Los hombres de la vela negra

Por: Mario Ernesto Almeida Bacallao

Pescador de la bahía de Maputo. Foto: Mario Ernesto Almeida.

Y he aquí que Luis Mondlane, a sus 73 años y 11 hijos, algo cansado de que pregunte estupideces, dice que si hoy solo atrapa este pez no pasará nada. Sencillamente, explica, lo mezclará con un poco de tomate, lo lanzará a un caldero, se lo comerá en la noche y ya mañana la suerte irá mejor.

El pez no sobrepasa la mitad de la palma de una mano y aún da sus últimos brincos en el interior del barco. Después de cuatro horas de vela a contraviento y remo, estamos en el medio de la gran bahía de Maputo, a más de 10 kilómetros de cualquier pedazo de tierra. Es una ensenada inmensa, parapetada del océano Índico por pequeñas islas y penínsulas. Más de cuatro horas a remo y vela para solo un pez.

En la boca de la bahía de Maputo una ciudadela de mercantes espera turno para entrar al puerto. Los buques son una especie de veleta oceánica. La corriente cambia constantemente y estos grandes barcos, siempre enfilados en la misma dirección, van dando vueltas entorno a sus anclas.

Aquí en el bote, para Luis Mondlane y sus marineros, José Manuel Matusse y Francisco José, la suerte irá mejorando, aunque tal mejora no resulta más que una falacia técnica, porque cuando solo se ha atrapado un pez, «mejorar» se antoja tan sencillo como apañar dos.

El barco tiene menos de un metro y medio de ancho por unos cuatro de largo. Matusse, 63 años y dos hijos, es el capitán. Francisco, de 58, marinero raso, es padre de seis, de los cuales solo dos quedan vivos. Accidentes de tránsito, enfermedad…

Luis Mondlane, dueño del bote, arruga la cara cuando le digo la palabra patrón. En Mozambique la palabra patrón remite a los siglos de colonia, cuando el negro de aquí no era dueño de la tierra de acá. Después de la independencia, apenas 50 años hacia atrás, dejó de utilizarse el término, porque se soñó con un nuevo país, con gente nueva, con relaciones distintas, donde moriría el patrón para que naciera el hermano, el camarada, el igual. Pero las revoluciones, también aquí, son más difíciles de lo que cualquiera anuncia e implican la dolorosa creación, la inventiva ajena a manuales de lo que significa ser libre. Después de la muerte de Samora Machel, después de la desaparición del campo socialista, el sueño comenzó a disputarse en un terreno siete veces más complejo y, como síntoma o metáfora de muchas cosas, volvió a escucharse la palabra patrón, con la que Luis Mondlane —ahora sentado en popa mientras sostiene el palo del timón— evidentemente no se siente a gusto.

Luis Mondlane es el dueño, pero no por ello tiene privilegios sobre el resto de la tripulación. El botín de cada cual será lo que cada cual saque del agua. Lo que cada cual trabaja es suyo. Si pudiera hablarse de algún pago extra para Luis sería no más que la presencia de los otros, porque Luis solo, con los 73 años y sus dolores y latigazos en una de las piernas, no podría llevar el timón, los remos, la vela y además pescar, tal como hacen los muchachos de embarcaciones vecinas que a ratos nos cruzan y parecen fundirse con el barco mismo.

Aquí atrás, en la popa, se ata uno de los cabos de la vela a un clavo oxidado y torcido, quizás más fuerte de lo que parece. Todo es más fuerte que lo que parece en este bote: su material, una fibra plástica a saber de cuántos años; las tablas, clavadas sin mucha minucia por todo el borde de la embarcación para evitar que la añeja fibra se quiebre desde alguna irregularidad de tantas; los remos, troncos finos de algún árbol rematados con un pedazo de tabla y una plancha del mismo material del casco, que también resulta el mismo material de la plancha que gobierna el rumbo.
Desde las siete y un poco más de la mañana zarpó el bote.

