La organización de los comunistas

Por Rudolf Bahro*

* Tomado de Rudolf Bahro: La alternativa. Contribución a la crítica del socialismo realmente existente, p. 361–389, Alianza Editorial S. A., Madrid, 1979.


«El que yo me autodenomine ‘socialista’ en la República Federal de Alemania, donde ahora vivo, es un problema semántico. En la obra de Carlos Marx no hay distinción entre socialista y comunista. Ahora bien, dada la tradición difamatoria en Alemania Federal respecto al comunismo, considero menos provocativo llamarme socialista. Con todo, lo fundamental es la fidelidad al objetivo central del legado marxista, la emancipación general humana». Con estas palabras Rudolf Bahro respondió a El País en 1980 ante la pregunta de si seguía considerándose comunista ahora que había sido deportado de la RDA a la RFA. Bahro fue para la Alemania del Este lo que podríamos llamar un disidente, crítico como era del tipo de poder que ordenaba la vida de ese lado del Muro. Aunque nos intente traicionar la costumbre, Bahro no era un contrarrevolucionario, ni un anticomunista: su enfrentamiento con el poder realsocialista alemán no tenía como horizonte que este abandonara el proyecto de la «emancipación general humana», sino precisamente que no lo abandonase. Bahro escribió durante los años setenta, influido por la Primavera de Praga, un libro en el que realizaba un diagnóstico de los problemas del socialismo eurosoviético, y se planteaba un conjunto de tareas para el logro de esa «revolución cultural» que podía salvar al socialismo y a la humanidad del acantilado al que se dirigía. En La alternativa podemos encontrar preocupaciones tan novedosas como la cuestión ecológica y la crítica del modelo de desarrollo productivista industrial de los socialismos «reales». El texto que proponemos pertenece a este libro de referencia necesaria para continuar pensando la superación del capitalismo en el siglo XXI. En «La organización de los comunistas» Bahro esboza una propuesta de transformaciones que el Partido Socialista Unificado Alemán debía afrontar para cumplir su encomienda de intelectual colectivo y vanguardia organizada del pueblo trabajador. Los más suspicaces quizá reciban con disgusto la acidez de las críticas de Bahro al partido; no obstante, su actitud militante respondía al grado de deterioro de los partidos comunistas del este de Europa, lo que, entre otras cosas, llevó al suicidio de los socialismos europeos. Bahro pertenece a una pléyade de disidentes comunistas de Europa del Este que en su momento quizá nos parecieron terribles, pero a los que, a la postre, la historia les dio la razón, para amargura suya y de nosotros. La similitud de muchos de los problemas que analizaron con los que se enfrenta la Revolución cubana hoy, los hace en extremo útiles y actuales. No es casual que sus obras, profusamente publicadas por Occidente antes de 1991, hoy hayan sido condenadas al silencio en la mayoría de los casos.


El partido es el centro de la estructura política en la sociedad industrial protosocialista. Ahora bien, el problema del partido sólo puede plantearse de manera correcta una vez que se ha clarificado la estructura social de intereses que se trata de sintetizar y de articular políticamente.

La función de los partidos de clases determinadas, de clases contrastantes con la totalidad social, o de grupos análogos, es, por regla general, relativamente fácil de reconocer, ya que se ponen en juego intereses bastante delimitados. Es más difícil, en particular en sociedades con contradicciones de clase no desveladas, reconstruir en lo teórico el (los) partido(s) de la(s) clase(s) dominante(s) porque siempre representa(n) algo más que sus meros intereses inmediatos, en concreto — por muy sesgada que sea la forma — un compromiso de todos los intereses decisivos para un funcionamiento ordenado. Como dice Engels (MEW[1] 20/ 167) el poder político sólo ha persistido a la larga si ha llevado a cabo la actividad oficial de mediación social que constituye su más temprana justificación de existencia. Las cosas son parecidas en el caso de los partidos de clases que aspiran a desempeñar un papel hegemónico, por lo que se preparan para aparecer, al menos en el momento de la revolución, como él representante general de un bloque mayoritario. Más complicado es — si bien es posible que ante todo por razones de lo desacostumbrado de la óptica — en los períodos de transición más allá de la sociedad de clases definida como tal, donde por regla general no existen partidos, sino tan sólo el partido. Al menos en alguno de sus rasgos esenciales, el partido representa algo muy distinto a los partidos habituales de la sociedad burguesa. Y, en concreto, como consecuencia de la perspectiva histórica de «retorno», de la que ya he hablado, representa algo simultáneamente más moderno y más arcaico.

Quiero empezar diciendo que la tendencia al partido unificado que se puede observar en todas las variantes de la vía no capitalista no debería considerarse como optativa.

La concepción pluralista en cuanto a los partidos me parece una irreflexión anacrónica completamente desacertada en su engarce con la materia histórica concreta de nuestros países. Una multiplicidad de partidos políticos se basa en una estructura de clases integrada por elementos sociales claramente diferenciados y también contrarios. Los partidos correspondientes a fracciones de clases ya no tienen el mismo status fundamental. El espectro de partidos obreros, por ejemplo, presupone algo más que la sola diferenciación en el interior de la clase obrera, a saber: la relación de estas diferencias internas con las posibilidades de realización de los intereses que se derivan de las condiciones reinantes. En sentido propio en cuanto la diferenciación interna encuentra traducción política resulta fijada por esta. Si falta esa conexión, entonces las diferentes capas o fracciones en el seno de las clases no se constituyen en partidos diferentes: en ese caso, las diferencias se quedan a un nivel psicológico, motivacional, moral. Un intenso fraccionamiento político del movimiento obrero es, sin duda, más bien un fenómeno relacionado con los grupos de intelectuales, sus ansias de poder y sus vanidades.

En los países capitalistas económicamente desarrollados la transformación de seguro sólo puede ser iniciada por un bloque de varios partidos que representen la diferenciación existente en el interior del campo revolucionario. Pero este conjunto de partidos liquida tras la victoria, al llevar adelante la transformación revolucionaria, aquella estructura social que le ha dado origen, y crea una nueva. Entonces la estructura política envejece. En los países que han transitado por la vía no capitalista, en su mayor parte atrasados, la moderna estructura de clases era en conjunto demasiado débil como para legar siquiera un espectro de partidos duradero. Entonces, una vez constituida en dominante en la economía la estructura postcapitalista o no capitalista, una vez realizada la estructura social global en tanto que un sistema monopolista de Estado, deja de haber elementos aptos para dar lugar a una multiplicidad departidos — presuponiendo siempre el tipo tradicional de partido político — , a no ser la correspondiente a intereses particulares demasiado estrechos y limitados en su diferencia y oposición a los generales. Incluso el único partido en el poder es, como mucho, desde un punto de vista histórico-formal, sólo un residuo del espectro inicial de partidos.

Querer dar nueva vida en estas condiciones, por ejemplo, a la socialdemocracia, sería un puro anacronismo. La existencia de este partido está vinculada a una relación de lealtad crítica de ciertas capas de trabajadores, empleados e intelectuales con la burguesía. ¿Cuál podría ser su tarea específica tras la liquidación de la burguesía como clase? Su opción monopolista de Estado está incluso demasiado bien asumida por los antiguos partidos comunistas encaramados en el poder. Para la defensa del terreno arrebatado a la burguesía, la socialdemocracia está irremediablemente descalificada. Su actuación en favor de formas democráticas de la vida política — en la medida en que no equivalga, en situaciones extremas, a un mero compromiso contrarrevolucionario de clases favorable a la burguesía — tiene un cierto sentido histórico, desde luego, en tanto los comunistas aún no han demostrado en absoluto de modo definitivo su capacidad de asumir de manera positiva la democracia. Ahora bien, en el momento mismo en que llegase a tener un cierto valor de realismo político hablar de una refundación de los partidos socialdemócratas en nuestros países. en ese mismo momento serían igualmente superfluos. Y esto porque entonces existiría ya aquella democracia socialista que una vez señaló la socialdemócrata Rosa Luxemburg como objetivo de los nuevos partidos comunistas que había que fundar en Europa occidental.

