Por León Trotski
Tomado de Historia de la Revolución rusa. Tomo I. Ruedo ibérico, 1972. pp. 255–278.
El día 3 de abril llegó Lenin a Petrogrado de la emigración. Hasta este momento, no empieza el partido bolchevique a hablar en voz alta y lo que es más importante, a tener voz propia.
El primer mes de la revolución fue para el bolchevismo un periodo de desconcierto y vacilaciones. En el manifiesto del Comité central de los bolcheviques, escrito inmediatamente después de triunfar el movimiento de Febrero, decíase: «Los obreros de las fábricas, así como los soldados sublevados, deben elegir inmediatamente sus representantes en el gobierno revolucionario provisional.» El manifiesto vio la luz en el órgano oficial del Soviet, sin comentario ni objeciones, como si se tratara de un documento académico. Y es que hasta los propios dirigentes bolcheviques atribuían a su consigna un valor meramente demostrativo. No hablaban como representantes de un partido proletario que se dispone a afrontar una lucha imponente por la conquista del poder, sino como el ala izquierda de la democracia que, al proclamar sus principios, tiende a abrazar el cometido de oposición leal durante un periodo de tiempo indefinido.
Sujánov afirma que en la sesión celebrada por el Comité ejecutivo el 1.º de marzo sólo se discutieron las condiciones de traspaso del poder. Contra el hecho mismo de la constitución de un gobierno burgués no se alzó ni una sola voz, a pesar de que de los 39 miembros del Comité ejecutivo, once eran bolcheviques y simpatizantes: tres de ellos, Zalutski, Chliapnikov y Mólotov, pertenecían al centro.
Al día siguiente, según cuenta el propio Chliapnikov, de los cuatrocientos diputados presentes en la sesión del Soviet, sólo votaron en contra de la entrega del poder a la burguesía 19, cuando la fracción bolchevique contaba ya con 40. Esta votación se desarrolló en medio de la mayor tranquilidad, en medio de un orden parlamentario perfecto, sin que los bolcheviques formulasen proposición alguna clara en contra, y sin provocar lucha ni agitación de ninguna clase en la prensa bolchevique.
El 4 de marzo, el buró del Comité central votó una resolución acerca del carácter contrarrevolucionario del gobierno provisional y la necesidad de orientarse hacia la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos. El Comité de Petrogrado, para quien esta resolución no tenía, como así era, más que un valor puramente académico, puesto que no indicaba qué era lo que había de hacerse, enfocó el problema desde el extremo opuesto. «Teniendo en cuenta la resolución acerca del gobierno provisional votada por el Soviet», declara que «no se opone al poder del gobierno provisional en la medida en que…» Era en esencia, la posición de los mencheviques y socialrevolucionarios, sólo que replegada sobre la segunda línea. Esta posición abiertamente oportunista del Comité de Petrogrado, no contradecía más que en la forma a la adoptada por el Comité central, cuyo carácter académico no significaba escuetamente más que la avenencia política con el hecho consumado.
Esta predisposición a allanarse silenciosamente o con reserva al gobierno burgués no halló, ni mucho menos, una acogida incondicional entre los elementos del partido. Los obreros bolcheviques se estrellaron inmediatamente contra el gobierno provisional como contra una fortaleza enemiga que se alzase inesperadamente en su camino. El Comité de Viborg celebraba mítines de miles de obreros y soldados, en los que se votaban, casi por unanimidad, resoluciones haciendo resaltar la necesidad de que el Soviet tomara en sus manos el poder. Dingelstedt, que participó activamente en esta campaña de agitación, atestigua: «No hubo un solo mitin, una sola asamblea obrera que rechazara nuestras proposiciones, si había alguien que se las presentara.» En los primeros días, los mencheviques y los socialrevolucionarios no se atrevían a plantear abiertamente ante el auditorio de obreros y soldados la cuestión del poder tal como ellos la concebían. En vista del éxito que obtuvo la resolución de los obreros de Viborg, fue impresa y fijada por las esquinas como un pasquín. Pero el Comité de Petrogrado le puso el veto y los bolcheviques de Viborg no tuvieron más remedio que someterse.
En lo tocante al contenido social de la revolución y a las perspectivas de su desarrollo, la posición de los dirigentes bolcheviques no era menos confusa. Shliapnikov cuenta: «Coincidíamos con los mencheviques en que estábamos atravesando un momento revolucionario que se caracterizaba por la destrucción del régimen feudal, el cual debía ser sustituido por las «libertades» propias del régimen burgués.» En su primer número la Pravda, escribía: «La misión fundamental consiste… en la instauración del régimen democrático republicano.» En su mandato a los diputados obreros, el Comité de Moscú declaraba: «El proletariado aspira a conseguir las libertades necesarias para luchar por el socialismo, que es su objetivo final.» La tradicional alusión al «objetivo final» subraya suficientemente la distancia histórica que separaba esta posición del socialismo. Nadie iba más allá. El miedo a rebasar los límites de la revolución democrática dictaba una política expectante, de adaptación y de retirada manifiesta ante las consignas de los conciliadores.
No es difícil comprender la grave repercusión que tenía en provincias esta falta de decisión política por parte del centro. Nos limitaremos a traer aquí el testimonio de uno de los dirigentes de la organización de Saratov: «Nuestro partido, que había tomado una participación activa en el movimiento revolucionario, había dejado escapar, evidentemente, la influencia que tenía sobre las masas, las cuales fueron a parar a manos de los mencheviques y los socialrevolucionarios. Nadie sabía cuáles eran las consignas de los bolcheviques… Un cuadro muy poco agradable.»
Los bolcheviques de izquierda, empezando por los obreros, hacían cuanto podían por romper el cerco. Pero tampoco ellos sabían cómo hacer frente a los argumentos acerca del carácter burgués de la revolución y de los peligros de aislamiento del proletariado, y se sometían a regañadientes a las orientaciones de la dirección. Las distintas tendencias que se dibujaban en el bolchevismo chocaron con bastante violencia, unas contra otras, desde el primer día, pero sin que ninguna de ellas llevase sus ideas hasta las últimas consecuencias. La Pravda reflejaba este estado confuso y vacilante de las ideas del partido, sin contribuir en lo más mínimo a armonizarlas. Hacia mediados de marzo se complicó aún más la situación, al llegar del destierro Kámenev y Stalin, que imprimieron un giro francamente derechista a la política oficial del partido.
Kámenev, bolchevique casi desde la fundación del partido, había militado siempre en el ala derecha. No carecía de preparación teórica ni de sentido político, y estaba dotado de una gran experiencia de la lucha entre las fracciones rusas del partido y de una reserva considerable de observaciones políticas adquiridas en los países occidentales, todo lo cual le permitía asimilarse mejor que muchos otros bolcheviques las ideas de Lenin, pero siempre para darles en la práctica la interpretación más pacífica posible. De él no cabía esperar personalidad en la decisión ni iniciativa en la acción. Kámenev, magnífico propagandista, orador y periodista reflexivo, aunque no brillante, era un elemento de gran valor cuando había que entablar negociaciones con otros partidos o investigar lo que sucedía en otras esferas sociales, bien entendido que de estas excursiones volvía siempre trayendo adherido algo de los medios ajenos. Estos rasgos de Kámenev eran tan claros y tan patentes, que casi nadie se equivocaba cuando se trataba de juzgar su personalidad. Sujánov observa en él la ausencia de «ángulos agudos»: «Hay que llevarle siempre a rastras, y si alguna vez se hace el remolón, no es difícil reducirle.» En el mismo sentido se expresa, hablando de él, Stankievich: «La actitud de Kámenev respecto a los adversarios era tan suave, que parecía avergonzarse de la intransigencia de su posición; en el Comité, era, indudablemente, más que un adversario, un mero elemento de oposición.» A esto, poco hay que añadir.