Maputo, sábado 4 de marzo de 2023

Llevo casi dos meses en Maputo y el portugués apenas me va dando para pedir cervezas a las siete de la noche en un bar, donde solo parecen entrar hombres, hombres que llegan sin fuerzas ya en el rostro luego de todo el día. Uno de ellos, algo mayor, siempre se sienta en el mismo punto de la barra y siempre le ponen una garrafa de cerveza inmensa que irá tomando poco a poco. Permanecerá horas encorvado sin decir una palabra y solo levantará a ratos la cabeza para darse un sorbo.

En las mesas plásticas del resto del local se conversa también con cansancio; en tanto, con un gesto de manos se pide a distancia la siguiente ronda. En el televisor puede verse alguna que otra vez partidos de fútbol entre selecciones africanas. También puede verse con determinada frecuencia peleas ridículas entre actores que juegan a golpearse y a las que por lo general la gente de aquí no atiende mucho.

Bar Portugalia. Foto: Mario Ernesto Almeida.

La gente de aquí parece no hacer caso a nada. Es como si el día les hubiese chupado un poco el alma y solo quisieran tomarse dos o tres cervezas antes de llegar a casa, comer algo y dormir. Es un bar de clase media baja. La gente llega en pulóveres mojados de sudor, algunos pocos en camisas, también sudadas, a tomar una cerveza e irse. Si les agarra demasiado tarde podrán ver un noticiario estelar donde en algún que otro plano saldrá hablando el presidente.

El bar tiene un aspecto de los años setenta, con ventiladores viejos en el techo y un cartel pintado en los cristales de afuera que dice “Portugalia”. Cuando llueve mucho las gotas comienzan a caer sobre la barra y la mesera, compasiva, trae una palangana para que la gotera se concentre y no salpique.

Esta parte de Maputo, el centro, como quien dice, se parece bastante a las mejores zonas de La Habana. Una suerte de mezcla entre El Vedado y Playa, pero en un espacio menor que el de cualquiera de estos. Más allá, se extienden kilómetros y kilómetros cuadrados de casuchas de zinc o de ladrillo, parapetadas unas sobre otras, que van formando callejuelas intrazables, fortuitas, que vistas en un mapa parecieran el calcado de un plástico que se calcina y quiebra. Kilómetros y kilómetros después, si vemos el mapa, estas callejuelas son abruptamente interrumpidas por enormes rectángulos que demarcan el lugar de las mansiones de quienes moran en las afueras y tienen muchos autos y piscinas y alambradas con corriente que les protegen los muros. Después de las mansiones, vuelven las callejuelas con las casuchas hasta que la ciudad se cansa de existir y ya no es.

Las calles del centro de Maputo llevan los nombres de quienes prometieron el mundo otro: Vladimir Lenine, Carlos Marx, Salvador Allende, Kenneth Kaunda, Mao Tsé Tung, Amilcar Cabral, Patrice Lumumba, Agostinho Neto, Ho Chi Min… El nombre de cada calle de la antigua Laurenco Márquez, hoy Maputo, nos habla del calibre y del signo con que se soñó la independencia y hacia dónde se miraba.

Avenida Eduardo Mondlane. Maputo. Foto: Mario Ernesto Almeida.

Dos meses después el portugués también me alcanza para hablar algo de política con los porteros y algún que otro mendigo que se acerca. Para pedir último y abordar cualquier chapa (minibus) y perderme hasta la última parada; bajar, preguntar dónde hay café o cigarros, caminar por los contenes arenosos y abordar para el regreso un machibombo (chapa grande) o negociar precio y destino con los choferes de chopelas (triciclos a motor) y preguntar sobre la estampilla de Samora Machel que muchos llevan en el parabrisas.

Así, dando tumbos, llegué a los pescadores de la Bahía de Maputo.

