Por: Mario Ernesto Almeida y Pedro Pablo Chaviano
«Se trabaja por reinsertarlos en la sociedad», dicen una y otra vez sobre quienes salen de prisión. No se percatan del absurdo. La cárcel no se constituye ajena al sistema social, todo lo contrario, forma parte indisoluble de él. Las cárceles, los basureros, las cloacas, el mercado negro y, en fin, todas las cosas que en apariencia no nos gustan forman parte de nosotros; y nosotros, todos y todas, formamos, al mismo tiempo, parte de ellas, a veces con tal nivel de imbricación, con tal grado de complementariedad, que para dormir tranquilos los desterramos a «otro mundo», e intentamos creer, de forma oportuna y complaciente, que ese «otro mundo» de verdad es «otro».
La Playa del Chivo es uno de esos mundos desterrados. Por la gran tubería se desbocan hacia el mar, cada segundo, de cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año, toneladas de aguas albañales que llevan nuestros excrementos triturados. Las sardinas se dan banquete con toda la materia orgánica que por allí se desborda. Las barracudas, los casteros, los tiburones, los pargos, los jureles, los civiles… se dan banquete con las sardinas. Sin ir muy lejos, los pescadores «del corcho» los atrapan y cada mañana, de cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año, los dueños de paladares y bares marcan el teléfono de Toki, quien espera a que sus compañeros salgan del agua para comprarles el botín y a su vez revendérselo a los dueños de esos bares y paladares de La Habana.
Qué dirán los elegantes clientes de los elegantes sitios cuando sepan que ese «otro mundo» en realidad no existe y que, además, pagan precios exorbitantes con tal de alimentarse de su propia mierda.
Cuatro motes
Toki tiene treinta años pero pareciera tener más, muchos más, quizás por el bigote rojo tupido y por su barba roja y tupida y por los pómulos anchones y carnosos, prominentes, y por su piel maltrecha de gente muy blanca castigada día tras día bajo el resplandor. No parece tener solo treinta años en su aspecto diminuto y fornido. Más bien parece de tres siglos cuando los múltiples anzuelos que se tatuó al cuello se aprecian en medio de esta cercanía al mar, de este olor a sal, pescado y costa. Tanto mar en la piel del Toki y tanto mar en torno a ella parecen cosa de leyenda, de cuento antiguo de piratería marina. Y dos tréboles de colores distintos y saltones sobre el cachete derecho, jodidamente saltón…
El Jimagua también parece mayor, aunque ya tiene cincuenta y ocho años. Es de piel negra y de hablar algo indeciso, como de gente tímida e incluso noble. Para ser exactos, el Jimagua casi no habla o más bien casi no habla para el resto. Incluso cuando lo hace, es como si musitara para sí, como si se estuviera tragando las palabras en vez de vomitarlas y deshacerse de ellas de una buena vez. Paradójicamente, no es un hombre de silencios. Todo el tiempo musita, todo el tiempo se habla a sí mismo, bajito, bien bajo, aunque no lo suficiente como para que a unos metros no se advierta. Habla con los macaos mientras los mutila y con el plomo del nailon antes de mandarlo al infierno del mar; habla con las posibilidades y las causas de su suerte; habla…
El Salvaje parece más joven que sus setenta y tres años. Es un blanco fuerte de rostro duro con un habla elocuente y precisa, como conversa la gente que está segura de saberlo todo y que al mismo tiempo mide cada sílaba, de cada palabra, de cada idea que suelta por el buche. El rostro es duro y en él es dura la boca que se cierra apretada y la nariz que baja, y afilados los ojos como proyectiles en ristre, dominados por un ceño imponente que se cuadra y se aprieta para formar una mirada durísima, como de gente con genio.
El Guajiro tiene ochenta y tres años y sí que los parece. Su estampa es la de esos viejos que ya han dado todo lo que aparentemente tenían para dar, pero que siguen dando, prometiendo que esta será la última vez e incumpliendo siempre la promesa. Su estampa es la de esos viejos acabados que bien pudieran tener setenta u ochenta o noventa. Su estampa es la del cierre del juego, la de mesa trancada. Ojos azules como en cualquier novela de mar, pómulos prominentes, pero secos, como la cara y el cuerpo y la frente. Su voz es gutural y legible, una voz de nostalgia, de contar cosas que pasaron cincuenta años atrás, pero como si estuviese hablando de ayer. Voz de tiempo detenido, de narrador omnisciente que todo lo ha visto y pensado. Voz de quien ya siente que calibró a la vida y, en lo que se la vienen a cobrar, juega con ella.