Stalin era un tipo de bolchevique perfectamente distinto, tanto por su sicología como por la misión que desempeñaba dentro del partido; su actividad era la de un sólido organizador, teórica y políticamente primitivo. Kámenev, como publicista que era, había pasado una larga serie de años al lado de Lenin en la emigración, donde se concentraba la labor teórica del partido; a Stalin, que era lo que se llama un práctico, sin horizontes teóricos, sin gran interés por los problemas políticos y sin el menor conocimiento de idiomas extranjeros, no había quien le apartase del solar ruso. Los militantes de este tipo sólo hacían breves escapadas al extranjero, de tarde en tarde, para recibir instrucciones, ponerse de acuerdo sobre la labor que habían de desarrollar y retornar en seguida a Rusia. Stalin se distinguía entre los elementos prácticos por su energía, su tenacidad y su inventiva en las combinaciones de entre bastidores. Kámenev, hombre tímido, «se avergonzaba de las consecuencias prácticas a que llevaba el bolchevismo»; Stalin propendía, por el contrario, a sostener sin el menor miramiento ni atenuación las conclusiones prácticas adoptadas con una mezcla de tenacidad y grosería.
A pesar de esta divergencia tan grande de caracteres, Kámenev y Stalin abrazan, a principios de la revolución, una posición común, y no tenía nada de particular, pues se completaban mutuamente.
Concepción revolucionaria sin voluntad revolucionaria es lo mismo que un reloj con el muelle roto: el minutero político de Kámenev iba siempre retrasado con relación a los objetivos revolucionarios.
Pero, por otra parte, la ausencia de una amplia concepción política condena al político de más voluntad de la indecisión ante acontecimientos importantes y complejos. Un empírico como Stalin es terreno abonado para que en él florezcan todas las influencias extrañas, no por parte de la voluntad, sino del pensamiento. Y he aquí cómo un publicista sin voluntad y un organizador sin horizontes teóricos, llevaron, en marzo, su bolchevismo hasta las puertas mismas del menchevismo. Stalin resultó ser todavía [más] incapaz que Kámenev para adoptar una posición personal dentro del Comité ejecutivo, del que entró a formar parte como representante del partido. En las actas ni en la prensa no ha quedado una sola proposición, declaración o protesta en la que veamos a Stalin expresar el punto de vista bolchevique frente a la sumisión de la «democracia» ante el liberalismo. Sujánov dice en sus Memorias: «En aquel entonces, los bolcheviques tenían en el Comité ejecutivo, además de Kámenev, a Stalin. Durante su modesta actuación dentro del Comité ejecutivo, producía –y no sólo a mí– la impresión de una mancha gris, que a veces brillaba fugazmente con una luz tenue que no dejaba rastro. Es todo lo que se puede decir de él.» Si Sujánov, en términos generales, no aprecia en todo su valor a Stalin, no puede negarse que caracteriza bastante acertadamente su falta de personalidad política en aquel Comité ejecutivo conciliador.
El 14 de marzo, aceptábase por unanimidad el manifiesto «A los pueblos de todo el mundo», que interpretaba el triunfo de la revolución de Febrero a favor de la Entente y ponía al movimiento revolucionario ruso el cuño socialpatriótico francés. Era, a no dudar, un gran éxito de Kámenev y Stalin, obtenido, evidentemente, sin gran lucha. La Pravda hablaba de este documento como de «un compromiso consciente entre las distintas tendencias representadas en el Soviet.»
Hubiera debido añadir que el tal compromiso implicaba una franca ruptura con las ideas de Lenin, que en el Soviet nadie defendía.
Kámenev, miembro de la redacción del órgano central en el extranjero; Stalin, miembro del Comité central, y Muranov, diputado de la Duma, que volvía también de Siberia, destituyeron a la antigua redacción de la Pravda, por demasiado «izquierdista», y, amparándose en sus derechos, harto problemáticos, asumieron la dirección del periódico a partir del 15 de marzo. En el artículo en que la nueva redacción anunciaba sus propósitos se decía que los bolcheviques apoyarían decididamente al gobierno provisional «en cuanto luchase contra la reacción y la contrarrevolución». Respecto a la guerra, los nuevos dirigentes se pronunciaban de un modo igualmente categórico: mientras el ejército alemán obedezca al káiser, el soldado ruso «deberá permanecer firme en su puesto contestando a las balas con las balas y a los obuses con los obuses». «Nuestra consigna no debe ser un ¡Abajo la guerra! sin contenido. Nuestra consigna debe ser: ejercer presión sobre el gobierno provisional con el fin de obligarle… a tantear la disposición de los países beligerantes respecto a la posibilidad de entablar negociaciones inmediatamente… Entre tanto, todo el mundo debe permanecer en su puesto de combate.» Lo mismo las ideas que el modo de formularlas son defensistas hasta la médula.
La fórmula de presionar a un gobierno imperialista, con el fin de «inclinarle» a una actitud pacifista, era el programa de Kautsky en Alemania, el de Jean Longuet en Francia, el de Mac Donald en Inglaterra; pero distaba mucho de ser el de Lenin, que predicaba el derrumbamiento del régimen imperialista.
Defendiéndose de los ataques de la prensa patriótica, la Pravda iba todavía más lejos: «Todo derrotismo –afirmaba– o, por mejor decir, lo que la prensa mal informada estigmatizaba bajo la censura zarista con este nombre, desapareció en el momento de aparecer en las calles de Petrogrado el primer regimiento revolucionario.» Esto equivalía a romper de lleno con la posición mantenida por Lenin. El «derrotismo» no era, ni mucho menos, una invención de la prensa enemiga amparada por la censura, sino una fórmula de Lenin: «La derrota de Rusia es el mal menor.»
Ni la aparición del primer regimiento revolucionario, ni aun el derrumbamiento de la monarquía, modificaba el carácter imperialista de la guerra.
«El día en que salió a la calle el primer número de la Pravda transformada fue –cuenta Chliapnikov– un día de júbilo general para los defensistas. Todo el palacio de Táurida, desde los hombres del Comité de la Duma hasta el corazón mismo de la democracia revolucionaria –el Comité ejecutivo– estaba absorbido por una noticia: el triunfo de los bolcheviques moderados y razonables sobre los extremistas. En el propio Comité ejecutivo nos acogieron con sonrisas burlonas… Cuando este número de la Pravda se recibió en las fábricas, llevó una completa perplejidad al ánimo de los afiliados y simpatizantes de nuestro partido y una gran alegría a nuestros adversarios… En los suburbios la indignación era inmensa, y cuando los proletarios se enteraron de que se habían apoderado de la Pravda tres compañeros llegados de Siberia, antiguos redactores del periódico, se exigió su exclusión del partido.»
La Pravda no tuvo más remedio que publicar una enérgica protesta de los obreros de Viborg: «Si el periódico no quiere perder la confianza de los barrios obreros, debe sostener la antorcha de la conciencia revolucionaria, por mucho que moleste a la vista de las lechuzas burguesas.» Las protestas de abajo llevaron a la redacción a mostrarse más cauta en la expresión, pero no a modificar la política. Hasta el primer artículo publicado por Lenin, a su llegada del extranjero, pasó por las columnas del periódico sin dejar huella en la mente de sus redactores. La orientación derechista navegaba a velas desplegadas. «En nuestras campañas de propaganda –cuenta Dingelstedt, representante del ala izquierda– teníamos que tomar en consideración el principio de la dualidad de poder… y demostrar su carácter inevitable a aquella masa de obreros y soldados que en el transcurso de medio mes de vida política intensa se había educado en una concepción completamente distinta de sus objetivos.»
La política del partido en el resto del país se acomodaba, naturalmente, a la de la Pravda. En muchos soviets, las propuestas presentadas acerca de los problemas fundamentales se votaban por unanimidad; los bolcheviques acataban sin rechistar la mayoría. En la conferencia de los soviets de la región de Moscú los bolcheviques se adhirieron a la resolución presentada por los socialpatriotas respecto a la guerra. Finalmente, en la conferencia de representantes de 82 soviets de toda Rusia, celebrada en Petrogrado a fines de marzo y principios de abril, los bolcheviques votaron por la resolución oficial acerca del poder, que defendió Dan. Esta notable aproximación política a los mencheviques respondía a las tendencias conciliadoras, que ya habían tomado mucho auge. En provincias, bolcheviques y mencheviques formaban parte de organizaciones mixtas. La fracción Kámenev-Stalin iba convirtiéndose cada vez más marcadamente en el ala izquierda de la «democracia revolucionaria» y se plegaba a la mecánica de la «presión» parlamentaria de entre bastidores sobre la burguesía, combinándola con una presión de entre bastidores sobre la democracia.
