Por Marcelo Enrique Caruso Azcárate
Acápite del libro A Contraluz. Revisita los procesos sociales y políticos de la izquierda en América Latina (segunda edición), Partido del Trabajo, Ciudad de México, 2019, pp. 29‑39. El autor también tiene obra publicada con el seudónimo Fermín González Chávez.
Si algo caracterizó a las teorías revolucionarias socialistas de Marx y Engels fue su permanente crítica a la democracia liberal burguesa y su demanda de una democracia surgida desde el mundo del trabajo, en confrontación con el capital, construida desde abajo y encabezada por el proletariado, en alianza con el campesinado y los sectores sociales excluidos. A esa construcción desde abajo se le conoce como «poder dual» o «doble poder».
Durante el siglo XX, se ha presentado al poder dual o doble poder como la construcción de poderes desde los oprimidos, explotados y dominados, con capacidad para contrarrestar la acción de las clases dominantes en sus espacios de trabajo y vida. Su construcción ha sido siempre un proceso complejo de resistencias, acumulación de experiencias, luchas realizadas por fuerzas sociales y políticas organizadas y articuladas que, en momentos políticos álgidos de las luchas sociales, llegan a vislumbrar la posibilidad política de un cambio radical de las relaciones nacionales de poder. Por lo general, el poder dual es de carácter territorial, local o construido en un área específica del mundo del trabajo. Cuando más se extienden sus tiempos de vida activa, más se afirma la legitimidad de su causa. Pero no hay que confundir al poder dual con el poder popular: el primero es un componente esencial del segundo. Con otras palabras, los poderes duales son parte de ese todo al que denominamos poder popular.
La relación entre los poderes duales y el poder político que se convierte en opción popular revolucionaria, constituye un tema en debate desde los orígenes de la Revolución Rusa:
Mientras Rosa Luxemburgo está a favor de la democracia consejista o de trasladar el poder a los consejos obreros revolucionarios, Lenin desarrolla la estrategia del «poder dual» para derrocar al Estado capitalista y la clase dominante, o sea, un poder paralelo y diferenciado del poder parlamentario y del aparato político-militar del gobierno, estrategia heredada de la experiencia histórica del siglo XIX de la Comuna de París.[1]
En rigor, las visiones de Rosa y Lenin no eran opuestas sino complementarias. La aplicación de una u otra dependía de la fase en que se encontrara la revolución: mientras el poder dual de Lenin, necesario para la toma del poder, se basaba en conquistar la dirección de los soviets, construidos de abajo hacia arriba pero centralizados y con su dirección inicialmente en disputa con la socialdemocracia, el pensamiento antiburocrático y revolucionario de Rosa consideraba a los consejos obreros como la expresión más elevada de las nuevas formas de democracia directa que debía regir al Estado obrero surgido de la revolución. Lo que Rosa demandaba en un contexto de grandes agresiones a la revolución, era lo que Lenin aspiraba aplicar cuando el nuevo Estado obrero, basado en los soviets, lograra funcionar sin agresiones militares externas e internas que tenían colapsada la economía.
La verdadera diferencia entre Rosa y Lenin era sobre el poder del partido, al cual Rosa le tenía fundadas desconfianzas por su experiencia militante junto a la socialdemocracia alemana y a su máximo teórico Kautsky (defendido por Lenin cuando Rosa ya había roto toda relación política con él, pero con quien posteriormente saldaría cuentas en su obra El renegado Kautsky). El debate pasaba por el tipo de Estado, poderes revolucionarios y democracia popular que debía definir el contenido socialista de la revolución, debate aún abierto y que seguramente seguirá abierto por un buen tiempo, cuando la opción más cercana es llegar a gobernar un Estado capitalista.
La experiencia de la Comuna de París encontró continuidad en la Revolución Rusa y sus espacios de un gran Estado multinacional, pero esta vez con mayor profundidad teórica y programática, determinada por un joven y aguerrido proletariado fabril y por un partido de cuadros con una madura conducción política e ideológica. A estas graves dificultades en la correlación de fuerzas se sumó un movimiento campesino y de soldados volcados decididamente a la revolución, pero con una cultura política y social incipiente. Dicha situación influyó mucho en el ascenso de la revolución, en el acelerado desgaste frente a la agresión externa y en la creciente burocratización, la que fue presentada como eje necesario de conducción para la resistencia de un Estado obrero aislado en un mundo imperialista.
