La respuesta a los desafíos de Cuba no la hallarán en la Crítica del programa de Gotha

Por Wilder Pérez Varona

Agustín Villafaña, “El Meñique encantado”, 2011, de la serie “Año +”

El título de este texto pretende señalar, más que una obviedad, un problema real. En los últimos años se ha asistido en Cuba a varias iniciativas para reflexionar sobre las ciencias sociales, sus limitaciones y posibilidades actuales (Temas, Dialogar, dialogar, Casa de las Américas). Por tomar un precedente convencional, la llamada guerra de los mails (2007) y luego la consulta popular de documentos programáticos de las reformas en curso pudieron servir de motivo inmediato para tales deliberaciones. A raíz de ello, se ha advertido la extensión de mecanismos y canales de diálogos entre científicos y políticos y el incremento de demandas de investigación, con mayor impacto en el diseño de políticas.[1]

Durante tres décadas, las ciencias sociales en el país dirimieron problemas y temáticas cuya pertinencia y legitimidad hallaban fundamento en una común adscripción marxista. Si ello no supuso una homogeneidad de lo que se entendió como marxismo, a la postre prevaleció lo que sancionara como tal el aparato publicista y partidista soviético, extendido no sólo a la educación, las investigaciones y publicaciones, sino al diseño normativo e institucional, e incluso al sentido común de cubanas y cubanos.

La crisis del marxismo nos alcanzó en los noventa en toda su envergadura, como crisis de las “armas de la crítica” y de la “crítica de las armas”. La concepción del mundo, el método “dialéctico-materialista”, como el proyecto socialista y su sistema institucional, su capacidad para transformar y superar nuestro capitalismo dependiente, quedaron en entredicho. El papel y el porvenir de Cuba en el entramado mundial, como del Estado en tanto garante de las demandas de la sociedad y del proyecto revolucionario, tuvieron que ser repensados. En la práctica, los “reajustes” emprendidos desde entonces han derivado en el proceso actual de reformas del modelo cubano de sociedad.

Hubo quienes reivindicaron un marxismo original o bien determinada tradición revolucionaria (incluida la propia) para enmarcar la crisis del marxismo hegemónico y del socialismo realmente existente. Sin embargo, a la par de los nuevos vínculos institucionales, de nuevas demandas, carencias y posibilidades, y de una reorientación hacia tradiciones nacionales y latinoamericanas, las disciplinas sociales cubanas ampliaron y diversificaron sus referentes y temas, aún en ausencia de una crítica sistemática a sus comuniones precedentes y a su modo de funcionamiento dentro de la institucionalidad estatal. No han faltado, como apuntara al inicio, intervenciones y propuestas para repensar la función de las ciencias sociales respecto a la sociedad en su conjunto, al Estado y a un proyecto de país que tome nota de las circunstancias actuales.

Justo dicha función social, o más bien su expresión en un modo usual de proceder que aún se reclama “marxista” y/o se propone discernir sobre viejos y nuevos problemas de nuestra transición socialista, sirve de pretexto a estas líneas.

Existe un modo aún muy socorrido de apelar a Marx, (a Lenin, o más recientemente a Gramsci, a Luxemburgo u a otra figura dentro del variopinto arsenal marxista), bajo la forma del modelo, asumido como norma y no como heurístico indispensable. Este proceder concierne también a valoraciones de procesos revolucionarios (como Octubre de 1917) o de instituciones “revolucionarias” (como el partido bolchevique), pero importa enfatizar ahora su empleo para enjuiciar la actualidad. Pues de lo que se trata es de hacer valer determinados conceptos y principios (socialismo o construcción del socialismo, transición socialista, Estado socialista, propiedad socialista, y de sus vínculos con el mercado, el desarrollo, la democracia, etc.) como imperativos categóricos a los que la realidad debe adecuarse o aproximarse. De hecho, este modo de proceder “marxista” ha sido una forma común de encaminar la crítica (y las propuestas de solución) hacia las desviaciones en el comportamiento real de instituciones y prácticas, de documentos oficiales, de relaciones sociales.

Se trata de oponer un “deber ser” o un ideal a una realidad que no cumple con los principios por los que debería regirse, o que se descarriló de una senda asumida (a priori) como correcta. Uno se ve tentado a interpretar esta posición como un “teoricismo” que reacciona a una desvalorización (política, social) de la teoría, ante una exacerbada función diagnosticadora de las ciencias sociales. En todo caso, hablamos de una actitud “ilustrada” que pretende que el desconocimiento de los contenidos de la verdadera teoría (sea por su vulgarización, por pragmatismo institucional, o aún por intereses de grupos dominantes) se halla detrás de las carencias y deformaciones de la realidad. No importa ahora si como modelo se asume un marxismo mucho más diverso y contradictorio del que prevalece (aún si no es ya hegemónico o se ha vuelto mera envoltura formal), o si se trata de apelar a un pasado en que determinadas relaciones funcionaron “como era debido”, o bien si se postulan principios revolucionarios que fungen como trascendentales, con independencia de las circunstancias específicas y de su historia.