En general puede afirmarse que los intereses diferenciados que existen en nuestra sociedad, dados por la estructura social que hemos analizado en la Segunda Parte,[2] no cuentan con la suficiente autonomía e independencia unos de otros como para dar lugar a la formación de partidos. La tendencia a la polarización que sigue siendo constatable en el cuerpo de la sociedad tiene una traducción más estadística que vinculada a la real formación de grupos. Las capas y grupos originados por los caracteres de las actividades y los niveles de formación se conectan en una relativa continuidad con grandes diferencias unas veces de unos y otras de otros ámbitos de comportamiento. Sólo la ordenación jerárquica de status, que está en una conjuración más o menos directa con la influencia política, origina delimitaciones más abruptas según la gradación del poder de decisión sobre personas y medios. Pero esto no es ya un efecto de la estructura social en sentido estricto, sino que afecta más bien a otro planteamiento.

El carácter no antagónico de estas diferencias le da también a la sociedad la posibilidad de asegurar, de un modo distinto al practicado hasta el presente de conciliación administrativa de intereses desde arriba, que los muchos intereses diversos en concurrencia — por una necesidad en algo aún absoluta y en mucho relativa — no lleguen a chocar entre sí. De todos modos, el análisis de nuestra estructura social mostraba que, en condiciones dadas por una democratización del proceso de decisión, las capas ancladas en los niveles funcionales superiores del trabajo, las capas de mayor instrucción, tendrían más oportunidades de hacer oír y de imponer sus aspiraciones particulares. Así, por ejemplo, los científicos naturales y los ingenieros podrían presentar con facilidad no sólo subjetivamente — a consecuencia de su capacidad de articulación altamente desarrollada — , sino también objetivamente, como una necesidad social absoluta, sus intereses particulares vinculados a un equipamiento técnico generalizado, ultramoderno y, por consiguiente, caro. La división del trabajo existente favorece que muchos científicos tiendan a asimilar en exceso sus intereses humanos a sus intereses científicos, es decir, a su lucha por el reconocimiento del mundo científico. Este es un particularismo por completo análogo a los de otros grupos de intereses, pero en las ambiciones particulares de los grupos privilegiados por la división del trabajo nos encontramos, por fuerza, con uno de los restos más patentes de la vieja dominación de clase.

Ya hemos dicho que sobre el partido recae, desde luego, la tarea de poner coto a los excesos en las exigencias de este tipo, de bloquear todo lo posible cualquier apropiación más que proporcional de influencia, medios o bienes de consumo. Si la estructura social real encontrase su expresión sin fisuras en la sobrestructura, entonces los intereses particulares avanzarían a tenor de su poderío social relativo. Pero las formaciones fecundas de frentes políticos no se basan en estos límites de capas y rangos, en la medida en que el aparato dominante no es disfuncional en exceso y mantiene bajo su control al proceso global de la reproducción. Esta concurrencia por la porción de actividades, cualificaciones y satisfacciones, por la optimización de la respectiva situación de apropiación y realización, antes bien, forma parte de la vida normal. De ella parte un impulso destructivo para el socialismo realmente existente en la misma escasa medida que de la concurrencia entre los capitalistas para la sociedad burguesa. Este es el campo de las diferentes representaciones corporativas de intereses por grupos profesionales, sexos, grupos de edad, niveles de instrucción, actividades de tiempo libre, etc., cuyas aspiraciones pueden armonizarse con tanta mayor facilidad, en un sentido no antagónico, cuanto más abiertamente se planteen, se hagan identificables y se contrapesen unas a otras por parte de la opinión pública en su conjunto. Su pluralismo y variedad ha de aparecer en toda su plenitud para que no se vean impulsados a asumir, de manera anacrónica, un carácter de generalidad, es decir, a querer constituirse como partidos políticos. La mayor relevancia a este respecto seguirán teniéndola los sindicatos.

Las cosas son, sin embargo, muy distintas en el plano en que se ponen a debate las propias reglas de juego de esta vida normal, donde de lo que se trata, por tanto, es de la transformación de las relaciones de producción y de las sobrestructuras. El sistema institucional refleja en principio las exigencias del momento revolucionario, las necesidades políticas de la etapa en que se acabó con el poder de las viejas clases dominantes. En esta medida el partido revolucionario, en un principio completamente adecuado, está identificado con el nuevo Estado, con las nuevas instituciones que se crearon bajo su dirección y con cuya mediación sigue protegiéndose de los embates del enemigo.

La fatalidad comienza cuando intenta hacer de las necesidades de los primeros días, meses y años, virtud para décadas y se olvida de que la sobrestructura inicial es la de una sociedad aún no o apenas transformada, y que la sigue conservando, una sobrestructura que ha de entenderse como larva transitoria del nuevo orden.

En la medida en que la sociedad se transforma y desarrolla en su base, en sus fuerzas productivas, en la medida en que su nueva cualidad adopta una imagen material, sobre todo la imagen de un potencial subjetivo superior, en esa misma medida aquella larva se convierte lógicamente en un obstáculo para el desarrollo ulterior.

En relación con esta problemática hay un comentario notable de Antonio Gramsci (Antología, Madrid, 1974, págs. 350/351):

«Es difícil excluir que cualquier partido (de los grupos dominantes, pero también de los grupos subalternos) realice alguna función de policía, o sea, de tutela de cierto orden político y legal. Si la cosa se demostrara concluyentemente, habría que plantear la cuestión de otro modo, preguntándose por las maneras y las orientaciones con las cuales se ejerce esa función. ¿Es su sentido represivo o difusivo, de carácter reaccionario o de carácter progresivo? El partido dado, ¿ejerce su función de policía para conservar un orden exterior, extrínseco, traba de las fuerzas vivas de la historia, o la ejerce en el sentido que tiende a llevar al pueblo a un nivel de civilización, expresión programática del cual es ese orden político y legal? En la práctica, los que infringen una ley pueden encontrarse: 1) entre los elementos sociales reaccionarios desposeídos del poder por la ley; 2) entre los elementos progresivos comprimidos por la ley; 3) entre los elementos que no han alcanzado aún el nivel de civilización que la ley puede representar. La función de policía de un partido puede, por tanto, ser progresiva o regresiva: es progresiva cuando tiende a mantener en la órbita de la legalidad a las fuerzas reaccionarias despojadas del poder y a levantar a las masas atrasadas al nivel de la nueva legalidad. Es regresiva cuando tiende a comprimir a las fuerzas vivas de la historia y a mantener una legalidad superada, antihistórica, hecha extrínseca. Por lo demás, el funcionamiento del partido dado suministra criterios de discriminación: cuando el partido es progresivo, funciona ‘democráticamente’ (en el sentido del centralismo democrático): cuando el partido es regresivo funciona ‘burocrátimente’ (en el sentido del centralismo burocrático). En este segundo caso el partido es un mejo ejecutor no deliberante: es entonces, técnicamente, un órgano de policía, y su nombre de “partido político” es una pura metáfora de carácter mitológico.»

Así pues, se acerca el momento crítico en el que deberá decidirse si el partido asume la iniciativa en la operación de liberar a la sociedad de su larva institucional o si, reafirmándose en una actitud conservadora y apologética, va a seguir identificándose con esa larva.

Si se reafirma en el corsé de ayer, no puede seguir unido, deberá ser escindido.

Esta escisión lo recorrerá — vicariamente de toda la sociedad por él representada — verticalmente a través de todos los grupos y capas de su militancia, incluyendo al aparato. Mientras permanece latente la escisión sólo existen corrientes que se forman según las preferencias psicológicas, las diferencias de caracteres de los individuos. En función de su situación de equilibrio psíquico entre esperanza y temor, aspiraciones y resignación, confianza en sí mismos y sometimiento, los hombres prepararán su elección y determinarán el momento del desprendimiento. La estructura social influirá seguramente en las proporciones de tal división, que pueden ser distintas de capa a capa, de grupo a grupo, pero lo que no determina es la substancia de la separación. La especie de la escisión, antes bien, su carácter social global, vertical, remite a la contradicción principal registrada en el capítulo anterior entre los intereses emancipatorios y los intereses del aparato. Ambos tienen un profundo contenido económico ya que en última instancia se orientan según principios alternativos de la organización y la dirección social del trabajo, según una diferencia de la formación social.

