Lo actual en el escenario político cubano

Ponencia presentada en el XIV Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios, 27 de octubre de 2021.

Por Wilder Pérez Varona

http://paradigmascuba.mayfirst.org/


Voy a comentar algunos problemas actuales del panorama político cubano. Se trata de problemas actuales porque actúan, de manera efectiva, sobre nuestro presente. No porque sean cuestiones nuevas. Tampoco porque sean asuntos que se limitan al ámbito de la política. Pero son problemas que no podemos eludir si queremos dialogar sobre los desafíos políticos que hoy enfrenta Cuba.

Desde el pasado año 2020 Cuba no ha dejado de ser noticia. Ni de brindar motivos para lealtades a ideologías, criterios y pasiones contrapuestas. En un mundo que atraviesa por tantas crisis y catástrofes, varios eventos ocurridos en nuestra isla han acaparado atención internacional. Me refiero a la huelga en San Isidro y a la sentada del 27 de noviembre frente al Ministerio de Cultura, a las protestas del 11 y 12 de julio y a la marcha cívica anunciada para el próximo día 15. Hay quienes hablan de todo un ciclo marcado por esta escalada de oposiciones. Los grandes medios han amplificado estos eventos por encima de los excepcionales méritos de Cuba frente a la pandemia — como la solidaridad de nuestras brigadas médicas, el control de su incidencia o la producción e implementación de nuestros candidatos vacunales — .

Lo inusual de los eventos señalados no siempre responde a causas novedosas en sí mismas. También la acumulación de problemas enquistados que convergen en el presente de nuestro país contribuyen a producir este insólito panorama. Por supuesto, la pandemia ha catalizado y ha hecho más visibles nuestras contradicciones.

Uno de los rasgos más novedosos de este escenario político es su carácter conflictivo, de oposición entre diversos actores e intereses. Desde inicios de la era postsoviética, Cuba se halla transitando de modelo de sociedad. En la última década, esta transición ha ocurrido a partir de un programa de reformas — la llamada actualización del modelo económico-social — , impulsado y monitoreado por el Partido, a partir de una amplia consulta popular. Esta transición, sin dudas, es más compleja que los propósitos y contenidos de las reformas. Podríamos hablar de más de una transición si pensamos que los cambios acumulados en la sociedad no se explican solo como reacción a las medidas. Podemos decir que tales cambios condicionan hoy la efectividad de las políticas implementadas. Y claro que las reformas han debido realizarse bajo la política hostil y el bloqueo sistemático y creciente del gobierno estadounidense. Dicha política de bloqueo atraviesa cualquier análisis que se haga sobre la realidad cubana. Pero todo análisis debe delimitar ese condicionamiento, de las posibilidades también reales para promover y realizar los cambios deseados.

Nuestro contexto político reciente está marcado por el antes y después de la Constitución aprobada en 2019. Este proceso de aprobación nos mostró una Cuba que no se agota bajo fórmulas como las de Estado socialista de derecho y modelo de economía mixta, con predominio estatal, pero donde la propiedad privada ha alcanzado una dimensión significativa. Tampoco si añadimos otro elemento de peso, como el cambio generacional en el liderazgo político, un nuevo liderazgo que ha debido gestar su propia legitimación bajo circunstancias que han sido nada envidiables.

La pandemia de la Covid-19 alcanzó a una sociedad bajo la fatiga de tres décadas de crisis sucesivas, que algunos especialistas consideran estructural, atendiendo a indicadores sostenidos de declive económico. Para muchos, se trata de una crisis de reproducción de un modelo de socialismo que ya no puede sostenerse sobre sus condiciones de antaño. Desde este punto de vista, llama la atención la capacidad disminuida del Estado para regular el conjunto de los procesos de la sociedad, como lo hacía antes de los noventa.

En términos de distribución de la riqueza social, hay que señalar la ampliación de relaciones de mercado, que ha agravado los efectos desiguales de la crisis sobre territorios, grupos y sectores sociales. Se abandonó un patrón igualitario de distribución, pero hasta hoy no ha habido una política alternativa y sistemática que promueva la equidad. El trabajo, proceso fundamental para sostener la justicia social de nuestro proyecto socialista, hace mucho no vale como criterio eficiente de distribución ni como sustento de la movilidad social.