Lo que es común, como tendencia, a esta clase de procedimientos, es un uso de la teoría que excusa el análisis de las contradicciones concretas de la realidad, y sólo puede oponer a cierto fenómeno real unos principios normativos que la “contradicen” o la rectifican.

No menosprecio el valor estratégico y ético de determinados principios normativos. Niego que esta clase de crítica, que pretende corregir la realidad por la teoría, sea el tipo de crítica que el propio Marx preconizara. Si Marx no combate el valor de las utopías o ideales, sí denuesta, en cambio, el uso doctrinario y programático de las mismas, por no considerar el análisis de las condiciones concretas en que el cambio deseado es posible. Dicho análisis debe dar cuenta de tendencias reales que pugnan por reconfigurar tales condiciones en sentido (al menos potencial) de una subversión que supere el orden establecido. Tales contradicciones y antagonismos reales, de que la teoría debe dar cuenta, no se desprenden de principios normativos que pasan por alto el análisis crítico de la evidencia empírica, tanto como de los conceptos y representaciones que pretenden darle significado.

No fue Marx quien descubrió la lucha de clases, sino quien analizó cómo se condensan sus múltiples expresiones en la dualidad inherente al valor/trabajo en los marcos de la sociedad capitalista. No le bastó esbozar una fenomenología del trabajo enajenado (Manuscritos de 1844): inventó un sistema categorial propio, en torno a las relaciones sociales de producción capitalistas, para explicar el antagonismo entre capital y trabajo. No fue pionero en emplear la dialéctica categorial de Hegel para la crítica de la economía política; sin embargo, desde su diatriba contra Proudhon en 1847 pasaron veinte años para que comenzara a divulgar, tras muchas revisiones, su propio análisis dialéctico del movimiento de valorización del capital. Sus escritos sobre el fracaso de la revolución del 48 o sobre el sorprendente estallido de la Comuna de Paris, pero también su actividad frente a la Liga de los Comunistas o su modo de lidiar con las diversas tendencias al interior de la Internacional, muestran un apego a la enunciación teórica de antagonismos reales, más que a su “doctrina” particular. Hasta sus últimos años, el reconocimiento de un devenir múltiple y abierto a partir de contradicciones concretas, le hizo volver una y otra vez, limitar incluso, la validez de sus propias premisas y conclusiones, aún si le faltó tiempo y salud para una revisión sistemática de las mismas (cf. progreso y mundo colonial, comuna rural rusa).

Hoy, contra quienes inventariaron su pensamiento entre los modernos metarrelatos, o le exorcizan en los límites de problemas y procesos específicamente decimonónicos, o bien pretenden hacerle cómodo sitio en los predios universales de la academia, hay quienes declaran la validez actual de su desvelamiento del ADN de la dinámica capitalista, argumentan que lo que Marx advirtiera como tendencia en el siglo XIX ha asumido una actual y desquiciada universalidad, o demuestran la capacidad de sus análisis para articular con demandas ecologistas, feministas, anticoloniales. Sin embargo, a diferencia de décadas atrás (cuando el marxismo-leninismo campeaba como ideología de Estado y doctrina de partidos), sus epígonos más heterodoxos no proclaman ya un marxismo originario e impoluto contra las posteriores deformaciones doctrinarias y estratégicas. Tampoco pretenden que el estudio de la obra de Marx (cuya edición aún no acaba) o de cierta tradición marxista, por necesario que sea, basta para comprender e intervenir sobre las contradicciones contemporáneas.

Su obra, fragmentada y coyuntural, prematuramente codificada, puede ser hoy acicate y desafío, pero no atalaya ni excusa. Su legado, y el de generaciones de pensadores y luchadores que inspirara, no es meta sino punto de partida, ni acabado ni excluyente, para hacer del comunismo (cualquiera sea su forma) ese “movimiento real que aniquila y supera el orden social existente” (La ideología alemana), y no un fin último, un estado o meta inalcanzado y quizás inalcanzable. Menos aún, un programa de relaciones y etapas preestablecidas.

La actual diversidad de las ciencias sociales en Cuba es una fortaleza si supone la toma de partido para dilucidar las contradicciones y antagonismos derivados de las relaciones realmente actuantes, en el plano institucional, de las representaciones sociales, de las prácticas cotidianas. En su imbricación histórica y en su comportamiento tendencial. Esta fue una apuesta crítica (teórica y práctica) de Marx, premisa para cualquier cambio posible.


Notas:

[1] Rafael Hernández y Jorge I. Domínguez (coord.) Cuba, la Actualización del Modelo. Balance y perspectiva de la transición socialista, Ediciones Temas y David Rockefeller Center for Latin American Studies, 2013.


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