Por Miguel Mazzeo*
Queda prohibido usar la palabra libertad,/ la cual será suprimida de los diccionarios/ y de la ciénaga engañosa de las bocas./ A partir de este instante/ la libertad será algo vivo y transparente,/ como un fuego o un río,/ y su hogar siempre será/ el corazón del hombre.
Thiago de Mello
Los Estatutos del hombre, 1964
1. ¿Qué hay de nuevo viejo?
Como corriente de pensamiento económico y político los libertarios (de derecha)[1] no son demasiado originales. Sus ideas son bastante viejas. Tanto o más viejas que las ideas dizque «socializantes» o «comunizantes» que combaten. Aclaremos que, para los libertarios, cualquier praxis o intervención ajena al mercado merece ser catalogada como «socialista» o «comunista». Dicha exageración semántica se funda en el principio delirante que establece que el trabajo (y el Estado) «explotan» al capital.
Aunque comparten algunos lineamientos y fundamentos generales, no son una corriente homogénea.
Simplificando al extremo, podríamos identificar tres grandes afluentes: los «clásicos», cultores de las versiones más ortodoxas del canon liberal, referenciados principalmente con Milton Friedman y la Escuela de Chicago; los «minarquistas», partidarios del «Estado cero», identificados con Ludwing Von Mises, Friedrich Von Hayek y otros autores de la Escuela Austriaca y, finalmente, los «anarco-capitalistas», cultores del individualismo extremo.
De todos modos, es posible plantear la existencia de una «síntesis libertaria» bien reflejada, por ejemplo, en la obra del economista norteamericano Murray Rorthbard, autor de libros como Poder y Mercado, La ética de la libertad o Por una nueva libertad. Él fue quien propuso y divulgó formulas tales como «anarco-capitalismo» o «anarquismo de propiedad privada» y articuló las propuestas minarquistas de Ludwig Von Mises con los planteos de los anarco-individualistas norteamericanos del siglo XIX, especialmente: Lysander Spooner, Benjamín Tucker y los «anarquistas bostonianos».
También cabe señalar la influencia de Von Hayek, en especial la de su obra The road to serfdom, libro publicado en 1944. Una especie de Biblia para todo el arco libertario. O la de Henry Hazlitt, cuyo libro La economía en una lección, publicado en 1946, es una especie de breviario que oficia de introducción al pensamiento libertario.
La diferencia entre anarco-capitalistas — y algunos cultores de la síntesis libertaria — y los clásicos «puros», radica en que estos últimos no abjuran del recurso al Estado cuando se trata de defender o salvar a los intereses privados. Por ejemplo, no rechazan la ayuda estatal cuando está orientada a «los negocios». Esa, y otras eventualidades intervencionistas por el estilo, están contempladas por su ontología empresarial. Los clásicos están muy lejos de los anarco-capitalistas que asumen posicionamientos radicalmente anti-estatales y una activa militancia en contra de los monopolios o las fuerzas armadas (del Estado), o que reconocen el valor de las actividades no mediadas por las lógicas del beneficio y la importancia de algunas empresas comunitarias.
En Argentina los clásicos son herederos de una tradición vinculada con figuras como Alberto Benegas Lynch (padre) y su hijo de idéntico nombre. El primero, fundador del Centro para la Difusión de la Economía Libre hacia 1950; el segundo presidente de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y fundador, en 1978, de la Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas (ESEADE). Son varios los referentes actuales de esta tradición que, más que libertaria, se asume como liberal y/u ortodoxa y que, en la línea de Friedman, jamás renegaría del Estado coercitivo al que, por el contrario exaltan. Hobbesianos convictos y confesos, los clásicos «puros» nunca podrían plantear, al modo de los anarco-individualistas norteamericanos y sus seguidores, que «la defensa» debe ser una mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda.
Por su parte, los referentes de las posiciones más cercanas al anarco-capitalismo, los que cultivan una retórica de ribetes más anti-estatistas, minarquistas o de «Estado cero», los que pueden considerarse como los mayores exponentes locales de la síntesis libertaria, vienen incrementando su presencia en los medios de comunicación y están decididos a ganar espacios en el derrumbado ámbito público, interpelando al neoliberalismo de masas y a sus subjetividades e insatisfacciones inherentes.
Vale decir que los libertarios clásicos están más enraizados en el poder real y han sido y son más pragmáticos. Han sabido hacer su aporte programático a las dictaduras militares y a los gobiernos conservadores o neoliberales. Los clásicos ven en el Estado una institución que, si bien puede afectar los intereses privados, en última instancia resulta clave para defenderlos. En todo caso, aspiran al poder estatal para ponerlo al servicio directo de sus intereses sin mediaciones «ajenas», para convertirlo en su «oficina». Saben de la poderosa alianza entre los poderes estatales y el capital financiero. Saben bien cuanto depende el capital del Estado y, a diferencia de sus colegas anarco-capitalistas, no exageran a la hora de los cuestionamientos.
Los anarco-capitalistas, sin esos arraigos, tienden a poner el énfasis en la función «agresiva» del Estado sobre el interés privado de la «gente común» y el «hombre sencillo» — en especial sobre sectores de las clases medias — ; de este modo, pueden darse el lujo de la demagogia anti-estatal.