El centro espiritual del partido residía en el sector del Comité central emigrado y en la redacción del órgano central El Socialdemócrata. Lenin, ayudado por Zinóviev, llevaba toda la labor de dirección. Las funciones de secretaria, de gran responsabilidad, corrían a cargo de Krupskaya, la mujer de Lenin. Para las funciones prácticas, este pequeño centro se apoyaba en algunas docenas de bolcheviques emigrados. Durante la guerra, la falta de contacto con Rusia tomó caracteres graves, tanto más cuanto más la policía militar de la Entente iba apretando su círculo de hierro. La explosión revolucionaria, tan ansiosamente esperada durante largos años, cogió desprevenido al centro bolchevique. Inglaterra se negó categóricamente a dejar entrar en Rusia a los emigrados internacionalistas, cuya lista llevaba celosamente. Lenin, enjaulado en Zurich, se desesperaba buscando el modo de evadirse.
Entre los cien planes que se forjaron había uno que consistía en hacer el viaje con el pasaporte de un sordomudo escandinavo. Lenin, torturado por esta idea, no desperdicia ocasión para hacer oír su voz desde Suiza.
Ya el 6 de marzo telegrafía a Petrogrado, vía Estocolmo: «Nuestra táctica: desconfianza absoluta, negar todo apoyo al nuevo gobierno; recelamos especialmente de Kerenski; no hay más garantía que armar al proletariado; elecciones inmediatas a la Duma de Petrogrado; mantenerse bien separados de los demás partidos.» En estas primeras instrucciones sólo tenía carácter episódico lo de elecciones a la Duma y no al Soviet, y pronto había de quedar eliminado este punto; los demás extremos, concretados, en una forma telegráficamente escueta, señalan ya perfectamente la orientación general de la política leninista. Simultáneamente, Lenin empieza a enviar a la Pravda sus «Cartas desde lejos», que, apoyándose en la fragmentaria información de los periódicos extranjeros, hacen un análisis definitivo de la situación revolucionaria. Las noticias de los periódicos extranjeros le permiten llegar en seguida a la conclusión de que el gobierno provisional, directamente apoyado no sólo por Kerenski, sino por Cheidse, está engañando con bastante éxito a los obreros, haciendo pasar como defensiva la guerra imperialista. El 17 de marzo envía, por conducto de los amigos de Estocolmo, una carta llena de inquietud: «Nuestro partido se cubriría para siempre de oprobio, se suicidaría políticamente, si se dejara llevar por esta añagaza… Preferiría incluso romper inmediatamente con quien fuese, dentro de nuestro partido, a hacer concesiones de ningún género al socialpatriotismo…» Después de esta amenaza, aparentemente impersonal, pero dirigida en realidad contra determinadas personas, Lenin advierte: «Kámenev debe comprender que sobre él recae una verdadera responsabilidad histórica.» Alude directamente a Kámenev porque se trata de cuestiones políticas de principio. Si se hubiera tratado de problemas prácticos combativos, Lenin hubiera apuntado de seguro a Stalin. En aquellos momentos, cuando Lenin se esforzaba en hacer llegar a Petrogrado, a través de la Europa humeante, la voz de su firme voluntad, Kámenev, apoyado por Stalin, viraba resueltamente proa al socialpatriotismo.
Los planes de evasión a base de maquillaje, pelucas, pasaportes falsos o ajenos iban abandonándose uno tras otro, por irrealizables. De un modo cada vez más perfilado, iba tomando cuerpo la idea de atravesar por Alemania. Este plan asustaba a la mayoría de los emigrados, no sólo a los patriotas. Mártov y otros mencheviques no se decidían a asociarse a aquella descarada ocurrencia de Lenin y seguían llamando inútilmente a las puertas de la Entente. Fueron también muchos los bolcheviques que, después de realizado, pusieron reproches a aquel viaje, al encontrarse con que el famoso «vagón precintado» entorpecía un poco sus campañas de propaganda. A Lenin no se le escapaban aquellas posibles dificultades futuras. Poco antes de salir de Zurich, Krupskaya escribía: «Los patriotas de Rusia pondrán el grito en el cielo, naturalmente; hay que disponerse a oír lo que digan.» El dilema era éste: o quedarse en Suiza o pasar por Alemania. No había otra salida. ¿Y podía Lenin vacilar ni un solo minuto? Un mes después, ni un día más ni menos, Mártov, Axelrod y otros veíanse obligados a seguir su ejemplo.
En la organización de este insólito viaje atravesando un país enemigo en plena guerra se nos revelan los rasgos esenciales de Lenin como político: la intrepidez en el propósito y la previsión cuidadosa en la ejecución.
Dentro de este gran revolucionario se albergaba un notario meticuloso que sabía lo que traía entre manos y se ponía a levantar acta de un paso que podía contribuir a echar por tierra todas las actas notariales. Aquella especie de tratado internacional de tránsito, concertado entre la redacción del periódico de los emigrados y el Imperio de los Hohenzollern, contenía las condiciones del paso de éstos por el territorio alemán, trazadas con exquisita escrupulosidad. Lenin exigió para el viaje de tránsito completa extraterritorialidad; los viajeros cruzarían por Alemania sin que nadie tuviese derecho a pedirles los pasaportes, registrarles los equipajes ni poner el pie en el vagón durante el viaje (de aquí nació la leyenda del «vagón precintado»). Por su parte, los emigrados se comprometían a gestionar, una vez en Rusia, la liberación de un número igual de prisioneros civiles alemanes y austrohúngaros.
Antes de partir, los rusos firmaron, con algunos revolucionarios extranjeros, una declaración en los términos siguientes: «Los internacionalistas rusos que se dirigen a Rusia con el fin de ponerse al servicio de la revolución nos ayudarán a levantar a los proletarios de los demás países, sobre todo a los de Alemania y Austria, contra sus gobiernos.» Así rezaba el acta, firmada por Loriot y Guilbeaux, de Francia; Paul Levy, de Alemania; Platten, de Suiza; los diputados izquierdistas suecos y algunos otros. Con estas condiciones y cautelas, salieron de Suiza a fines de marzo treinta emigrados rusos; aun en tiempos de guerra, en que abundaban las municiones potentes, aquellos viajeros eran carga de una fuerza explosiva poco común.
En su carta de despedida a los obreros suizos, Lenin les recordaba la declaración hecha en el otoño de 1915 por el órgano central de los bolcheviques: «Si la revolución rusa lleva al poder a un gobierno republicano que se obstine en proseguir la guerra imperialista, los bolcheviques estarán contra la defensa de la patria republicana. Esta situación se ha producido. Y nuestro lema es: no queremos nada con un gobierno Guchkov-Miliukov.» Con esta palabra, Lenin ponía la planta del pie en el territorio de la revolución.
Pero los miembros del gobierno provisional no veían en ello motivo alguno de intranquilidad. Nabokov cuenta: «En una de las sesiones celebrada en marzo por el gobierno provisional, como se hablase en una pausa de los vuelos que iban tomando las propagandas bolcheviques, Kerenski dijo, riéndose histéricamente, como de costumbre: «Aguardad, aguardad a que llegue Lenin, y ya veréis entonces lo que es bueno.» Y Kerenski tenía razón. Sin embargo, los ministros, según Nabokov, no creían que hubiera razón para inquietarse. «Ya el solo hecho de atravesar por Alemania quebrantará hasta tal punto el prestigio de Lenin, que no habrá por qué temerle.» Los ministros se mostraban en esto, como en todo, muy perspicaces.
Algunos amigos y discípulos acudieron a recibir a Lenin en Finlandia. «Tan pronto como entramos en el vagón y nos sentamos –cuenta Raskolnikov, joven oficial de la Marina y bolchevique–, Vladimir Ilich se lanzó sobre Kámenev: «¿Qué diablos estáis escribiendo en la Pravda? Hemos visto algunos números, ¡y os hemos puesto buenos!…» Tal era el encuentro, después de varios años de separación. Lo cual no quiere decir que no fuese cordial.