La contradicción entre los intereses emancipatorios y los del aparato está, como tal, inevitablemente dada mientras no se haya superado la vieja división del trabajo, mientras la sociedad, por tanto, genere al Estado como aparato represivo especial.

La necesidad histórica del partido comunista en la sociedad protosocialista y en general en cualquier sociedad no capitalista no se fundamenta en nada sino en la existencia de esta contradicción. El partido no tiene en tal sociedad ningún tema más trascendente que la relación entre sociedad y Estado, que la perspectiva de la reintegración del Estado en la sociedad.

El burocratismo en tanto que forma de dominación política es el desafío decisivo de cualquier sociedad no capitalista y también de cualquier sociedad postcapitalista que haya dejado atrás los dolores de su alumbramiento y que disponga de los fundamentos económicos de mayor necesidad. Por eso la unidad (unidad) tendencial, «ideal-típica», prescrita por las condiciones del partido depende en la realidad de cómo llegue a dominar éste ese desafío. Si consigue organizarse de tal manera que le sea posible desencadenar y dirigir la oportuna y sucesiva readaptación de las instituciones con las necesarias consecuencias radicales, entonces la dialéctica de unidad-escisión-unidad permanecerá latente, la continuidad del único partido quedará garantizada, aun cuando no suceda así con la continuidad de su personal decisorio. Pero para ello ha de estar claro que de lo que se trata es de la sustitución de una configuración política por otra en tanto que palanca de la ulterior transformación económica revolucionaria, y no de reformitas y de «transformaciones estructurales» en esta o en aquella institución aislada. La sociedad no puede esperar ya demasiado tiempo a esa decisión. Precisamente porque desde el punto de vista de la emancipación general progresiva en las condiciones de la organización social global ha de haber un partido, el partido existente ha de saltar, ha de escindirse si fracasa en su cometido principal de hacer avanzar en esta dirección a la homogeneidad social; es decir, ante todo, desmontar la vieja división del trabajo y con ella las premisas del Estado, del síndrome burocrático-estatista.

Permanecer en el estatismo o avanzar hacia la emancipación general, avanzar hacia la revolución cultural: ésta es la alternativa.

Cuando nuestra sociedad no capitalista se enfrenta políticamente al tipo de partido dominante se enfrenta, tal como están las cosas, a la expresión más arcaica, característica y exacerbada de la vieja división del trabajo, a la independización y monopolización de los asuntos generales por una oligarquía autoritaria que se ha atrincherado en la maquinaria estatal y que no piensa, en absoluto, en laborar junto al pueblo en su liquidación. El agrupamiento de oposición que ha de constituirse incluso espontáneamente en estas condiciones no aspira, digamos, a convertirse en un segundo partido junto al viejo o, dicho con mayor exactitud, a quedarse en eso. Antes bien, no puede tener subjetiva y objetivamente otra intención que la de restablecer la unidad al nivel de la contradicción negada-asumida, de la negación negada, y de darle al partido para la próxima etapa una configuración interna tal que se asegure en lo posible contra una nueva pérdida de su potencia revolucionaria. La escisión es un momento transitorio del proceso histórico. No se enfrenta a la idea del partido, sino a su aparato, a su degeneración en el Estado, que se materializa en el aparato del partido.

La sociedad ha de contar de nuevo con una dirección, una dirección que no está en el aparato, que no está representada por ninguno de los miembros del politburó, que son básicamente jefes de determinadas ramas de la máquina del partido y del Estado y que están vinculados tanto a sus intereses específicos como a su pesada inercia.

Los dirigentes han de vivir en la sociedad y compartir la cotidianeidad de trabajo, de manera que no puedan por menos que percibir en carne propia las necesidades reales y las miserias de las masas.

La oposición surge desde un principio con la afirmación de que la oligarquía dominante del partido ha abandonado la posición de los intereses emancipatorios, de manera que estos carecen de representación política. ¡El puesto está vacante! En la medida en que el partido se pierde en el Estado, en el aparato, y comienza a confundir las tareas, deja de estar en condiciones de integrar de manera orgánica los diferentes intereses particulares y corporativos que existen en la sociedad y de ostentar la autoridad natural que puede desprenderse de la asunción de las necesarias funciones de dirección. Pues esa integración tiene como premisa la perspectiva revolucionaria. Su política no funciona ya en un sentido integral, sino — y se trata de una diferencia decisiva — en un sentido meramente universalista: trata de imponerle a la sociedad, desde fuera y desde arriba, un consenso que no resulta ser sino el viejo espíritu particular del Estado y de la Iglesia que aspiran a mantenerse en la posición del poder y de la gracia. En estas condiciones el partido muestra una configuración que reclama el derribo y la construcción de nueva planta de su edificio. El movimiento comunista sólo existe si en su praxis cotidiana fuerza la superación de algo del estado de cosas existente, si aproxima la emancipación general, la igualdad y la libertad reales. Aquellos que no hacen sino reproducir lo existente y defenderlo con terrorismo frente a cualquier crítica progresiva, no son ni objetiva ni subjetivamente comunistas, sea cual sea la doctrina que tengan siempre en los labios. En este sentido, los aparatos de partido dominantes tienen tanto que ver con el comunismo como el Gran Inquisidor con Jesucristo.

Claro que en sí misma y de cara a la acción ésta es una reflexión aún abstracta y de principios, que podría rechazarse como dogmática y voluntarista para descalificarla en tanto que exigencia de acción; en último análisis, como caso análogo puede señalarse que hay iglesias que se han encontrado la mayor parte de su existencia en la misma situación o al menos frente al mismo peligro y, sin embargo, subsisten. Pero la situación del partido en la sociedad industrial no capitalista de nuestros días tiene una determinación distinta en dos puntos decisivos que ya he considerado antes. En primer lugar, está el hecho de la consciencia excedente, lo que significa que existe el potencial para una Liga de los Comunistas que sustituya al partido anterior, así como para su campo social de resonancias: su posibilidad de formación no es ya, desde 1968, una mera hipótesis. En segundo lugar, la necesidad de la revolución cultural: las contradicciones de la vida material y, en especial, de la base técnica — es decir, de las fuerzas productivas materiales mismas — , que son irresolubles en el marco del modo de producción existente, exigen, con una urgencia cada vez mayor, una alternativa económica radical y, por tanto, el órgano de su preparación intelectual.

La revolución cultural es inconcebible como acción de una burocracia de partido y de Estado, aunque fuese tres veces más ilustrada que la actual.

El aparato no piensa: solo representa aquello que sus iniciadores programaron para él cuando lo fundaron y lo que desde entonces le han impuesto las circunstancias como reacciones superficiales de adaptación. Ni siquiera es posible discutir con racionalidad la idea y la estrategia de una revolución social; menos aún sería posible llevarla a cabo con gentes que ante todo han de atender a lo que piensan sus superiores y colegas de burocracia.

Los partidos dominantes se asimilan por completo en su cúspide a su función de aparatos supraestatales, al tiempo que su base de militantes queda reducida a tareas auxiliares de ejecución en casos de realización insuficiente de las funciones de dirección, en las ceremonias de la artificiosa vida pública, mientras que se cuidan del sometimiento disciplinado de los elementos más activos, más conscientes, a las abstractas exigencias de la jerarquización. El partido muere en su burocratismo y en su superburocratismo. Los cuadros, sus individuos responsables, están casi todos distribuidos en funciones burocráticas en el partido, el Estado, la economía, la ciencia, la cultura, etc. Cuando, por ejemplo, se reúne el Comité Central del SED[3], lo que se reúne es una asamblea de los más altos funcionarios del partido, el Estado, los sindicatos y la economía. Apenas falta un solo ministro — a excepción de los «partidos del bloque» — . Hoy son Comité Central y deciden, en apariencia, la política del partido. Pero mañana el secretario general puede convocar a todos ellos, casi sin excepción, para darles «instrucciones», o para información, porque todos son sus subordinados o los subordinados de sus subordinados. Todo este aparato es — incluso si se deja de lado el modo de vivir bajo protección policiaca — una máquina aislada del pueblo, de las masas, de las que es imposible que parta inspiración alguna. O bien instrucciones y recepción de órdenes por funcionarios, o bien inspiración por el pueblo, por la juventud. Así está la cuestión. Y a quien quisiera argumentar desde un plano teórico que es falso absolutizar una disyuntiva de este género, habría que indicarle que no han sido las explicaciones de ideólogos críticos las que han conferido a esta alternativa su exclusividad actual, en verdad metafísica.

