarazarse de la triste herencia legada por el régimen zarista y capitalista. No, pero en nuestra época, bajo nuestro régimen, descubrimos la existencia de fisuras en el cuerpo de la clase obrera, a través de las cuales la burguesía podría introducir una cuña.
En ciertos períodos, bajo el régimen burgués, la parte consciente de la clase obrera arrastraba, detrás suyo, a esta masa numerosa, comprendida en los semivagabundos. La caída del régimen capitalista debía llevar la liberación al proletariado entero. Los elementos semivagabundos consideraban a la burguesía y al estado capitalista responsables de su situación. Estimaban que la revolución debía aportar un cambio a su condición. Estas gentes, ahora, están lejos de estar satisfechos; su situación no ha mejorado ni poco menos. Comienzan a considerar con hostilidad el poder de los Soviets, y a aquella parte de la clase obrera que trabaja en la industria. Se transforman, sobre todo, en los enemigos de los funcionarios de los Soviets, del Partido y de los Sindicatos. Se los escucha hablar a veces de la clase obrera como de la «nueva nobleza».
No me detendré aquí en la diferenciación que el poder ha introducido en el seno del proletariado, y que he calificado más arriba de funcional. La función ha modificado el órgano mismo, es decir, la psicología de aquellos que se han encargado de diversas tareas de dirección en la administración y la economía del Estado ha cambiado hasta tal punto que no sólo objetiva, sino también moralmente, han cesado de formar parte de esta misma clase obrera.
Así, por ejemplo, un director de fábrica hace de «sátrapa». A pesar del hecho de que es un comunista, a pesar de su origen proletario, a pesar de que aún trabajaba en la fábrica hace unos años, no encarna ante los ojos de los obreros las mejores cualidades del proletariado.
Molotóv puede, con el corazón alegre, establecer un signo de igualdad entre la dictadura del proletariado y nuestro Estado, con sus instituciones burocráticas, y, lo que es peor, con los brutos de Smelensk, los estafadores de Tashkent y los aventureros de Arniemovsk. Al hacer esto, no logra más que desacreditar la dictadura sin desarmar el legítimo descontento de los obreros.
Si, prescindiendo de los demás matices de la clase obrera, pasamos ahora al Partido mismo, nos encontraremos con los elementos provenientes de las otras clases sociales. La estructura social del Partido es más heterogénea que la del proletariado. Esto ha sido siempre así, naturalmente, con esta diferencia: que cuando el Partido tenía una vida ideológica intensa la amalgama social se fundía en una sola aleación gracias a la lucha de la clase revolucionaria en movimiento.
V.
Pero, el poder, tanto en el Partido como en la clase obrera, opera diferenciaciones sociales semejantes a las que separan a las diversas capas de la sociedad.
La burocracia de los Soviets y del Partido constituye, de hecho, un nuevo orden. No se trata de casos aislados, de desfallecimientos en la conducta de un camarada, sino más bien de una nueva categoría social, a la que debería consagrársele un estudio específico. A propósito del Proyecto de Programas de la Internacional Comunista, yo escribía a León Davidovich (Trotsky) entre otras cosas:
«En lo que concierne al capítulo 4º (el período transitorio). La manera con que ha sido formulado el papel de los partidos comunistas en tal período de la dictadura del proletariado es bastante débil. Sin la menor duda, esta manera vaga de hablar del papel del Partido hacia la clase obrera y el Estado no es un efecto del azar. La antítesis existente entre la democracia burguesa y la democracia obrera está claramente indicada; pero no se dice una sola palabra para explicar lo que el Partido debe hacer para realizar, concretamente, está democracia proletaria. ‘Atraer las masas y hacerlas participar en la construcción’, reeducar su propia naturaleza — Bujarin se complacía en desarrollar este último punto, entre otros, más especialmente en ligazón con la revolución cultural — ; son afirmaciones verdaderas desde el punto de vista de la historia y conocidas desde hace mucho tiempo; pero se reducen a simplezas si no introducimos la experiencia acumulada en el curso de los diez años de dictadura del proletariado.
«Es aquí que se plantea el problema de los métodos de dirección, que desempeñan un rol tan importante.
«Pero nuestros dirigentes no sienten agrado en hablar del asunto; bajo el temor de que resulte evidente que ellos mismos están lejos aún de haber ‘reeducado’ su propia naturaleza».
Si yo fuera el encargado de escribir un proyecto del programa de la Internacional Comunista, habría consagrado buen lugar, en este capítulo, a la teoría de Lenin sobre el Estado durante la dictadura del proletariado y el rol del Partido y su dirección en la creación de una democracia proletaria, tal como debería ser, y no de una burocracia de los Soviets y del Partido como la que existe en la actualidad.