El Comité de Petrogrado, con ayuda de la organización militar, movilizó a varios miles de obreros y soldados para recibir solemnemente a Lenin. Una división de autos blindados puso a disposición del Comité todos los disponibles. El Comité decidió acudir a la estación con los autos blindados: la revolución mostraba ya sus simpatías por aquellos monstruos de hierro con los cuales tan útil es poder contar en las calles de una ciudad.
El relato de la recepción oficial, que tuvo lugar en el llamado «salón del zar» de la estación de Finlandia, es una página muy animada en las voluminosas y casi siempre monótonas Memorias de Sujánov. «Lenin, tocado con un gorro redondo de piel, el rostro helado y empuñando un magnífico ramo de flores, entró en el salón del zar o, por mejor decir, se precipitó en él. Al llegar al centro del salón se detuvo ante Cheidse como si hubiera tropezado con un obstáculo completamente inesperado. Y entonces Cheidse, sin perder su aspecto sombrío pronunció el siguiente discurso de «salutación», que tenía más de prédica moral que de otra cosa, no sólo por el tono, sino también por el espíritu que lo animaba: «Camarada Lenin: Le saludamos al llegar a Rusia, en nombre del Soviet de Petersburgo y de toda la revolución… Pero entendemos que en la actualidad la principal misión de la democracia revolucionaria consiste en defender nuestra revolución contra todo ataque, tanto de dentro como de fuera… Confiamos en que usted abrazará con nosotros estos mismos fines.» Cheidse calló. Yo, sorprendido, estaba desconcertado… Pero Lenin sabía muy bien, por lo visto, qué actitud había de adoptar ante aquello. De pie en medio del salón, parecía como si todo lo que estaba ocurriendo allí no tuviera nada que ver con él. Miraba a derecha e izquierda, se fijaba en los que le rodeaban, clavaba los ojos en el techo, arreglaba su ramo de flores, «que armonizaba muy mal con su figura», y después, volviendo completamente la espalda a la delegación del Comité ejecutivo, «contestó» del modo siguiente:
«Queridos camaradas, soldados, marineros y obreros: Me siento feliz al saludar en vosotros a la revolución rusa triunfante, al saludaros como a la vanguardia del ejército proletario internacional… No está lejos ya el día en que, respondiendo al llamamiento de nuestro camarada Carlos Liebknecht, los pueblos volverán las armas contra sus explotadores capitalistas… La revolución rusa, hecha por vosotros, ha iniciado una nueva era. ¡Viva la revolución socialista mundial!…»
Sujánov tenía harta razón: el ramo de flores armonizaba mal con la figura de Lenin, le estorbaba y cohibía, indudablemente, desentonando sobre el fondo severo de los acontecimientos que se estaban desarrollando. A Lenin no le gustaban las flores en ramo. Pero todavía tenía que cohibirle mucho más aquella hipócrita recepción oficial, celebrada en el salón regio. Cheidse era algo mejor que su discurso de salutación. A Lenin le temía un poco. Pero le habían advertido, indudablemente, que era menester hacer entrar en razón, desde el principio, a aquel «sectario». Completando el discurso de Cheidse, que demuestra el lamentable nivel de los que dirigían la política, a un joven comandante de la escuadra que habló en nombre de los marineros se le ocurrió expresar el deseo de que Lenin entrase a formar parte del gobierno provisional. Así era como la revolución de Febrero, endeble, verbosa y un poco simple también, recibía a un hombre que llegaba con el firme propósito de ponerse al frente de ella con el pensamiento y la acción. Estas primeras impresiones, que decuplicaban el sentimiento de inquietud que ya traía consigo Lenin, provocaron en él una indignación difícil de contener. Había que poner manos a la obra inmediatamente.
En la estación de Finlandia, al volver la espalda a Cheidse para volverse de cara a los marineros y los obreros, al abandonar la defensa de la patria para apelar a la revolución mundial y trocar el gobierno provisional por Liebknecht, Lenin anticipaba como un pequeño ensayo la que había de ser toda su política ulterior.
A pesar de todo, aquella revolución, un poco chapucera, recibió inmediatamente en sus brazos al guía con efusión. Los soldados exigieron que Lenin se subiera a uno de los autos blindados, y Lenin no tuvo más remedio que complacerles. Las sombras de la noche deben a aquel desfile un carácter imponente. Los autos blindados llevaban todas las luces apagadas, y el reflector del automóvil en que iba Lenin hendía las tinieblas. La luz recortaba sobre las sombras de la calle a la masa de obreros, soldados y marineros que habían hecho una magna revolución, pero dejándose luego arrebatar el poder de las manos. La música militar dejó de tocar varias veces durante el trayecto, para que Lenin pudiese repetir su discurso de la estación, en diversas variantes, ante la muchedumbre que salía a su paso. «Fue una recepción triunfal y brillante –dice Sujánov–, y hasta muy simbólica.»
En el palacio de la Kchesinskaya, donde se hallaba instalado el Estado Mayor bolchevista en el nido de sedas de una bailarina palaciega –mezcolanza fortuita que había de regocijar la ironía siempre despierta de Lenin–, empezaron de nuevo los discursos de salutación. Lenin soportaba aquella avalancha de discursos ditirámbicos con la impaciencia con que un transeúnte acuciado espera que pase la lluvia, refugiado en un portal.
Le satisfacía el júbilo sincero que producía su llegada, pero se lamentaba de que este júbilo se exteriorizase con tal derroche de palabras. El tono de los saludos oficiales parecíale afectado, imitación del de la democracia pequeñoburguesa, declamatorio, falso y sentimental. Veía que la revolución, antes de asignarse sus fines y trazarse el camino que había de seguir, había creado ya una etiqueta propia y fatigosa.
Lenin se sonreía con una sonrisa que tenía su parte de bondad y de reproche, miraba el reloj y, de vez en cuando, bostezaba seguramente. Apenas se habían disipado las palabras del último saludo cuando el insólito viajero lanzó sobre el auditorio el torrente de sus ideas apasionadas, que no pocas veces restallaban como latigazos. Por aquel entonces, los bolcheviques no se servían aún del arte de la taquigrafía. Nadie tomaba notas, todos estaban excesivamente pendientes de lo que sucedía. Aquel discurso de Lenin no se ha conservado; no quedó más huella de él que la impresión general que dejó en el recuerdo de los que le oyeron. Además, el tiempo se ha encargado de refundirlo, añadiendo entusiasmo y quitando miedo. Pues en realidad la impresión fundamental del discurso, aun en los más allegados, fue de eso, de miedo. Todas las fórmulas habituales que se creían arraigadas, a fuerza de repetirse una vez y otra durante un mes seguido, veíanse destruidas unas tras otra ante los ojos del auditorio. La breve réplica de Lenin en la estación, lanzada por encima de los hombros del estupefacto Cheidse, se desarrollaba ahora en un discurso de dos horas destinado directamente a los militantes bolcheviques petersburgueses.
Sujánov se hallaba allí por casualidad, en calidad de invitado, gracias a la condescendencia de Kámenev. Lenin no podía soportar aquellas amabilidades. Pero, gracias a esta circunstancia, contamos con un relato mitad hostil y mitad entusiasta del primer encuentro de Lenin con los bolcheviques de Petrogrado, hecho por un observador ajeno al partido.
«No olvidaré nunca aquel discurso, parecido a un trueno, que me conmovió y asombró, y no sólo a mí, hereje que había entrado allí sin derecho a entrar, sino a todos los correligionarios. Puedo afirmar que nadie esperaba nada parecido. Diríase que habían salido de sus madrigueras todas las fuerzas elementales y que el espíritu de la destrucción, arrollando sin miramientos las barreras, las dudas, las dificultades, los cálculos, se cernía sobre la sala de la Kchesinskaya, por encima de las cabezas de los discípulos hechizados.»
Para Sujánov, las dificultades y los cálculos consistían principalmente en las vacilaciones de los redactores de la Nóvaya Jizn, mientras tomaban el té en casa de Máximo Gorki. Los cálculos de Lenin iban más allá. Y no eran las fuerzas elementales precisamente las que se cernían sobre la sala, sino el pensamiento de un hombre que no se arredraba ante las fuerzas elementales y se esforzaba en conjurarlas con el fin de reducirlas. Pero es igual: la impresión está dada con bastante relieve.