Con esta máquina de partido es imposible transitar nuevos caminos. No se trata de su existencia como tal, se trata de que la máquina lo es todo, de que el partido fuera de ella no es nada. Los militantes del partido no son por sí mismos — y como tales — comunistas, es decir: no son considerados competentes para ello. Si se les habla como tales comunistas, el aparato apela casi siempre sólo a su disciplina militar. Tampoco hay una dirección comunista. La apariencia engaña. El secretario general es el más alto subalterno de la sociedad, el producto más depurado de la jerarquía burocrática, caso de que su continuidad no sea interrumpida por agitaciones internas como en 1956 en Hungría y en 1968 en la República Socialista de Checoslovaquia (RSCh), o por acciones espontáneas de masas como en 1970 en Polonia. A este respecto no hay, en lo absoluto, ninguna esperanza. El sistema de instituciones políticas en su conjunto es, por su construcción monolítica y por su modo de funcionamiento mecánico, incapaz de una autotransformación activa. Es habitual que incluso las propuestas de cambio más modestas chocan con ese notable concepto de la «factibilidad», que no hace referencia a las condiciones objetivas sociales y económicas en general, sino a la objetividad del funcionamiento burocrático. «Factible» es aquello que presuntamente consentirá el politburó. Muchas cosas realmente no pueden «funcionar» contempladas, como ocurre, desde la posición de un aparato de gobierno instalado en su contraposición a las masas, a las que no se puede pedir nada. La revolución cultural sólo es posible como un movimiento que sepa poner a las instituciones administrativas y, en especial, a los secretariados políticos en el centro y en muchos sentidos incluso entre la espada y la pared.

Para ejercer influencia política sobre el proceso histórico, los intereses emancipatorios han de organizarse obligada y seriamente a escala social. Las fuerzas que se encuentran en el poder defenderán su posición con la represión sistemática de todas las actividades de oposición y orientarán todo su pesado mecanismo a destrozarlas, a aislar a sus protagonistas. Sin una cierta concentración de fuerzas no es posible luchar con efectividad, ni siquiera en la fase actual — de preparación ideológica — , contra el aparato que monopoliza todos los medios de comunicación de masas y que los mantiene policialmente cerrados a cualquier finalidad emancipatoria. Es necesario acordar la táctica de la ofensiva y cultivar las conexiones en el propio aparato. En los países capitalistas desarrollados se ve cómo se echan a perder por su aislamiento las iniciativas experimentales de los más diversos grupos de pequeña escala, a pesar de que allí existe al menos el terreno de juego de las libertades políticas burguesas. Entre nosotros el pensamiento, el sentimiento o la conducta individuales están expuestos a la irresistible maldición de la subalternidad y la alienación. Absorbidos por las subfunciones propias de no importa qué trabajo, y ocupados en la satisfacción de sus necesidades naturales y compensatorias, los individuos hallan un apoyo y una validación de su conducta pública sólo en el sistema oficialmente aprobado de roles. Aquel que a pesar de todo expresa sus necesidades emancipatorias «desvaría», «se desvía del orden del día», «perturba el trabajo normal», «no ha comprendido aún» …, y así, o bien se le desanima con facilidad, o se le recluye en el ámbito de lo excéntrico. Si busca la consecuencia en la acción desviada, choca con una escalada programada de sanciones. La consciencia absorbida está organizada sin fallas bajo la égida del aparato. En estas condiciones, el potencial revolucionario precisa de su propia y poderosa base de operaciones que ofrezca un respaldo solidario a las necesidades emancipatorias de los individuos y que esté en posesión de una autoridad político-moral superior a la del aparato en la medida en que posibilite y proteja el avance de un modo de comportamiento integral, anticipador de una nueva totalidad. Esta base ha de permanecer también en el futuro incondicional e independiente de las relaciones, en otro caso de subordinación, que se establecen en el reino del funcionamiento jerárquico y del trabajo necesario. De otra manera, el comportamiento revolucionario sería individualizado y estaría a merced de los azares de la individualidad. La gente precisa de un punto fijo situado más allá de las relaciones de dominación para poder superar éstas mediante una tenaz actividad práctico-crítica orientada siempre de nuevo hacia esa meta.

Ofrecer esta base para la actividad y la conducta revolucionarias, trascendentes, es la tarea de un partido auténticamente comunista, de una Liga de los Comunistas unificada en torno a la idea de la emancipación general. Esta ha de inspirar al sistema de fuerzas y organizaciones sociales en el sentido de un contrapoder constructivo, pero en esencia subversivo, que señale los límites de la jerarquía estatal. En principio esto significa — y con una extensión temporal no limitada, como la del proceso en el interior del propio partido, sino para todo el período de transición — una escisión del poder social, la instalación de una dialéctica progresiva entre el Estado y las fuerzas sociales. El resultado será una situación de doble poder en la que la parte estatista perderá peso de manera progresiva. No ser partido de gobierno en el sentido tradicional es la premisa en base a la cual pueden los comunistas en tanto que comunistas volver, en general, a participar en las tareas de gobierno, cosa que es necesaria en alto grado. Pues, naturalmente, no se trata en absoluto de oponer los intereses emancipatorios al aparato estatal de un modo externo, como negación de las relaciones existentes, así como las necesidades inmediatas. Antes bien, se trata de subordinar a esos intereses las actividades vinculadas al proceso de la reproducción, incluyendo las funciones de elaboración jerárquica de la información, que sólo será posible reducir a mera administración de manera paulatina.

Sólo de esta manera demostrará la Liga de los Comunistas que también es capaz de conducir a la sociedad en su nuevo modo, que está en condiciones de garantizar su funcionamiento normal. En la medida en que no sea aún posible abolirlas, esto conferirá incluso un grado superior de autoridad a las funciones estatales, les asegurará el respeto voluntario de la opinión pública y contribuirá así a afirmar la tendencia a reducir con gradualidad las sanciones contra las conductas dañinas para la sociedad a meras convenciones morales.

Esta perspectiva suena ilusoria desde la posición de un partido situado en y tras la máquina del Estado, por lo que es incapaz de conseguir la hegemonía ideológica, que es la condición de una praxis cultural-revolucionaria. Las personas desconfiarán de él y no estarán dispuestas a entablar una discusión, único proceso del que podría surgir una convicción colectiva, mientras la verdad siga siendo una cuestión de la posición de poder y mientras la decisión a la que se trate de llegar haya sido estipulada ya mucho tiempo antes. Conquistar la hegemonía ideológica significa alcanzar en todas las capas y grupos de la sociedad el predominio de una tendencia integral de comportamiento en la perspectiva de la emancipación general. Para ello el partido ha de organizarse no como aparato supraestatal sino como intelectual colectivo que medie la reflexión de toda la sociedad, de su consciencia de todos los problemas sociales de desarrollo, y que anticipe en sí mismo algo del progreso humano por el que labora.

El concepto de intelectual colectivo es la quintaesencia de todas las ideas acerca de la función de dirección política y de la constitución interna del partido comunista tal como han sido elaboradas desde Marx y Engels, pasando por el joven Lenin, Rosa Luxemburg y Antonio Gramsci, hasta las corrientes actuales de pensamiento marxista. En los países de socialismo realmente existente, sin embargo, el partido ha de desempeñar este papel de intelectual colectivo no ya sólo en relación con los intereses emancipatorios de una sola clase, sino de todas las capas y grupos de la sociedad en su conjunto. Es de la máxima importancia actual pensar cómo podría funcionar el partido en este sentido. Todas las cuestiones de la construcción del partido, del estatuto del partido, de la posición del partido en la constitución del Estado, que aquí sólo quiero considerar indicativamente, aparecerían así bajo una nueva luz. Las acciones de seguridad represivas que hoy han de compensar la evidente falta de autoridad ideológica deben ser abandonadas; deben abandonarse antes de que se conviertan en positivamente superfluas.