La Marginal

A Luis lo conocí hace tres días, mientras remendaba la vela en la arena de esa playa que ocupa buena parte de la avenida Marginal. La Marginal tiene cuatro carriles que se comparten los sentidos y una acera amplia que muere en un malecón, igual a cualquier malecón de cualquier parte. Del malecón hacia «acá», unos metros abajo, está la franja de playa y el mar.

Del muro hacia arriba el mundo es otro: el gran hotel chino, con casinos, cines 3D, centros comerciales y niños descalzos vendiendo granos de maní en las afueras. Del muro hacia arriba: más edificios altos y lujosos que se yuxtaponen, siempre respetando sus espacios, y la embajada de los Estados Unidos, inmensa… 
Sobre las siete de la mañana un cúmulo nunca menor de diez carros de policía parquea en frente. Los polizontes salen, conversan entre sí, miran al mar y en el minuto indicado todos cruzan la avenida y entran por un pasillo lateral a la embajada, en grupo, para el cambio de guardia. 
Del malecón hacia arriba, el Bahía Mall, con todas las cosas que tienen los malls, al mismo precio y gente con algo de dinero que va, compra, y luego se sienta en el segundo piso a almorzar, con los ojos puesto en el agua.

Del malecón hacia abajo empieza el mundo de los pescadores: los barcos «más grandes», como este de Luis, están anclados a pocos metros de la orilla. Dicen que en ciertas temporadas, cuando la marea retrocede mucho, se ve el fondo casi seco con los barcos torcidos e inútilmente anclados reposando sobre él. Los otros, más pequeños, aguardan en la arena.

Las arenas de Maputo. Foto: Mario Ernesto Almeida.

Con el amanecer, incluso antes, aparecen los hombres de mar. Cuando llegan a un número que garantice algo de fuerza colectiva, van sacando entre todos los barcos de quienes ya están. Los dejan justo en la orilla, con la popa afincada a la arena, mientras el breve oleaje les remueve la proa. Es un acto de unidad gremial, de supervivencia; quizás el día en que solo venga uno a pescar no podrá hacerlo, porque un hombre solo, por más fuerte que sea, por más pequeño que resulte su barco, lo tendría demasiado difícil para arrastrarlo por encima de estos diez metros de arena que se tragan cualquier peso muerto.

Cuando conocí a Luis, me dio por nombre Tekarikunika. Se trata del apodo en changana que le dieron aquí sus compañeros de pesca. Pero su nombre de pila es Luis, Luis Mondlane, y dice ser familia de Eduardo, aquel negro de estatura baja que estudió en Harvard y regresó al África para unir a los partidos mozambicanos que pretendían la liberación. Eduardo Mondlane es uno de esos nombres sagrados de Mozambique, su estatua está en el punto de inicio de una de las avenidas principales, que también se nombra como él. Padre de la todavía hoy joven república, primer líder y fundador del Frelimo, resultó víctima de una traición que le hizo reventar en el rostro una carta-bomba. En estos países que llegaron al mundo luego de que «el mundo» ya los había quebrado, los hombres grandes, los que son capaces de unir, de luchar, nunca sobran… y a Mozambique le quitaron muchos hombres así, cuyas ausencias sumaron orfandades, terribles orfandades, para la naciente patria.

Luis Mondlane escribe su propio nombre en el diario de campo del periodista.

El changana es una de las tantas lenguas de la región y marca el ritmo de la vida en Maputo. No necesariamente la de los chalets. Pero sí la de las calles, la de los bares con más penumbras que neón, la del mercadeo de lo mercadeable que se instala provisionalmente en una esquina o que se mueve al ritmo de cualquier caminata a saber por cuántos kilómetros, contornos y ambientes.

Para sus 73 años, Luis se ve fuerte y tiene una estampa similar a lo que se describía de Eduardo. Luis sonríe y se cuadra, poniendo rígidos los brazos, y sonríe más y alude a sus once hijos y explica también que los Mondlane siempre han sido fuertes y listos para la guerra.