El camarada Preobrayenski ha prometido consagrar un capítulo especial en su libro Las conquistas de la dictadura del proletariado en el año II de la Revolución a la burocracia soviética. Espero que él no olvide el papel de la burocracia del Partido, que es mucho mayor en el Estado soviético que el de su hermana, la burocracia de los Soviets. He expresado la esperanza en que él estudiase este fenómeno sociológico específico, bajo todos sus aspectos. No hay un folleto comunista que, relatando la traición de la socialdemocracia alemana del 4 de agosto de 1914, no indique al mismo tiempo el papel fatal que las cumbres burocráticas del Partido y de los sindicatos desempeñaron en la historia de la caída de ese Partido. Por su parte, muy poco ha sido dicho, y esto en términos muy generales, sobre la función desempeñada por nuestra burocracia de los Soviets y el Partido en la disgregación del Partido y del Estado Soviético. Es un fenómeno sociólogico de la máxima importancia que no puede, sin embargo, ser comprendido y profundizado en toda su gravedad si no examinamos las consecuencias que ha tenido el cambio de la ideología del partido de la clase obrera.
VI.
¿Usted pregunta qué ha sido del espíritu de actividad revolucionaria del Partido y de nuestro proletariado? ¿A dónde ha ido a parar su iniciativa revolucionaria? ¿Dónde están sus intereses ideológicos, su valor revolucionario, su orgullo proletario? ¿Está usted sorprendido de que haya tanta apatía, tanta mezquindad, pusilanimidad, arribismo y otras muchas cosas que podría añadir yo mismo? ¿Qué ha ocurrido para que gente que tiene un pasado revolucionario estimable, cuya honestidad personal no arroja ninguna duda y que ha dado pruebas de su devoción a la Revolución en más de un caso, se encuentren convertidos en lastimosos burócratas? ¿De dónde viene esta horrible Smerkiakovstchina de la cual habló Trotsky en su carta sobre las declaraciones de Antonov-Ovseenko?
Pero si se puede esperar cualquier cosa de aquellos procedentes de la burguesía y de la pequeña burguesía, intelectuales, «individuos» en general, desde el punto de vista de las ideas y de la moralidad, ¿cómo explicar el mismo fenómeno cuando se trata de la clase obrera? Muchos camaradas, han observado esa pasividad y no pueden disimular su decepción.
Es verdad que otros camaradas han visto, en el curso de una cierta campaña llevada por la cosecha de trigo, síntomas de una robustez revolucionaria, probando que los reflejos de clase viven aún en el Partido. Hace poco, el camarada Ischenko me ha escrito — o, más exactamente, ha escrito en tesis que debió haber enviado igualmente a otros camaradas — que la cosecha de trigo y la autocrítica se deben a la resistencia de la sección proletaria de la dirección del Partido. Por desgracia, es preciso decir que esto no es exacto. Los dos hechos resultan una combinación urdida en las altas esferas, y no son debidos a la presión de la crítica de los obreros; es por razones políticas y, a veces, por razones de grupo o — digámoslo — de fracción, que una parte de las cumbres del Partido pone en práctica esta línea. No se puede hablar más que de una sola presión proletaria: la dirigida por la Oposición. Pero, es preciso decirlo con claridad, esta presión no ha sido suficiente para mantener la Oposición en el interior del Partido; más bien, ella no ha logrado modificar su política.
León Davidovich ha demostrado con toda una serie de ejemplos irrefutables el rol revolucionario, verdadero y positivo que ciertos movimientos revolucionarios desempeñaron con su derrota: la comuna de París, la insurrección de diciembre de 1905 en Moscú. La primera aseguró el mantenimiento de la forma republicana de gobierno en Francia, la segunda abrió la vía a la reforma constitucional en Rusia. Sin embargo, los efectos de estas derrotas conquistadoras son de corta duración si no están reforzadas por una nueva ola revolucionaria.
Lo más triste es que ningún reflejo se produce dentro del Partido y de la masa. Durante dos años, se ha venido librando una lucha excepcionalmente áspera entre la Oposición y las altas esferas del Partido. En el curso de los dos últimos meses, se han desarrollado acontecimientos que habrían debido abrir los ojos a los más ciegos. Sin embargo, nadie hasta el presente advierte que las masas del Partido estén interviniendo.
VII.
También es comprensible el pesimismo de algunos camaradas, que percibo también a través de su pregunta.
Babeuf, al salir de la prisión de la Abadía, echando una mirada a su alrededor se preguntaba qué había sido del pueblo de París, de los obreros de los barrios de Saint-Antoine y Saint-Marceu, aquellos que el 14 de julio de 1789 habían tomado la Bastilla, el 10 de agosto de 1792, las Tullerías, que habían sitiado la Convención el 30 de mayo de 1793, sin hablar de tantas otras intervenciones armadas. Resumía sus observaciones en una sola frase, donde se siente la amargura del revolucionario: «Es más difícil reeducar al pueblo en el amor a la libertad, que conquistarla».