El 2021 fue inaugurado con un complejo reajuste monetario, una reforma de salarios, pensiones y subsidios, llamado Ordenamiento. Junto a las medidas punitivas vigentes de la administración Trump, la caída del turismo y las remesas, así como de las importaciones, la crisis de producción nacional de alimentos y medicinas, y la segmentación de un mercado dolarizado, han depauperado las condiciones de vida de amplios sectores de la población.

Tenemos obvias urgencias, como controlar la pandemia y mejorar las condiciones de vida a partir de las reformas económicas en curso. Pero los problemas y desafíos que supone la reforma del socialismo cubano pueden y deben ser traducidos en su amplio sentido político. El modo en que avancemos en la solución de tales problemas decidirá si ese tránsito será o no hacia un socialismo cuyo centro sea la sociedad en lugar del Estado.

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El primero de estos problemas que quiero mencionar es la descentralización de recursos y atribuciones. Es un problema que viene siendo formulado desde los años sesenta pero que ha sido retomado como una de las metas de la «actualización». Es un problema que incumbe a la toma de decisiones, tanto en su dimensión económica como política. Hoy tenemos varias evidencias. Que el llamado a «destrabar las fuerzas productivas» sólo puede ser realizado dotando de autonomía a los procesos desde abajo, a las relaciones entre las empresas — sean estatales, cooperativas o privadas — con los poderes locales. Que las empresas del Estado sólo jugarán su papel central en el desarrollo económico en la medida que pasen a ser empresas realmente públicas. Y que la autonomía necesaria para ello es también condición para que los sectores privados y cooperativos se acoplen de manera efectiva a la economía nacional.

Sin embargo, es menos evidente el sentido político que debiera presidir dicha descentralización. Hasta el momento, descentralizar no ha conllevado a hacer que el proceso de toma de decisiones sea más horizontal. En los documentos y normas como en la práctica, la participación de sindicatos y colectivos laborales es una asignatura pendiente, si la comparamos a los poderes otorgados a órganos de administración y gerencia. Para el sector privado, hallamos el sinsentido de fundir en un mismo sindicato a empleados y empleadores, así como una desaliñada codificación de los términos de contratación que va en detrimento de los derechos laborales. Otro tanto puede decirse del proceso de contratación para empresas con capital extranjero. Por su parte, la capacidad de los gobiernos locales y de asociaciones comunitarias y sectoriales continúa lastrada por prácticas verticalistas, por la burocratización de funciones y amplias carencias de formación y recursos.

Dicho esto, hay que reconocer que enfrentar la pandemia ha requerido poner en práctica estrategias más sensibles a las diferencias regionales y locales, así como el surgimiento de iniciativas comunitarias que conjugan capacidades y actores diversos a fin de solucionar problemas comunes. Hoy esperamos un avance significativo en el proceso para una municipalización efectiva de la política, que incluya plenas capacidades para generar una economía local.

Un segundo problema, enlazado al anterior, es el de la representación. Cuba es una sociedad más diferente de lo que ha sido en sesenta años. Conviven hoy siete generaciones políticas en nuestro país, y las tres últimas sólo han tenido experiencias de crisis sucesivas. El envejecimiento de la población y la migración de jóvenes y profesionales, así como desigualdades de género existentes, han agudizado la crisis de cuidados. La estratificación socioclasista en ascenso a partir de diversos actores económicos y la mercantilización de nuestras relaciones sociales han duplicado las desigualdades, al empobrecer y marginalizar territorios y grupos sociales. Tales desigualdades conjugan diversas condiciones que inciden sobre el nivel de vida, en torno a diferencias de ingreso, trabajo y educación.

Por otra parte, las fronteras políticas se han hecho más difusas. El alcance transnacional de la información, de recursos y de la propia comunidad cubana, reforzado por estrategias nacionales de reinserción, reformas migratorias y programas de digitalización, han hecho que los mecanismos e instituciones de reproducción de ideas sean hoy más plurales. Como muestran la incidencia de las redes sociales digitales y de medios de prensa «independientes» u opositores, que gozan del apoyo público de agencias estadounidenses. Pero también instituciones y medios públicos nacionales son más abiertos y plurales, y expresan visiones diferentes como nunca antes.

En estas condiciones, no cabe pensar que el consenso sobre nuestro proyecto social pueda ser el mismo. En la Cuba de hoy existen franjas de disenso que disputan el espacio público. El agravamiento de viejas desigualdades se une ahora a demandas recientes cuyas expresiones no son canalizadas por los órganos de representación y organizaciones tradicionales, respecto a problemas e intereses de índole racial, de género, orientación sexual, generacionales, religiosos, ambientales, políticos. Nadie duda que estas diferencias sean terreno fértil para estrategias de subversión y cambio de régimen, y para la actuación de agrupaciones disidentes que acatan dicha agenda. Pero la amenaza real no permite tampoco negar de antemano la legitimidad de tales intereses.