Dos días más tarde, el viernes, conoceré a Agostinho, uno de los hijos de Luis, que también pesca en uno de los botes de esta playa. Me lo presentará doña Alimerida, una anciana que vende en la Marginal lo que pesca Luis en la bahía. Luis no puede ir más allá de la bahía, donde están, como quien dice, los peces de verdad, porque su embarcación, como las de casi todos aquí, es de vela y remos. Luis me dijo el miércoles que, de no encontrarlo, preguntara siempre por doña Alimerida, que es mujer seria. Desde hace años, lo que pesca él lo vende ella.

El barco de Agostinho, amarillo y azul, está en la arena. Agostinho explica que Luis no se encuentra bien de salud, que tal vez no pueda llevarme el sábado a la pesca. Le insisto varias veces y con resignación consiente. Promete que me llevará él mismo y pide que esté a las seis horas en la playa, que no zarparán sin mí.

Por eso desde las cinco de la madrugada de este sábado estoy acá, en espera de Agostinho que, luego sabré, no va a llegar. Pero vendrá Luis, se asombrará de verme, pondrá con los ojos algunas reticencias, mas no dirá palabra que contraríe la que empeñó hace unos días. Se excusará de no haber traído salvavidas y yo, sin tener una mínima idea de lo que viene, incapaz de calibrar la inmensa fiereza de la bahía de Maputo, le aseguraré que no importa, que soy buen nadador. Presentará a su tripulación, dirá que soy cubano, que Cuba siempre ayudó mucho a Mozambique, que todavía lo hace… y, un poco después de las siete, con el sol ya reventándonos la frente, saldremos contra el viento a remos, siempre en línea perpendicular a la Marginal, que en un par de horas no será más que la sombra de unos edificios disminuidos por las olas en el horizonte.

https://medium.com/la-tiza/el-primer-disparo-por-mozambique-b00e4273907c

Un blanco a bordo

Después de la gran boya, torre metálica inmensa, la forma de la mar cambia. No hay más ni menos oleaje, solo es distinto, como si la mar, el barco, el viento y todo se tomaran las cosas mucho más en serio. 
Un barco guardacostas se acerca y se detiene a 100 metros. Luis ordena dejar los remos y mira al guardacostas en espera de cualquier señal.

—¿Está todo bien? —le pregunto.
Sin entusiasmos Luis esboza que sí, moviendo la cabeza, e indica que los documentos del bote están bajo la tabla de popa. Los documentos del bote siempre están ahí, día y noche, sol y seca, para que cualquiera de los marineros, si Luis Mondlane no llega, pueda zarpar sin problemas e inventarse el día. Pero no son los documentos lo que preocupa a Luis, que sigue tenso y no deja de mirar al guardacostas, en espera de algo.

Entonces pienso en las reticencias de Agostinho para decir que sí, en que Agostinho dijo sí, pero no vino, en que Luis no lucía muy seguro de traerme, en que insistí sin pensar demasiado en lo que vendría después, en que jamás me pasó por la mente un guardacostas, en que no hay forma de ocultarme en este bote, en que no existe manera de que pase desapercibido. Reparo en que Luis sale a pescar con demasiada frecuencia, que lo ha hecho durante demasiado tiempo, como para que un pequeño barco de oficiales lo inquiete al punto de no parpadear. Lo único raro sobre el barco, lo único distinto al millón de veces de Luis Mondlane en este mar, lo único que quizás podría inquietarlo de esa forma a sus 73 años y 11 once hijos, soy yo.

Luis Mondlane. Foto: Mario Ernesto Almeida.

Luis ordena continuar. El guardacostas sigue escuálido sobre la misma coordenada. Luis lo mira, no le quita los ojos, hasta que los largos remos nos introducen, cada vez más, en el desamparo del vacío.