Los primeros y heroicos siete años de la Revolución Rusa estuvieron acompañados por diversas variables que finalmente marcaron su futuro y que se pueden sintetizar así: 1) un sólido aunque muy joven proletariado fabril; 2) un partido de militantes probados en la acción, con una madura conducción política e ideológica; 3) un movimiento campesino con mucho atraso cultural, pero que se incorporó decididamente a la revolución; 4) la invasión de ejércitos extranjeros contrarrevolucionarios en una guerra que diezmó a sus mejores líderes sociales y políticos; 5) una revolución que rápidamente quedó aislada del mundo; y 6) la muerte de Lenin, su líder estratégico. Todo esto influyó en la sostenibilidad de su resistencia y en la profundización de las medidas revolucionarias inicialmente propuestas por el Partido Bolchevique, pero también generó las condiciones para su posterior degeneración burocrática.
En un imperio autoritario liderado por el Zar de Rusia, donde el peso de los trabajadores era minoritario y la sociedad civil popular estaba en gestación, las contradicciones de clase fueron profundas. De ello se podían esperar estallidos sociales que, con una conducción acertada, construyeran procesos con salto de etapas históricas, tema analizado por Trotski en su obra sobre la Revolución Permanente,[2] y que más adelante fue desarrollado por Gramsci en sus tesis sobre la guerra de movimientos.[3] Lenin planteó en 1905 la consigna de «dictadura democrática del proletariado y el campesinado» como forma de realizar la hegemonía del proletariado en el contexto de la revolución burguesa, posición que mantuvo hasta abril de 1917. A partir de entonces pasó a apoyar la consigna de «dictadura democrática del proletariado», saldando el antiguo debate sobre el papel del campesinado en la revolución y dando más contundencia a su función como instrumento de tránsito hacia el socialismo. Lenin y Trotski comprendieron los límites de la revolución democrática burguesa que inicialmente derrocó al Zar y avizoraron la posibilidad de pasar a la revolución proletaria. Por ello, se plantearon la estrategia de enfrentar los ataques contrarrevolucionarios hacia el nuevo gobierno revolucionario, que nació encapsulado en un Estado feudal-burgués, pero convencido de la necesidad del ejercicio radical del poder obrero y popular. Se propusieron saltar en forma rápida la fase de la república burguesa en formación, a través de la dictadura democrática del proletariado, y avanzar hacia un gobierno y un Estado obrero. No concibieron una dictadura de élites, sino de la vanguardia trabajadora del país sobre los explotadores de todo el pueblo.
https://medium.com/la-tiza/la-dictadura-del-proletariado-de-marx-a-lenin-9a6bef254234
Fue común en esa época caracterizar al Zar y a los gobiernos burgueses como dictaduras de clase. Por eso pensaban que la alternativa era un gobierno que, como poder alternativo, tomara la forma de la dictadura de los explotados. Colocaron como sustento y órgano de gestión de ese poder revolucionario a un sujeto colectivo proletario, aliado al campesinado, que lo ejerciera democráticamente durante la fase transitoria entre capitalismo y socialismo, a la espera de ser acompañados por las nuevas revoluciones en curso en Europa. Pero las revoluciones en otros países de Europa fueron derrotadas, en particular en Alemania y Hungría, y la esperada transición al socialismo en conjunto con otros países, se retrasó, se estancó y generó un aislamiento creciente.
