Entrevista a Haydee Santamaría
Por Margaret Randall
Fragmentos de la entrevista conservada en el Archivo Casa, con una anotación que dice: «1971». Fue publicada en Margaret Randall: La mujer cubana ahora, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro, 1972, pp. 381–399.
La versión que comparte La Tizza se toma del volumen «Hay que defender la vida», compilación de textos de Haydee Santamaría realizada por Jaime Gómez Triana y Ana Niria Albo Díaz, y publicada en 2022 por el Fondo Editorial Casa de las Américas y Ocean Sur.
Haydee Santamaría es parte de la Revolución cubana. Lo que quiero decir es que Haydee –más, incluso, que otros muchos hombres y mujeres igualmente valientes e importantes que participaron y participan– es memoria, reflexión y también presencia, energía. Haydee es la vuelta a los comienzos y la anticipación del futuro, con toda la vital formación del ahora.
Al dirigirnos a su hogar en La Habana –en una de esas raras ocasiones en que se le puede encontrar en la ciudad–, nos disponemos a grabar una conversación. Esperamos que tenga una duración de dos a tres horas. Comenzamos a las diez y para las cinco todavía estábamos hablando. Pero no sería justo ofrecer al lector fragmentos de esta conversación sin hacer, por lo menos, una breve mención de algunas de las cosas que todo cubano sabe acerca de Haydee:
La mujer que, con su hermano Abel, alquiló el diminuto apartamento en la esquina de 25 y 0, en La Habana. Allí fue donde Fidel y otros miembros de la Generación del Centenario se reunieron e hicieron planes entre 1952–1953. Hablando de la primera vez que vio a Fidel, Haydee ha dicho: «Cuando Abel me preguntó qué pensaba de él, le dije: “¿Tu amigo del tabaco que me llenó de cenizas mi piso tan limpiecito?”». Una de las dos mujeres que fueron con lo mejor de ese grupo a Santiago, al Moncada, a la primera acción armada el 26 de julio de 1953: «El Moncada fue aquellos que murieron y aquellos que vivieron».
En el Moncada, menos de la mitad sobrevivieron: sesenta y siete fueron torturados y asesinados (incluyendo la acción simultánea de Bayamo). Tres años y medio después, cuando el Granma tocó tierra, en diciembre de 1956, solamente doce habrían de sobrevivir de la expedición de ochenta y dos. Esa fue la Revolución cubana en sus inicios.
En el Moncada, Haydee perdió a su hermano Abel y al hombre que amaba, Boris Luis Santa Coloma. Después fue encarcelada. Un guardia que le había traído un ojo de su hermano, con el propósito de hacerla hablar, escuchó de ella esta respuesta: «¡Si le han sacado ese ojo y él no ha hablado, mucho menos lo haré yo!».
Cuando el desembarco del Granma en 1956, Haydee era esencial en el movimiento clandestino de apoyo. Después se trasladó a las montañas y más tarde a los Estados Unidos, donde organizó el Movimiento 26 de Julio, recolectó dinero y armas, etcétera. Padecía de asma; en la fría y húmeda Sierra Maestra, cada año se ponía peor.
¿Puede una lista de actividades ayudar a trazar el cuadro de una mujer? Haydee ha figurado en el sistema de becas, es directora de la Casa de las Américas, fue presidenta de la Olas (Organización Latinoamericana de Solidaridad). Es una de las cinco mujeres que pertenecen al Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Está casada con Armando Hart, quien actualmente dirige el partido en la provincia de Oriente.
En La Habana, su casa está junto al mar, en uno de los distritos residenciales de extramuros. Un pequeño saliente de la dentada línea costera da cabida al paisaje de: 1º. Un campo con vacas y chivas. 2º. Las olas coronadas de espuma lamiendo la base de una arboleda de jóvenes pinos («Los niños la plantaron; yo les dije que ese era el trabajo voluntario de ellos», dijo Haydee). 3º. La ciudad de La Habana al otro lado de la masa de agua. Un soldado rebelde, con una metralleta, nos indica sonriente la puerta del frente.
Algunas pinturas, piezas sencillas de la artesanía autóctona de diferentes países latinoamericanos. Estoy mirando una vieja fotografía familiar –¿bisabuelos?, ¿una pareja de tíos abuelos?–, cuando Haydee baja por la escalera. Está ahora en los cuarenta. La ternura, la decisión y la sabiduría de ese rostro no están limitadas a ninguna edad.