Al margen de estas distinciones, en el arsenal ideológico del abanico libertario podemos encontrar una buena porción de relaciones concebidas como sinécdoques, razón instrumental, evolucionismo, social-darwinismo, euro-centrismo, yanqui-centrismo, colonialismo, machismo y fundamentalismo de mercado. Por supuesto, todos los pliegues del abanico libertario consideran que la noción de «justicia» — respecto de los precios y los salarios, por ejemplo — debe ser erradicada de la economía y que debe ser reemplazada por nociones tales como la «funcionalidad». Su principal referente en la Argentina, Javier Milei, suele decir que la noción de justicia social es una aberración. Sin dudas, Adam Smith, quien hace dos siglos y medio abolió la distinción entre subsistencia y economía e impuso el imperio de la escasez en la economía, es el padre de todos.
También podemos encontrarnos con las típicas falacias neoclásicas, entre otras: la escisión entre producción y distribución, la presuposición del equilibrio, la idea de que el beneficio privado (ordinario o extraordinario) invariablemente se canalizará en una inversión productiva y generará empleo; las ideas que establecen que la baja de los costos de producción eleva la demanda de trabajo, que el gasto público destruye gasto privado, que los impuestos destruyen salarios y riqueza, que los «obstáculos arancelarios» — impuestos a las importaciones, por ejemplo — reducen la productividad media del trabajo y el capital nacional, que la imposición de salarios mínimos genera desempleo, que toda intervención en los precios desorganiza la producción, que los contribuyentes constituyen una ínfima minoría en un inmenso océano de «subsidiados» y «funcionarios». También la idea que plantea que el crecimiento económico es «ilimitado», que el libre comercio siempre resulta beneficioso para las naciones, que la prosperidad de los y las de abajo no es otra cosa que una «ilusión óptica»; o el presupuesto que considera que las máquinas «economizan» trabajo y aumentan el bienestar económico en lugar de extraer valor del trabajo. En fin, una auténtica dogmática bien sazonada con la exaltación (romantización) de la libre empresa y la valorización positiva del individualismo, el egoísmo, la voracidad, la competencia, la meritocracia, el emprendedurismo y el éxito «a largo plazo».
Nada nuevo bajo el sol: unas territorialidades antiguas, una expresión del clásico y grosero materialismo que considera a las relaciones sociales como «propiedades naturales» de las cosas; una visión de la economía donde el único problema es el déficit fiscal y no existen monopolios, flujos especulativos, fraudes corporativos, desposesión de activos mediante el fraude y la manipulación, acumulación por desposesión, concentración de la renta, apropiación de la riqueza, fuga de capitales, condicionamientos estructurales históricos — incluyendo las estructuras de propiedad — , relaciones asimétricas, catástrofe ecológica, plusvalía, etcétera.
En sus formulaciones más abstractas, estas ideas pueden parecer ingenuas y cándidas, fundadas en el desconocimiento del totalitarismo inherente al mercado capitalista — el totalitarismo estalinista, muy a pesar de Mario Vargas Llosa, no le llega ni a los talones — , pero su sello más verdadero es el cinismo. Porque en el fondo, lo que los libertarios más valoran del mercado es su condición de dictador «orgánico», «sistémico» y «económico»; un dictador encubierto que no rinde cuentas, un genocida invisible, un tirano enmascarado. Ese aspecto específico de su valoración del mercado, es manantial de autoritarismo y es lo que los convierte en atractivos para distintas expresiones reaccionarias, ultra-conservadoras, neo-fascistas.
Entre los libertarios no faltan figuras con inserción académica. En cierta franja del estudiantado, especialmente en carreras de ciencias económicas y administración, en universidades privadas y públicas, hacen notar cada vez más su presencia.[2] Pero este tampoco es un fenómeno tan nuevo. Por cierto, cuando Luwig Von Mises visitó la Argentina en 1959, sus conferencias en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires fueron multitudinarias.
Ahora bien, algunos datos del contexto histórico, ciertas predisposiciones apostólicas recientemente adquiridas, la conformación de un espacio político libertario, un celo sacerdotal en la prédica, la tendencia a revestir sus argumentos con la fuerza de la provocación y una táctica renovada orientada a la disputa ideológica y, sobre todo, la debilidad política de los potenciales contendientes sistémicos, instalaron a las nuevas versiones de los libertarios como un fenómeno actual y apremiante. Al margen de lo vetusto de sus ideas y propuestas, hay algo en los libertarios que no es del orden de lo arcaico. Algo que es sumamente perturbador.