Nada pica

Todos comienzan a sacar peces del agua; peces pequeños, pero estos hombres insisten en que hay gente sin mucho más para comer o para pagar algo mejor. Quien tiene dinero paga y come el pez grande, quien tiene poco o nada, se las arregla con la carne y las espinas del pequeño.

En mis manos no siento otra cosa que la intensa corriente de la bahía de Maputo. Una corriente imposible de imaginar para quien jamás la ha visto, acompañada de olas de un metro de altura que conducen el naufragio de miles de medusas. No tengo idea de sobre qué punto exacto está el plomo, solo sé que el mar me pide más y más cordel y a veces, como nada atrapo, como nada pica, le doy cordel al mar para sentir que algo se mueve. No pedí pescar, no pensé hacerlo, pero Luis insistió en colocar el nailon en mis manos.

No parece profunda la Bahía de Maputo. Casi no se ve la costa, solo sombras lejanas. Cuando la corriente amaine, dejaré caer el plomo justo al lado del bote y al sacarlo contaré diez brazas. A cualquier hora del día un barco la draga, de este a oeste y viceversa, para que los buques mercantes que hacen cola en las afueras puedan pasar al puerto sin quedar varados.

Los pescadores continúan ensartando peces y por unos instantes siento que soy menos, que no soy de este mundo, de esta vida, de este bote. Pienso en lo que piensan cuando miran hacia el lado y me descubren casi derrotado. 
En algún instante les diré entre risas que no sirvo para esto y Luis Mondlane negará con la cabeza y replicará que en ocasiones es así, pero que todo el mundo sirve para esto, que mi pez vendrá. No le creo mucho y reconozco en mí la estúpida tortura de no saber perder y me consuelo pensando en que no vine a esto.

Por eso, en un arranque de energía, dejo en el suelo el carrete y el cordel al agua. De todas formas, aquí no hay peces, no para mí, casi tampoco para ellos. Saco la agenda del bolsillo y comienzo a hacer preguntas, ellos contestan, yo anoto.

El carrete baila

Desde los ocho hasta los 24 años, Luis Mondlane trabajó como doméstico en una casa de portugueses. Fundamentalmente, cuenta, ayudaba en la cocina y en las labores de limpieza. A los 20 Luis tuvo su primer hijo. Con un amigo también se dedicaba a pintar las casas de los ricos.

Pero con la independencia, la mayoría de los portugueses se marcharon a otra parte y, aunque quedaron sus casas, ya no había quien pagase por trabajar en ellas.

En el 76 Luis Mondlane inició su vida de pescador. Las primeras veces en ríos y represas, encima de unas embarcaciones rústicas construidas con fibra de cocoteros a las que llaman changadas. Después de aquello no hubo vuelta atrás y llegó al mar, hasta que con los años pudo hacerse de un barco. José Manuel Matusse y Francisco José no cuentan nada de sí.

Les pregunto si acaso esta, la del pescador, no resulta una vida demasiado dura y Francisco José responde que no.
—Pero si usted estuvo cuatro horas remando bajo el sol, a casi 40 grados de temperatura, sin sacar un pez…
—Claro que preferiría tener un trabajo fijo durante toda la semana —responde Francisco—, algo que me garantizara estabilidad y solo venir a pescar algunos días.
—¡Sí, pero no es duro! —intercede serio Luis, mientras clava los ojos—. Aquí no hay nadie que nos mande, nadie que a final de mes decida no pagarnos o echarnos a la calle. Aquí trabajo para mí y él para él. Somos libres.

Mientras anoto, escucho un tintineo plástico entre mis pies. Bajo la vista y el carrete baila y da vueltas, hasta que, brusco, da un brinco, danza un tanto más en el borde de la popa y, brusco también, salta por la borda y desaparece en la turbia corriente que, implacable, se va en busca de Maputo.

Luis Mondlane se levanta de un salto e intenta divisar el carrete entre las aguas turbias. Ordena a sus hombres levar anclas y sacar remos. En una secuencia vertiginosa el barco queda al pairo y Luis hace que gire y el barco navega, remo a remo, a favor de la corriente y «¿dónde está? ¡míralo allí!», supongo que dicen por cómo mueven los brazos y se miran.