Nos sentamos en torno a una mesita baja, junto a los amplios ventanales que miran a un agitado mar grisáceo. El viento silba y las persianas de madera trepidan. Después subimos al dormitorio de Haydee. Esta habitación del segundo piso tiene en sí más de Haydee, la persona. Un retrato de una mujer joven por Víctor Manuel («Me dijo que era un retrato de mí… no sé… cuando se lo mostré a Armando y le pregunté si le gustaba, me dijo: “Sí, me gusta; no sé, me parece que tiene algo de ti”»). Y otro Víctor Manuel que compró con «medios» ahorrados durante los años de vida clandestina. Un maniquí de modista con una sencilla bata de dormir a medio terminar y una brillante tela búlgara en forma de poncho colocada sobre los hombros.
El interior de una puerta de clóset donde fotografías de sus siete hijos (Abel, que tiene diez años, y Celia, que está en los ocho, son los suyos propios; los cinco restantes, de otros países, son miembros adoptivos de la familia) aparecen confundidas con las de niños amigos. Una vieja máquina de coser. Un tocadiscos barato. Una grabadora nueva. Una y otra vez los libros que ella lee, los papeles a un lado de la cama, la medicina para el asma. Dos diminutas y antiquísimas mascarillas mexicanas. Otra vista del mar.
Te quiero mostrar algo que me dio hace unos días la maestra de mi hijo Abel. ¡A mí me da un sentimiento! Porque, mira, cuando lo del Che, yo estaba ya… Nadie sabía nada y nosotros sí lo sabíamos. Entonces yo me metía aquí en el cuarto y no salía, porque me parecía que si me veían la cara iban a saber que era algo grave e iban a pensar que era Fidel… antes de saber nada el pueblo; y cada vez que venían, que llegaban mis hijos, me decían: «Mamá: ¿qué te pasa?». Les decía: «Nada, mi cielo, he estado viendo la televisión y tengo los ojos rojos». Volvían a llegar… Entonces, hace tres días exactamente, fíjate, esto lo escribía dos años después de la caída del Che, hace dos años ahora, y fíjate lo que dice, era esto: «¿Cuándo supiste de la caída del heroico comandante Ernesto Che Guevara, y qué pensaste?». Esa es la pregunta que le hacen en la escuela. ¿Ves?, y ella se lo encontró en el expediente de Abel, por eso me lo dio. Mira lo que contesta Abel, pues fíjate que no contesta nada:
Yo no sabía nada. Mama –allí se lo ponen como una falta de ortografía, pero él me dice mama, no me dice mamá–, Mama estaba en el cuarto. Cuando fui no se reía. Y no quería hablar. Creía que estaba enferma. Me dijo que no. Seguía en el cuarto. Estaba muy mucho triste –parece que quería decir muy, muy triste, ¿no?–. Estaba muy mucho triste. Ella se ríe cuando nos ve. Le pregunté si yo había hecho algo malo. Ella me dio un beso pegado. Estaba mojado. Quité la cara. Vi que no estaba mojado. Eran los ojos, tantas lágrimas, parecía mucha agua. Porque no podía hablar. Yo tenía ganas de llorar. Mama me dijo que me fuera a jugar, que ella no estaba triste y yo no le había hecho nada malo. Para estar tan triste tenía que hacer una cosa muy buena. Yo no entendía. Yo le dije que con las cosas buenas uno se tenía que reír. Me dijo que cuando yo nací ella lloró y eso era una cosa muy buena. Le dije que si iba a tener otro hijito. Se rio de mentira. Cada vez que venía de la escuela –¿te das cuenta que fueron muchos días?, ¡pobrecito!–. Cada vez que venía de la escuela mama seguía en el cuarto, triste, triste. Me puse a velar la televisión, a ver si veía a Fidel. No salió. Como no salía le pregunté a mama dónde estaba Fidel. Me dijo que en 11. Seguía velando la televisión. Si Fidel, Raúl, Almeida tenían algo, la televisión lo decía. La televisión no decía nada. Le pregunté a Ia –Ia es una muchacha de aquí–, ¿qué tiene mama? Me dijo que dolor de cabeza. Me dio miedo. Si mama se moría. Fui otra vez al cuarto y le decía que me leyera un cuento. Ella me lee La Edad de Oro. Me leyó lo que dice de Martí cuando fue a Venezuela al [sic] estatua de Bolívar. Se paraba como que no podía hablar. Me dijo: «Un día tú me llevarás a Bolivia al estatua del Che». Cuando ella cerró los ojos me dio mucho miedo. Yo creía que no respiraba. Me dieron muchas ganas de llorar: Me dijo que me fuera a jugar y yo le dije si el Che estaba con Camilo.