Con las dificultades políticas y culturales mencionadas, volvió a renacer, con otras formas, la figura del poder dictatorial personalizado, ahora encarnada en un dictador autoungido como el salvador de la revolución en peligro, arropado «teóricamente» por la tesis de la posibilidad de construir «el socialismo en un solo país». La expansión del ejemplo soviético se frenó y golpeó su carácter solidario internacionalista. Toda lucha revolucionaria tenía que incluir como estrategia fundamental el apoyar a la Unión Soviética, por encima de su propio triunfo. Así, contuvieron la revolución mundial y aspiraron a convivir con el capitalismo en el contexto de la idealizada «coexistencia pacífica». La naciente y temerosa burocracia adquirió su propia forma de conducir el proceso; mientras que «el Partido Bolchevique dirigió a las masas, la burocracia comenzó a darles órdenes. Los bolcheviques accedieron a la dirección expresando correctamente los intereses de las masas; la burocracia se vio obligada a recurrir a las órdenes para salvaguardar sus intereses contra los de las masas».[4]
Un abordaje especial merece en este debate sobre el Estado y las luchas revolucionarias por su transformación el pensamiento de Antonio Gramsci. Luego de la muerte de Lenin, Gramsci se pronunció desde la cárcel contra el creciente «centralismo burocrático» en la Unión Soviética. Su pensamiento fue una visión alternativa a los nuevos voceros del «marxismo‑leninismo» como doctrina oficial, si bien sus condiciones no le permitieron hacerlo desde una oposición declarada. En su concepción del Estado y la sociedad como un «bloque histórico»,[5] trasladó el centro, del análisis del determinismo económico, al papel de una filosofía de la historia basada en los sujetos sociales, en sus capacidades y voluntades para superar las dificultades objetivas. Sus planteamientos reabrieron el debate de la relación entre modo de producción, democracia y sujeto social de derechos. También dieron fundamento a quienes luchan por retomar la propuesta histórica de la democracia participativa directa o democracia popular, esencia del socialismo sin adjetivos o el socialismo de la vida cotidiana.
La Comuna de París no alcanzó a abordar y resolver los debates sobre las formas democráticas del ejercicio del poder, pero dejó claridades sobre las raíces del nuevo «no Estado» que planteara Marx y sobre la importancia de la praxis para la construcción concreta del pensamiento filosófico. Los revolucionarios rusos, en su originaria construcción del conocimiento para la toma y ejercicio del poder de pilares epistemológicos, tenían claro que su avance no podía basarse en la democracia representativa, pero solo pocos de ellos alcanzaron a comprender, en profundidad, la democracia directa que fluía de los soviets. Lenin fue quien más alcanzó a referirse sobre el tema en sus discursos e informes, y posteriormente lo hizo Trotski. Sus aportes se dirigían a explicar la trascendencia de esa democracia revolucionaria naciente y la necesaria protección de sus inéditos y estratégicos espacios de clase, que al mismo tiempo eran instrumentos de poder. Pero, al encontrarse el partido en una situación de grandes exigencias económicas, acoso militar y desafíos transformadores, pese a que fueron muchos y brillantes los debates (teóricos y concretos) que sobre otros temas se realizaron en esa primera etapa de la revolución, el tema de la democracia en la construcción del socialismo quedó relegado y, posteriormente, interesadamente olvidado.
Stalin se apropió del partido y del aparato del Estado. Se cumplía así la profecía anarquista, parecida en ciertos aspectos a la de Rosa de Luxemburgo. Las causas fueron muy distintas a las pronosticadas por ambas partes pero las consecuencias muy parecidas. Por eso es relevante reafirmar que si los revolucionarios bolcheviques no hubieran actuado como un Estado obrero centralizado, a lo que se oponían los anarquistas, seguramente la revolución no habría sobrevivido a la contrarrevolución internacional. Los mejores militantes bolcheviques cayeron en la guerra civil, lo que abrió el camino para que una capa conservadora del partido, apoyada en los miembros incorporados con posterioridad a la revolución, tomara la conducción y frenara el ímpetu revolucionario hasta el punto de aplastarlo. Esa capa conservadora terminó copiando la concepción del Estado autoritario zarista, homogenizando el pensamiento y las conductas de la población desde la mediocridad burocrática, suplantando la democracia directa que caracterizó sus inicios y reprimiendo en forma implacable toda diferencia política.