Todos se marcharon un día de alguna parte.
El Guajiro era de Banes; el Salvaje, de Gibara; el Jimagua, de los campos del Camagüey; Toki, de la Isla de la Juventud; y tantos otros eran de otras tantas partes, pero hoy solo son del mar a secas.
Dice el Guajiro que el cigarro le está haciendo daño y que por eso va a dejarlo. Lo está dejando, dice, mientras prende otro. También asegura que se va a alejar del mar, que el primero de septiembre va a marcharse, pero no se va a marchar el día primero, ni el diez, ni el quince. Se recogerá en su casa un veintitanto del mes, con la promesa de no volver jamás. Vendrá un ciclón que revolcará el mundo por Pinar del Río y tumbará unas matas en La Habana y luego él volverá a aquí, para ver si tengo buena marea, porque después del oleaje crudo de un huracán los pejes se aparecen y cuatro días después todavía están sacando los parguetes del agua y de nuevo el guajiro en su bohío y en su corcho mar adentro y su bohío.
El bohío no es el bohío que uno piensa cuando escucha la palabra. Es un armatoste que no llega al metro y medio de altura, un esqueleto de palos débiles y quebrados, y cañas bravas podridas que llegaron hasta acá por la recala. Un esqueleto medio torcido que se apoya en un cuadrado inmenso de hormigón que otrora — mienten todos aquí — sirvió de base para algún cohete nuclear de aquella Crisis de Octubre. Un esqueleto techado con planchas roídas de zinc, pleibo y paredes de saco.
Dice el Guajiro que no tiene necesidad de estar aquí. Sus hijos viven en el extranjero y cada mes le envían veinte mil pesos para que no se ponga a inventar por gusto, para que un día no los llamen y les confirmen que a su padre lo encontraron muerto, rodeado de auras tiñosas y ratones, unos metros al este del faro del morro, en una playa que ni playa es.
Al Guajiro no lo entiende nadie. Dicen sus compañeros que tiene «tremenda casa con tremendo patio», pero sigue durmiendo noche a noche en este piso de tierra. Él dice que los hurones lo respetan y no entran al bohío. «Ellos pasan por fuera, pero no se meten». Con las ratas el negocio es distinto: las ratas no pactan con nadie.
El Guajiro cuenta que hace poco estuvo mal. Lo agarró la Covid-19 y luego el dengue. Tuvo, tiene, problemas en los riñones. Meses atrás llegó a su consultorio y preguntó si era obligado vacunarse contra la pandemia. Le explicaron que no y entonces vino para acá porque era fecha de corrida.
El Guajiro asegura que el mar es un vicio, como el cigarro o el alcohol, que el mar engancha a la gente. La noche del ciclón la pasó en casa de su sobrina y cuando regresó a la suya se encontró con que le habían robado el colchón, un carrete grande que tenía y hasta una ventana. El Guajiro no quiere saber nada de esa casa y ahora mismo, expone por las claras, la cambiaría por un bohío en Boca de Jaruco. No lo quiere tan resistente. Un bohío cualquiera, un más o menos que le dure tres o cuatro años, que es el tiempo que al Guajiro, calcula sobrio, le queda por acá.
Su hermano combatió con los rebeldes, pero lo del Guajiro no era eso. En los primeros años de la Revolución lo movilizaron y como era un tipo grande y fuerte le entregaron un arma que pesaba como el diablo, una ametralladora tres paticas que dejó tirada en el monte antes de seguir su camino. Trabajó una vida en la Antillana de acero, donde se buscó líos por mujeres y líos por bocón. Sus noches siempre fueron de guardias, en la fundición de hierro o en el mar. «Yo me he echado madrugadas de trabajo que ningún hombre aguanta», explica, y nunca queda claro si habla del hierro, del mar o de ambos.
El único compromiso del Guajiro siempre ha sido el mar y su historia no tiene más grandeza que la que al mar va atada. No es ni siquiera grandeza. Es un diálogo íntimo consigo mismo, con el mar. Es un ansia rara de libertad. Elegir en qué pedazo de costa vivir y morirse. Dice que en su casa no se encuentra. Que se vuelve loco, que se siente preso. Y de pronto, aquí, se descubre libre, tirado sobre unas telas estrujadas que separan su columna vertebral de la tierra, despertando cuando todos llegan a buscar los corchos a las cuatro de la madrugada y agarrando uno para, con el resto, adentrarse al agua oscura.