¡Ay, qué cosa más grande!, ¿y qué edad tenía Abel cuando escribió eso?
Bueno, tiene diez años. Ocho años. ¿Te das cuenta, por eso, que cuando Fidel habló él se dio cuenta de que el Che ya…?
¡Claro!
«Y yo le dije si el Che estaba con Camilo». Pero, fíjate, que no ha contestado la pregunta: «¿Cuándo supiste de la caída del heroico comandante Ernesto Che Guevara, y qué pensaste?».
¡Pero contestó todo!
¡Sí, pero sin decir! Fíjate: «Me dijo que me fuera a jugar y yo le dije si el Che estaba con Camilo». Sin decir la palabra. ¿Ahora te das cuenta por qué ese sentimiento el día que Fidel habló y él empezó a tirar piedras a la televisión? «¿Por qué lo quieren oír? ¿Por qué lo quieren oír?». Es que él no quería oírlo, ¿verdad?, porque él ya lo sabía. Los demás compañeros decían: «Quítate, Abel, que Fidel… que ahora Fidel va a decir que al Che no le ha pasado nada». «¿Qué, qué? ¿Para qué?». Él ya sabía, sabía por eso. A ver…
Por lo de la estatua.
Sí. Aquí… «Me leyó lo que dice de Martí cuando fue a Venezuela al estatua de Bolívar. Se paraba como que no podía hablar. Me dijo: “Un día tú me llevarás a Bolivia al estatua del Che”. Cuando ella cerró los ojos me dio mucho miedo. Yo creía que no respiraba. Me dieron muchas ganas de llorar. Me dijo que me fuera a jugar y yo le dije si el Che estaba con Camilo». Cuando él iba por la puerta me dice: «Mama, ¿el Che está con Camilo?». Y donde dice: «Cada vez que venía de la escuela…». ¿Te das cuenta de que eso fue días y días?, y cuando pienso que lo regañé por lo de la televisión. Yo pensé que él quería quitar el programa como hace a veces cuando está viendo un programa que le gusta y la gente lo quita para poner otra cosa. Nunca con Fidel, porque uno siempre quiere ver a Fidel, sino esas cosas que los niños no entienden. A veces, y yo siempre digo que dejen lo que quieran los niños, que no lo quiten, que dejen las aventuras, porque los niños no entienden ciertas cosas. Pero por Fidel nunca él se había puesto así. Y lo apagaba y dijo que no, y le dije: «¡Óyeme, no lo vuelvas a apagar o vas para arriba! Si usted no quiere oír a Fidel deje que los demás lo oigan. Ahora, lo único que siento mucho dolor porque tú no quieres oír lo que Fidel va a decir». Y él: «No, ¡no quiero oír nada! ¡No lo quiero oír, no lo quiero oír!». Pero yo creía que no… ¿Te das cuenta?… Él me dijo: «¡No lo quiero oír, no lo quiero oír, no lo quiero oír!», y yo le dije: «Pero, Abel, tú no sabes lo que Fidel va a decir», y él: «No me importa, no me importa, no me importa». Y no quería que nadie más oyera. Y él decía: «Mama, ¿el Che está con Camilo?». Como queriendo decir: «¿El Che no está solito?».
Y quizás para no tener que decir la palabra «muerto».