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La historia de la deformación de la revolución volvió a repetirse y alcanzó su punto álgido en 1937 con los juicios de Moscú, con los cuales fueron fusilados los últimos bolcheviques que condujeron la Revolución de Octubre. Y, cuando más se requería del internacionalismo revolucionario, se inició la revolución y guerra civil española, sobre la cual cayeron todas las bombas que ya ensayaban los ejércitos nazis, así como todas las miserias y deformaciones del estalinismo. En España, la fase revolucionaria fue muy corta para generar cimientos sólidos que pudieran contener la agresión externa e interna. Fue la etapa más difícil de la lucha revolucionaria mundial. Se habla de un retroceso histórico que culminó en la Segunda Guerra Mundial, donde el objetivo oculto de los ejércitos enfrentados en una disputa intrasistémica por la hegemonía imperialista fue la liquidación de la Unión Soviética, con la diferencia de que la Revolución Rusa alcanzó, en sus primeros años, avances transformadores profundos desde la hegemonía de los trabajadores que se extendieron como referente por todo el mundo: colectivización de la propiedad de los grandes medios de producción y la mayoría de las tierras, y un gran desarrollo de la industria pesada. Sobre esas conquistas se montó la nueva casta burocrática para presentarse como responsable del salto gigantesco en la economía que permitió el primer impulso de la Unión Soviética. Se generó una mayor inclusión en los derechos económicos y sociales, al mismo tiempo que se iba liquidando la democracia directa de los soviets.
La Segunda Guerra Mundial, con su política de tierra arrasada en Rusia, destrozó los avances de la URSS y acabó con los mejores líderes obreros y populares que habían vivido la Revolución Bolchevique y sobrevivido a la guerra civil y a las purgas de Stalin. La heroica resistencia del Ejército Rojo y la población en la batalla casa a casa de la destruida Stalingrado (hoy Volgogrado) marcó el fin de la ofensiva del ejército alemán y el inicio de la derrota de los ejércitos del nazismo, lo cual generó en la posguerra un salto en la ola mundial de la revolución, en particular, de los movimientos de liberación nacional y social. Pero el costo material, sobre todo en vidas que representaban experiencias y saberes democráticos acumulados en la Unión Soviética, fue muy grande. En términos modernos, la resiliencia del pueblo soviético fue enorme, pero no podía reemplazar el liderazgo acumulado por Lenin y sus «muchachos» durante décadas, lo cual explica, entre otras razones, por qué no pudo darse una revolución política, como había vaticinado Trotski, capaz de recuperar el espíritu de los primeros siete años de la revolución.
Sin liderazgos revolucionarios en los nuevos Estados obreros de Europa y con partidos comunistas obligados a acompañar las políticas de coexistencia pacífica entre los dos bloques (que en realidad era una coexistencia atómica) los pueblos del llamado Tercer Mundo encontraron su ruta de lucha antiimperialista y anticolonial con líderes nacionalistas carismáticos, unos más transformadores que otros, como Nasser en Egipto, Ben Bella en Argelia, Perón en Argentina o Gaitán en Colombia. Estos, junto con la Revolución China y el liderazgo de Mao, encabezaron el ascenso de las luchas de liberación nacional y social de posguerra, etapa en la que el liderazgo de Stalin comenzó a debilitarse.
Pero el titánico esfuerzo no había sido en vano. En sus primeros siete años, la Revolución Rusa logró demostrar que, en medio del más grande atraso económico, político y cultural generado por la monarquía del Zar, era posible transitar por el camino de una nueva sociedad más justa, más participativa y democrática que los acercara hacia una sociedad socialista que necesariamente debería ser global. Aun los Estados obreros que se extendieron por Europa Oriental después de la Segunda Guerra Mundial y nacieron con profundas deformaciones en las relaciones democráticas de poder, aportaron impulsos revolucionarios al mundo de los trabajadores. Estos permitieron el surgimiento de nuevas revoluciones como la vietnamita, la cubana, la sandinista, la salvadoreña, y las de África y Asia, que obligaron al capitalismo en su fase imperialista a conceder conquistas democráticas, derechos económicos, laborales y sociales, como parte de su respuesta a una competencia intersistémica que duró más de setenta años. Otra cosa es que la revolución política, a la que aspiraban quienes se oponían a la degeneración burocrática, no logró triunfar. Frente a ello, la reversibilidad de la existencia del degenerado Estado obrero soviético fue históricamente inevitable. Ese desenlace, que sorprendió al propio capitalismo, no tenía salidas intermedias: profundizaba la revolución en su carácter político democrático directo o regresaba al capitalismo más salvaje. Esto último fue lo que sucedió. De nada valieron las luchas al interior del mismo aparato dirigente del Partido Comunista de la Unión Soviética, de quienes intentaron frenar la regresión, pues entendieron que el fin del Estado obrero era el fin de su propio poder burocrático.[6]
La expropiación del poder de los trabajadores, iniciada luego de la muerte de Lenin, derivó al interior de la Unión Soviética en una tragedia autoritaria que luego se continuó en un conformismo y una crítica interna superficial incapaz de revertir el proceso. La casta instalada en el poder tuvo un acuerdo tácito con las cúpulas del imperialismo para mantener el equilibrio mundial: en Yalta dividieron al mundo con el objetivo de tratar de impedir toda profundización de los procesos revolucionarios que escaparan de su control.