«Cuando me puse en camino con los camaradas –dijo Lenin, según Sujánov– me figuré que desde la estación me llevarían directamente a la fortaleza de Pedro y Pablo. Como vemos, no hay nada de eso. Pero no perdamos la esperanza. ¡Ya llegará ese día!» Mientras que para los demás los derroteros de la revolución tendían a reforzar la democracia, para Lenin la perspectiva inmediata representaba la fortaleza de Pedro y Pablo. Aquello parecía una broma de mal augurio. Pero no, Lenin y con él la revolución no estaban para bromas.
«Lenin –se lamenta Sujánov– echó por la borda la reforma agraria en forma legislativa, así como la política del Soviet, y proclamó la expropiación organizada de la tierra por los campesinos, sin esperar a que se la concediese ningún poder del Estado.»
«¡No nos interesa nada la república parlamentaria, la democracia burguesa! ¡No nos interesa ningún gobierno que no sea el de los soviets de diputados obreros, soldados y campesinos!»
Al propio tiempo, Lenin trazaba una línea divisoria clara entre él y la mayoría del Soviet, arrojando a ésta al campo enemigo. «Bastaba esto, en los tiempos que corrían, para que el vértigo se apoderara de los oyentes.»
«Sólo la izquierda zimmerwaldiana defiende los intereses proletarios y los de la revolución mundial –dijo Lenin, según la transcripción irritada de Sujánov–. Los demás son oportunistas como los otros, de los que dicen buenas palabras y, en la práctica…, traicionan al socialismo y a las masas obreras.»
«Lenin atacó decididamente la táctica de los elementos dirigentes del partido y los diferentes camaradas antes de llegar él –dice Raskolnikov, completando la referencia de Sujánov–. Estaban presentes los militares más responsables del partido. Pero para ellos el discurso de Ilich fue un verdadero descubrimiento y tendió un Rubicón entre la táctica de ayer y la de hoy.» El Rubicón, como veremos, no se tendió tan pronto.
El discurso no suscitó discusión: todo el mundo estaba como apabullado y quería poner un poco de orden en sus ideas. «Salí a la calle –termina Sujánov– con la sensación de que me habían golpeado la cabeza con un hierro. Sólo veía una cosa clara: ¡No, yo no podría seguir jamás el camino trazado por Lenin!» ¡Claro que no! ¡Pues no faltaba más!
Al día siguiente, Lenin sometió al partido una breve exposición por escrito de sus puntos de vista y que con el nombre de «tesis del 4 de abril» había de convertirse en uno de los documentos más importantes de la revolución. Las tesis expresaban ideas sencillas en palabras no menos sencillas, accesibles a todo el mundo. La república, fruto de la insurrección de Febrero, no es nuestra república, ni la guerra que mantiene es nuestra guerra. La misión de los bolcheviques consiste en derribar al gobierno imperialista. Éste se sostiene gracias al apoyo de los socialrevolucionarios y mencheviques, que a su vez se apoyan en la confianza que en ellos tienen depositada las masas populares.
Nosotros representamos una minoría. En estas condiciones no se puede ni siquiera hablar del empleo de la violencia por nuestra parte. Hay que enseñar a la masa a desconfiar de los conciliadores y defensistas. «Hay que aclarar la situación pacientemente.» El éxito de esta política, impuesta por la situación, es seguro y nos conducirá a la dictadura del proletariado, y con ella a la superación del régimen burgués. Romperemos completamente con el capital, publicaremos sus tratados secretos y llamaremos a los obreros de todo el mundo a romper con la burguesía y a poner fin a la guerra. Iniciaremos la revolución internacional. Sólo el triunfo de ésta consolidará el nuestro y asegurará el tránsito al régimen socialista.
Las tesis de Lenin fueron publicadas exclusivamente como obra suya. Los organismos centrales del partido las acogieron con una hostilidad sólo velada por la perplejidad. Nadie, ni una organización, ni un grupo, ni una persona, estampó su firma al pie de ese documento. Incluso Zinóviev, que había llegado con Lenin del extranjero, donde su pensamiento se había formado durante diez años bajo la influencia directa y cotidiana del maestro, se apartó silenciosamente a un lado. Y este apartamiento no tenía nada de inesperado para el maestro, que conocía muy bien a su discípulo. Kámenev era un propagandista y vulgarizador; Zinóviev, un agitador y nada más que un agitador, según frase de Lenin. Para ser jefe, le faltaba, sobre todo, el sentido de la responsabilidad. Y no sólo esto. Su pensamiento, carente de disciplina interna, es absolutamente incapaz de toda labor teórica y se disuelve en la intuición informe del agitador. Gracias a esta intuición excepcionalmente aguda, Zinóviev cogía siempre al vuelo las fórmulas de que necesitaba, es decir, las que le facilitaban un influjo más efectivo sobre las masas. Lo mismo como orador que como periodista, es siempre, invariablemente, un agitador, con la diferencia de que en los artículos se destacan más sus lados flojos, mientras que en los discursos predominan los fuertes. Zinóviev, mucho más intrépido e impetuoso para la agitación que ningún otro bolchevique, es aún más incapaz que Kámenev de toda iniciativa revolucionaria. Es indeciso, como todos los demagogos. Al pasar de la palestra de las querellas intestinas a los combates directos de masas, Zinóviev se apartaba casi automáticamente de su maestro.
Durante estos últimos años, no han faltado tentativas encaminadas a demostrar que la crisis sufrida por el partido en abril no fue más que una desorientación pasajera y casi casual. Al menor contacto con los hechos, estas tentativas se desvanecen.[11]
Lo que ya sabemos respecto a la actuación del partido en el transcurso del mes de marzo nos revela la existencia de discrepancias profundísimas entre Lenin y los dirigentes petersburgueses. Precisamente en el momento de llegar Lenin a Petrogrado estas discrepancias cobraban su máxima tensión. A la par que la asamblea de representantes de los 82 soviets, en que Kámenev y Stalin votaron por la proposición acerca del poder presentada por los socialrevolucionarios y los mencheviques, celebrábase en Petrogrado una reunión de bolcheviques llegados de todos los puntos de Rusia. Esta reunión, a la que Lenin sólo asistió hacia el final, tiene excepcional interés, pues revela el estado de espíritu y las opiniones del partido, o, por mejor decir, de su sector dirigente tal y como había salido de la guerra. La lectura de las actas, que hasta hoy nos deja a menudo perplejos, sugiere esta pregunta: ¿es posible que un partido representado por aquellos delegados pudiera tomar el poder con mano férrea siete meses después?
Ha transcurrido ya un mes desde el derrumbamiento de la autocracia, plazo considerable tanto para la revolución como para la guerra. Sin embargo, en el partido no se han definido aún las posiciones acerca de los problemas más candentes de la revolución.
Los patriotas extremos como Voitinski, Eliava y otros, tomaban parte en la reunión al lado de los que se consideraban internacionalistas. El tanto por ciento de patriotas declarados, aunque incomparablemente inferior al de los mencheviques, era considerable. La conferencia dejó en pie la cuestión que se planteaba: ¿separarse los patriotas del partido, o unirse a los patriotas mencheviques? En los intervalos de las sesiones de la asamblea bolchevista celebrábanse otras en que tomaban parte conjuntamente los bolcheviques y los mencheviques delegados a la conferencia soviética, con el fin de deliberar acerca de la guerra. El más exaltado de los patriotas mencheviques, Líber, declaró en esta reunión: «Hay que dejar a un lado la antigua división en bolcheviques y mencheviques y tratar exclusivamente nuestra actitud ante la guerra.» El bolchevique Voitinski se apresuró a proclamar que estaba dispuesto a poner su firma debajo de todas y cada una de las palabras de Líber. Todos revueltos, bolcheviques y mencheviques, patriotas e internacionalistas, buscaban una fórmula común para expresar su actitud ante la guerra.