Si una corriente majadera o un viento del sur no lo arrastran hasta las playas del este, si una marejada imprevista o una tormenta local no le atropellan los planes, regresará sobre las 10 de la mañana, algún intermediario le quitará del vivero toda la marea por un pago no despreciable y calzará el corcho con el bichero, para que escurra el agua y «no pese». Dará unas vueltas, comentará con unos y otros cualquier cosa de pescador viejo, regresará al corcho, lo tirará sobre su espalda de 83 años y caminará con él a cuestas hasta la boca del bohío, donde almorzará lo que algún compañero le trajo y fumará los cigarros que algún compañero también le hizo el favor de alcanzarle y tomará el agua que le llevaron y pedirá a uno de su confianza que le guarde este pargo, que es un bicho de calidad, en el refrigerador de su casa, para cuando regrese a la suya, llevárselo, porque no se puede llegar a la casa sin comida, ni visitar a nadie con las manos vacías, porque la cosa está muy mala y porque además, un buen peje siempre será visto con los ojos buenos. Luego conversará con los que sigan saliendo de la pesca, constatará que en un mismo trozo de agua a unos les sobra la suerte, atrapando barracudas, albacoras, sabacos, rabirrubias… mientras otros, luego de horas, apenas vuelven con la carnada todavía dando brincos en el vivero.
Los pescadores del corcho irán dejando sus embarcaciones junto al bohío del Guajiro y el Guajiro dormirá la tarde para reponer fuerzas y para reservarlas, porque a las cuatro de la madrugada vendrán de nuevo a despertarlo.
Sobre una cámara de camión se ve a un hombre con el brazo levantado en el acto de lanzar la cuerda. Parece un predicador de culto y el resto de los pescadores, sus fieles, sus ovejas, todos sobre sendos corchos, de frente al que predica y con la cabeza gacha, todos con cabeza gacha, como buscando algo entre los pies, y con las manos juntas, como quien reza, mientras sostienen su cordel en espera de que frenético y brusco cobre vida.
Este es momento de contrastes: cerca de la orilla, en busca de carnada, los modestos corchos de los pies hundidos se apotalan — en su argot, anclarse — junto a los botes de madera de quienes pescan de pie, cerca también de los vistosos yates plásticos de dos pisos de quienes pescan sentados. Ya sea aquí, a menos de veinte metros del risco, ya sea allá, a una milla de distancia, todos pescan lo mismo. Aquí: sardinas, mojarras, escribanos, alevines de cualquier cosa. Allá: barracudas, petos, sierras, tiburones.
Una aguja puede sacarse del mar lo mismo en un corcho, que en un bote, que en un yate. La diferencia real radica en la libertad de movimiento. Los del corcho solo pueden estar sentados o acostados, con las nalgas siempre en el mismo punto. Las nalgas de los pescadores dejan una marca en el corcho, una oquedad leve, apisonada, que denota el punto fiel del promontorio de poliespumas, una marca a modo de señal, de advertencia, como cartel que indica: usted se va a sentar aquí y solo aquí. En el bote puedes pararte y dar tres pasos, siempre inestables. En el yate puedes caminar en círculos, subir una escalera, tirarte a descansar la espalda en el colchón del camarote. ¿Cuáles serán los pasos para construir un corcho de poliespuma de metro y medio de largo por metro de ancho? ¿Cuáles serán los pasos para conseguir un bote de tres metros de eslora? ¿Cuáles serán los pasos para moverse en yate blanco de dos pisos, de esos que llevan varas larguísimas que parecen antenas de radio y de los que prenden con intermitencia luces verdes y rojas cuando son las cinco de la madrugada y, silenciosos, se acercan a la Playa del Chivo en busca de sardinas comunes?
Interlocuciones
Ayer, en urnas, Cuba aprobó un nuevo código de familias. Hoy, dicen los partes, un huracán destrozará occidente. Comenzará a hacerlo en horas de la tarde o al menos en la tarde será que sus nubes y vientos tocarán La Habana.
A las ocho de la mañana, en una de las paradas del parque de la Fraternidad, un hombre flaco de aproximadamente cuarenta años, habla a gritos sobre Dios, sobre su ira, sobre lo que hemos hecho para desatarla. La gente espera en una fila casi indescifrable y lo mira de reojo. Desde las guaguas que van y vienen y paran, la gente lo mira más. Con cristal de por medio y la multitud agolpada en reducido espacio, más que uno mismo, se acaba siendo parte de algo más, de un cuerpo otro. El cristal y la multitud confieren algo de distancia y protección frente a la posibilidad de que un hombre que grita sobre Cristo y el apocalipsis te mire, precisamente a ti, directo a los ojos, y te dirija la palabra y te pregunte.