Fíjate que yo hacía tiempo que tenía ahí una foto del Che muy bonita, en ese marquito que tú ves ahí. Era un retrato del Che todo desmarañado así. Y hacía contraste con ese marco tan impresionante aquel retrato del Che todo desmarañado así. Él siempre estaba: «Mama, quita al Che de ahí». «Mi hijito, ¿por qué tú no quieres tener al Che ahí?». «¡Ay, mama, porque no!». Y a mí me preocupaba. ¿Qué le pasaba a Abel con el Che? Pero es que yo recibí este trabajo hace tres días. Cuando recibí esto me di cuenta y le dije: «¡Es verdad! Vamos a quitar al Che y poner a otro. Búscame a alguien para poner». Me dijo: «Mira, mama, vamos a poner a Bolívar, que quiere decir el Che, que quiere decir Camilo, que quiere decir todo. Vamos a poner a Bolívar y no vamos a poner a los otros, ¿eh?». Lo que pasa es que Bolívar…
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Es más abstracto para él. El Che era alguien que él estimó mucho. Por un rato, Haydee continuó hablando del Che. Ramón.[1] El Che. Las últimas cartas. La medicina para el asma que compartieron, los libros. Reuniendo las piezas más públicas de la historia, llenando algunos de los lugares confusos de la historia extraordinaria. Pero solo algunos lugares. Otros permanecerán vívidos por siempre para aquellos que compartieron su vivir.
Porque, ¿tú sabes lo que pasa?, que en mis tiempos no era igual. Porque
un revolucionario no es por lo que ha dicho, sino por lo que ha hecho.
Sí, pero también tú has dicho cosas que han cambiado la vida de la gente. Mira: te traje algo que tú dijiste y que a mí me ha causado una gran impresión. Cuando hablaste aquella vez con los estudiantes universitarios, cuando hablaste del Moncada, cuando dijiste:
Creo que hay que hacer un gran esfuerzo para ser violenta, para ir a la guerra, pero hay que ser violenta e ir a la guerra si hay necesidad. Pero lo que no se puede perder ante eso es la sensibilidad. Por eso siempre, ya no en casos así, mi sistema no es la violencia, sino la conciencia. Cuando en la clandestinidad había que poner una bomba, y algunas veces me tocó a mí estar al frente de esa tarea, es decir, mandar a hombres a poner una bomba, escogía al mejor, escogía al que tenía más condiciones, escogía al que tenía más calidad humana, para que no se acostumbrara a poner una bomba, para que no sintiera placer en poner una bomba, para que le doliera poner una bomba, aunque la necesidad lo llevara a ponerla; y siempre, siempre que en mí recayó eso –que en nuestro Movimiento unas veces eso recaía en un compañero o en otro–, cuando tenía yo la responsabilidad, muchas veces se me decía: «¿Cómo mandas al mejor?», y decía: «Porque nunca mando al que no creo bueno, siempre mando al que va a hacer eso porque es un deber, no un placer».
La cosa de que en la revolución hay que cuidar lo que después van a ser los valores; eso, para mí, ha sido muy importante.
Mira, cuando se mandaba a un grupo a hacer un sabotaje, había compañeros muy buenos, pero había otros compañeros que incluso no eran malos, pero yo sentía… Porque muchas veces se trataba de llamar la atención hacia La Habana, y que no estuviera tanto en la sierra, ya que muchas veces los compañeros no tenían parque, no tenían con qué defenderse. Tú tienes que hacer cualquier cosa para desviar la atención hacia aquí y dejarles un respiro a ellos. Y había compañeros que tenían un valor tremendo. Pero, no sé por qué, a mí siempre, cuando tenía que escoger, escogía a aquel pobrecito que le estaba haciendo el daño más grande. A mí me decían: «Mira, Haydee, tú escoges mucho a los hombres y yo lo que quiero es valor. Y que no se acobarden». No.
Yo creo que todos se acobardan, pero hay que saber superar el miedo. Pero ¿cómo no vamos a tener miedo? ¿Y qué es la vida? ¿Y las vidas de los demás? ¡La amamos! Pero tenemos que superar el miedo.
Enrique [Hart], el hermano de Armando, murió por eso. Enrique tuvo que poner una bomba a una gente de la tiranía, pero la bomba no estalló en su momento, y él la fue a quitar, ¡la fue a quitar! Porque sabía que a las siete de la mañana iban a pasar gentes que no debían morir, iban a pasar niños camino de la escuela y la gente por allí, y la llevó a una casa para desarmarla, para ver por qué no había estallado y le explotó en las manos y lo mató. ¡Fíjate si él sentía que aquella bomba fuera a hacer la explosión en otro momento y fuera a matar a gente que no debía morir! No es que yo crea que eso fue más grande que nada, solo que trato de decirlo para que los jóvenes no crean que esto les cayó del cielo. Esto se hizo con sangre. Esto se hizo con el dolor de madres, de hijos…
(…)
Haydee volvió al librero y continuó hurgando entre libros y folletos, sacándolos, uno por uno, y diciéndome lo que significaban, lo que habían significado para ella. Oye, Haydee, yo quisiera que me hablaras un poco de la mujer en esta Revolución.