Donde las opiniones de la asamblea bolchevique hallaron, indudablemente, su expresión más adecuada fue en el informe de Stalin acerca de la actitud que habría de mantenerse frente al gobierno provisional. No hay más remedio que reproducir aquí la idea central de este informe, que, al igual que las citadas actas, no ha visto hasta ahora la luz. «El poder está compartido por dos órganos, ninguno de los cuales tiene su plenitud. Entre ellos hay, y necesariamente tiene que haber, rozamientos y luchas. Los papeles se han repartido. El Soviet ha asumido, de hecho, la iniciativa de las transformaciones revolucionarias; el Soviet es el guía revolucionario del pueblo insurreccionado, un órgano destinado a controlar al gobierno provisional. Este, por su parte, ha abrazado, en la práctica, la misión de consolidar las conquistas del pueblo revolucionario. El Soviet moviliza las fuerzas, controla. El gobierno provisional, resistiendo, tropezando, se asigna por cometido consolidar las conquistas del pueblo arrancadas ya de un modo efectivo por éste. Esta situación tiene aspectos negativos, pero también positivos: no nos convendría forzar por ahora los acontecimientos, acelerando el proceso de eliminación de los sectores burgueses, que más tarde deberán inevitablemente apartarse de nosotros.»
El ponente, pasando por alto el concepto de clase, enfoca las relaciones entre la burguesía y el proletariado como una simple división del trabajo. Los obreros y soldados hacen la revolución, Guchkov y Miliukov la «consolidan». Es exactamente la concepción tradicional del menchevismo, una mala copia de los acontecimientos de 1789. Esta actitud de mera observación expectativa ante el proceso histórico, la asignación de «misiones» a las distantes clases y la vigilancia crítica y tutelar de su cumplimiento, no puede ser más menchevique.
La idea de que no es conveniente acelerar el desplazamiento de la burguesía por la revolución fue siempre el criterio supremo de toda la política del menchevismo. Esto, en la práctica, significaba frenar, poner sordina al movimiento de las masas para no asustar a los aliados liberales. Finalmente, las conclusiones de Stalin respecto al gobierno provisional entran de lleno en la fórmula equívoca de los conciliadores: «Hay que apoyar al gobierno provisional en la medida en que éste consolide los avances de la revolución; por el contrario, no se le deberá apoyar en aquello en que sea contrarrevolucionario.»
El informe de Stalin fue presentado el día 29 de marzo. Al día siguiente, el ponente oficial de la asamblea de los soviets, el socialdemócrata Stieklov, que se hallaba al margen de todo el partido, al defender aquel criterio de apoyo condicionado al gobierno provisional, trazaba, arrastrado por la elocuencia, un cuadro tal de la actuación de estos «consolidadores» de la revolución –resistencia a las reformas sociales, tendencias monárquicas, protección a las fuerzas contrarrevolucionarias, apetitos anexionistas– que la conferencia de los bolcheviques, inquieta, hubo de abandonar la fórmula de apoyo. El bolchevique de derecha Noguin, declaró: «El informe de Stieklov ha aportado nuevos elementos de juicio; claro está que ahora no se puede ya hablar de apoyo, sino, por el contrario, de resistencia.» Skripnik llegaba también a la conclusión de que, después del informe de Stieklov, «las cosas han cambiado mucho: ya no se puede hablar de apoyar al gobierno provisional; nos hallamos en presencia de un complot tramado por éste contra el pueblo y la revolución.» Un día antes de que trazaran aquel cuadro idílico de «división del trabajo» entre el gobierno provisional y el Soviet, Stalin viose obligado a suprimir el punto relativo al apoyo. Se promovieron unos cuantos debates breves y superficiales en torno a la cuestión de saber si debería apoyarse al gobierno provisional «en la medida en que…», o únicamente su acción revolucionaria. Vasiliev, delegado de Saratov, declaró, no sin fundamento: «Respecto al gobierno provisional, tenemos todos una misma actitud.» Krestinski formuló la situación de un modo todavía más claro: «Entre Stalin y Voitinski no hay discrepancias, por lo que a la actuación práctica se refiere.» Krestinski no estaba completamente falto de razón, a pesar de que Voitinski se pasó a los mencheviques inmediatamente después de la conferencia; Stalin suprimió la alusión al apoyo, pero el apoyo como tal quedó en pie. El único que intentó plantear la cuestión desde el punto de vista de los principios fue Krasikov, uno de aquellos viejos bolcheviques que habían estado apartados del partido durante una serie de años y que ahora intentaban retornar a sus filas cargados con el peso de la experiencia de la vida. Krasikov no se asustó de llamar a las cosas por su nombre: «¿Es que os disponéis, acaso, a instaurar la dictadura del proletariado?», preguntaba irónicamente. Pero la conferencia pasó por alto la ironía, y, con ello, la pregunta, como cosa poco digna de atención. La resolución votada por la conferencia invitaba a la democracia revolucionaria a impulsar al gobierno provisional «a luchar con todas sus fuerzas por liquidar de raíz el viejo régimen»; es decir, que reservaba al partido el papel de institutriz de la burguesía.
Al día siguiente se deliberó acerca de la proposición presentada por Tsereteli sobre la unión de bolcheviques y mencheviques. Stalin acogió la proposición con toda simpatía: «Debemos acceder a lo solicitado. Es necesario que definamos nuestro punto de vista acerca de la unificación. Ésta podrá realizarse sobre las bases de Zimmerwald-Kienthal.» Mólotov, separado por Kámenev y Stalin de la Pravda a causa de la orientación excesivamente radical que imprimía al periódico, objetó que Tsereteli pretendía unir a elementos heterogéneos, que él se calificaba también de zimmerwaldiano y que la unión así concebida sería falsa. Pero Stalin insistía en su punto de vista: «No hay por qué adelantarse a los acontecimientos –decía– y hablar de antemano de discrepancias. Sin discrepancias de criterio no cabe vida de partido; en el seno de éste, acabaremos con las pequeñas desavenencias.» Diríase que toda la lucha sostenida por Lenin contra el socialpatriotismo y su máscara pacifista durante los años de la guerra había sido completamente inútil. En septiembre de 1916, Lenin escribía a Petrogrado con gran insistencia, por medio de Shliapnikov:
«El espíritu conciliador y las tendencias unificadoras es lo más nocivo que pueda existir para el partido obrero en Rusia; es, no sólo una idiotez, sino la ruina del partido… Sólo podemos fiarnos de los que han sabido comprender todo el engaño que se encierra en la idea de unidad y la necesidad de romper con toda esa cofradía (con Cheidse y compañía) en Rusia.»
Pero esta advertencia pasó desapercibida. Stalin entendía que las discrepancias de criterio con Tsereteli, director del bloque del Soviet, eran pequeñas desavenencias con las que se podía acabar dentro del partido unificado. Este criterio es el que mejor refleja las ideas de Stalin en aquel entonces.
El 4 de abril, Lenin se presenta en la conferencia bolchevista. Su discurso, encaminado a comentar las «tesis», equivale, dentro de las tareas prácticas de la conferencia, a la esponja húmeda del maestro que borra todo lo escrito en el encerado por el alumno sin preparación.
«¿Por qué no se ha tomado el poder?», pregunta Lenin. Poco antes, Stieklov había explicado confusamente, en la asamblea del Soviet, las causas de la abstención: el carácter burgués de la revolución, la «primera etapa», la guerra, etc., etc. «Esto es absurdo –declara Lenin–. La única razón es que el proletariado no es lo bastante consciente todavía ni está suficientemente organizado. Hay que reconocerlo. La fuerza material reside en manos del proletariado; pero la burguesía ha resultado ser más consciente y estar mejor preparada. Es un hecho monstruoso, pero hay que reconocerlo franca y abiertamente y decir al pueblo que si no ha tomado el poder, ha sido por su desorganización y la falta en él de una conciencia clara.»
Lenin sacó el problema de la madriguera de falso objetivismo en que se atrincheraban los elementos del partido que habían capitulado políticamente, para situarla en el terreno subjetivo. El proletariado no había tomado el poder en febrero, porque el partido de los bolcheviques no estuvo a la altura de su misión objetiva y no pudo impedir que los conciliadores expropiaran políticamente a las masas del pueblo en provecho de la burguesía.