No es casual que la perestroika de Gorbachov comenzó por quitarle el apoyo a todas las revoluciones, con el argumento de que el internacionalismo había llevado a los problemas económicos que sufría la Unión Soviética, cuando en realidad esos problemas eran resultado de una degenerada concepción del poder y una gestión del Estado ajena a todo enfoque marxista revolucionario. La consecuencia fue el derrumbe de la Unión Soviética y el campo socialista europeo. Este fue favorecido, además, por la explosión de los nacionalismos que se expresaron como una resistencia frente al poder burocrático de Moscú, fueron estimulados directamente por el imperialismo y, lograron fraccionar y derrumbar, desde afuera y desde adentro, esa soñada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Notas
[1] Gilberto Tobó Sanín: La obra de Nicos Poulantzas y la teoría marxista del derecho y la política, Revista Jurídica Mario Alario D’Filippo, Universidad de Cartagena, enero de 2011, p. 56.
[2] León Trotski: La revolución permanente, Archivo León Trotski (www.marxits.org).
[3] En Escritos desde la cárcel, Antonio Gramsci desarrolla la idea de guerra de posiciones, diferenciada de la guerra de movimientos que implementaron los revolucionarios rusos a través de la insurrección revolucionaria que disputa el poder en plazos cortos. Gramsci conceptualiza los procesos donde el accionar político revolucionario disputa la hegemonía a la burguesía en el mediano y largo plazo, situación que ya permitían prever los procesos de la lucha de clases en la Europa Occidental.
[4] León Trotski: La Revolución Permanente, op. cit., p. 200.
[5] Gramsci analiza, en distintos textos, las relaciones de la estructura social y económica con la llamada superestructura política y jurídica, y lo denomina bloque histórico. Del mismo se desprende una visión del Estado que supera la de aparato de dominación de una clase sobre otra, otorgándole trascendencia a la relación dialéctica entre coerción y consenso, y entre dominación y hegemonía, como síntesis del ejercicio del poder político. Su mirada de la historia es particular, ya que la coloca como la única capaz de dar legitimidad a las nuevas estrategias revolucionarias, por encima de las visiones teóricas absolutas. Esta interpretación del materialismo histórico incluye como sujetos de la historia a los seres humanos formados desde su propia praxis, confrontando a los determinismos mecanicistas que contaminaban el marxismo oficial de la época.
[6] Es Yuri Andrópov, secretario general del Comité Central del Partido Comunista y presidente del Presídium del Soviet Supremo de la Unión Soviética, desde el 12 de noviembre de 1982 hasta el 9 de febrero de 1984, cuando fallece, quien encabeza una corriente que desde el aparato burocrático intenta impulsar un proceso de freno a la dilución del Estado obrero ya degenerado. El trotskista J. Posadas lo calificó de «regeneración parcial», ya que eran intentos desde arriba que no incluían la necesaria revolución política. A partir de la disputa del poder al interior del aparato político y de gobierno, buscaba estirar la existencia del Estado obrero frente al proceso ya abierto de regresión al capitalismo, y en consecuencia, estirar la vida y el poder de la burocracia. Tomó medidas contra la corrupción, buscó superar el estancamiento económico con medidas de descentralización, pero en tanto impulsaba los cambios desde arriba, sin claridad ni interés en la importancia de recuperar la democracia soviética, en sus 15 meses de gobierno no alcanzó a marcar un rumbo de rectificación que pudiera, al menos, posponer el acelerado derrumbe de la URSS y su regresión al capitalismo. Lo continúa el envejecido Konstatin Chernenko, que algunos llamaron irónicamente «el último bolchevique», quien gobierna un año y también muere. Esto abre el camino a las corrientes «renovadoras perestroikas» encabezadas por Gorbachov y luego por Yeltsin, que en nombre del «más socialismo», confunden a lo poco que quedaba de pensamiento crítico y preparan la disolución de la URSS y su regreso al capitalismo.
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