El partido ha de arriesgar su vieja existencia institucional en su renovación espiritual.

La autoridad ideológica del partido es dependiente de la cualidad de su producción intelectual: de la capacidad de explicación y de movilización del modelo en que refleje la realidad social y registre la dirección de su transformación. Trasladado a la dimensión del proceso histórico, su cometido se halla sometido a los mismos criterios y depende también de las mismas condiciones generales que el trabajo de un grupo de científicos sobre, digamos, un modelo explicativo de aspectos naturales determinados. Pues su trabajo es una actividad de conocimiento, bien que en el complejo sentido marxista según el cual el conocimiento, en tanto que proceso global, incluye el experimento y el tránsito por la praxis, hallándose referido además a un objeto que es sobre todo sujeto que nutre de la comprensión adquirida su voluntad y su resolución.

El auténtico problema del partido consiste en cómo poder mediar en la práctica los intereses emancipatorios, que determinan el punto de vista de su análisis y su síntesis, con la multiplicidad de las relaciones existentes, es decir, con los intereses inmediatos que se basan en ellas. El partido es la instancia que pone entre paréntesis los diferentes intereses de capa y de grupo en lo que supone disimilitudes, al destacar de continuo el punto de vista de la síntesis superior. Toda actividad e interés inmediatos reproducen el statu quo, generan en la base el economicismo, ampliamente extendido, de la búsqueda de la productividad y la eficiencia, el espíritu de la espontaneidad económica. Pero al mismo tiempo cualquier progreso hacia la libertad ha de realizarse a través de las estructuras existentes, ha de poner en contraste el reino de la necesidad con la expresión institucional de que se dotó ayer. Por eso es la crítica, o bien la autocrítica permanente del socialismo realmente existente a la premisa de la praxis de la revolución cultural, para la que la mayoría de los individuos han de haber comprendido los límites implícitos en su forma de existencia anterior y en su objetividad, en su racionalidad de ayer. Sin un esfuerzo de reflexión, sin la aplicación de las estructuras dialécticas de pensamiento, que reflejan el curso contradictorio de la historia, no es ya probable ningún progreso.

La organización social global del trabajo demanda más que ninguna otra un proceso colectivo de conocimiento al elevado nivel de abstracción que corresponde a la complejidad de las relaciones. (Evidentemente requiere esto la pugna por un lenguaje inteligible. Estoy convencido de que sería posible formular muchos contenidos de este libro de un modo más accesible que lo conseguido hasta ahora).

El concepto de intelectual colectivo no tiene nada que ver con la pretensión de representar los intereses particulares de la intelligentsia. Dado que todas las personas tienen intereses emancipatorios que no pueden realizarse a plenitud en las condiciones de la vieja división del trabajo, por principio ha de tener un carácter general la tendencia a reflejar los problemas de su consecución. Por eso la Liga de los Comunistas ha de estar abierta a todos aquellos que sientan la necesidad de ir más allá de la persecución de sus intereses inmediatos porque hayan comprendido que las barreras de su autorrealización tienen un carácter social. En ese mismo momento se comportan como intelectuales. Esto es una determinación conceptual más allá de los modelos de estructura social heredados. Su punto de partida es que todos los individuos pensantes son por lo menos intelectuales en potencia, que pueden adquirir la capacidad de reflexionar dialécticamente sobre la jerarquía de los contextos sociales y tomar parte en ellos como experimentadores y constructores activos. Gramsci escribió: «Que todos los miembros de un partido político deberían ser considerados intelectuales es una afirmación que podría dar pie a caricaturas. Sin embargo, en el fondo, nada es más exacto que esto» (La formación de los intelectuales, Barcelona, 1974, página 35). Para él el problema consistía en «conformar críticamente la actividad intelectual hasta cierto punto presente en todo hombre» (ibídem).

En la medida en que los intelectuales forman aún una capa o un grupo tradicional, han de ser conscientes de sus intereses específicos con la finalidad de contenerlos al máximo. Este ascetismo en lo relativo a la satisfacción de las propias necesidades inmediatas es precisamente la condición de la pertenencia al partido de la emancipación general y la piedra de toque de la capacidad de pensar como comunista. La situación social de la sociedad industrial no capitalista se caracteriza no en último término por el hecho de que el excedente movilizable para la acción emancipatoria es en ella máximo, allí donde en otras es máximo el potencial para la apropiación egoísta. Aquí se sitúa el punto nodal de la discusión intelectual y política en torno a la intelligentsia y en la intelligentsia. Quien busque en la Liga de los Comunistas sólo las condiciones más favorables para producir su propia individualidad, permanecerá socialmente improductivo. En la antigua China, en la época Tang, el budismo llegaba a su apogeo con una imagen que puede interpretarse como hermana de Prometeo. Ya en trance de ingresar en la corporación de los budas, Kuan Yin, «La que oye el gemido del mundo», se vuelve atrás y hace el voto de renunciar a su propia deificación hasta extinguir con su ayuda todo el sufrimiento del mundo y hasta que todos los seres hubiesen alcanzado el mismo alto grado de espiritualización. Esta metáfora puede aproximarse en una buena medida al tipo de solidaridad que ha de predominar en la sociedad, si el centro de gravedad de la desigualdad social se desplaza a la distribución de trabajo y formación.

Las condiciones para ello son favorables. Porque la esencia de la desigualdad en nuestra sociedad no tiene que ver ya con la apropiación privada de los bienes materiales — aun cuando ésta exista todavía — , sino con la apropiación privilegiada de la cultura — cuyas fuentes no son ya por sí mismas escasas — , condicionada por la división del trabajo. La revolución cultural no se verá, en términos generales, obligada a arrebatar a unos lo que ha de entregar a los otros. Y la consciencia excedente puede darse a la enorme tarea creativa que representa esa revolución cultural y que satisfará sus necesidades emancipatorias al suprimir las necesidades compensatorias. Incluso en las épocas de dominio de clase, al estar el intelecto libre plenamente desarrollado, a pesar de estar ligado por sus condiciones de existencia a los intereses de los explotadores, se ha impuesto una y otra vez a todos los intereses inmediatos con la tendencia emancipatoria implícita en él. ¿Cómo si no cabría explicar el paso de tantos intelectuales del lado de los oprimidos? Tampoco en el caso de los revolucionarios marxistas procedentes de la intelligentsia ha sido todo «comprensión teórica del movimiento histórico en su conjunto» (MEW 4/472), que sin embargo ha sido característica suya. En la base de su actitud ha habido siempre, además, ese sentimiento mental de solidaridad del hombre con el hombre que desde los primeros maestros se ha identificado con la justicia. Hoy, cuando hay millones y millones de individuos intelectualizados, que por otra parte no se hallan limitados para la solidaridad por ninguna barrera forzosa de intereses y que, además, están ya capacitadas para una comunicación social globalizadora, ha de ser ya posible llegar a un acuerdo respecto del necesario compromiso de los intereses, imponerlo con la «delicada violencia de la razón». Esto significa que la Liga de los Comunistas deberá y estará en condiciones, en tanto que intelectual colectivo, de solucionar ya en su propio seno el problema particular de la intelligentsia. Y esto en una medida mayor en tanto consiga unificar en sí misma todo el potencial emancipatorio de cada uno de los grupos y capas de la sociedad.

Para ser el intelectual colectivo que reúne todas las energías que se orientan a la emancipación general y para poder mediar su confluencia en un programa de acción que ha de actualizarse siempre, la Liga de los Comunistas ha de contar con un modo de organización diferente al tradicional del partido. La estructura organizativa ha de establecerse en función del carácter de la actividad esencial a desarrollar por ella. Un trabajo de conocimiento coronado por el éxito requiere el acceso de todos los concernidos a la totalidad de las informaciones significativas, la coordinación «horizontal», no jerárquica, de las investigaciones en base a la propia actividad de los interesados, la aceptación de hipótesis que rompan el marco usual de pensamiento, la discusión incondicionada de las diferentes interpretaciones en ausencia de la valoración de cualquier instancia autorizada que pueda «confirmar y no confirmar», etc.