Es un poco difícil hablar de eso, pero, fíjate, los primeros pasos que ha dado la Revolución para que la mujer se libere son el respaldo; la mujer que no tenga respaldo económicamente… Porque, ¿cuántas mujeres no han continuado al lado de un hombre, y no lo han dejado, porque si se separan de ese hombre, qué le dan a sus hijos de comer? ¿Cómo actúa con sus hijos? Y aquella más pobre, más pobre: ¿qué le da de comer a sus hijos? La Revolución ha emancipado a la mujer, económicamente, y le paga los salarios igualito que al hombre. No le paga por ser mujer, sino por la tarea que haga, porque si lo hace igual que el hombre le paga igual que al hombre. Si la tarea es más baja, el sueldo es más bajo, como a todos los que trabajan. Entonces la mujer se ha liberado de una forma tremenda, porque ya no tiene esa… Porque ya su niño tiene su beca; además, su formación, porque habiendo tantas mujeres, ya no era un problema económico, porque eran de la clase media. Pero en este país se criaban las hembritas para casarnos un poquito mejor. Eso era así. ¡Y cómo se formaban esos muchachos, los varones! Porque, bueno, cuando llegaban a los catorce años, si no tenían padres: «¿Qué hago yo con este hijo que se me va a descarriar?». Y hoy esa madre puso a su hijo en una beca y se lo están formando. No tiene que tenerlo, aunque yo creo que la madre y el padre son necesarios por igual, y cuando digo el padre y la madre, digo siempre una figura femenina y una figura masculina.
Yo siento que tú, con tu experiencia de los días del Moncada o antes del Moncada, en que había tan pocas mujeres incorporadas a la lucha –es decir, sé que tú y Melba no eran las únicas, pero en comparación con la cantidad de hombres, y hoy ves a todo un pueblo, tanto las mujeres como los hombres–. Ese ha sido un proceso tan rico, que yo quisiera que me hablaras de algunas de tus experiencias en este proceso, como mujer.
¡Ay, esto es más enorme, más infinito…! ¡Y la experiencia mía es una experiencia tan maravillosa, pero a la vez tan triste en algunos aspectos! Maravillosa, porque pude hacer lo que tantas mujeres quisieron hacer y no tuvieron oportunidad. Desde la preparación del Moncada hasta… Pero
lo del Moncada fue en algunos aspectos muy violento; violento porque no nos comprendían aún aquellas personas que tanto nos querían.
Violento porque mi propia madre era una mujer que creía que para hacer la liberación estaban los hombres. Entonces, las personas que tanto me querían pensaban eso. Y aquello fue para mí pensar en lo triste que era para… No había una base tan consciente… Me sentía tan orgullosa de aquello, que sería una cosa tan hermosa que yo siempre pudiera guardar en mi vida. Porque ese paso era el más difícil. Y, así y todo, me dolía, porque pensaba en mi madre, pensaba en mi familia. En la cárcel yo soñaba de noche que me decían esas cosas… Que yo creí que no, que aquello… Rompí con mi familia, ¿no? Pero de noche soñaba; no era verdad, porque soñaba… Entonces me dolía. Yo decía: «¡Qué triste es esa vida!». Yo consideraba que era fuerte, que daba ese paso, porque no me importaba lo que dijera mi familia, y sentía un dolor tremendo. Aunque no iba a claudicar. No voy a hacer una concesión, pero si yo soy así, ¿qué va a ser de la mujer cubana? Si muchas van a tener el valor que tuve yo… Además, la duda que tuve yo del papel de la mujer en mi patria. Y ahora, al ver todo, ya tú te puedes imaginar.
Pensé que todo iba a ser muy conservador, y no fue así. Desde el mismo 59 se dieron pasos tremendos, agigantados, y que no era aquello que a mí me había dolido tanto, porque pudo haber masivamente mujeres.