Existe una tendencia a considerar estas cuestiones como un problema de comportamiento de instituciones y organismos. Como algo que atañe al factor humano, a la negligencia, a la corrupción, a carencias éticas o deformación de la política de cuadros. Sin despreciar esta dimensión, no podemos tampoco dejar de lado cuestiones de estructura y diseño del sistema. Cuba necesita de órganos e instituciones que representen la diversidad social existente, que fomenten la participación efectiva de una ciudadanía diversa, así como su control sobre el desempeño de los órganos del Estado y del gobierno. Necesitamos una política que aprenda a articular las agencias ciudadanas y populares.

Finalmente, está el problema de la cultura de la ley, del papel de la ley como instrumento del cambio social. Por un lado, se trata de abandonar la tradición que subordina la ley a su empleo político bajo determinadas circunstancias, de superar su uso discrecional por la burocracia. Por otro lado, se propone ahora dotar a los cambios que se implementan de una mayor estabilidad, transparencia y legitimidad.

Atentan contra estos propósitos la demora en formular, implementar y aplicar leyes aprobadas por documentos rectores ampliamente consensuados y, más recientemente, de las leyes complementarias a la Constitución, de acuerdo al cronograma anunciado por nuestra Asamblea Nacional. Aún carecemos de mecanismos eficaces y vinculantes que eviten la tardanza de las políticas, e impongan la aplicación de medidas y controles que han sido adoptados, o que permitan corregir y renovar sus contenidos durante la marcha. Nuestro socialismo necesita de una renovación cultural incesante. Carecemos de un espacio público, demarcado y protegido por la ley, que fomente la cultura cívica y la contribución crítica de la ciudadanía, de una sociedad civil que potencie las capacidades asociativas, cuyos límites y restricciones sean consensuados y no arbitrarios.

Cómo entender y practicar el Estado socialista de derecho se halla en el vórtice de la disputa de sentidos que atraviesa a la sociedad cubana. Una disputa de sentidos que puede entenderse como una lucha de clases. Una lucha, sin dudas, mediada por la hostilidad estadounidense, que compromete nuestra soberanía. Es tan arbitrario negar la existencia de esta lucha en el socialismo, como negar que las leyes también son su expresión. La nueva Constitución ha intentado conciliar el reconocimiento de una amplia gama de derechos universales e interdependientes con la defensa del actual ordenamiento político. Esta situación hace necesario un consenso permanente, público y transparente, sobre los límites de aquellos derechos que atenten contra nuestra soberanía.

Tenemos, por tanto, tres grandes desafíos que, enraizados en lo económico y lo social, requieren ante todo de una solución política, entendida en sentido cultural, hegemónico: 1) descentralizar y horizontalizar el sistema de toma de decisiones, que no puede avanzar en lo económico sin hacerlo en lo político; 2) democratizar las estructuras del Estado hacia un control y participación ciudadana cada vez más efectivos; y 3) hacer de la ley un instrumento de legitimación de un nuevo orden socialista, capaz de sostener dicho proceso de democratización.

Sin dudas la unidad política ha sido garante fundamental de nuestra soberanía. Pero en una Cuba más desigual, cada vez más polarizada por intereses reales enfrentados e ideologías diversas, si esa unión no es un hecho, debe ser el máximo objetivo.

Quiero terminar a la manera de Juan Valdés Paz, en uno de sus últimos textos publicados:

«El consenso requerido sobre el modelo de sociedad se sitúa, más que en las condiciones sociales y expectativas compartidas, aunque también, en la identidad con una comunidad política soberana, más incluyente, igualitaria y participativa, que esté protegida por un Estado de Derecho y acompañada por un desarrollo democrático ininterrumpido. Dicho de otra manera, por el paso de un socialismo de Estado a una República socialista.»[1]


Notas

[1] Bertot Triana, Harold y Julio César Guanche. Voces Cubanas: Del socialismo de Estado a la República socialista. Entrevista con Juan Valdés Paz. Disponible en https://oncubanews.com/voces-cubanas/voces-cubanas-del-socialismo-de-estado-a-la-republica-socialista/?amp.


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