Por Eliseo Diego
*Tomado de Eliseo Diego. Ensayos, Enrique Saínz (Selección y prólogo), Ediciones UNIÓN, 2006.
La vida del maestro de escuela, entre otros calificativos que apuntan casi siempre a lo precario, puede muy bien tildarse de «agitada», y la razón no hay que buscarla muy lejos: tiene dos ojos como dos avispas cándidas, y lo menos mil pequeños brazos y piernas, y hace un escándalo como de mil diminutas trompas. Se trata, en suma, de ese fantástico, gracioso, insoportable y minúsculo monstruo que es la razón misma de que haya maestros. La costumbre ha hecho que le demos el común nombre de «niño» y nos parezca la cosa más natural del mundo. Pero, bien visto, no hay nada más extraño que él a nuestro mundo de «personas mayores»; bien visto, en este mundo estable y grosero, él es una «monstruosidad» tan deliciosa como inquietante.
En primer término, su extrañeza radical consiste en que no sabemos qué es, y no podemos saberlo porque no hay en él sino un «llegar a ser» precisamente aquello que lo niega, es decir, hombre. Contradicciones y paradojas, y todo en estado de perenne inquietud, tal es el niño. Y lo peor es que nosotros también «lo» fuimos alguna vez; pero ahora, nuevos Tántalos, en cuanto pretendemos tocar aquella vida la petrificamos sin remedio.
Quedémonos, entonces, con el dato primario: el niño en tanto niño es un devenir incesante, y por ello necesariamente inquieto. Los músculos, por ejemplo, no son aún lo que les corresponderá en la economía del cuerpo ya formado y así no resisten el moverse, siquiera sea hacia el fin que les corresponde. Lo mismo sucede con lo que llamaremos ahora, en un pedantesco eufemismo incapaz de hacer justicia a su potencialidad de estruendo, «los órganos de fonación». Ocupadísimos en llegar a parecérsenos, los niños nos hacen la vida insoportable con una actividad que no nos puede ser más ajena, puesto que somos justamente su término.
Los maestros, sin embargo, saben muy bien que existe un recurso mágico para pacificar al grupo de niños más impetuoso; un recurso sencillo, que no cuesta nada, y que puede ser un gusto para el propio maestro –o mejor, que debe serle un gusto, porque si no lo es, de nada le valdría. Ese recurso, como todo remedio mágico, comienza con un ensalmo: «Había una vez…» No bien lo escuchan, parece como si los niños se volviesen de piedra. ¡Al fin se están tranquilos!, cabría que suspirara el maestro, si es que le quedase el aliento indispensable. Y no podría equivocarse más aunque se lo propusiera.
Para entender lo que está así sucediendo en el aula, para valorar realmente esa supuesta inmovilidad, será preciso que demos un rodeo. Será preciso que tengamos bien presentes la riqueza y la maravilla de los medios mecánicos puestos hoy al servicio de los niños: la televisión, el cinematógrafo, con toda la zarabanda de sonidos e imágenes que no hay más que mirar desde el asiento. Y que nos preguntemos en seguida cómo es posible que, en semejante compañía, puedan las viejas historias tener la menor esperanza de mantenerse vigentes.
Lo cierto es, sin embargo, que los niños siguen amando y deseando los cuentos contra toda previsión lógica, y que sólo los cuentos –según habrá apreciado a su costa quienquiera haya asistido a una matinée de películas infantiles– logran en ellos ese efecto de bienaventurada paz a que nos referíamos más arriba. Como no es posible que se trate de una decisión consciente, habrá que buscar la explicación en el único resorte capaz de conmoverlos, y que no es otro que su propia naturaleza.
Criaturas inermes si las hay en este mundo, la supervivencia de los niños en medio de los enormes riesgos que literalmente corren se justifica sólo por su perfecta adecuación a sí mismos, por su total carencia de inhibiciones a la hora de seguir sus impulsos. Cuando se trata de obedecerlos, los niños son implacables, irreductibles. De aquí que su obstinado interés por los cuentos dichos de viva voz lleve el sello de lo que sienten como necesario. ¿Y qué es lo que exige ejercitarse de tal modo, rechazando el lujo de las imágenes ya hechas y reclamando un arte de medios escuetos, puros, ancestrales? ¡Un arte cuyo instrumento es el más antiguo y simple de todos: la palabra del hombre!
Ahora bien, la palabra en sí, como mero flatus o sonido, no tiene más significación que otro ruido cualquiera: cuando escuchamos una lengua extraña experimentamos una serie de sensaciones auditivas ante las cuales nuestra única reacción es de complacencia o desagrado. ¡Qué distinta en cambio la situación de quien escucha palabras que le son ya familiares! Si quisiéramos apurar la formulación de la diferencia entre un caso y otro, diríamos que reside en el grado de actividad mental, nula cuando se trata de atender. Y es que la palabra en cuanto tal exige, como todo símbolo, que le desentrañemos el sentido, que le sigamos la alusión hasta el objeto, real o mental, cuyo sitio ocupa en la conciencia.