Todavía el día anterior, el abogado Krasikov decía, en tono de reto: «Si entendemos que ha llegado el momento de implantar la dictadura del proletariado, hay que plantear la cuestión así. La fuerza física, en el sentido de la toma del poder, está indudablemente con nosotros.» Al llegar aquí, el presidente quitó la palabra a Krasikov, alegando que se estaban discutiendo objetivos prácticos y que el problema de la dictadura no figuraba en el orden del día. Pero Lenin estimaba que el único problema verdaderamente práctico que se planteaba era precisamente el de preparar la dictadura del proletariado. «La característica del momento actual en Rusia –decía en sus «tesis»– consiste en el tránsito de la primera etapa de la revolución, que ha dado el poder a la burguesía por carecer el proletariado de la organización y la claridad de conciencia necesarias a la segunda, que deberá entregar el poder al proletariado y a los campesinos pobres.»
La conferencia bolchevique, siguiendo las huellas de la Pravda, circunscribía los objetivos de la revolución a las transformaciones democráticas que habrían de realizarse por medio de la Asamblea constituyente. Lenin, por el contrario, declaraba: «La realidad viva y la revolución relegan la Asamblea constituyente a segundo término… La dictadura del proletariado existe, pero no se sabe qué hacer con ella.»
Los delegados se miraban unos a otros, se decían que Ilich había pasado demasiado tiempo en el extranjero, que no se había dado plena cuenta de la situación, que estaba orientada. Pero el informe de Stalin acerca de una prudente división del trabajo entre el gobierno provisional y el Soviet se hundió para siempre y sin remedio en el pasado que no vuelve. Stalin, después de aquello, selló los labios. Se estará largo tiempo callado. Sólo Kámenev se alzará para defenderse.
Ya desde Ginebra, Lenin advertía en sus cartas que estaba dispuesto a romper con todo el que hiciera la menor concesión en punto a la guerra y al chauvinismo o se inclinase a pactar con la burguesía. Ahora, puesto frente a frente con el sector dirigente del partido, se lanza al ataque en toda la línea. Por el momento, no cita todavía nombres de bolcheviques. Si tiene necesidad de aludir a algún ejemplo viviente de falsedad o de medias tintas, señala con el dedo a los elementos que se hallan fuera del partido, a Stieklov o a Cheidse. Es el procedimiento habitual de Lenin: no dejar a nadie abandonado en su posición prematuramente, con el fin de darle tiempo a volver al buen camino, debilitando con ello de antemano la posición de los futuros enemigos declarados. Kámenev y Stalin entendían que, después de Febrero, el soldado y el obrero que luchaban en las trincheras, defendían la revolución. Lenin opina que el soldado y el obrero siguen encadenados a la guerra como forzados de galeras del capital. «Hasta nuestros bolcheviques –dice, estrechando el cerco de los adversarios– manifiestan confianza en el gobierno. Esto sólo se puede explicar por la embriaguez de la revolución. Es la ruina del socialismo… Si es así, tendremos que tomar caminos distintos; aunque para ello tenga que quedarme en minoría.» No se trata de una simple amenaza oratoria: se ve que es una senda clara y meditada que sabe adónde conduce.
Lenin, que no quiere nombrar a Kámenev ni a Stalin, se ve obligado, sin embargo, a mentar el periódico: «La Pravda exige del gobierno que renuncie a las anexiones. Exigir que un gobierno de capitalistas renuncie a las anexiones es una estupidez, es una burla escandalosa…» La indignación contenida sale aquí a la superficie en una nota aguda. Pero el orador se domina inmediatamente; está dispuesto a decir todo lo que sea necesario, pero ni una sola palabra superflua. De paso, Lenin da normas incomparables de política revolucionaria: «Cuando las masas declaran que no quieren conquistas, hay que creerlas; pero cuando Guchkov y Lvov dicen lo mismo, son unos impostores. Cuando el obrero dice que lucha por la defensa del país, habla en él el instinto del hombre oprimido.» Este criterio, llamado por su nombre, parece simple como la vida misma, pero la dificultad consiste precisamente en eso, en llamarlo a tiempo por su nombre.
Refiriéndose al manifiesto del Soviet «A todos los pueblos del mundo», que había dado pie al periódico liberal Riech para declarar que el pacifismo se transformaba en Rusia en una ideología común a «nosotros y a nuestros aliados», Lenin se expresa todavía con más precisión y de un modo más contundente: «Lo que caracteriza a Rusia es el tránsito gigantescamente rápido de la violencia brutal a la añagaza más refinada.»
«Si este manifiesto –escribía Stalin, hablando de él– llega hasta las grandes masas de Occidente, hará indudablemente a miles de obreros volver los ojos al grito olvidado: ¡Proletarios de todos los países, uníos!»
«En el manifiesto del Soviet –objeta Lenin– no hay ni una palabra impregnada de conciencia de clase, frases todo y nada más que frases.» Este documento, del que tanto se enorgullecían los zimmerwaldianos domesticados, no era a los ojos de Lenin, más que un instrumento de aquella «refinada añagaza».
Antes de llegar Lenin, la Pravda no hablaba para nada de la izquierda zimmerwaldiana. Al referirse a la Internacional, no indicaba concretamente cuál. Esto era lo que Lenin calificaba de «kautskismo» de la Pravda. «En Zimmerwald y Kienthal –declaraba, en la conferencia del partido– prevaleció el centro… Nosotros declaramos que constituíamos la izquierda y rompimos con el centro. Las tendencias de la izquierda zimmerwaldiana existen en todos los países del mundo. Las masas deben comprender que el socialismo se ha escindido en todas partes…»
Tres días antes, Stalin proclamaba en aquella misma asamblea que estaba dispuesto a liquidar las discrepancias de criterio con Tsereteli sobre las bases de Zimmerwald-Kienthal, es decir, sobre las bases del «kautskismo».
«He oído decir que en Rusia hay una tendencia unificadora –decía Lenin– de unificación con los defensistas, y declaro que sería una traición contra el socialismo. A mi juicio, vale más quedarse solo, como Liebknecht. ¡Uno contra ciento diez!»
La acusación de traición contra el socialismo, que, por ahora, se lanza todavía contra alguien a quien no se nombra, es algo más que una «palabra fuerte», pues expresa perfectamente la actitud de Lenin frente a los bolcheviques que tendían un dedo a los socialpatriotas. Al contrario de Stalin, que juzgaba posible la unión con los mencheviques, Lenin considera inadmisible seguir compartiendo con ellos el nombre de socialdemócratas. «Personalmente propongo –dice– que modifiquemos el nombre del partido, llamándolo partido comunista.» «Personalmente» quería decir que ninguno de los que tomaban parte en la conferencia estaba de acuerdo con aquel gesto simbólico de ruptura definitiva con la II Internacional.
«¿Teméis traicionar los viejos recuerdos? –dice el orador a los delegados, confusos, perplejos, algunos indignados–. Ha llegado el momento de cambiar de ropa interior, el momento de quitarse la camisa sucia y ponerse otra limpia.» E insiste nuevamente: «No os aferréis a un viejo término podrido hasta la médula. Constituid un nuevo partido… y todos los oprimidos del mundo vendrán a vuestro lado.»
Ante la grandiosidad de la misión aún no iniciada, ante la confusión ideológica que reina en las propias filas, la idea fija del tiempo precioso, estúpidamente malgastado en recepciones, saludos, homenajes, acuerdos rituales, arranca un grito al orador: «¡Basta de saludos y de resoluciones; es hora ya de poner manos a la obra, de entregarse a una labor práctica y sobria!»
Una hora después, Lenin, en la reunión mixta de bolcheviques y mencheviques, ya convocada, se veía obligado a repetir su discurso, que a la mayoría de los oyentes pareció algo así como una burla o un delirio. Los más condescendientes se alzaban de hombros. ¡Ese hombre ha caído de la luna: apenas se ha apeado en la estación de Finlandia, después de una ausencia de diez años, y predica de sopetón la toma del poder por el proletariado! Los patriotas más malévolos recordaban lo del «vagón precintado». Stankievich atestigua que el discurso de Lenin llenó de alegría a sus adversarios: «Un hombre que dice tales tonterías no es peligroso. Está bien que haya venido, para ponerse en evidencia ante todo el mundo… Él mismo se quitará de en medio.»
Sin embargo, a pesar de toda su audacia revolucionaria, a pesar de la decisión inflexible de romper incluso con los correligionarios y compañeros de armas de muchos años, que no fuesen capaces de marchar abrazados con la revolución, el discurso de Lenin, en que todas las partes guardan un equilibrio armónico, está impregnado de un profundo realismo y de un sentido inequívoco de las masas. Precisamente por esto tenía que parecerles fantástico a aquellos demócratas, que no sabían más que deslizarse por la superficie.