No se puede pasar por alto la apertura de locales políticos de grupos libertarios en el conurbano bonaerense. ¿Por qué el ultra-capitalismo libertario y las filosofías del egoísmo pueden florecer en medio del disloque social que el mismo capitalismo provoca? ¿Cuál es la línea de fuga que los libertarios le ofrecen a los seres solos, frustrados, descreídos y agobiados por un sistema deshumanizador? Ya no se limitan a expresar los prejuicios y odios clasistas de una franja de la clase media acomodada, de esa franja que — usualmente — se caracteriza por su escasa propensión a elevarse a las alturas de la comprensión y la hermandad. Los libertarios, dispuestos a militar los excesos del capitalismo, justo en el centro mismo de esa geografía — y esa geocultura — híbrida, mestiza o «africanizada»,[3] donde la realidad se exhibe sin tapujos y no hay ningún blindaje eficaz contra ella, son la mejor muestra del éxito del «realismo capitalista» del que hablaba Mark Fisher.[4]
Como ha arraigado socialmente la premisa que establece que las situaciones inhumanas son inmodificables, ya no importa determinar los hechos a los que obedecen. Si la jungla es la única verdad, si la jungla es algo irremediable, pues bien, todas las convocatorias a ponerse la piel del opresor, a matarse por las migajas del sistema, a explotarse no solo de manera vertical sino horizontalmente, entre víctimas, a excluirse entre pobres y a discriminarse entre subalternos y oprimidos; todos los llamamientos a erradicar las acciones tendientes a hacerse prójimo; todos los relatos que exalten la lucha individualista por la sobre-vivencia, adquieren una enorme y aberrante legitimidad.
En el marco de una crisis civilizatoria galopante, ante la universalización del «sujeto burgués», ante el agenciamiento colectivo del deseo capitalista, ante el auge de «paradigmas de individuación», ante la idealización de figuras intolerantes e impiadosas que niegan al otro/otra/otre, cuyas necesidades desestabilizan lo que consideran su espacio privado, ante la ausencia de subjetividades y proyectos de sociedad alternativos al capitalismo y ante la derechización de amplios sectores de la sociedad, con proliferación de cristalizaciones micro-fascistas, nos enfrentamos al problema de la constitución de mayorías sociales «mórbidas» y a la política como cosecha del producto de la fragmentación y la diferenciación al interior del proletariado extenso y la destrucción neoliberal — apenas ralentizada por los progresismos — del tejido de solidaridades sociales.
2. La hora del súper capitalismo
Los libertarios son la furia desatada del interés privado y de los derechos de propiedad individualizados. Proclaman la hora del súper capitalismo. Quieren liberar al proceso de acumulación de capital de toda instancia de regulación estatal, sacudirlo de cualquier modalidad ajena a la maximización del beneficio. Vinieron a proponer una idea de la libertad en su máximo grado de abstracción: la libertad rebosante de ideología capitalista, triturada por la alienación universal. De paso, arruinaron una de las palabras más bellas de la lengua castellana.
Vale recordar lo que Karl Marx decía de la libertad en el marco del sistema capitalista: «…no se trata, precisamente, más que del desarrollo libre sobre una base limitada, la base de la dominación por el capital. Por ende este tipo de libertad individual es a la vez la abolición más plena de toda libertad individual y el avasallamiento cabal de la individualidad bajo condiciones sociales que adoptan la forma de poderes objetivos, incluso de cosas poderosísimas; de cosas independientes de los mismos individuos que se relacionan entre sí…».[5]
Claro está, las condiciones y poderes objetivos impuestos por el capital — el peor liberticida del que se tenga memoria, el más truculento de todos — no cuentan para los libertarios, por el contrario, para ellos el límite a la libertad individual está en todo aquello que no permite el despliegue ilimitado y desenfrenado de esas condiciones y esos poderes objetivos. Y es que, para los libertarios, el capital no es un poder separado de la comunidad — y vuelto contra ella — .
Los libertarios quieren acabar con el principio de subsidiariedad, así lo exige otro principio que defienden a capa y espada: el del lucro indiscriminado. Ansían el poder sin responsabilidad. Abogan por la irresponsabilidad empresaria, social. Quieren una economía sin política. A diferencia de otros sectores de la derecha liberal — y del universo teórico neoclásico — no se escudan en la ética abstracta del capital: directamente se burlan de la ética. Consideran que el capitalismo funcionaría mucho mejor sin los «pesados lastres éticos». Aunque no dejen de invocar viejas fórmulas como un mantra, están absolutamente convencidos de que el horizonte del «interés general» es una farsa a erradicar. En el fondo, ninguno de ellos cree que el interés individual pueda contribuir al bien común. Para ellos «lo común» es un espacio abierto a los procesos de apropiación privada, mercantilización y monetización. Para ellos no existen fines sociales y/o geopolíticos — por fuera de la geopolítica propia del capital — .
En ciertos sentidos, los libertarios son absolutamente transparentes. Son soldados de la desigualdad, la depredación, la impiedad. Repudian el asociativismo, la cooperación y la solidaridad — sobre todo la de los y las de abajo — . Justifican abiertamente el dominio despótico del capital y el maltrato al trabajo y a la naturaleza, militan la mercantilización más grosera. Se oponen a «sentimentalismos» y políticas públicas caritativas. Saben cabalgar todas las tendencias descolectivizantes. A través de ellos, la derecha comienza a abandonar las retóricas de la neutralidad y la no confrontación.
Los libertarios buscan exceder el horizonte del monetarismo neoliberal y de las políticas «del lado de la oferta». Pretenden ir más lejos todavía.