El lenguaje asume así el carácter de un juego en forma de acertijo capaz de fascinar a los niños. ¿Cómo, si no se tratase de un juego apasionante, iban a tener fuerzas para acometer uno de los procesos más complejos con que se enfrenta el hombre: éste de asimilarse un idioma? Al principio manejan los símbolos más sencillos: mucho se ha hablado de la alegría con que los padres escuchan la primera llamada, el primer cristalino «mamá» o «papá»; pero, ¿qué diremos de la deliciosa exultación con que un pequeñuelo comprueba que, en efecto, «mamá» es mamá? Sabido es que los cuentos que primero interesan a los niños tratan de las cosas familiares que los rodean. Si, de una parte, esta preferencia se debe al estreno de la maravillosa realidad, de otra es indudable que obedece a ese rejuego idiomático que abarca desde el simple disfrute de sonidos y ritmos hasta la complacencia en el ejercicio de los contenidos simbólicos.
Pronto van a descubrir, sin embargo, que las palabras sirven para más que para gratas y útiles aventuras con las cosas. No sólo alude la palabra a la cosa, sino que además la cosa está ya en la palabra bajo especie de imagen. El nombre «perro» toma el sitio del animal y nos permite comunicar algo sobre él; pero, a la vez, evoca una imagen que puede ser la de ese perro en particular, o –y aquí se abren ya las riquísimas posibilidades de todo un juego enteramente nuevo– la de aquel otro, inexistente, vivo sólo en el deseo, que reúne en sí toda la fascinante «caninidad» de este mundo. La palabra deja ahora de ser un simple reflejo y comienza a engendrar su propia luz; se independiza, por así decirlo, de la realidad de los objetos para asociarse a la realidad de la imaginación, donde conserva su carácter simbólico, alusivo, pero volcado ahora hacia criaturas de una mayor inmediatez, ya que constituyen, ellas también, puros productos mentales. Del caballo del Cid a la mangosta imaginada por Kipling y luego al dragón de los cuentos. He aquí otros tantos estadios en la emancipación y el enriquecimiento de la palabra.
Hasta qué punto interviene en ellos el despertar de la imaginación, o hasta qué punto es ésta estimulada por ellos, son cuestiones que no podemos resolver satisfactoriamente. Bástenos observar cómo los pequeñuelos disfrutan del simple manejo de los nombres, de su inmediata asociación con las realidades más familiares, y cómo después comienzan a apetecer ese juego más complicado y extraño en que la palabra, en vez de regresar sobre la cosa que designa, se abre hacia el más allá de la imagen; en que la palabra, lejos de servir y subordinarse a la realidad, comienza ella misma a crear sus propias realidades, alfombras voladoras, hadas, duendes y pájaros parlantes.
¿No es explicable, entonces, que al arribar a esta etapa los niños sientan, no ya el gusto, sino la necesidad de un medio que les permite el ejercicio plenamente satisfactorio de todo un poderío recién estrenado? Compárese la actitud mental de quien escucha un cuento con la del que contempla una cinta cinematográfica. Este último no tiene nada que hacer: las imágenes se suceden ante él y no le exigen más que registrarlas. En cambio, ¡qué distinta la situación de quien debe suplir, a cada estímulo sonoro, su propia imagen! Aquí todo es actividad, incesante movimiento. Al conjuro de la palabra es preciso crear todo un paisaje, las escamas del dragón, la penumbra del castillo, el vuelo del hada y el cucurucho de la bruja, las botas que devoran leguas y el magnífico sombrero de un gato que habla. Nada está dado, todo es posible, naciente, y todo –he aquí lo más importante– es nuestro. Y llegados a este punto podemos ya valorar aquella engañosa inmovilidad, aquella increíble paz que rodeaba al sorprendido maestro mientras contaba sus historias en el aula: sucede que nunca se habían movido los niños con mayor rapidez que en ese instante, pues corrían aun más que la luz, ¡a la velocidad del pensamiento mismo!
En su ensayo «Defensa de las letras», Georges Duhamel llega a esbozar el temor de que la imaginación del hombre, si el libro no logra conservar su preeminencia frente al abuso de los sustitutos mecánicos, corra el destino de todo órgano que no se ejercita y acabe por atrofiarse. Escrito en la siniestra década del treinta, el sombrío presagio del novelista francés parecía destinado a cumplirse sin escapatoria posible, ya que el incremento de los medios técnicos sigue una ascensión constante, y a estas horas aún no se ha iniciado una política racional encaminada a controlar sus excesos. Parece que no contábamos, sin embargo, con la salvaje naturaleza del pequeño, que, inmune a las decisiones de los adultos, se guía mejor por las de su propio instinto.
¿Qué valor tiene esta facultad de imaginar, de «soñar», como dirían las mentes «prácticas», para que los niños se obstinen en defenderla frente a todos nuestros esfuerzos por facilitarles novedades cada vez más y más lujosas y, a nuestro honrado entender, más «divertidas»? A esas gentes prácticas quizás les horrorizaría la afirmación de que en la escuela, tanto como el aprendizaje de la aritmética, es importante el ejercicio de la capacidad de crear, en la que por definición va incluida la de ver y engendrar nada menos que los sueños. Sin embargo, no un artista, un iluso, un bohemio, sino uno de los creadores de la química orgánica moderna, el soviético Alexander Nicolaievich Nesmeíanov, ha dicho que la facultad realmente esencial a un hombre de ciencia, aquélla sin la cual andaría a tientas como un ciego, repasando una y otra vez los viejos bultos familiares, es justamente la capacidad de soñar. En ella está en germen el futuro mismo del hombre, que no es un esquema rígido vuelto hacia el pasado, sino posibilidad, imagen y maravillosa aventura.
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