Los bolcheviques representan una pequeña minoría en los soviets, y Lenin piensa en tomar el poder. ¿Qué era esto más que aventurerismo? No; en el modo como Lenin planteaba la cuestión no había ni un ápice de aventurerismo. Lenin no cierra ni un momento los ojos ante el estado de espíritu «honradamente» defensista que reina en las masas. Sin fundirse con ellas, no se dispone a obrar a sus espaldas. «Nosotros no somos unos charlatanes –dice, saliendo al paso de los futuros reproches y objeciones, y sólo hemos de apoyarnos en la conciencia de las masas. No importa que nos veamos obligados a estar en minoría. Si es así, vale la pena renunciar por algún tiempo al papel de dirigentes; no, no temamos quedarnos en minoría.» No temamos quedarnos en minoría, aunque ésta sea sólo ¡de uno contra ciento diez!, como Liebknecht. He aquí el leit motiv de todo el discurso.
«El verdadero gobierno es el Soviet de diputados obreros… En el Soviet, nuestro partido representa una minoría… ¡Qué le vamos a hacer! No tenemos más remedio que explicar pacientemente, con insistencia, de un modo sistemático, lo erróneo de la táctica desplegada. Mientras seamos minoría, realizaremos una labor de crítica para librar a las masas del engaño. No queremos que éstas den crédito exclusivamente a nuestras palabras. Nosotros no somos unos charlatanes. Queremos que las masas se libren de sus errores de la mano de la experiencia.» No hay que temer quedarse en minoría. No para siempre, sino por algún tiempo. Ya llegará el tiempo del bolchevismo. «La experiencia demostrará que nuestra orientación es acertada… La guerra traerá a nuestro lado a todos los oprimidos. Es el único camino que les queda.»
«En la conferencia unificadora –cuenta Sujánov– Lenin fue la encarnación viva de la escisión… Recuerdo a Bogdanov (menchevique destacado), que estaba sentado a dos pasos de la tribuna de los oradores. ¡Esto es un delirio –decía, interrumpiendo a Lenin–, es el delirio de un loco!… ¡Es una vergüenza que se aplauda este galimatías –gritaba lívido de indignación y de desprecio dirigiéndose, al auditorio–; os estáis llenando de oprobio! ¡Y aún os llamáis marxistas!»
El ex miembro del Comité central bolchevista, Goldenberg, que en aquel entonces se hallaba fuera del partido, enjuició el debate de las tesis de Lenin de este modo categórico: «El puesto de Bakunin en la revolución rusa, vacante durante tantos años, viene a ocuparlo ahora Lenin.»
«Su programa –escribe a la vuelta de algún tiempo, el socialrevolucionario Zenzinov– fue entonces acogido más con burla que con indignación. Tan absurdo le parecía a todo el mundo.»
Aquel mismo día por la noche, en una conversación que tuvieron dos socialistas con Miliukov, en la antesala de la Comisión de enlace, salió el tema de Lenin. Skobelev dijo que era «un hombre completamente gastado que se halla al margen del movimiento». Sujánov hizo suya la opinión de Skobelev, y añadió que Lenin era «tan indeseable para todo el mundo, que actualmente no supone absolutamente ningún peligro para mi interlocutor Miliukov». Y, sin embargo, en aquella conversación los papeles se repartían exactamente tal y como lo había pronosticado Lenin: los socialistas salvaguardan la tranquilidad del liberal contra los quebraderos de cabeza que pudiera causarle el bolchevismo.
Los rumores de que todo el mundo tenía a Lenin por un mal marxista llegaron hasta al embajador británico. «Entre los anarquistas que han llegado del extranjero –escribía Buchanan– está Lenin, que ha venido de Alemania en un vagón precintado. Lenin se ha presentado al público por primera vez en una asamblea del partido socialdemócrata, y ha sido mal acogido.»
El que más cauto se mostró en aquellos días con Lenin fue seguramente Kerenski, que, inesperadamente, hablando con los miembros del gobierno provisional, declaró que quería ir a ver a Lenin, y como la perplejidad de sus interlocutores le dictase algunas preguntas, las contestó del siguiente modo: «¿No veis que vive completamente aislado, que no sabe nada, que lo ve todo a través de los lentes de su fanatismo, que no tiene nadie a su lado que pueda orientarle acerca de la realidad?» Tales fueron sus palabras, según testimonio de Nabokov. De todos modos, Kerenski no dispuso de tiempo para ir a orientar a Lenin «acerca de la realidad».
Las tesis leninistas de abril no sólo provocaron el asombro y la indignación de los enemigos y adversarios, sino que empujaron a una serie de viejos bolcheviques al campo del menchevismo o al de aquel grupo intermedio que se congregaba en torno al periódico de Gorki. Estas bajas no tuvieron una importancia política considerable.
Incomparablemente más importante fue la impresión que la actitud de Lenin produjo a todo el sector dirigente del partido. «En los primeros días de su llegada –dice Sujánov–, su completo aislamiento entre todos los compañeros conscientes del partido no ofrece la menor duda.» «Incluso sus correligionarios, los bolcheviques, confirma el socialrevolucionario Zenzinov, le volvieron, confusos, la espalda.» Los autores de estas referencias se veían a diario con los dirigentes bolcheviques en el Comité ejecutivo, y tenían noticias frescas. Mas tampoco faltan testimonios congruentes de las filas bolcheviques. «Cuando aparecieron las tesis de Lenin –recordaba más tarde Zichon, esfumando considerablemente las tintas, como la mayoría de los viejos bolcheviques desorientados en el momento de la revolución de Febrero–, en nuestro partido se notaron algunas vacilaciones. Muchos camaradas entendían que Lenin era víctima de una aberración sindicalista, que había perdido el contacto con la realidad rusa, que no tenía en cuenta la situación, el momento, etc.» Uno de los militantes provinciales de más relieve, Lebedev, escribe: «Al llegar Lenin a Rusia, su posición, incomprensible en un principio aun para los propios bolcheviques, a los cuales nos parecía utópica e informada por su prolongado apartamiento de la vida rusa, fue asimilada poco a poco por nosotros, hasta que acabamos, por decirlo así, por impregnarnos de ella.» Zalechski, miembro del Comité de Petrogrado y uno de los organizadores de la recepción, se expresa de un modo más concreto: «Las tesis de Lenin cayeron como una bomba.» Zalechski confirma completamente el aislamiento absoluto en que se dejó a Lenin después de la recepción calurosa e imponente que se le tributó. «En aquel día (4 de abril), el camarada Lenin no encontró un partidario resuelto ni aun dentro de nuestras filas.»
Sin embargo, todavía es más importante el testimonio de la Pravda. El 8 de abril, cuatro días después de publicarse las tesis, cuando había ya la posibilidad de explicarse sin empacho y de comprenderse mutuamente, la redacción de la Pravda decía: «Por lo que se refiere al esquema general del camarada Lenin, lo juzgamos inaceptable, en cuanto arranca del principio de que la revolución democrático-burguesa ha terminado ya y se orienta en el sentido de transformarla inmediatamente en revolución socialista.» Como se ve, el órgano central del partido declaraba abiertamente ante la clase obrera y ante sus enemigos que discrepaba del jefe universalmente reconocido del partido en punto al problema fundamental de la revolución, para la cual habían estado preparándose durante tantos años los cuadros bolcheviques. Basta eso para apreciar en toda su hondura la crisis del partido en el mes de abril, crisis que se produjo como resultado del choque de dos tendencias irreductibles. De no haberse vencido esta crisis, la revolución no hubiera podido seguir adelante.
Notas:
[11] En el gran trabajo colectivo publicado bajo la dirección del profesor Pokrovski Apuntes para la historia de la Revolución de Octubre (t. II. Moscú, 1927), se dedica a la «desorientación» de abril un escrito apologético de un tal Baievski que por la falta absoluta de escrúpulos con que maneja los hechos y los documentos habría que calificar de cínico, si su pueril impotencia no apareciera tan al desnudo.
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