Para los pescadores de la bahía de Maputo el portugués no es más que una lengua alternativa. No la usan, a no ser que resulte estrictamente necesario, como hoy cuando, a ratos, quieren preguntarme algo o algo les pregunto. En el changana todo su universo adquiere nombre, sentido y relación armónica, todo lo que necesitan para conversar y reír, para navegar el bote, para vender la pesca, para amar y pelear con, contra y desde el mundo cotidiano que los envuelve. Cuando algún mozambicano de otra provincia llega a Maputo, como José Manuel Matusse, que viene de Gaza, intenta aprender changana con la misma fuerza con la que quiere conocer el nombre de las calles y los barrios.

Hay una ciudad oculta, un país encriptado para quienes no dominen eso que, sabrá quién con cuántos grados de colonialismo, por aquí y por allá llaman dialecto.

Para entender el changana solo puedo leer los brazos y los ojos y esas cosas casi sanguíneas que ya estaban cuando el lenguaje articulado aún no soñaba con aparecer. El miedo, el sobresalto, la preocupación, la lástima, el agradecimiento, la ayuda…

Los pescadores de la bahía de Maputo, además, no son de hablar mucho, menos frente a un extranjero blanco que se les coló en el bote. No me insultarán por dejar caer el nailon, no musitarán ningún oprobio en su lengua, solo me evitarán con la mirada, lo cual ya es bastante crudo cuando solo somos cuatro en un minúsculo bote, donde hasta por equivocación chocan los pies.

¡Ahí está! ¡ahí está! Dando vueltas en torno a sí mismo, como si el fondo se lo estuviese chupando. Ahí está, pegan el bote y yo apenas tengo vergüenza para estirarme hasta lo imposible y agarrarlo. Pocos segundos después, José Manuel Matusse me lo arrancará de la mano, en medio de la euforia vertiginosa de algo que al parecer no termina. 
Haciendo equilibrismos en la proa, aferrado como puede al mástil, José Manuel Matusse lucha contra lo que sea que esté abajo, hasta que lo va rindiendo y va sacando y va sacando y, cuando sale, nos ciega el abdomen blanquecino del tiburón martillo.

Pequeño tiburón martillo en el interior del barco. Foto: Mario Ernesto Almeida.

José Manuel Matuse saca al tiburón del agua, lo sostiene fuerte por el dorso, lo eleva hasta que los brazos no le estiran más y, con toda la fuerza de su delgada estampa, le fractura el cráneo contra un palo de proa.

¿En Cuba hay negros?

El tiburón es diminuto y apenas alcanza el metro de largo. Su pesca está vedada en estos lares, más aún cuando se trata de un ejemplar tan pequeño. Aún así, este será, por mucho, el pez más grande que sacaremos del mar en lo que resta de día.

Luis Mondlane no ha vuelto a mirarme desde que dejé escapar el cordel y ahora está sentado justo al lado mío con la cabeza gacha, conectando un camarón como carnada al anzuelo. Luis está a punto de mirarme otra vez y será para entregar en mis manos el mismo carrete que dejé escapar, el mejor y más costoso de los que tiene. Le diré que no, envuelto aún en la vergüenza, pero Luis Mondlane va a insistir y seguirá insistiendo y me dirá: ¿Ya vez cómo llegó tu pez?

En lo adelante, como quien quebró un velo, yo también sacaré peces, peces pequeños como los que sacan todos y conversaremos más sobre Cuba y Mozambique.

Son preguntas sencillas las de nuestra conversación. Las preguntas sencillas siempre son muy complejas porque te hacen cavilar, hasta lo doloroso, en la esencia misma de cualquier certeza.