Hay menos riesgo de que pase de loco a interlocutor.
Media hora después, en la Playa del Chivo, las reglas de ese juego van cambiando. Viene un ciclón, pero aún no llega y además está en el sur. Los hombres del corcho todavía rondan las aguas y algunos ya han salido, como el Toki, que hoy atrapó una aguja y anda con el teléfono en la mano y esa guapería del Toki, llamando a este y aquel.
El Toki pesca y revende. Pertenece, al mismo tiempo, a dos especies distintas en la cadena informal del pescado, dos especies que, como en todo sistema, se necesitan de cierta forma, al tiempo que una devora a la otra. Los pescadores del corcho pasan horas y días y meses jugando al gato y al ratón con sus presas. En ese proceso interviene toda clase de jugarretas: la suerte, llegar primero al lugar, leer los vientos y corrientes, calibrar el movimiento de sus compañeros, cambiar de anzuelo, de nailon, ponerle al peje una mejor carnada.
Los revendedores también pasan horas, días y meses jugando al gato y al ratón con los pescadores, para cuadrar cuál de ellos le entregará su marea. En ese proceso interviene toda clase de jugarretas: la suerte, llegar primero al lugar, leer los vientos y corrientes, calibrar el movimiento de sus compañeros, cambiar de anzuelo, de nailon, ponerle al peje una mejor carnada. Viven de ese juego. Y aquí están, como una ensarta de depredadores, peces grandes, que aguardan el menor chance para lanzar su ataque sobre el cardumen que ya viene, que ya sale. Aquí están los depredadores para activar su emboscada y, al igual que en el océano, el bicho que espante uno será el bicho que se coma otro.
Y el Toki está aquí, siendo colega y jefe, porque el que paga siempre será jefe, aunque nadie lo diga por las claras.
El Toki habla de todas las veces que ha intentado irse del país. Siempre en corcho, a pedales, con sus pies en el agua y siempre sin suerte: que si el barco madre, que si la corriente del golfo que lo manda hasta Bahamas, que si… Y, mientras tanto, en lo que acumula fuerzas para probar de nuevo en la ruleta, el Toki hablando mal y deseándole la muerte a todo el mundo, para acto seguido afirmar que en realidad no tiene nada en contra de nadie, que le dan lo mismo todos y que al final él la lucha, pero quiere irse, para seguir luchándola en otra parte donde, se cuenta, las cosas siempre son más sencillas.
Y en medio de eso, los cuentos de la guerra con los pejes, de cuando traía a su mujer y la montaba en el corcho y a pedalear y a pescar y a volver, para que ella no quedase en casa con dudas ni celos. Y en medio de eso, la pregunta incómoda e inexacta de siempre, pero con la sabiduría antológica de que en la guerra solo existen dos bandos: ¿Ustedes son prensa independiente o del gobierno? Y en medio de todo eso, el Código ese que votaron ayer y yo no creo en na’ d’eso, por eso no voté na’. Entonces Dios no es el pretexto, sino que sale a granel toda una serie de argumentos del barrio, de lo que mucha gente dice y piensa en cualquier esquina y que necesariamente no es lo justo y la pregunta: ¿Ustedes fueron a votar? ¿Por qué votaron? Aquí no hay cristal de por medio ni multitud que te anule, ni el espacio seguro de «mi territorio», ni la cortina que protege la urna que guarda la boleta anónima. El mar tiene eso, que obliga a poner el cuerpo y las cartas sobre la mesa, que obliga a decir «yo pienso así», a decir «yo lo hice así» y a explicar luego por qué. Si algo tiene el mar es que, en él, se juega a la política en cueros.
Los que se quedan, los que se van y los que vuelven
Fue el día en que conocimos al Toki, justo antes de que Ian destrozara Occidente, cuando supimos que el Guajiro, por fin, después de casi cuatro meses, había retornado a su casa. Pocos días más tarde ya andaba de regreso a la Playa, hablándonos de los parguetes que el huracán había traído tras revolver la costa norte. El Guajiro nos contaba que el parguete le tiene miedo a la luna y por eso hay que pescarlo cuando esta aún no ha salido. «El que come con la luna es el pargo grande».