Porque sí, yo había dado aquel paso y tenía a Abel y tenía a Boris, y de aquel camino no me desprendía nadie; pero sentía en lo más profundo un dolor infinito por lo que le pasaba a mi mamá, ¿qué sería de las otras mujeres que no tenían la ayuda que tenía yo? Y eso fue muy violento. Durante la cárcel y durante los primeros meses que salí a la calle y empecé a vivir en muchos barrios y me citaba con los muchachos del Moncada, Melba y yo íbamos a los lugares y éramos unos bichos raros. Y en el mismo 59, cuando la mujer de verdad se incorpora, era más violenta y más firme que muchos hombres.
https://medium.com/la-tiza/la-otra-carta-de-despedida-del-che-a-fidel-d3a61b0443b
Yo pienso que debe ser porque la mujer tiene más que ganar. Es el mismo caso del negro.
No es que tenga más que ganar: es que no tiene nada que perder. ¡Nada que perder! Es como en Vietnam. ¿Qué tienen que perder? ¿Que las bombas caen y matan a sus hijos? Pero si es que, aunque no caigan las bombas, ¡se están muriendo diariamente de hambre y de miseria! Lo único es que, en vez de morírseles en tres meses, se les mueren en un minuto. ¿Qué tienen que perder? ¿Y qué tienen que ganar? ¿La vida? Sí, la vida importa, ¡pero no van a vivir tampoco! Para que te viva un hijo tienes que matar a cuatro, porque para que viva un hijo tienes que darle comida y dejar a cuatro sin comer, y se te mueren los cuatro. ¿Qué tiene que perder esa mujer? No tiene nada que perder. Como los negros en Norteamérica.
Te das cuenta de cómo era realmente oprimida la mujer aquí.
En mi país, la mujer se preparaba en todos los niveles para el matrimonio, en todos los niveles, desde la campesina más humilde, hasta aquella de los pueblos, hasta aquella de la clase media, hasta llegar a la clase burguesa, hasta llegar a la burguesía que tenía dinero. Si tenía una mucho dinero, el problema era conseguir un pobre que no tuviera dinero, y el marido le quitaba el dinero; él buscaba a la mujer para eso. Y si era campesina, consistía en tratar de prepararla a ver con qué otro campesino se casaba. Eso era.
El hecho ahora de poder casarse por amor…
¿Tú sabes lo que es eso? ¡Tú sabes lo que es que la mujer se casaba por problemas económicos! Porque la mujer no trabajaba, no podía trabajar; tenía que contar con una preparación tremenda, y entonces el salario no era igual al del hombre, y aunque no estuviera enamorada se tenía que sentir enamorada para resolver el problema. Y otra, porque deseaba tener un hijo… ¡Y tener un hijo sin padre…! Era rechazada por toda la sociedad. ¿Tú sabes lo que es tener un hijo sin tener que llegar al matrimonio con el hombre que tú elegiste, que lo elegiste porque…, y no te quieres casar con él por equis razones? ¿Tú sabes lo que es romper con eso? Y después el hombre tiene que darle el apellido, si la mujer lo exige; pero si la madre no lo exige es de ella, ¡y ya! Le pone sus dos apellidos, y ya. Date cuenta de que en América Latina tenemos una influencia española, que Cuba fue la última colonia. Así que la influencia es tremenda.
¿Qué crees que falta todavía por hacer aquí, entendiendo como primer punto la liberación económica, pero para que después desaparezcan las trabas?
La liberación económica. Después de la liberación económica hacen falta miles de círculos, comprensión completa del hombre. Hacen falta más tintorerías, becas, comedores. Y eso no se puede hacer en un día, ni en dos, ni en tres. Porque tú puedes tener a un niño en un círculo, pero cuando se enferma tienes que quitarlo, y si lo tienes que quitar, ya no te puedes entregar como tú deseas al trabajo. Yo creo que para la mujer de verdad es un paso decisivo, determinante. Hacen falta condiciones para que la mujer pueda estar sin preocupaciones con los niños, etcétera. Porque si un niño se enferma es problema del médico, de la enfermera, y una directora de círculo no puede hacerse cargo de eso, porque esas directoras las hemos formado en un año.
Colectivizar la vida es importante, porque el núcleo familiar se hace hasta reaccionario por su forma.
Porque nosotros tenemos comedores en los trabajos, pero nos hacen falta comedores en las zonas, en los barrios, porque si yo trabajo hasta las cinco de la tarde, tengo que quedarme hasta las siete para comer, pero si dispongo de un comedor en la esquina de mi casa, puedo comer a las ocho de la noche con mis hijos, o con mi marido. O con aquel a quien yo tenga que cocinarle. Porque salimos a las cinco del trabajo, pendientes de que tenemos que ir a buscar los mandados, ir a buscar los hijos al círculo y venir a cocinar, porque por la tarde los maridos, los hermanos, el padre, no tienen dónde comer.