El trasfondo de esta especie de porno-capitalismo, de esta convocatoria a una orgía burguesa, es un brutal autoritarismo — apenas disimulado — , que puede llegar al punto de negar el derecho a la existencia de todo aquello que no cabe en sus patrones dogmáticos: una versión moderna y «mercantil» del fascismo, un fascismo de «amplio espectro» que, en la Argentina y en otros países, viene generando un campo de empatía que está más allá de los acuerdos entre los grupos más ideologizados. No es casual la presencia en el universo libertario de posturas negacionistas respecto del terrorismo de Estado durante la última Dictadura Militar (1976–1983). La dirigencia libertaria suele mostrar un elevado grado de empatía para con los represores.
Ahora bien, desde sus emplazamientos ultra-reaccionarios, los libertarios operan en una fisura real de nuestra sociedad y rozan una verdad política. Maniobran sobre los núcleos de mal sentido del sentido común. La distopía que proponen no adolece de irrealidad, es decir, posee algún grado de concreción, habita muchas subjetividades, mora en diversos microcosmos oscuros de la sociedad.
La presencia actual de los libertarios, el eco que sus propuestas encuentran en una parte de la sociedad, pueden verse como un emergente de la crisis del sistema capitalista, pueden considerarse como una de las tantas manifestaciones de la crisis civilizatoria global, exacerbadas en tiempos de pandemia.
Los libertarios son una de las expresiones ideológicas del hipercapitalismo que más ha crecido en los últimos años. Pero este crecimiento guarda relación con las situaciones que la misma desregulación del capital ha generado en las últimas décadas: con todo lo que los pueblos retrocedieron en materia de bienes comunes, en materia de propiedad colectiva y estatal; con el avance de los modelos extractivistas y las formas de acumulación por desposesión, con la consolidación de mecanismos verticales de gestión. Cabe señalar que estas situaciones no fueron revertidas sustancialmente por los gobiernos progresistas, más allá las innegables reparaciones que alentaron en diversos campos. Entonces, los libertarios no irrumpen precisamente en un contexto de fuertes regulaciones al capital, en el marco de una correlación de fuerzas favorables a la clase trabajadora. O sea, son la expresión de un poder que hace tiempo se ha desatado.
Asimismo, su crecimiento se puede vincular con el éxito del sistema en la «fabricación» de individuos estandarizados («ultra-racionalizados», formateados geo-culturalmente), pero también con el agotamiento de otras políticas — de centro, reformistas, populistas, de izquierda — que navegan en el marco del orden establecido y que resultan complementarias del mismo; políticas que en los términos de Félix Guattari,[6] no producen «territorialidades de reemplazo», o que, en términos gramscianos, no se proponen construir subjetividades, sistemas y bloques contra-hegemónicos — o que no logran dar pasos firmes en pos de esa construcción — .
De este modo, la presencia de los libertarios, no deja de ser, también, el signo de un enorme vacío político e ideológico y de un achicamiento (o un «adormecimiento») de los espacios de retaguardia popular — materiales, sociales, culturales, simbólicos — ; un signo de la pobreza política — más que teórica — del progresismo y de la izquierda anticapitalista.
Porque los libertarios crecen a medida que aumenta la inviabilidad de todo «capitalismo social» y de toda política «humanizadora» de las relaciones sociales asimétricas, a medida que el desarrollo histórico achica el margen para el «capitalismo reformista», a medida que los supuestos proyectos nacionales y populares se reducen cada vez más a la gestión del estado de cosas existente y se limitan a una mediación entre los poderosos y los perdedores que reproduce esa relación, poniéndole, en el mejor de los casos, algún freno a la voracidad de los poderosos, pero conservando a los perdedores en esa condición.
Los libertarios crecen a medida que la izquierda anticapitalista — cultivando estilos apolíneos — gasta sus días en prácticas fragmentadas, testimoniales o conmemorativas, a medida que las dirigencias de las organizaciones populares y los movimientos sociales piensan burocráticamente en administrar la gobernabilidad más que en organizar el conflicto. ¿Qué pasará cuando entre en erupción la bronca acumulada?
Por obra y gracia de los libertarios, la derecha comienza ocupar el espacio de «lo diabólico», de lo contestatario, de lo culturalmente subversivo, de lo que rompe con la moderación del discurso político promedio — ya sea en su formato neoliberal o neo-desarrollista — . Además, los libertarios no invocan su idea individualista de la libertad como si se tratara de un proyecto a futuro, convocan a ejercerla aquí y ahora — o celebran ese tipo de ejercicios — . Intentan traducir el egoísmo en política. Esta postura les permite desarrollar capacidades de agitación del malestar social.
Frente a inviabilidad de las alianzas neo-ricardianas entre capital industrial y sindicatos, frente a la quimera de un «capitalismo con rostro humano», los libertarios responden con la apología a la renta terrateniente, inmobiliaria, principalmente financiera. Actúan como la vanguardia ideológica de la nueva derecha.
Los libertarios quieren resolver la crisis sistémica profundizando cada una de sus causas estructurales, ya no administrándola o prorrogándola. Su estrategia se basa en el desarrollo de las anomalías del capital sin más dilaciones. Su propuesta, cruda, rabiosa, carece de artificios. A diferencia de los viejos liberales, no apelan a unos supuestos «valores espirituales». Pregonan un capitalismo sin atenuantes.