Una semana después, dicen los pescadores, poco va quedando de la arribazón. Sin embargo, uno de ellos asegura que anoche atrapó 46 libras de pescado. Aparece un muchacho de poco más de treinta y deposita en sus manos, a cambio de toda la marea, seis mil 250 pesos. Dice el Guajiro que ese muchacho es bravo, que la lucha y que lo mismo se le ve ayudándolos a sacar el corcho del agua, que comprándoles las mareas, que corriendo por el diente de perro con una atarraya para sacar algo, que es así como tiene que ser.
Otro pescador nos comenta que, en una jornada sobre el corcho, si se pega un buen pez, como una aguja, se pueden hacer once mil pesos o más. A la siguiente, contrapone, quizás te vayas en blanco y no cojas nada. Es así, impredecible.
En el bohío, junto al Guajiro, está sentado Enrique sobre un pedazo pequeño de poliespuma. La cabaña del Guajiro es un espacio de socialización para todo el que llega. Casi todo el mundo viene y baja la cabeza y dobla su cuerpo y habla. Por eso el Guajiro conoce no solo a quienes entran al agua y la hora, sino también el estado en que lo hacen. Dos muchachos de algo más de 25 años acaban de enrumbar al agua en una borrachera visible que el Guajiro intuye que es causada por la hierba. Salen, pues, los comentarios sobre el respeto mínimo que hay que tenerle al mar, sobre lo que es joderse la vida desde tan temprano. La muerte no es algo ajeno a la Playa del Chivo. Aquí la gente ha perdido la vida lo mismo ahogada que por el impacto de un rayo, que por otras cosas que viene siendo mejor no revolver.
Los pescadores lidian constantemente con el peligro de la muerte y no solo la muerte ante los manoseados riesgos del mar, de cualquier mar, sino por situaciones que emergen ante la condición insular de Cuba, su posición geográfica, sus particularidades políticas y vecindades. Aquí mismo, justo a la entrada de la bahía de La Habana, probablemente el pedazo de costa más visible del país, a ratos entran lanchas provenientes del norte.
Por supuesto que no solo aquí, sino en cualquier trozo de costa, pero en cualquier trozo de costa también están los pescadores del corcho, que viven ahí o que se van días y semanas — a veces meses y años, como el Guajiro — para cualquier parte, con todos los corchos en la cama de algún camión, a construir nuevos bohíos, a lanzarse a la pesca y olvidarse del mundo.
Dirán que es por dinero, pero tal afirmación será inexacta. Harán dinero, sí, más que la media de los cubanos, pero la verdadera razón de peso será otra, otra que tal vez ni ellos mismos comprendan del todo: el mito paradisíaco, la felicidad sin límites de acción, sin ataduras o muros en forma de responsabilidades, que subsiste en el inconsciente desde los días nebulosos de la infancia, cuando, de cierta forma, se probó sin saberlo la pequeña dosis de un esquema que acabó configurándose en sueño, en paradigma. La ciudad sin gobierno, el mundo sin normas, sin explicaciones ni facturas ni impuestos ni broncas más difíciles de resolver que con pedir disculpas al siguiente día o que matar al hombre.
Los pescadores del corcho van en busca de un lugar que no existe, porque no se trata de un sitio, sino de un sistema de relaciones que no cabe en la sociedad existente. Como eternos outsiders, sin garantías legales de existencia y existiendo a cuentas de las vistas gordas, marginados por su decisión de no transar con marco alguno de vida prefabricada a base de pautas, tiempos y procesos, llegan hasta donde casi nadie y lo hacen con lo básico para llegar.
Sin quejas de ningún tipo, sin lástimas, porque el corcho, precisamente el corcho, da esa sensación de lo libre que ni un pequeño bote es capaz de conferir.
En esos lugares remotos tiene sitio una de las historias de Elio, cuarentón que atrapa chopas de hasta cuatro libras cada noche, flotando entre las cercanías al Morro. Elio pescaba en las aguas del cabo de San Antonio aquel día, cuando apareció un yate tripulado por mexicanos. Elio no estaba solo, eran varios, cada uno en su corcho, probando suerte en la virginidad de esos lares. El yate dio unas vueltas, les preguntaron por unos nombres, por unas gentes que no aparecían por ninguna parte y que siguieron sin aparecer. Fue entonces que les propusieron montar e irse con ellos, porque vacíos no podían llegar.