Haydee, ¿qué tú haces actualmente en Oriente?
En estos momentos no estoy haciendo mucho, porque ahora en la Casa de las Américas hay toda una serie de movimientos, ¡hay mucho trabajo!
¿Cómo articulas tu experiencia, tu historia, con tu responsabilidad al frente de la Casa de las Américas?
Fíjate,
me parece lo más natural esa articulación con la tarea que la Revolución me encomendó desde 1959 mismo, porque como tú sabes nuestro Continente es en realidad como un gran país, y todas sus luchas de liberación son partes de una misma lucha, así como todos sus grandes dirigentes pertenecen no a esta o a aquella nación, sino a nuestra América entera.
Ese fue el caso de Bolívar y de Martí, y también, en nuestros propios días, el caso del Che, que me había prometido, como he contado, que tendríamos mate cuando estuviera en las montañas del país donde nació. Pero, ya ves, la Argentina está seguramente orgullosísima de que allí haya nacido el Che, y es lógico que así sea, pero él pertenece también a Guatemala y a Cuba y a Bolivia, y en realidad, a todos nuestros países. ¿Tú no crees que Fidel, tan cubano como es, es esencialmente latinoamericano, y piensa y siente y lucha por todo el continente? Por eso es natural que yo considere que lo que tú llamas mi experiencia, mi historia, es decir, el Moncada, la Sierra, tenga tan estrecha relación con las cuestiones latinoamericanas.
Es cierto. Sin embargo, la tarea de la Casa de las Américas pudiera parecer más cultural que política.
Mira, en realidad es tan política, que eso es lo que explica que yo, que no soy escritora ni artista, sino una dirigente política, pueda estar a su frente. Yo te puedo decir que todo es político; y no solo lo que lo es de manera evidente. Hasta las cosas que parecen más desvinculadas de la acción inmediata. Porque
tú has visto que en la Casa de las Américas tratamos de que las cosas queden bien: no solo un libro, un acto, sino también que cuando tú llegues allá veas algo bonito en las paredes, o el programa que te den esté bien hecho. ¿Y tú crees que eso no es político? ¿Tú no has visto cómo los enemigos de estas revoluciones se pasan la vida diciendo que nosotros los revolucionarios despreciamos la belleza y hacemos las cosas feas y tristes? ¡Cuando en realidad solo la Revolución hace posible que la belleza no sea el privilegio de unos pocos, y lucha porque la vida de todos sea bella! ¡Y dime si esa lucha no es política!
¿Qué opinas de la actitud de los escritores y artistas latinoamericanos hacia la Revolución?
Bueno, yo diría que ellos pueden –y que deben– contribuir a la Revolución, como tantos ejemplos lo demuestran. En la Casa de las Américas hemos tenido muchísimas ocasiones de comprobarlo: escritores y artistas de todos los países latinoamericanos se vincularon con nosotros incluso en los días más feroces del bloqueo contra Cuba. Seguramente a eso contribuyó, además del enorme prestigio de nuestra Revolución, el que nosotros hayamos mantenido siempre que no existe una sola manera de hacer arte, y que el artista debe ser audaz en su campo, como el revolucionario político lo es en el suyo. Pero hablando de esas cosas habría que decir también que el artista debe sentirse responsable con su pueblo –en ese caso, con nuestro gran pueblo latinoamericano–, y solo así podrá contribuir realmente a la revolución. De no ser así, pueden presentarse fenómenos ridículos, como el de los que llamé los «latinoparisinos», que están desarraigados, lejos de los dolores y las luchas de sus pueblos, y luego quieren venir a darle lecciones a los revolucionarios. Y, chica, tú comprendes que eso es absurdo, que
todos pueden contribuir a la revolución, pero la revolución no solo se hace para el pueblo, sino también por el pueblo, y el pueblo no puede aceptar otra jefatura que la que nació de su dolor, de su sangre, de su sacrificio, llámese Martí o Che o Fidel.
Y, fíjate, que cuando Fidel habló del Che en la Plaza, a raíz de su muerte, y quiso decirle en una palabra muchas cosas, lo llamó artista. ¿Te acuerdas?
Notas:
[1] Ramón fue uno de los nombres de guerra utilizados por el Che en Bolivia.
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