Hay que partir de que el pensamiento orientado a la investigación de los más diversos grupos e individuos, al presuponer una dirección básica de los intereses, sea coincidente, por la propia lógica de las auténticas interrelaciones sobre las que se concentra, con la aproximación a la verdad, es decir, a la expresión adecuada de los intereses emancipatorios a la vista de las condiciones dadas que se trata de transformar. Las deformaciones se derivan mucho menos de prejuicios y reservas individuales que de su arraigo institucional. La convergencia de las diversas propuestas se produce, y no hace falta ninguna conformación particular y adicional para ello, cuando se conocen sin reservas previas los hechos sociales, cuando se reflexiona sobre ellos y se exponen las diferencias de opinión en congresos regulares de discusión, u ocasiones similares, en los que cuentan los mejores argumentos, es decir, cuando se dilucidan ante el público sin ninguna restricción. Este es el camino real de la ciencia social, por mucho que los científicos sociales profesionales tengan que seguir discutiendo de metodología, aportando detalles. Este diálogo tan libre como convergente de los comunistas, del que surge su voluntad general en forma de un modelo cada vez más concreto de las transformaciones sociales, es el camino a través de cuál se determina y se corrige el programa del partido, desde las metas lejanas hasta las medidas de hoy mismo.

Es obvio que aquellos puntos de vista que queden en minoría en los congresos, por lo que no entrarán en las resoluciones, deberán poder seguir siendo sustentados teoréticamente. La Liga de los Comunistas tendrá diversas tendencias, alas, incluso fracciones, por el momento — pero entonces será, esto último, la expresión del no funcionamiento de la mediación, un signo de crisis, por tanto, que no deberá condenarse en su modo de aparecer, sino que habrá que superar en sus causas a través de la elaboración y configuración colectiva de un modelo político mejor, más integral — .

Esto presupone que el Estado, o la administración, sea independiente de la Liga y de sus controversias internas. Las instituciones sociales generales han de estar situadas bajo el control de la sociedad, de manera que ésta ha de estar convencida en su mayoría antes de que llegue a alcanzar dimensión estatal una nueva opinión del partido que ayer podía ser aún el punto de vista particular de una ala o fracción. No hay duda de que la avanzada del proceso revolucionario se agrupará hoy en torno a unos y mañana en torno a otros individuos, en función de la capacidad de convicción que desarrollen por la agudeza y la amplitud de miras de sus ideas. Si la comunicación política es libre, nada puede impedir a la sociedad orientar su praxis de acuerdo a una nueva concepción en el caso que la anterior haya agotado su impulso. Así, cada vez que la sociedad se encuentre ante una elección, las alternativas se simplificarán al punto de su significado humano último, en su articulación con la perspectiva de la emancipación, con lo cual será posible organizar un voto general que vaya más allá de los plebiscitos paternalistas de los que tan orgullosos se muestran los despotismos.

Si la Liga de los Comunistas ha de ser el órgano de la socialización de la comprensión y de la capacidad de decisión política, la primera condición es que se dote de una configuración abierta, como partido, a todas las auténticas fuerzas sociales que posibiliten, al margen de cualquier sectarismo excluyente, al margen de cualquier compadrazgo en el secreto del poder tras puertas acolchadas y selladas, invitar y atraer a todos los elementos productivos del trabajo y de la cultura a la acción conjunta. El partido tenía que mostrarse cerrado e intolerante en cuanto a su pureza mientras se trataba de afirmar su principio y los intereses de sus mandatarios en un medio social hostil, en el que las ideas de la clase dominante amenazaban sin tregua la autonomía política del movimiento. Pero en la desarrollada estructura social del socialismo realmente existente ya no existen grupos o capas dignos de consideración por su influencia — no quiero discutir aquí un problema como el que plantea el campesinado en Polonia — que deban ser excluidos de la formación originaria de la opinión política. El efecto de la presión exterior, que hoy parece tan desproporcionada, y que en muchos sentidos también lo es, decrecería con rapidez si la sociedad tuviese la sobrestructura apropiada a su problemática. El peligro de un reflejo deformado de los intereses sociales parte entre nosotros, como ya se ha dicho, en primer término, de fuerzas que se encuentran de partida muy próximas al centro del poder social y que precisan, con urgencia, ser controladas mediante la confrontación con interlocutores autónomos, no dependientes de ellas. Por otra parte, en cuanto la militancia en el partido deje de ser un medio para conseguir puestos codiciados en el sistema de la división social del trabajo, se iniciará un proceso de autodepuración cuasi-natural. Entonces volverá por sus fueros como criterio de pertenencia al partido, que en las nuevas condiciones podrá ser codecidido en forma adecuada también por la opinión pública, el perfil político-moral de los militantes. Las personas del entorno saben en general muy bien no sólo quien se comporta en la práctica como un comunista, sino también quién lo hace por convicción, quién es «la persona adecuada».

Entre las consecuencias de la constitución del partido como intelectual colectivo se cuenta, al mismo tiempo, que ésta será la vía para su autoliberación del cautiverio de su propio aparato deformado, de su preeminente existencia como «casa de oficinas». Ya en el viejo Partido Socialdemócrata, y no en primer término en el partido bolchevique de nuevo tipo, estaba prefigurada en sus bases organizativas la burocratización de la estructura del partido. Cabe reflexionar hasta qué punto ha sido a su vez la forma organizativa la expresión inevitable de las condiciones sociológicas en la base del partido. En cualquier caso, esa forma organizativa ha operado en gran parte como pendant de la subalternidad de la base, subalternidad que no sólo refleja, sino que también ayuda a reproducir. Se trata de una organización que cuenta con una «infantería», que prevé una estructura y una disciplina de ejército, una disciplina prusiana, como advirtió Bakunin con prontitud. Rosa Luxemburg registró con horror en 1914/15 los resultados. «Sin disciplina», argumentaba ella a la vista de la crítica oficial del partido al voto negativo de Liebknecht en la sesión del Reichstag del 2 de diciembre, «no sería posible ninguna actividad fabril, ninguna enseñanza escolar, ninguna estructura militar, ningún Estado. ¿Pero es la misma disciplina la que está en la base del Partido Socialdemócrata? ¡Desde luego que no! Entre nuestra disciplina socialdemócrata y la disciplina fabril y militar hay una oposición directa en la esencia y en las raíces» (Gessammelte Werke 4/15, Berlín, 1974). Ella estimaba que debía existir al menos una oposición, pues lo que Rosa había de constatar era que (ibidem/23 y s.): «Precisamente la poderosa organización, precisamente la muy alabada disciplina de la Socialdemocracia alemana se acreditaron en el hecho de que el potente cuerpo de cuatro millones de hombres consintió en que se le diese la vuelta en veinticuatro horas bajo el mando de un puñado de parlamentarios, dejándose arrastrar al torbellino, mientras que la razón de su vida era enfrentarse a la tormenta…, Marx, Engels y Lassalle, Liebknecht, Bebel y Singer educaron al proletariado alemán para que Hindenburg lo pudiera dirigir».

Si la tarea de liquidar la subalternidad, de poner punto final a las fuentes de su reproducción está bien planteada, entonces hay que liberarse en el interior del partido de la glorificación de la disciplina proletaria que Lenin tomó de Kautsky porque se ajustaba a las condiciones rusas.

Lo que Lenin destacó en su época era la capacidad militar de organización, la disposición de las masas obreras a seguir a un mando, a someterse a la superior capacidad intelectual y a la visión de un estado mayor político. Cuando las tropas se encuentran en el campo de batalla necesitan órdenes: ahí no se puede perder el tiempo con discusiones prolijas. La valoración de los intelectuales que Kautsky y Lenin ofrecen en este contexto está muy condicionada por esas necesidades de contar con un estado mayor. En las condiciones actuales del socialismo realmente existente, los elementos intelectuales de las diferentes capas y grupos sociales tienen toda la razón para no querer someterse a ninguna presión temporal.