Excepto Elio, todos pasaron del corcho a la eslora del yate. Elio no se quedó por ningún arranque patriótico, o quizás sí, pero hoy, 20 años después, no es lo que dice. Lo que dice Elio es que su mujer estaba a punto de parir a su hija y él no podía irse y dejarlas solas aquí, menos sin conocer a la niña. ¿Qué iba a hacer Elio allá? ¿Qué iba a hacer Elio aquí? Allá quién sabe, aquí lo mismo, que a fin de cuentas no es lo mismo nunca, porque el mar no se repite. Pero qué carajos, Elio iba a tener una hija en pocos días y con qué la iba a mantener. ¿Se iba? ¿Se quedaba? El sueño americano al alcance de un salto y además gratis. A veces la patria se preconfigura en lo inmediato. Su hija por nacer y su corcho ataron a Elio a este país. La añoranza de la niña, de cómo será, de que me crezca aquí cerquita y la seguridad del corcho y de él sobre el corcho que es una combinación que en el peor de los casos siempre dará algo de comida y, en el mejor y el regular, siempre dará algo de dinero para lo que vaya haciendo falta y un poquito más tal vez.
Elio decidió quedarse y mientras avanzaba el yate, uno de los mexicanos le apuntó con un arma. «¿Por qué lo hace? ¿Qué me va a hacer? ¿Por qué? ¡No! ¡No voy a avisar! ¡No quiero joder a nadie! ¡Son mis compañeros los que van ahí!».
A Elio lo salvó uno de sus amigos. Un negro inmenso y bueno del que todavía se habla aquí en la Playa del Chivo, que le bajó la mano a aquel hombre y lo convenció de no disparar. A la pesca se va con cuchillo, no para hacer daño, sino para la pesca. Y allá, sobre el yate, estaban todos aquellos pescadores cubanos, con sus cuchillos de pesca, no para hacer daño, claro, pero ya que estamos… «¿Lo vas a matar? ¿Sí? ¿Y a cuántos más después? ¿A cuántos más antes de que acabemos contigo?».
Cuenta Elio que luego pasó casi un mes detenido en Pinar, por sospecha de complicidad en el delito de tráfico de personas, hasta que un oficial se dio cuenta del absurdo. Entonces lo trajeron para La Habana, directo a la puerta de la casa y le pidieron al presidente del Comité que le hiciera un reconocimiento público por su conducta ejemplar y patriótica. Cuando los del MININT se fueron, el presidente del Comité se rio y le dijo: «Ay, chico, si ellos supieran lo candela que tú eres».
Es la migración, en efecto, uno de los temas recurrentes en las tertulias del bohío del Guajiro. Por eso aquí está Enrique, de regreso después de mucho tiempo y de qué va a hablar si no.
Enrique es de Mayarí y tiene, a la altura de este septiembre de 2022, 75 años. Con 17, asegura, salió por el canal de esta bahía habanera en un barco de la flota de pesca con el que recorrió el mundo rumbo a los mejores pesqueros, que son los puntos del océano donde más peces se reúnen y donde mejor se atrapan. Hace cuentos Enrique de sus viajes y de aquellos días en los que, desde el mar, veía el tráfico de Río de Janeiro. Habla también con dolor de cómo los barcos de aquella flota nuestra, en tiempos la mejor de América Latina, acabaron siendo chatarra en los años del Período Especial.
Después se fue a Estados Unidos, donde trabajó en la construcción de carreteras y donde hoy está toda su familia, su mujer incluso.
Allá, además de su ciudadanía y pensiones, tiene un hijo médico que le garantiza todo. El refrigerador siempre estaba lleno y, para pescar, tomaba el carro e iba hasta cualquier pedazo de costa donde tiraba el nailon con todos los anzuelos y carnadas cómicas que uno pueda imaginarse y que allá sobran. No le faltaba nada, pero parece que hay pocas cosas más terribles que pescar solo o solo con alguien más, que viene siendo lo mismo.
Quizás por eso regresó Enrique a Cuba. Atrás deja a la mujer de toda la vida, los hijos, los nietos, para venir a este lugar perdido que se encuentra tan jodidamente cerca de todo, a este lugar donde el olor de las fosas dos veces por día — ¿tres, cuatro? — hace estrujar la cara para trancar la nariz, a este lugar custodiado por portadores de la rabia y de la leptospira, que medran por los trillos de la choza y entran a comerse los panes que el Guajiro guarda en una jaba de tela que cuelga del techo.