Nosotros hemos visto por qué el pueblo de París olvidó la atracción de la libertad. El hambre, la desocupación, la liquidación de los cuadros revolucionarios — numerosos dirigentes habían sido guillotinados — , la eliminación de las masas de la dirección del país, todo esto llevó a tan gran laxitud moral y física de las masas, que el pueblo de París y del resto de Francia tuvo necesidad de 37 años de respiro antes de comenzar una nueva Revolución.
Babeuf formuló su programa en dos palabras — me refiero a su programa de 1794 — : «La libertad y la Comuna elegida».
Debo hacer aquí una confesión: no me he dejado nunca arrullar por la ilusión de que era suficiente para los líderes de la Oposición presentarse en los mítines del Partido y en las reuniones obreras para hacer pasar a las masas al campo de la Oposición. Siempre he considerado tales esperanzas, que provenían sobre todo de los dirigentes de Leningrado, como cierta sobrevivencia del período en que ellos tomaban las ovaciones y los aplausos oficiales como expresión del verdadero sentimiento de las masas, y los atribuían a su popularidad imaginaria.
Iré aún más lejos: esto explica, para mí, el brusco viraje de su conducta.
Ellos pasaron a la Oposición esperando tomar rápidamente el poder. Es con ese fin que se unieron a la Oposición de 1923. Cuando alguien del «grupo sin dirigentes» reprochó a Zinoviev y Kamenev haber dejado caer a su aliado Trotsky, Kamenev les respondió: «Nosotros teníamos necesidad de Trotsky para gobernar; para reingresar al Partido es un peso muerto».
Sin embargo, el punto de partida, la premisa, habría debido ser que la obra de educación del Partido de la clase obrera es una tarea larga y difícil, tanto más cuanto que los espíritus deben limpiarse de todas las impurezas introducidas en ellos por la práctica de los Soviets y del Partido, y por la burocratización de esas instituciones.
No se ha de perder de vista que la mayoría de los miembros del Partido — sin hablar de los jóvenes comunistas — tiene la concepción más errónea de las tareas, de las funciones y de la estructura del Partido, debido a la concepción que la burocracia les enseña con su ejemplo, su conducta práctica y sus fórmulas estereotipadas. Todos los obreros que ingresaron al Partido después de la Guerra Civil, entraron, en su mayor parte, después de 1923 — la promoción Lenin — ; no tienen ninguna idea de lo que era en otro tiempo el régimen del Partido. La mayoría entre ellos está desprovista de esa educación revolucionaria de clase, vivida durante la lucha, en la vida, en la práctica consciente. En el pasado, esta conciencia de clase se adquiriría en la lucha contra el capitalismo. Hoy, ella debe formarse por la participación en la construcción del Socialismo. Pero nuestra burocracia ha reducido dicha participación a una frase hueca, y los obreros no pueden adquirir en ninguna parte esta educación. Se entiende que excluyo como medio anormal de educar a la clase el hecho de que nuestra burocracia, bajando los salarios reales, empeorando las condiciones de trabajo, favoreciendo el desarrollo de la desocupación, empuja a los obreros a la lucha que eleva su conciencia de clase; pero, entonces, ella es hostil al Estado socialista.
Según la concepción de Lenin y de todos nosotros, la tarea de la dirección del Partido consiste, precisamente, en preservar al Partido y a la clase obrera de influencias corruptoras de los privilegiados, de los favores y de las tolerancias inherentes al poder, en razón de su contacto con los restos de la antigua nobleza y pequeñoburguesía, habría debido prevenirse contra la influencia nefasta de la NEP, contra la tentación de la ideología y de la moral burguesas.
Al mismo tiempo, nosotros teníamos la esperanza de que la dirección del Partido llegaría a crear un nuevo aparato, en verdad obrero y campesino, nuevos sindicatos, realmente proletarios, una nueva moral en la vida cotidiana.
Debe reconocerse con franqueza, con claridad, en voz alta e inteligible: el aparato del Partido no ha cumplido esa labor. En esta doble tarea de preservación y educación ha demostrado la incompetencia más completa; ha fracasado; es insolvente.
VIII.
Desde hace tiempo estamos convencidos de que lo pasado en estos últimos ocho meses pone en evidencia para todos que la dirección del Partido avanza por el más peligroso de los caminos. Aún hoy sigue por esa ruta.