¿En Cuba hay negros? ¿Los blancos también pueden ser pobres? ¿Es una isla o está en el continente? ¿Qué comen? ¿Hay pescado? ¿Hay cerdo? ¿Hay reses? ¿Pollo?

Conversamos sobre nuestras crisis económicas. Para los pescadores de la bahía de Maputo, las cosas también son peores desde de la última pandemia.

Pienso en cómo responder a sus preguntas, pienso en lo ridículo de llegar hasta aquí y, entre ellos que no tienen mucho, lanzar quejas burdas sobre lo que no tengo. Pienso en lo absurdo que, al mismo tiempo, sonaría engañarlos y decirles que lo hay todo. Hablan con franqueza y humildad. Sería insultante para estos hombres, para mí mismo, responder con simpleza nuestras preguntas sencillas. Conversamos entonces de las complejidades, de los precios a pagar y los peligros a correr, de lo que se revuelve afuera y se revuelca adentro cuando una revolución, ya sea en África, ya sea en América Latina, se decide a existir.

Luis, que ya vivió todo eso, reflexiona unos instantes, cabizbajo, y luego dice que «la cuestión es no perder la dignidad ni la vergüenza».

Bote

No hay brújula ni mapa en el bote. Antes de llegar hasta aquí, donde algo hemos sacado, pasamos horas y horas dando vueltas en las que Luis leía el mar según los otros barcos de pesca, a veces a millas de distancia. Si los botes levantaban la vela era que se movían y que por tanto no había peces. Luis los miró y los miró, mandó a remar una y otra vez hasta que, como resultado de una ecuación encriptada entre corrientes, islotes y colegas, decidió probar suerte aquí.

Aunque la suerte ha mejorado, dice Francisco José que, en días buenos, resulta mucho más fácil sacar peces. Que viene uno detrás del otro, en ocasiones dos del mismo tiro. Hoy habrá que conformarse con esto. Luis pide ir recogiendo todo para regresar antes del anochecer. Apenas son las cuatro, pero en un país donde amanece a las cinco de la madrugada, antes de las seis de la tarde ya no queda luz.

Según Luis Mondlane, el regreso será mucho más rápido, porque está haciendo buen viento y, además, a favor nuestro. «Tocaremos la playa en aproximadamente dos horas».

José Manuel Matusse ha dicho poco o nada. Ahora se encarga de reforzar el mástil y de que el palo de la vela, aún recogida, permanezca bien atado. Francisco José ayuda a levantar el rústico mecanismo y cuando el viento se entera de que una vela lo provoca intenta llevársela tremendamente. Luis Mondlane se aferra al cabo y lo ata al mismo clavo viejo, oxidado y torcido, en tanto Matusse remata los amarres definitivos. Mientras todo esto ocurre, yo doy vueltas nerviosas en cuatro patas, para que mi torpeza no interrumpa el proceso.

José Manuel Matusse, capitán; Francisco José, marinero. Foto: Mario Ernesto Almeida.

Es un instante de gloria este beso neurótico entre la vela y el viento, un instante que recuerda de inmediato la rudeza de Luis al insistir «somos libres». La vela es un nailon prieto lleno de remiendos que deja ver oquedades, rajaduras… Aun así, el bote enrumba hacia la Marginal a una velocidad casi inexplicable y los remos quedan guardados entre nuestros pies. El sol va en picada y ya no es tan insoportable.

Aletas de tiburón

Una gaviota persigue al bote. Vuela un tramo y se posa suavemente en el agua junto a nosotros. Cuando el viento y la vela hacen que la dejemos atrás, vuelve a emprender el vuelo y otra vez, bien cerquita, se posa. La soledad del mar huele terrible.

Tras casi dos horas, ya a oscuras, un grupo de gente descalza, hombres jóvenes y mujeres en su mayoría, recibirá con bullicio el bote. Con linternas de teléfono intentarán alumbrar las tres breves jabas donde lleguen las capturas. La que más pese será la de Francisco José, marinero raso, que se verá eufórico tras el pago inmediato por sus 14 libras de peces diminutos.