Es evidente que una organización efectiva requiere también hoy un aparato y una disciplina, no sólo en la administración, etc., sino también en el partido. Pero los comunistas tienen que invertir, en su organización, la relación de fuerzas entre el plano de la discusión y la decisión acerca de valores y metas, vías y medios de su política, de un lado, y la esfera del aparato para su ejecución, de otro. La disciplina ha de referirse en primer plano al programa del partido, que surge de discusiones globales y sin restricciones de toda la base, y no al hacer y deshacer de una burocracia de partido que dicta el programa y que, además, puede llegar a darle la vuelta a ese mismo programa en la praxis de su ejecución.

El proceso social global de transformación de la maquina estatal en un instrumento de servicio, administrativo, es decir, la ruptura de su dominación sólo puede ponerse en marcha en tanto dé comienzo en el interior del propio partido, cuando se rompa el dominio de los secretarios y de los secretariados sobre el partido.

En su posición y papel actual, el aparato del partido es el centro del dominio del aparato del Estado-aparato. De él «procede el poder estatal» y a él vuelve a partir de todas las emanaciones en las más variadas funciones de dirección. Por eso, la redefinición de su papel y su función, la rigurosa reducción de sus dimensiones, su subordinación a la vida política e ideológica de la Liga de los Comunistas será uno de los primeros objetos de la controversia en torno a la puesta en marcha del proceso de la revolución cultural. Entre otras cosas, es necesaria la absoluta separación personal entre las direcciones políticas elegidas y el órgano que asegura las condiciones técnicas de su trabajo. Sin la destrucción del dominio del aparato en el interior del partido no existirá jamás — digan lo que digan los estatutos — la democracia interna necesaria para el trabajo de conocimiento del intelectual colectivo.

El aparato es la desconfianza materializada frente a toda la masa de inteligencia que libera la sociedad en sus diferentes capas y grupos. Hay que suprimir en su totalidad la estructura eclesiástico-papal, el espíritu de curia que impregna hasta el último poro de la jerarquía del partido. Los comunistas han de liberar su política de la influencia decisoria de cualquier aparato de partido y establecer sobre éste su soberanía colectiva. Los hombres que hoy trabajan en el aparato de partido — incluso los que menos interés político tienen, los burócratas inmejorables entre ellos — han de estar altamente interesados en una solución así, ya que sólo de esta manera podrán restablecer su propia soberanía como comunistas pensantes deseosos de hacer valer su opinión personal en la elaboración política. Todo comunista ha de tener la posibilidad de distanciarse, en caso de necesidad, de su condición de militante disciplinado y adoptar una decisión de conciencia.

Si la Liga de los Comunistas, al tiempo que se libera de sus cadenas internas, mantiene en el exterior la continuidad del aparato de Estado, adquirirá la posibilidad de introducir la contradicción también en el aparato gubernamental, es decir, la posibilidad de renovarlo a fondo, esto es, socialmente en vez de burocráticamente. Si el partido ha revolucionado — hasta cierto punto con éxito — a la sociedad en la primera fase del socialismo realmente existente con ayuda del Estado, del aparato, ahora de lo que se trata es de rearticular de nuevo junto a la sociedad, apoyándose en la consciencia excedente acumulada por ésta, al Estado, al aparato. Esto es todo lo contrario de una tarea administrativa. El aparato es la esfera de trabajo de un gran número de personas cuyo complejo de intereses profesionales desarrolla una poderosa dinámica propia. Este complejo ha de ser desagregado, es decir, ha de impedirse la formación de bloques por parte del personal en torno a sus intereses particulares.

La subordinación del aparato de Estado a la sociedad es la quintaesencia del tránsito, por mucho tiempo anunciado, del gobierno de los hombres a la administración de las cosas. Si la burocracia incontrolada por abajo es la causa de que el partido haya desempeñado hasta ahora el papel de burocracia controladora, de aparato supraestatal, entonces sólo hay una solución: el propio partido ha de situar en el centro de su política el control de la burocracia, de la máquina estatal, por parte de las fuerzas sociales. El partido ha de estimular a los individuos a hacerse cargo de este cometido, ha de inspirarlos a ello, en la medida en que los comunistas conectan con todos y vinculan consigo a todos aquellos que «piensan algo» en su trabajo y en su vida. El partido ha de organizar a las fuerzas sociales de tal manera que se enfrenten en masa al aparato en tanto que poderes autónomos, y lleguen a forzarlo, de manera gradual, a establecer compromisos. Esto implica organizar a los comunistas como movimiento de masas. Sólo actuando a partir de tal movimiento comunista de masas dejará la Liga de los Comunistas de verse forzada a consumirse, como el viejo partido, en el control vía aparato de la máquina estatal.

Entonces la constelación política dejará atrás el ámbito de significados de los conceptos «arriba» y «abajo» que operan en la relación jerárquica de los funcionarios entre sí y de estos últimos como corporación y el pueblo. Entonces será posible poner en práctica las medidas, anticipadas por Marx y Engels en los escritos sobre la Comuna, de elección democrática del personal. En lugar de la designación o la preelección desde arriba, la cobertura de los puestos se decidirá en función de la capacidad probada de los candidatos, en diálogo con las masas en el curso de la praxis de la revolución cultural, en convergencia con las fuerzas sociales autónomas, en cuyo centro desplegará su actividad la Liga de los Comunistas.

La estructura política de la praxis cultural-revolucionaria no es en sí un novum, lo nuevo es la necesidad de mantenerla en permanencia. En todos los momentos históricos en los que el comunismo es — como quería Marx — el movimiento real que supera el estado de cosas existente, la relación no es, por su tendencia, trilateral: partido — máquina estatal — pueblo, sino que los comunistas y el pueblo constituyen un bloque único que sitúa en su centro al Estado, un bloque cuya estructura interna no puede ser descrita haciendo uso de conceptos derivados de relaciones de subordinación. Ha habido momentos históricos que pueden enseñar algo acerca de la forma posible de la transición. Podemos seguir la huella de esos momentos en algunos libros del Antiguo Testamento, en el Nuevo Testamento, en las corales de la época de la Reforma, en las canciones e himnos del primer movimiento obrero. Han sido siempre épocas en las que los hombres han ido más allá de los órdenes establecidos, en los que los hombres aún no se han sometido — hasta ahora siempre ha habido un aún no — al reglamento de una casta sacerdotal, épocas de movimiento, épocas de pueblo guiado por una profecía. Sólo en esta clase de movimientos han podido elevarse masas y clases, por lo demás subalternas, a la altura de una consciencia histórica, a la comunicación directa con lo general. Sólo en estos movimientos han podido elevarse de repente tanto pescadores de Galilea como obreros de Paris a la dignidad más alta posible del hombre. La esencia de la coordinación de la consciencia que predomina en tales movimientos consiste en la convergencia de la substancia ideal. La esperanza conduce al pueblo y sus profetas no son sino los intérpretes que elevan sus más profundas necesidades emancipatorias a una consciencia concreta, articulada e histórica, en la que, sin embargo, no se pierde la totalidad de lo prometido.

Cabe recordar aquí la visión de la vieja canción obrera: «Ved, como brota sin fin de la noche la muchedumbre, hasta que los deseos que alimenta vuestra nostalgia vayan más allá del cielo y la noche». En el Estado se oscurece la consciencia de los individuos, lo que no puede ser de otra manera. En el movimiento comunista se aclara. La luz ha sido siempre el símbolo de la autoconsciencia y de la libertad. La luz se adelanta, no la alcanzan todos por un igual y no penetra con la misma intensidad en todas las instancias. Pero es, para todos, la misma luz, se trata de gradaciones de la misma consciencia general. Y la historia no es un túnel angosto: las masas pueden disgregarse, las filas de delante no necesitan a las de atrás para estar a la luz. Y delante puede remar el espíritu de esa solidaridad prometeica que siempre ha impregnado a los auténticos revolucionarios.

Los comunistas sólo se ganarán su puesto a la cabeza de una sociedad en movimiento comunista en la medida en que sean los primeros que perciban cualquier nueva oportunidad de aproximar la igualdad de todos los hombres, y en la medida en que vivan de acuerdo con los principios por ellos defendidos.

Que haya una oportunidad real de organizar así, como movimiento, el comunismo en los países industrializados no capitalistas dependerá únicamente de si sale adelante la reforma del partido. ¡Hay que darse cuenta hasta qué punto espera nuestra sociedad libre de capitalismo un partido comunista renovado! Y esto vale incluso para la mayor parte de aquellos que, a la vista de la situación reinante, se hallan prisioneros de prejuicios anticomunistas. ¡Cuánta esperanza había suscitado en 1968, ya al comienzo de su proceso de renovación, el PCCh a pesar de que sus objetivos aún no habían sido planteados con claridad! Lo que vincula a los hombres a un movimiento — de manera diferente a lo que los une a una empresa que «da trabajo» — es la promesa de mediar la relación del individuo con la totalidad llena de sentido, de abrir para él el ámbito de la autorrealización en dimensiones suprapersonales, históricas. Los individuos están organizados por sus intereses particulares — y la militancia en los partidos dominantes se ha convertido, desde luego, en uno de los vehículos privilegiados a este respecto — . Los intereses compensatorios corren en último término a su cargo, si bien a niveles diversos. Pero ¿dónde hallan la vinculación a través de la cual puedan comprometerse con sus esperanzas emancipatorias? ¿Dónde puede crecer su consciencia en la comunicación colectiva al margen de los más diversificados objetivos limitados de su cualificación especial — por muy importantes que puedan ser — ?

Como todo el mundo sabe, los partidos existentes hasta hoy han sido conformados a lo largo de una época pasada, para una tarea por completo distinta. Bajo el manto de la unidad oficial, su militancia está en todas partes tan dividida como lo estaba en los años sesenta en la RSCh. En los planos ideológico y moral es tan heterogénea como no puede por menos que ocurrir en los partidos que disponen del monopolio del poder del Estado. A veces los propios dirigentes piensan con espanto en este hecho. Sin embargo, es en los partidos existentes donde sigue estando inscrito el grueso de los elementos dotados de energía predestinados a iniciar el proceso de la renovación social. Para ganárselos para el cambio es preciso conectar con las viejas promesas comunistas. Tales promesas siguen siendo tan necesarias como siempre. Ellas serán las señas de identidad válidas para agrupar a los comunistas de entre los militantes del partido, para unificarlos sobre una base nueva en la lucha por la revolución cultural, al atraer también, como es obvio, a muchas fuerzas frescas de entre la juventud y de todas las capas de la sociedad que no serían nunca ganadas por los partidos en su configuración actual. En su composición, en su organización, en su estilo, la nueva Liga de los Comunistas reflejará las estructuras actuales y las aspiraciones actuales de la sociedad protosocialista, al tiempo que anticipará sus perspectivas. Fundamentalmente, se apoyará en la participación espiritual y en la intervención práctica de los comunistas en todos los frentes del trabajo y de la vida. Dirigirá a la sociedad a través de la influencia de sus proyectos de transformación social procesual. Abogará por la ética de la fraternidad entre los trabajadores, tanto en la vida interna como en la internacional.

Esa agrupación deberá prepararse mediante una paciente propaganda de los problemas de la revolución cultural, de sus tareas y metas, de su urgencia, de su importancia vital y transformadora de la propia existencia de los individuos. Esta propaganda puede tomar como punto de partida el marco, hoy en gran parte ya libre de interferencias, de los pequeños grupos informales que se han organizado por doquier con las más variadas finalidades y ya no accesibles al control ideológico. Es en la discusión con las numerosas personas que, al estar muy interesadas, mantienen una actitud escéptica y pesimista en relación con las perspectivas existentes, o que contemplan otras prioridades, como puede precisarse el procedimiento concreto, el futuro programa de acción. Si los comunistas se plantean en un plano personal los problemas de la alienación, de la subalternidad, de la desigualdad de las oportunidades de desarrollo, de la irrefrenable aspiración a la felicidad de todos los miembros de la sociedad, podrán entregarse sin reservas a un diálogo franco con otras corrientes. Esto vale, no en último lugar, para las tendencias de sello cristiano, que convergen en idénticos problemas. La tradición que se inspira en el Sermón de la Montaña de Jesucristo es un aliado del que no se puede prescindir — siempre que por su parte no se recluya en una Iglesia — en la lucha contra el dominio de la cosificación. Una concurrencia por la influencia espiritual sobre la sociedad que sea sincera, no envenenada por motivaciones políticas de poder, no puede sino suscitar estímulos vitales en el marxismo, ayudarle a salir de una catequesis primitiva.

Cualquier adoctrinamiento forzado ha de ser abandonado.

Si las medidas concretas de una alternativa político-económica, sobre cuya orientación básica voy a discutir para concluir, han de determinar algo de importancia esencial, si se ha de evitar que el poder de la cotidianidad acabe por hacer que todo desemboque de nuevo en la reproducción de los modos de comportamiento subalternos, es preciso que se ponga en marcha un poderoso impulso psíquico que arrastre en particular a la mayoría de la juventud y la conduzca al plano del ideal político-filosófico. Del propio movimiento colectivo ha de derivarse una promesa tan irresistible de emancipación para todos que millones de hombres jóvenes den el paso a la asunción de una consciencia social global, una consciencia ligada a la humanidad. Sin el componente de la exaltación emocional que representa el camino corto de lo individual a lo general, es decir, del individuo a la comunidad, no hay movimiento de masas revolucionario. Jamás ha ayudado a nadie la sabiduría de los resignados. La consciencia sumida a la fuerza en la subalternidad, de tal manera que no puede reconocer con claridad sus aspiraciones en las abstracciones de la idea teórica, precisa de una visión de las posibilidades humanas totales dotada de una evidencia emocional. Sólo de esta manera vencerá la revolución cultural con su razón dialéctica superadora de límites impuestos al entendimiento burocrático obligado con el statu quo, al arrancarlo de sus enraizamientos sociales. Sólo de esta manera podrá poner las pesadas estructuras materiales e informacionales, tan imponentes en su racionalidad detallista, bajo la necesaria presión transformadora. Las convicciones emocionales tienen razón al declarar irracional a lo existente y a toda su configuración global. El esclarecimiento teorético de las masas presupone su paralela praxis revolucionaria. Aquí es decisivo que el proceso de la revolución cultural no sólo desemboque en un horizonte lejano en la abolición de todo gobierno, en la abolición de la vieja división del trabajo y del Estado, sino que ese mismo proceso pueda ser ya identificado como la vía hacia la máxima emancipación posible del máximo número posible de personas.

Antes de pasar a la cuestión del programa de acción voy a resumir en unas cuantas antítesis lo que ha de ser la Liga de los Comunistas más allá del capitalismo:

No un partido obrero en el viejo sentido, hace ya tiempo demasiado estrecho, sino la organización de los intereses emancipatorios característicos de personas de todas las capas de la sociedad.

No un partido de masas como aquéllos en los que una élite dirigente autonombrada manipula según la ley de los grandes números a los miembros inscritos, sino una unión de individuos animados por las mismas intenciones, es decir, de individuos de la misma competencia general interesados en la solución de los mismos problemas en la misma dirección.

No una corporación de sabihondos sectariamente cerrada a la sociedad, sino una comunidad revolucionaria dotada de una periferia abierta que atraiga hacia sí a la sociedad.

No un superestado que maneje y controle desde fuera y desde arriba al verdadero aparato de Estado y de administración, sino el inspirador ideológico de una conducta integral de todos los grupos de base que capacite a la mayoría de la sociedad para ejercer desde dentro el control sobre todos los procesos de decisión.

No un ejército obediente que lleve a la práctica el consenso politburocrático acerca de la extensión y la prosecución del statu quo, sino el intelectual colectivo que origina y practica por medio de la comunicación democrática el consenso acerca de las transformaciones.

Su función principal, que realiza a través de todas estas características, será la unificación, coordinación y arbitraje de los esfuerzos intelectuales y morales encaminados a la elaboración de una estrategia y una táctica de la revolución cultural.


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Notas:

[1] MEW: Marx-Engels-Werke.

[2] El libro de Bahro está dividido en tres partes: I. El fenómeno de la vía no capitalista a la sociedad industrial; II. La anatomía del socialismo realmente existente, y III. Para la estrategia de una alternativa comunista. El presente texto es un capítulo de esta tercera sección.

[3] SED: Partido Socialista Unificado de Alemania, por sus siglas en alemán.


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