Los reproches que le dirigimos no conciernen, por así decirlo, al aspecto cuantitativo de su trabajo, sino más bien, al cualitativo. Subrayamos esto pues, de otro modo, volveríamos a sumergirnos en cifras con los éxitos innumerables e integrales obtenidos por los aparatos partidario y soviético. Ha llegado el momento de poner fin a este charlatanerismo estadístico. Oíd las versiones del XV Congreso del Partido. Leed el informe de Kossior sobre la actividad organizativa. ¿Qué se encuentra? Cito literalmente: «El prodigioso desarrollo de la democracia del Partido… la actividad organizativa del Partido se ha extendido grandemente».
Y luego, por supuesto, para reforzar todo esto: cifras, cifras y aún cifras. Y esto era dicho en el momento en que había en los expedientes del Comité central documentos que probaban la terrible desintegración de los aparatos del Partido y los Soviets, la sofocación de todo control de las masas, la opresión horrible, persecuciones y un terror jugando con la vida y la existencia de militantes y obreros.
He aquí como la Pravda caracteriza nuestra burocracia: «Elementos arribistas, hostiles, perezosos e incompetentes, se empeñan en arrojar a los mejores inventores soviéticos más allá de las fronteras de la URSS. Si no se lanza un gran golpe contra estos elementos, con toda nuestra fuerza, nuestra determinación, nuestro coraje, etcétera…»
No obstante, conociendo nuestra burocracia, yo no estaría sorprendido de escuchar a alguien hablar nuevamente del desarrollo «enorme» y «prodigioso» de la actividad de las masas y del Partido, del trabajo organizativo del Comité Central implantando la democracia, etcétera.
Estoy persuadido de que la burocracia partidaria y soviética que hoy existe seguirá cultivando con el mismo éxito abscesos supurantes a su alrededor, a pesar de los ardientes procesos que han tenido lugar en el mes último. Esta burocracia no cambiará por el hecho de haberse sometido a una depuración. No niego, quede bien claro, la utilidad relativa y la absoluta necesidad de tal depuración. Deseo señalar, simplemente, que no es únicamente una cuestión de cambio personal, sino ante todo de cambio de métodos.
A mi juicio, la primera condición para devolver a la dirección del Partido la capacidad de ejercer un papel educativo es reducir la importancia de las funciones de esa dirección. Las tres cuartas partes del aparato deberían ser licenciadas. Las tareas del cuarto restante deberían tener límites estrictamente determinados. Análogo criterio debería aplicarse a las tareas, a las funciones y a los derechos de los organismos centrales.
Los miembros del Partido deben recobrar sus derechos, que han sido pisoteados, y recibir garantías válidas contra el despotismo de los círculos dirigentes que ya conocemos.
Es difícil imaginar lo que pasa en los niveles inferiores del Partido. Es especialmente en la lucha contra la Oposición donde se ha puesto en evidencia la mediocridad ideológica de eso cuadros, así como la influencia corruptora que ejercen sobre las masas proletarias del Partido. Si en las cumbres existe aún una cierta línea ideológica, una línea especiosa y errónea, mezclada, es verdad, a una fuerte dosis de mala fe, en los niveles inferiores, en cambio, la demagogia más desenfrenada se ha empleado contra la Oposición. Los agentes del Partido no han vacilado en utilizar el antisemitismo, la xenofobia, el odio a los intelectuales, etcétera. Estoy persuadido de que toda reforma del Partido que se apoye sobre la burocracia se revelará utópica.
IX.
Resumo: observando, como usted, la falta de espíritu de actividad revolucionaria en las masas del Partido, yo no veo nada sorprendente en este fenómeno. Es el resultado de todos los cambios que han tenido lugar en el Partido y en el proletariado mismo. Es necesario reeducar a las masas trabajadoras y a las masas del Partido, en el cuadro del Partido y de los sindicatos. Este proceso es largo y difícil; pero es inevitable; ya ha comenzado. La lucha de la Oposición, la lucha de centenares y centenares de camaradas, las detenciones, las deportaciones, a pesar de que no hayan hecho mucho por la educación comunista de nuestro Partido tienen, en todo caso, más efecto que todo el aparato tomado en su conjunto. En el fondo, los dos factores no pueden ser comparados. El aparato ha despilfarrado el capital del Partido legado por Lenin, no solamente de una manera inútil sino también nociva. Ha demolido, mientras la Oposición construía.
Hasta ahora, he razonado por «abstracción», a partir de los hechos de nuestra vida económica y política que han sido analizados en la Plataforma de la Oposición. Lo he hecho de manera deliberada, pues mi tarea era señalar los cambios que se han producido en la composición y la psicología del proletariado y del Partido en relación con la toma del poder misma. Estos hechos quizás han dado un carácter unilateral a mi exposición. Pero, sin proceder a este análisis preliminar, resultaría difícil comprender el origen de los errores económicos y políticos cometidos por nuestra dirección en lo que concierne a los campesinos y los problemas de la industrialización, del régimen interior del Partido y, finalmente, de la administración del Estado.
Astrakán, 6 de agosto de 1928
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