Los libertarios son la expresión del capitalismo desenfrenado y dionisiaco, del «espíritu animal del empresario ansioso de beneficio».[7] Son la ebriedad y el éxtasis de mercado. Son la irracionalidad más poderosa. Son la versión más exagerada de la tendencia «normal» de nuestras sociedades neoliberales, una tendencia orientada a reconocer a los valores de cambio como los únicos organizadores posibles de la producción de valores de uso. Una tendencia autodestructiva de la civilización del capital pero que nos arrastrará a todos y todas sino somos capaces de desarrollar un sistema alternativo.
Aunque los grupos y las figuras actuales del abanico libertario se desgasten y se extingan en poco tiempo — después de un fugaz momento de gloria — , no conviene considerarlos una secta efímera; aunque parezcan estancados en el estereotipo o en la parodia, lo que en verdad importa es el sentido de la tendencia histórica y el papel que juegan en esa tendencia: arietes del proyecto de una derecha cada vez más «republicana» y menos democrática o, directamente, antidemocrática; minoría activa en torno de la cual puede llegar a gestarse una «cultura militante» de la derecha en un sentido más amplio.
Todavía no han surgido las fuerzas políticas que, desde las posiciones del trabajo, desde los muchos y variados espacios comunales y resistentes, den cuenta de esa misma crisis sistémica y propongan vías para superarla, desde cristalizaciones desalienantes, desde cosmovisiones alternativas, con métodos radicales y con igual crudeza, a través de la eliminación definitiva de sus causas. Porque ese parece ser el gran dilema de nuestro tiempo: profundización o eliminación de las causas estructurales de la crisis sistémica.
3. Fundaciones yanquis, anti-política y freak style
Para los libertarios una teoría simple, con tonos conspirativos, explica las causas de la fealdad del mundo, identifica amigos y enemigos: mercado y Estado, sector privado y sector público, contribuyentes y subsidiados, frugales y derrochadores, trabajadores y vagos. El mundo es feo porque la «gente con iniciativa», la «gente que se esfuerza», los «contribuyentes», en fin: la «gente común» y «el hombre sencillo», no acceden al premio del consumo, el bienestar y la prosperidad material, porque hay «villanos» que interfieren y hacen que el «esfuerzo» y el «mérito» no sean una garantía para lograr la meta: el Estado con sus impuestos, sus regulaciones, sus burocracias políticas y administrativas que no entienden el mecanismo automático del mercado; el Estado con su «gasto innecesario», con su vocación por sostener a empresarios «marginales» e «ineficientes» y a la fuerza de trabajo «menos capacitada».
Los libertarios afirman que, si se dejara de mantener a los políticos y a otras castas parasitarias, si se eliminaran todos los subsidios, los contribuyentes dispondrían de muchos más medios para adquirir más mercancías. Es evidente que sobredimensionan deliberadamente los costos de la burocracia política y administrativa.
Como el resto de la derecha maniobran sobre el mal sentido del sentido común que está diseñado a partir de la casuística, la prosa de parte o la «historia mínima», a los fines de producir la indignación masiva por la caca de perro en las veredas, por el salario de un diputado rimbombante o un oscuro concejal y no por las diversas formas de la renta capitalista, por el contrabando a gran escala, por la pérdida de soberanía de la Nación sobre sus recursos estratégicos o por el endeudamiento externo, para nombrar solo algunas pocas situaciones significativas. De este modo, intentan capitalizar las condiciones generadas por la cultura de masas y su agobiante empirismo, por la sociedad del espectáculo, por el imperio de lo superficial y lo contingente en la política, en fin: por el olvido impuesto a las clases subalternas y oprimidas respecto de las dimensiones relacionadas con la totalidad social, con el poder y con el futuro.
Entonces, con planteos de ribetes pseudo «honestistas» y con aires de tecnocracia virtuosa, los libertarios buscan capitalizar el enorme déficit de la democracia delegativa mientras generan la ilusión de que son ajenos a los aparatos políticos tradicionales y a sus lógicas. Se presentan como algo diferente a los cuerpos políticos extraños. Aprovechan la crisis de representación para representar. De esta manera, logran avanzar en una politización de la antipolítica. Se convierten en un canal político e ideológico reaccionario del fervor antipolítico de una parte de la sociedad argentina.
También la mismísima Nación puede aparecer como parte del campo enemigo — aunque no todos los libertarios lo reconocen abiertamente — dado que sus principios aglutinantes resultan onerosos. En fin, la única comunidad en la que creen es la del dinero. Por supuesto, también creen en las «comunidades de negocios» y en las comunidades generadas por las redes de fundaciones para «la libertad» y otras con nombres por el estilo dispersas por casi todos los países de Nuestra América, pero con una especial predilección por Argentina y Brasil. Cabe señalar que la fundación «madre» de todas las fundaciones libertarias actuales es la Atlas Economic Research Foundation presidida por el argentino Alejandro Antonio Chafuen, vinculada al mismísimo Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Así de simple y cínico es el mundo libertario. Con menos meandros y alambiques que ese «mundo progresista» que considera que una política popular se reduce a la ciudadanía liberal, a la administración de la subsistencia de los y las pobres, a una cuestión impositiva o al reparto (en comodato) de algunas hectáreas de tierras fiscales a un par de familias campesinas.
El mundo libertario tiende a ser mucho más realista y radical y, aunque resulte terrible, mucho más seductor para algunos sectores de la sociedad.
Entre otras cosas porque los libertarios, sin disimular sus prejuicios egoístas, sin ahorrarse ninguna crudeza, rechazan las soluciones esquizoides que el mundo progresista promueve a través de la opción por los significantes anacrónicos del capitalismo; significantes «reformistas», «fordistas» y otros similares que están en crisis desde hace unos cuantos años.
Por ejemplo, los libertarios militan el extractivismo, la exclusión y la impiedad. Jamás se les ocurría plantear: «fraking con inclusión», «agro-negocio con responsabilidad social» o «rentismo responsable». Para los libertarios toda idea de justicia social remite lisa y llanamente a la caridad. A diferencia de lo que ocurre en el mundo progresista donde muchas veces se busca darle un barniz de justicia social a prácticas de fondo caritativo, los libertarios asumen la faz impiadosa del capitalismo y no pierden el tiempo tratando de construirle máscaras humanas. Los libertarios son clasistas, su proyecto se identifica con las clases dominantes y no hay espacio para las conciliaciones.
Aunque los libertarios expresen la voluntad de profundizar una tendencia real y concreta del mundo, su particular estilo los muestra como intentado rehacerlo. El grado de exageración es tan alto que los libertarios parecen anormales y contraculturales.
No es casual, entonces, que los principales referentes libertarios sean personajes mediáticos, deliberadamente construidos. Bizarros, bien entrenados en el arte de injuriar, utilizan el arrebato y el insulto como recurso simplificador. El debate no les interesa en absoluto. Son performers televisivos de la sacralidad del mercado. Sin embargo, discusivamente, los libertarios rompen con la monotonía del gris de la política reducida a la gestión de lo que hay.
La convicción empresarial que alimenta la ilusión del individualismo propietario, la apología de la especulación y la explotación, arrasa con la inconsistencia de los balbuceos liberales o populistas — esto últimos considerados, claro está, en términos absolutamente distintos a los de los libertarios, cuyos paradigmas no están en condiciones de diferenciar lo populista de lo popular — . Los libertarios rompen, pues, con las propuestas inmediatistas. Rompen con el discurso promedio.
Porque los libertarios — y otros grupos fascistizantes — no convocan a una felicidad de opereta, convocan a matar o morir en el mercado. Y cada vez importa menos que la contienda sea terriblemente desigual — algo que ya se sabe de memoria — . Esa certeza ya no le resta credibilidad a un llamamiento que igual puede resultar tentador para quienes se aferran con uñas y dientes a un pequeño privilegio — por ejemplo: ser hombre, más o menos blanco, relativamente instruido, de clase media baja — y quieren hacerlo cotizar frente a quienes no lo tienen.
Los libertarios no solo interpelan a yuppies, CEOs o empresarios sino también a quienes pretenden erigir una aristocracia a partir de una ventaja miserable y a los que, desprovistos de cualquier ventaja, están hastiados de las agonías diferidas.
Se trata de un llamamiento que, en un sentido más general, viene siendo atractivo para alguien que está cansado de soportar este mundo, pero está absolutamente descreído de la posibilidad de otro. Este tipo de convocatoria es la que les permite a los libertarios captar la energía molecular del deseo de una parte de la sociedad argentina.
El mundo libertario no tiene, por ahora, un mundo emancipador/revolucionario con el que confrontar, por lo menos no uno coherente y masivamente identificado y vivenciado. En los últimos años, el radicalismo político pasó a ser un atributo de la derecha. La izquierda parece dormida, conservada como feto en frasco de formol, incapaz de producir coyunturas y de plantear alguna iniciativa en el terreno de las luchas, que siguen siendo fragmentadas y discontinuas. Lo que demuestra que las contradicciones, por sí mismas, no producen alternativas ni conciencia antagonista.
Los libertarios dicen que vienen a acabar con la vida repleta de frustraciones de las clases medias — especialmente en sus estratos más castigados y empobrecidos — . Dicen que vienen a barrer con la angustia que genera la fealdad del mundo. Y aseguran tener la clave para embellecerlo. Consideran que la sociedad capitalista es un paraíso que, en la Argentina, padece un régimen de ocupación. Y proponen liberarlo. Si bien su discurso se centra en la lucha contra la «ocupación» del Estado como principal instancia reguladora, su verdadero enemigo es el trabajo: las posiciones que el trabajo todavía conserva y el poco Estado que aún lo ampara legal y políticamente. Porque, no lo olvidemos, los libertarios sostienen que esas posiciones del trabajo y del Estado — absolutamente defensivas — expresan diversos grados de «explotación» del trabajo — y el Estado — sobre el capital. Los libertarios son una especie de policía de los valores de cambio, una policía cebada y lanzada a perseguir a los valores de uso.
Podría decirse que los libertarios actuales constituyen, en buena medida, una «subcultura» con una buena estrategia publicitaria. Su función es más ideológica que política. Atentos a los códigos de época que celebran la rareza inofensiva (estilo freak), han construido un lenguaje y un formato relativamente masivos basados en una receta tan sencilla como eficaz: 1) La economía del pensamiento y la renuncia explícita a cualquier mirada profunda, crítica y sensible de la realidad. Todo rigor conceptual se considera artificiosidad. Todo sentimiento humano se considera pusilanimidad. No se trata de entender, sino de creer en las recetas de los «ganadores». 2) Una apelación permanente a una retórica burguesa de la heroicidad y al prototipo del héroe burgués defensor de los y las contribuyentes. Pero, en este caso, se trata de héroes poco esbeltos y sin mandíbulas volitivas: «héroes raros». Esta apelación se expresa en el recurso a figuras políticamente incorrectas, freakys despeinados, eruditos apasionados y viscerales, invariablemente patéticos, que se plantan frente a las cámaras como posesos y claman venganza. 3) Un corrimiento deliberado y diáfano hacia uno de los polos — en este caso el más reaccionario — del escenario político; esto es: la abierta identificación con la derecha y la ultra derecha y la consiguiente ruptura con la moderación Zen, el juste-milieu y todas las inconsistencias típicas del liberalismo democrático.
4. Ultraliberalismo de masas. Peligrosos bufones
En las últimas décadas, como nunca antes, el desarrollo del capitalismo ha contribuido a consolidar el imperio del fetichismo. Los perdedores y las perdedoras asumen el punto de vista de la ganancia y quedan ciegos y ciegas para la explotación, la plusvalía, la represión. Los y las de abajo reproducen (reproducimos) la lógica de los y las de arriba, habitan (habitamos) absortos y absortas dentro de la hegemonía burguesa. Al decir de Christian Ferrer: «las víctimas se han acostumbrado a colaborar con su desgracia y reproducen el mecanismo giratorio del infortunio».[8] Los desheredados y las desheredadas hablan el idioma del anticomunismo genérico, la lengua misma del opresor. Un anticomunismo genérico que adquiere sentidos abiertamente anticomunitarios.
Amplios sectores de clases populares, los y las intelectuales (en un sentido extenso), han perdido la capacidad de indignarse frente al poder y su ostentación por parte de las clases dominantes.
Hace 50 años había un cántico de la militancia popular que rezaba: «¡qué lindo, qué lindo, qué lindo qué va a ser/el Hospital de niños en el Sheraton Hotel!» El Sheraton y todo lo que significaba remitía a una realidad intolerable para muchas semióticas simbólicas que invocaban expropiaciones justicieras. Hoy, Nordelta — para citar un caso entre muchos — parece totalmente aceptado, prácticamente naturalizado, como si se tratara de un dato más del paisaje donde se alternan campos de Golf y barrios cerrados con barrios populares, villas y asentamientos precarios.
Lo sabemos: entre el Sheraton y Nordelta median un genocidio, unos procesos de electoralización y de precarización que hicieron su trabajo de zapa, especialmente en la sociedad civil popular. En todos estos años la sociedad argentina fue sometida a diversos reformateos aberrantes. ¡Cuánto han avanzado las formaciones de poder en las artes de disimular su propio funcionamiento! ¡Cuánto se han modificado las relaciones sociales, las subjetividades políticas, el lenguaje! ¡Cuánto han cambiado las formas de pensar y sentir! ¡Cuánto se ha perfeccionado la maquinaria de la cultura de masas del capitalismo!
¿Algo, alguna vez, ya sean procesos largos y soterrados o acontecimientos intempestivos, podrá restituirnos colectivamente el sentimiento de indignación frente a tamañas injusticias? ¿Qué praxis hará posible el dislocamiento de los valores sociales dominantes y frenará el proceso de deshumanización? ¿Qué praxis podrá devolvernos la autonomía telética?
El odio de clase se ha tornado unilateral. Las clases dominantes, los ricos, los «chetos», odian la precariedad. Odian a los y las pobres. Y no les temen. Ni siquiera quieren pagar los costos de la anestesia o de la gestión ralentizada de la muerte, los transfieren hacia abajo. Desde ese odio — que los cohesiona — , desde expresiones cargadas de violencia, convocan a diversos sectores de las clases subalternas: a las clases medias que poco a poco viran de la apatía a la maldad. Sin estas condiciones generales, sin los arraigos tan profundos e inalterados del neoliberalismo, los libertarios no tendrían eco en nuestra sociedad.
Por eso es necesario politizar la supervivencia. Politizar la vulnerabilidad. Politizar el hambre. Reconstruir un lenguaje de confluencia social por abajo: mitos, territorios. Para contrarrestar la atomización y la ciudadanía buchona, contribuyente, consumidora y usuaria — una verdadera anti-ciudadanía — . Para no confundir las políticas públicas del subsistencialismo contenedor, caritativo, con una política popular. Para hacer que el hambre se convierta en antropofagia. Para que los y las que no tienen nada que perder vuelvan a ser peligrosos y peligrosas.
El trabajo acrecienta cada vez más el poder que lo domina y lo sojuzga; mientras enriquece el mundo burgués, empobrece su propio mundo — material, social y cultural — . Las conexiones sociales cada vez más aparecen como medio para lograr fines privados. En plena crisis sistémica, los mecanismos reproductivos de los ideales burgueses — junto con la producción de los sujetos por los objetos — han adquirido una eficacia inédita, un perverso automatismo. La máquina de opresión funciona a plenitud. Solo a través de la imposición de estas condiciones el capitalismo podrá seguir disimulando su esencial incompatibilidad con la democracia y la humanidad.
Entonces, no debemos cometer el error de subestimar a los libertarios. Aspiran al ultraliberalismo de masas y cuentan para ello con un basamento social prefabricado, suficientemente modelado, o mejor: manipulado. Esa parte de la sociedad más auto-referencial y más aislada en su propia conciencia, esa parte sometida a la descolectivización de la relación laboral o social-comunitaria, es su principal base de maniobras. Hombres solos y mujeres solas que ya no esperan nada, subjetivamente replegados y replegadas.
Los libertarios operan sobre las perplejidades de la «gente común» y el «hombre sencillo», en especial sobre la perplejidad de habitar un país donde la modernidad idealizada — blanca, masculina, capitalista, desarrollada, pudiente, jerarquizada, consumista, «civilizada», hollywoodense, irresponsable — no puede ser una experiencia social cotidiana. Esta modernidad es la normalidad deseada e imposible que sólo existe en la conciencia intelectual de la la «gente común» y el «hombre sencillo». ¡País de mierda!, dice la «gente común», ¡hay que matarlos a todos! dice el «hombre sencillo», cuando esa experiencia social «desinfectada» se le muestra esquiva. La «gente común», el «hombre sencillo», suelen ser seres carentes de personalidad que solo respetan al poder que tratan de imitar.
Los libertarios no solo se nutren de la soledad, el egoísmo, la arrogancia y la impiedad producidos por la máquina de opresión, sino que también maniobran sobre las angustias y el hastío — y también sobre los deseos insatisfechos — de esa parte de la sociedad argentina que no puede vislumbrar una contra-modernidad. Así, el egoísmo y la impiedad encuentran un terreno cada vez más amplio donde enraizarse.
Los libertarios pueden considerarse como un síntoma de un círculo fatal basado en un proceso de retroalimentación política entre el capital y los seres destructivos (autodestructivos) que produce, entre el avance de la economía mercantil y la alienación social. ¿Estaremos frente a nuevo ajuste histórico de la macro política del capitalismo a su micro política?
Lo incontrastable es que se torna cada vez más necesaria una praxis política capaz de intervenir de forma inmediata en la vida cotidiana de las clases subalternas y oprimidas, especialmente en los espacios en donde laten tendencias rupturistas respecto del fetichismo y la alienación. Esas praxis micro-políticas resultan tan importantes como las praxis macro-políticas, es decir, como el horizonte (el proyecto) emancipador capaz de exceder las limitaciones del reformismo institucional. En la articulación de esas praxis está la clave para la construcción de máquinas emancipadoras.
Finalmente, sostenemos que las clases dominantes recurren a los libertarios, principalmente a sus expresiones más «radicales» y mediáticas, como vanguardias para instalar determinados temas en la sociedad. Los utilizan como constructores del sentido común reaccionario, como catalizadores de los micro-fascismos que atraviesan nuestra sociedad.
Bufones peligrosos, los libertarios les sirven a las clases dominantes para «popularizar» la flexibilización laboral, la desregulación económica, la privatización; para idealizar el perfil «fisiocrático» de la Argentina; para promover el desarrollo de un Estado en clave penitenciaria; en fin, le sirven para ampliar los márgenes del mercado capitalista y el Estado de malestar.
* Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales. Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC-Facultad de Ciencias Sociales-UBA). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Venezuela, Chile y Perú.
Notas:
[1] No utilizamos lenguaje inclusivo porque no abundan «las libertarias». El universo anarco-capitalista (libertario) es profundamente machista y patriarcal. Algo que se puede percibir en «las formas» de sus principales referentes — hombres en su inmensa mayoría — y, sobre todo, en sus fundamentos ideológicos y epistemológicos.
[2] Se trata sobre todo de jóvenes de clase media baja, en su mayoría primera generación de universitarios, hijos de empleados de comercio, policías, maestras, taxistas, remiseros, etcétera.
[3] Viejas temáticas nacionales reaparecen en esa palabra: la supuesta «vacancia espiritual» de Nuestra América, la barbarie urbana, los problemas de la extranjería. Porque «africanizada», en el código del periodista de La Nación que «inventó» el concepto (Pablo Sirven), en el fondo quiere decir: sin «espíritu», sin cultura — concebida en términos burgueses y eurocéntricos — . Toda la carga racista y clasista de la definición está contenida en la idea de un espacio desespiritualizado, una región de caos social y desdichas políticas. La «gente común» confunde «cultura» con su «ideología culturizada».
[4] Véase: Fischer, Mark, Realismo capitalista, ¿No hay alternativa?, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2019.
[5] Marx, Karl, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), 1857–1858, Tomo 2, México, 2002, p.169.
[6] Véase: Guattari, Félix, Líneas de fuga. Por otro mundo de posibles, Buenos Aires, Editorial Cactus, 2018.
[7] Harvey, David, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, Quito, Traficantes de Sueños, 2014, p. 39.
[8] Ferrer, Christian, Cabezas de tormenta. Ensayos sobre lo ingobernable, Buenos Aires, Libros de Anarres, 2018, p. 125.
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