¿Qué está buscando Enrique? ¿Qué se le perdió aquí? ¿Qué le faltó allá? La patria física tiene confines bien marcados por las aguas jurisdiccionales. Sus misterios, los de la patria, pueden arrastrarse hasta donde sea, a Miami, al cosmos, pero solo dentro de estos límites que demarcan el aquí real, se pueden resolver esos misterios. En caso de que no, porque son misterios de profundidades telúricas, tal vez solo aquí se pueda lidiar en paz, algo de paz, de cara a su tormentosa existencia.
El Salvaje es chapista y hasta hace poco no tenía casa propia. Alguna vez la tuvo, pero en el divorcio, años hace, lo perdió todo y simplemente se fue. Prestado, como quien dice, vivió hasta el otro día.
Ahora, con el corcho sobre el limo de esta plataforma que protege la gran tubería, se cambia de ropa para entrar al mar. En la próxima hora ya se hará de noche. El teléfono celular lo envuelve dentro de dos jabas pequeñas que anuda y la ropa en otra algo mayor.
Mientras cuela los pies dentro de sendas medias, recuerda aquello que versa un proverbio presuntamente chino: regálale un pescado a un hombre y le matarás el hambre un día, enséñalo a pescar y le matarás el hambre para siempre. El Salvaje sabe mejor que nadie que es verdad y lleva la ecuación hasta las últimas consecuencias. En tiempos de carencias y colas interminables, toma parte de su ensarta y se coloca a la entrada de cualquier tienda de monedas libremente convertibles. ¿Qué le hace falta hoy? ¿Aceite? Pues alguien vendrá y se lo cambiará, un pomo, dos, por la presa de turno. Si en medio de un trámite engorroso, quien lo ayuda suelta «de jarana» que cuándo le va a regalar un pescado, el Salvaje monta el P11 y se apea en la primera parada después de atravesar el túnel, cruza la Monumental, desciende por el empinado trillo rodeado de cañuela y camina hasta la boca averiada de la gran fosa. Zarpa, pasa la noche dando patadas en el agua, apaña el pez y lo regala. Casi todo lo demás será para comer.
El motivo del alias tiene versiones distintas. Dice él que porque es muy bueno en esto, ¡un salvaje! Pero sus compañeros le dan otra vuelta al asunto. Explican que se faja con todos los peces, que quiere resolver las cosas de la pesca a fuerza de halones, en vez de trabajar al animal, ¡un salvaje!
Habla con orgullo de su mote y apunta que todo el mundo lo conoce aquí y que aquí mismo se lo pusieron. El Salvaje, porque es un salvaje pescando, signifique lo que signifique. Y qué orgullo el del Salvaje por ser el Salvaje de la Playa del Chivo. A fin de cuentas es un tipo noble que sabe ser feliz con esas cosas que parecen poco. Por eso, en cuanto llega, sin pestañar, va y conversa con el Guajiro y le da el pomo con café y un pozuelo con comida que le trajo, porque para eso estamos, Guajiro, y tienes que comer y tomen café, muchachos, que está bueno, lo hice ahora.
Va a zarpar el Salvaje. Promete hacernos un día el cuento del peto aquel de no sé cuántas libras que pescó alguna vez… Va a zarpar el Salvaje, que la semana pasada olvidó una vara nueva de paquete en la parada, una vara de la que había alardeado todo el día y la perdió, la dejé. Va a zarpar el Salvaje y empuja el corcho por encima del limo y toca el agua, cruza los brazos al nivel del tórax, se encaja la gorra, pone dura la cara y se pierde, hasta convertirse en una mancha a contra luz del sol, que ya se pone.
El Jimagua llega también cuando casi anochece y sale entre las cañuelas en busca de los macaos que le servirán de carnada. No camina a ciegas. En la maleza tiene puntos que ha preparado por mucho tiempo, en los que siempre deja borras de café. Al caer la luz, los macaos salen a comer y el Jimagua los atrapa fácil. Con ellos, llena dos pomos de cinco litros y luego, en las afueras del bohío donde el Guajiro duerme, les va rompiendo las conchas y les mutilas las muelas y otra vez para los pomos.
El macao encuentra casa en cualquier cosa. Estos se han apoderado de la concha del caracol africano. Cada año, en la seca, estas malezas se incendian y los caracoles africanos, sus moluscos, mueren, dejando vacías las caracolas. Aunque no por mucho tiempo, porque los macaos las toman y ahora estamos aquí, rompiendo estas carcazas de babosas que purificó el fuego, para sacar estos artrópodos, para atrapar un pez.
No atraparemos nada, ni el Jimagua, que nos convidó con sus náilones, ni nosotros. La pesca desde la orilla hoy está muerta, como la Monumental por donde no corre un auto y cuyas luces llegan hasta aquí y nos alumbran los pies sumergidos, sobre un musgo que amenaza con lanzarnos de nalgas.
Toda la madrugada en vela para nada. Si el Jimagua estuviera en un corcho de seguro que tendría más suerte, buscaría el pez en las corrientes, iría probando con la carnada en el fondo, a media agua, al vivo… Pero está aquí, en esta orilla, porque hace años decidió dejarlo. Pasó un susto grande, cuenta, y se retiró de aquello. Del mar nunca, porque del mar no se retira nadie, ni queriendo, pero del corcho sí, porque una poliespuma añeja a veces no aguanta el peso tremendo de la vida y, al final, el Jimagua no quiere hacerse rico ni precisa de tanta adrenalina para dormir contento. El Jimagua solo quiere tener algo seguro para comer, por pequeño que sea, por muy de orilla. Algo para llevarle a su negra, que lo espera allá en la casa de Arroyo Naranjo, algo, porque solo de hacer mandados y vender cigarros en la casa no se vive.
Por lo menos hoy, tiene ese otro pomo de macaos, el de los que no mutiló y que venderá a los pescadores del malecón en cuanto el día se prenda. El Jimagua, cazador y vendedor de carnadas, con los dedos tan gruesos que no hay muela de bicho que lo enganche, está en lo más bajo de la cadena.
Dice el Guajiro que aquí no hay mucho pescado. ¿Cómo va a haber? Si son las 24 horas explotando la zona, lo mismo desde la orilla, que los submarinos, que los corchos, que los botes, que los yates. A cada minuto hay gente buscándose la vida en este trozo de mar.
La enorme tubería tiene roturas por varias partes: casi 100 metros risco adentro, en su base, donde se escucha la fuerza del tropel proveniente de Regla, el agua oscura brota y se desperdiga por el risco; unos diez metros entrados en el mar, brota hacia arriba un pompón que arrastra los cordeles de pesca y les impregna un fanguillo. Según el Guajiro, aquí ya todos han desarrollado inmunidad contra lo que sea que salga por ahí, más aún los pescadores submarinos, que se están metiendo eso en la boca de manera constante. Recuerda que al principio cualquier herida, por mínima que fuera, se le infestaba que era horrible. Cuando se pesca es muy difícil no herirse. Todo tiene puntas o filo, todo corta o pincha. Pero después el organismo se las arregló como pudo y a sus 83 años no será una infección lo que asuste al Guajiro, menos una infección que ya no sale.
El drenaje no siempre ha estado así. Cuando hace seis años el huracán Irma peinó el norte de Cuba, lanzó sobre los riscos estas enormes rocas que ahora vemos a lo largo del litoral y que un hombre solo, dos, tres o cuatro jamás podrían mover. Si la fuerza del mar sacó estas piedras ¿qué no habrá podido hacer bajo el agua? En papeles, la gran tubería viaja metros y metros a ras del fondo y desboca en el canto de veril. En la práctica, desboca en cada avería y todo se llena de eso raro.
El Guajiro dice que los pescadores son muy mentirosos y los otros pescadores aseguran que el Guajiro también. Hay uno al que le llaman Pedro Peto, porque cada vez que un pez le pasa cerca o se le escapa, sale vociferando que era un peto, como si en el mar no hubiese nada más. El Toki, que se ha fajado desde el corcho con toda clase de tiburones, cuenta que el mayor susto de su vida se lo dio un manatí.
Inconformes, errantes, solitarios, vienen hasta aquí, hasta la Paya del Chivo, y vierten sus verdades y sus mentiras que se convierten en verdades,
porque le dan forma, sentido y tono a su existencia, a sus personajes de cara al mundo que también forman parte de la realidad que viven, de cómo quieren ser respetados, vistos, recordados, contados…
Desde aquí, donde brota la mierda que alimenta las sardinas, son parte inseparable de las distintas cadenas que mueven esta ciudad, del mercado negro del que todos y todas comemos. Viven, participan de ese constante desequilibrio de las sociedades que, en busca de su punto fiel, levanta a unos y los baja a otros. En eso andan los hombres de los corchos blancos que zarpan de la Playa del Chivo.
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