José Manuel Matusse, nombre de novela y hombre de silencios, capitán, se cambiará el pulóver roído de la pesca por otro algo más limpio y Luis Mondlane, pariente de guerrilleros, dueño de bote y patrón nunca, me quitará a un muchacho de encima y le aclarará que no soy turista, sino pescador como ellos. Después me pondrá la mano sobre el hombro y se paseará conmigo por la playa oscura mientras, con ínfulas de maestro, dirá a todo el que se cruce que «el cubano pescó». Luego me dará un abrazo y me pedirá contar a todos que tengo amigos que se luchan la existencia en la gran bahía de Maputo.

Francisco José limpia los peces que comerá esta noche. Foto: Mario Ernesto Almeida.

Pero todavía no ha llegado ese momento, aún ni siquiera está a oscuras, continuamos en nuestro regreso a toda vela y José Manuel Matusse, Francisco José y Luis Mondlane van recogiendo sus peces. Ninguno de los tres llena del todo la jaba blanca de nailon en la que los guardan. Cuando los sacaban del agua, como lo norma la ley no escrita de este bote, cada cual arrimaba los suyos a un costado. Los pocos que saqué yo, los lancé al cúmulo de Luis.

Luis Mondlane le pide a Francisco que me entregue mis pescados. Dale este y aquel y aquel y este. Les digo que no es necesario y Luis Mondlane, por undécima vez en tantas horas, vuelve a acribillarme con la vista. «¡En este barco hay reglas y eso lo trabajó usted!».

Luis también quiere que me lleve el tiburón, pero logro que se lo quede él mismo, bajo la idea de que se enganchó en mi anzuelo, pero lo sacaron ellos. Hoy el pequeño tiburón será comido. En este bote no caben los escrúpulos por tamaño o especie. Pescar el tiburón se castiga. Matarlo tan joven, aunque sea la mayor masa de carne de la jornada, habrá quien diga, con su refrigerador repleto, resulta un crimen.

Pero el hambre no cree en chantajes moralistas. El hambre es animal y es digna.

Ahora Francisco limpia las escamas de los peces que comerá hoy su familia y luego las escamas de los que comerá esta noche Luis. Por último, toma entre sus manos el tiburón martillo. Corta su cabeza y la despacha al agua. Le retira las vísceras, guarda su hígado. Luego le corta las aletas y las mira con detenimiento, quizás cavilando que son demasiado características, demasiado aletas de tiburón.

Puede que también piense en lo que pagaría cualquier chinés, de los tantos que tienen negocios en Maputo, por alguna de ellas.

Entonces me mira, se sonríe con la extraña tristeza de los días de mala pesca y levanta entre los dedos las aletas de tiburón. Las mira, las estudia y me mira otra vez.

—Esto vale mucho dinero—, dice reflexivo y un segundo después, en un gesto de liberación definitiva, las lanza con desdén al mar. Bien lejos.

Maputo al atardecer, desde el bote que regresa. Foto: Mario Ernesto Almeida.

¡Muchas gracias por tu lectura! Puedes encontrar nuestros contenidos en nuestro sitio en Medium: https://medium.com/@latizzadecuba.

También, en nuestras cuentas de Facebook (@latizzadecuba) y nuestro canal de Telegram (@latizadecuba).

Siéntete libre de compartir nuestras publicaciones. ¡Reenvíalas a tus conocid@s!

Para suscribirte al boletín electrónico, pincha aquí en este link: https://boletindelatizza.substack.com/p/coming-soon?r=qrotg&utm_campaign=post&utm_medium=email&utm_source=copy

Para dejar de recibir el boletín, envía un correo con el asunto “Abandonar Suscripción” al correo: latizzadecubaboletin@gmail.com

Si te interesa colaborar, contáctanos por cualquiera de estas vías o escríbenos al correo latizadecuba@gmail.com


Comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *