Por Joel James Figarola
En el Día de la Cultura cubana, cuando es necesario reivindicar la cualidad rebelde, de resistencia al colonialismo español y de simbolismo revolucionario y nacionalista que tiene la efemérides, La Tizza comparte este capítulo del libro Fundamentos sociológicos de la Revolución cubana (siglo XIX), publicado por la Editorial Oriente en el año 2005.
No supo el general dominicano Pedro Santana las consecuencias que podría traer para Cuba su decisión de propiciar la intervención de España, con el propósito de restablecer en Quisqueya el dominio colonial, como supuesto expediente para conjurar los riesgos de nuevos intentos de hegemonía haitiana en aquel país. La llamada Guerra de Restauración a que dio inicio semejante decisión en muchos aspectos puede ser considerada, no ya como el antecedente más directo e inmediato de la primera contienda independentista cubana, sino más ajustadamente, un elemento que la predeterminó y prefiguró, al menos en sus comienzos, no sólo en el alcance político y social, sino también en aspectos muy señalados de la vertebración organizativa del naciente Ejército Libertador cubano y las específicas modalidades estratégicas, tácticas y doctrinales dentro de las cuales se desenvolvió.
España estableció el comando de dirección de la guerra en Santiago de Cuba que era, después de La Habana, la ciudad más importante de la mayor de las Antillas y lo suficientemente cercana de la zona de operaciones como para cumplir adecuadamente el cometido que en esta circunstancia concreta la metrópoli esperaba de ella. El gobernador militar de Santiago de Cuba adquirirá con ello una importancia especial que de hecho mantendrá — por las peripecias sociales que unas tras otras se irán desencadenando en lo venidero — durante todo el resto del siglo XIX hasta finalizar la dominación hispánica sobre la Isla.
En Santiago de Cuba se trazaban y controlaban los planes de operaciones, se evaluaban los movimientos tácticos y su sujeción a una estrategia general; se recibían y enviaban los mensajes diarios a Madrid relativos a la marcha de la campaña; salían y entraban los barcos con tropas; se manejaba — y esto fue fuente de enriquecimiento para algunos altos oficiales y negociantes españoles — todo lo relativo a la logística de la guerra, desde los abastecimientos de boca hasta las armas y municiones. Pero también por Santiago llegaban las noticias de las derrotas españolas a manos de los patriotas dominicanos y entraban los muertos y heridos, que llegaron a ser tan numerosos que no dieron abasto las instalaciones hospitalarias existentes ni la utilización más o menos compulsada de muchas casas de españoles residentes en la ciudad, sino que fue necesario habilitar a tales efectos el propio Teatro de la Reina, en el centro mismo de la ciudad, en el cual sustituyeron las representaciones de dramas ficticios por un drama real, palpitante en todo su sentido trágico.
El fracaso de la restauración española en República Dominicana, su constatación en ascenso, se convirtió en el centro de atención de la cotidianidad de Santiago de Cuba, y de hecho de todo el Departamento Oriental durante largos y pesados meses. La población santiaguera fue testigo presencial de aquel desastre, por la sencilla razón de que el mismo era de tal magnitud que resultaba, de todo punto, inocultable. Para trasladar a los heridos que no dejaban de llegar en embarcaciones que atracaban en los muelles de la bahía, era necesario organizar convoyes con cuantos medios de transportación existiesen, fuesen estos militares o no; los soldados y hasta los oficiales de las tropas que se reemplazaban, durante su tránsito en Santiago de Cuba no dejaban de contar sobre las arremetidas al machete de la caballería dominicana y desmentían los falsos partes oficiales victoriosos.
Con todo ello, la sociedad cubana de esta parte del país pudo constatar de manera directa, emocional e irrevocable que el poder de España era vencible; más aún, que estaba siendo vencido ya.
Me atrevo a afirmar que la derrota española en Cuba, más de treinta años después, resultó prefigurada en el desenlace adverso para Madrid de la guerra de anexión de Santo Domingo. Pero deseo aclarar que considero que esto fue así no sólo por el desastre sino por el carácter acumulativo y visible de este desastre. Un golpe de mano, digamos por ejemplo, no hubiese conllevado la misma secuela. La importancia sociológica para la sociedad cubana — sobre todo para aquellos sectores que ya pensaban en la independencia — no estriba tanto en la muerte de España en la Antilla vecina, como el largo testimonio de su agonía. La evidencia de la prolongada y penosa enfermedad del ejército expedicionario español, quebró el mito de su fuerza y contribuyó a reforzar una psicología ya latente de rebeldía entre los cubanos que, rápidamente, condujo a una suerte de consenso a favor de un levantamiento.
Ahora bien, ya se sabía que España era vencible; sin embargo, no basta con eso para vencer en cualquier pugna. Es necesario poseer los medios y las técnicas para ello.
Y si los medios, los recursos, es decir las armas, se pueden acopiar de una u otra manera, la técnica sí es necesario que alguien la enseñe y aquí la Guerra de Restauración dominicana también aportó, a la entonces en ciernes primera guerra independentista cubana, factores decisivos.
Aquí ocurre una de esas frecuentes ironías de la historia, en virtud de las cuales los términos en pugna, o algunos de los términos en pugna, cambian totalmente las posiciones ocupadas. Junto con las tropas españolas que abandonaban Santo Domingo después de finalizada la guerra, vienen a Santiago de Cuba oficiales dominicanos que — no vamos a analizar ahora tan compleja situación — habían estado al servicio, y de manera activa, de España en el transcurso de toda aquella contienda. Llámense estos individuos Máximo Gómez, Luis o Félix Marcano, Modesto Díaz o Nicolás Heredia, todos tendrán en común el hecho de verse situados en una posición de inferioridad en la sociedad cubana — y casi siempre con el menosprecio de las propias autoridades españolas — , y de constatar de manera personal, y no sólo por referencias, la crueldad de la práctica esclavista, inexistente desde muchos años antes en su patria de nacimiento. Ambos factores los aproximarán al independentismo, de manera tanto más favorecida cuanto que los sectores cubanos dentro de los cuales convivirán — y en demostración temprana de uno de los rasgos característicos de la cultura cubana como tolerante y ausente de xenofobia — les brindarán compañerismo, ayuda y muchas veces familia. Ahora bien, hay otro extremo de peculiar sentido sociológico contenido en la presencia de estos dominicanos en Cuba que nunca ha sido visto adecuadamente, y que estimo de suprema importancia, en el decisivo arranque del independentismo cubano por sendas de acción violenta. Todos estos dominicanos habían sido en su tierra de procedencia y en la situación ya referida, oficiales medios, al mando de tropas, pero supeditados a generales españoles; estos mismos generales españoles — Valmaseda, Goyeneche, Puello, Martínez Campos, Weyler, etcétera — , serán los que se enfrentarán a los mambises cubanos después del 10 de octubre del 68. Pero entre los mambises cubanos se encontrarán ahora los ex oficiales español-dominicanos. Es decir, los antiguos subalternos de los generales españoles combatirán ahora contra ellos en Cuba; sólo que siempre los subalternos conocen los estilos, formas y costumbres de hacer la guerra de sus superiores; pero los superiores no las de los subalternos. Y esta relación no reversible será decisiva para la salvación del independentismo cubano en su mismo arranque inicial.
Si bien las conspiraciones separatistas, en general dispersas y con matices ideológicos en ocasiones diferenciados y hasta encontrados, se habían extendido por toda la Isla con sujeción a las características comarcales que en cada lugar y momento pudiesen predominar, fue en el triángulo Manzanillo-Bayamo-Tunas donde de manera más estable y articulada se organizaron los grupos independentistas, mantuvieron una inteligencia y comunicación significativas, con extensiones importantes hacia Holguín, Jiguaní y, de forma destacada hacia Santiago de Cuba. Utilizando la cobertura de las reuniones de las logias de la Orden del Gran Oriente de Cuba y las Antillas — la cual, diferenciándose de otras vertientes masónicas en el país contrarias a la independencia de la Isla, era desde su fundación portadora de un propósito separatista — , los conspiradores de este territorio de los llanos del río Cauto alcanzaron una concentración que, quizás por primera vez en la historia de Cuba, rebasó los límites tradicionales de la patria chica en lo que a expresión política se refiere. No obstante, la región del Camagüey se mantuvo como a distancia de ese centro oriental, como conspirando por su cuenta; y ambos, los orientales y los camagüeyanos concedían espontáneamente la jefatura, dirección o iniciativa — como se le quiera llamar — de todas aquellas tendencias que no alcanzaban a integrar un movimiento unificado, a la alta burguesía cubana plantacionista habanera, y esta ni ejercía en términos prácticos tan señalada distinción ni renunciaba a ella, sino que la utilizaba como una potencial presión negociable con España. De esa forma, la conspiración transcurría en un ambiente coloquial, señorial y bucólico, ajustada a las altas y bajas de los intereses económicos, y las perspectivas sociales limitadas de la plantocracia cubana capitalista o los terratenientes patriarcales de Oriente y Camagüey.
Cuando el 10 de octubre de 1868, al amanecer, Carlos Manuel de Céspedes, un abogado de cincuenta años de edad, dueño de un pequeño ingenio y varias decenas de caballerías de tierra y esclavos, reunió su dotación, declaró libres a sus integrantes y junto a una treintena de representantes como él del patriciado no plantacionista, dio el grito de independencia o muerte, estaba, al mismo tiempo, dando un salto de la contemplación y la especulación teórica a favor de la acción; sustituyendo el código verbalista por el activo; estableciendo para la sociedad cubana una nueva perspectiva, en cifras de movilidad, hasta entonces desconocida; y trazando la referencia sociológica y política de mayor importancia en la historia de Cuba, incluso hasta los días que corren.
Céspedes inauguró para la práctica social y la cultura cubanas, la importante categoría entre nosotros de ser el primero y el ajuste de las estructuras de autoridad a esta determinación; de la prioridad del hacer ahora enfrentada a la indolencia del dejar para después; de la decisión en el presente antes que la posposición para el futuro; de la autonomía y la superioridad — en términos de pensamiento, de praxis, de lógica — de la acción.
Y todo esto lo logra Céspedes que, por demás, nunca renunció a su esencia señorial y era dado a profundas meditaciones, porque estaba imbuido de un profundo sentido de la cubanía que lo calificaba para reunir y conducir adecuadamente todos los factores sociales concurrentes.
Y el primer hecho de armas para las improvisadas huestes independentistas fue, como suele suceder y era de esperar, una derrota insurrecta. La recién estrenada tropa se dispersó y sólo el encuentro con el dominicano Marcano en el sitio de Barrancas, a más de veinte kilómetros de Bayamo, impidió la liquidación total de la partida sublevada y, con ello, probablemente el funesto sofocamiento del estallido. Por suerte no fue así por cuanto Marcano con la experiencia dominicana ya referida, había reunido y organizado con cierta regularidad cerca de medio millar de hombres — en su casi totalidad campesinos — con los cuales Céspedes pudo mantener la iniciativa y, obtenido el expreso apoyo de los conspiradores bayameses, sobre todo Perucho Figueredo, el cura Izaguirre y Francisco Vicente Aguilera — quien hasta ese momento había sido el jefe de la conspiración — , avanzar, asediar y tomar Bayamo, una vez que Marcano lo convenciera de que este movimiento táctico era preferible, por ser una ciudad del interior, que el inicialmente sostenido por el propio Céspedes de atacar Manzanillo que, como se sabe, era y es un importante puerto marítimo. El decursar del tiempo avalaría la certera visión militar de Marcano: nunca Manzanillo ha podido ser tomado por la fuerza y todos los intentos encaminados en ese sentido han terminado en derrotas.
El general dominicano Modesto Díaz, que era uno de los oficiales que defendían con las tropas españolas la plaza de Bayamo, a través de Marcano se unirá a los insurrectos y Máximo Gómez, andando el tiempo la figura militar más alta y esclarecida en toda la historia de Cuba, se unirá a su vez a la guerra en ascenso en El Dátil, un poblado cerca de Bayamo, en el cual fomentaba un corte de madera. Todas estas incorporaciones, como queda dicho, fueron decisivas en el inicio de nuestra Guerra de los Diez Años, por la simple razón que el patriciado cubano que la encabezaba carecía de los más elementales conocimientos militares. Estos dominicanos fueron quienes otorgaron la organización mínima necesaria a la insurrección que, luego del 10 de Octubre, estalló por todas partes en el Departamento Oriental. Y es una ley que una insurrección que se extiende con mucha rapidez, si paralelamente no se organiza y jerarquiza, es también sofocable con mucha rapidez.
El grupo dominicano contribuyó a que esto no se cumpliese de manera total en el caso cubano; pero no lo pudo evitar del todo por dos razones: su escaso número y que no todos los representantes del patriciado fueron tan inteligentes como Céspedes en permitirle el acceso a las posiciones más elevadas de la incipiente organización militar insurrecta. Por otra parte, el grupo camagüeyano se incorporó tardíamente a la insurrección, evidenciando claras diferencias formales con el modelo de gobierno independiente inaugurado por Céspedes en Bayamo.
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Todas estas circunstancias contribuyeron a que ya en enero del 69 el mando español estuviese en condiciones de tomar la iniciativa militar contra la parte insurreccionada del país. Pero cuando decimos mando español ya no nos estamos refiriendo a la estructura tradicional de gobierno de la metrópoli en la Isla, pues una de las más cercanas consecuencias del estallido rápidamente generalizado del 10 de Octubre fue, como respuesta reaccionaria a él, la polarización en posiciones radicales de ultraderecha del sector integrista de la sociedad cubana no sólo en occidente sino a todo lo largo y ancho del país, sector en cuestión no solamente nutrido por los peninsulares que cerraron filas en los batallones voluntarios, sino también por los llamados «hijos del país», es decir cubanos, que se alistaron en esos propios batallones o formaron las guerrillas montadas, verdadero aparato paramilitar del ejército español. No creo que aventuremos mucho si afirmamos que esta polarización sorprendió, desagradablemente por supuesto, a la dirección revolucionaria cubana, sobre todo cuando se desgajaron en su favor, al comienzo mismo de la contienda, conspicuos grupos de levantados en armas. Esta polarización, de mucha trascendencia sociológica, forma parte de lo que pudiéramos llamar la confusión de los comienzos en el proceso formativo de la cubanía y alcanzó tal magnitud que el número de cubanos al servicio de España con las armas en la mano llegó a ser al menos tan grande como el de los insurrectos en la manigua. Comoquiera que la guerra fue sin cuartel, en la cual el bando español mataba a los prisioneros cubanos y el Ejército Libertador ejecutaba a los guerrilleros al servicio de España, esto contribuyó a enconar los términos en pugna y a otorgarle a la contienda un cierto alcance como de guerra civil que reformularía — para aquel presente y para todo futuro a partir de aquel presente — todo el cuerpo social cubano en términos de filiaciones políticas prácticas, tanto como en términos de mentalidades.
Desde entonces todo conservadurismo en Cuba ha sido visto como reaccionario y degradante.
El alto mando español, pues, apresado entre los insurrectos y los voluntarios, quienes exigían siempre medidas recalcitrantes, no podía dirigir una política propia y muchas veces era arrastrado a verdaderos desastres como el fusilamiento de los estudiantes de Medicina y los atroces crímenes colectivos de San Luis de Wilson y la finca Los Marañones en Jiguaní. Pero por lo pronto las operaciones militares contra la primera capital independiente de Cuba contaron con las ventajas de la división entre orientales y camagüeyanos, y la precariedad organizativa del campo insurrecto oriental por lo demás muy numeroso pero muy mal armado y municionado. Se ha dicho que Bayamo no fue defendido, y es falso. Fue defendido en los lugares de sus accesos donde esta defensa era realizable con alguna razonable posibilidad de éxito.
Debemos detenernos en este asunto por las evidencias e implicaciones sociológicas que la defensa de la ciudad comportó en su momento e incluso posee aún. Simultáneamente con el asedio y toma de Bayamo por los insurrectos se llevaron a cabo los de Jiguaní — población que no pudieron retener los cubanos — y los ataques sobre Holguín, ciudad en la cual los defensores españoles se vieron reducidos a unos pocos edificios en el centro urbano, pero nunca pudo ser ocupada del todo por los mambises. Tunas resultó en la práctica cercada e inmovilizada la guarnición española en ella, por las acciones de las tropas al mando del caudillo cubano Vicente García. Manzanillo, a su vez, resultaba amenazado por las unidades cubanas al mando de Modesto Díaz y de Francisco Vicente Aguilera.
En todas estas regiones de que estamos hablando alrededor de Bayamo, el ejército insurrecto estaba formado fundamentalmente por campesinos y trabajadores, y en mucha menor cuantía esclavos de los terratenientes que formaban el patriciado cubano antiguo levantado en armas ahora. Pero el gran reducto militar español en el Departamento Oriental era su capital Santiago de Cuba, y esta se encontraba en una región de predominio plantacionista cafetalero, con notable población esclava, aunque con un significativo sector de negros y mestizos libres. En las montañas de los alrededores de esa ciudad, el general cubano Donato Mármol organizó la División Cuba, libró las dotaciones de esclavos de los cafetales franceses y los reclutó de manera forzosa, apenas armados con sus instrumentos habituales de trabajo en el campo, dentro de unidades orgánicas menores sujetas al mando de una oficialidad formada, en lo esencial, por jóvenes santiagueros, tanto blancos como mestizos y negros libres. La primera responsabilidad bélica de esta división que alcanzaría los 4 000 hombres, de los cuales sobre 3 500 eran ex esclavos, sería la del cerco de Santiago de Cuba; y sería cumplida.
Podemos afirmar — y existen pruebas documentales que así lo avalan — que esta conscripción forzosa de esclavos, que pasaban a ser hombres libres sujetos a un régimen militar obligatorio, se lleva a cabo por instrucciones de Carlos Manuel de Céspedes no sólo en la región de Santiago de Cuba sino también en la parte oriental de Holguín, sobre Sagua de Tánamo, donde también existían cafetales franceses con esclavos tanto provenientes de Haití como bozales. Digo más; entre la documentación del general Julio Grave de Peralta, quien era el jefe insurrecto de la región holguinera, existen comunicaciones en las cuales se constata que a Céspedes había que informarle periódicamente cuántos esclavos se enrolaban como miembros activos del Ejército Libertador y cuántos se mantenían en las producciones agropecuarias de las prefecturas mambisas. Así pues, la abolición de la esclavitud que era un presupuesto obligado del inicial levantamiento revolucionario, se impuso como una necesidad misma de la guerra. La lógica diaria de la revolución imponía la radicalización abolicionista mucho antes de que fuese refrendada por cualquier formulación legal. Y Carlos Manuel de Céspedes presidió e impulsó esta tendencia revolucionaria natural de transformación social.
Observado con detenimiento, el plan insurrecto era correcto: hacerse fuerte en Bayamo el mando cubano; asediar las otras ciudades importantes del Departamento Oriental hasta que fuesen cayendo una a una por la acción conjunta del acoso del ejército mambí y las sublevaciones cubanas internas; confiar en que la extensión de la insurrección hacia el occidente impidiese cualquier movimiento significativo de tropas hacia el oriente, lo cual propiciaría la consolidación, en esta parte de la Isla, del independentismo, para favorecer una acción solidaria internacional tanto de América como de Europa, incluso en España donde el liberalismo estaba en ascenso.
Pero todos estos cálculos de sociología política fallaron; el mundo con los Estados Unidos a la cabeza y salvo algunas excepciones en América Latina, se mantuvo a distancia e indiferente con la revolución en Cuba; los liberales y republicanos españoles eran tan reaccionarios en relación con Cuba como los conservadores y monárquicos; entre los alzados en Camagüey, con tendencias federalistas dentro de la insurrección, prevaleció la oposición al proyecto revolucionario centralizado de Céspedes antes que las necesidades y urgencias de enfrentar las columnas españolas en movimientos ya sobre Bayamo; los alzamientos en Las Villas se tardaron y, una vez efectuados, en lugar de marchar sobre occidente manumitiendo e insurreccionando aquella riquísima mitad plantacionista del país, por estar el patriciado villareño muy penetrado de miedo al factor negro y, quizás por ello, de preanexionismo yanqui, se replegó sobre Camagüey y dejó a España expedita para la recuperación de la iniciativa militar.
Así pues, en el inicio de nuestra primera gran guerra por la independencia, en el desconcierto de los comienzos, los factores encontrados de la cubanía, en su interacción sociológica, disminuyen tremendamente la eficacia de la acción, pierden de hecho la iniciativa militar y contribuyen, con todo ello, al dibujo de la contienda como una guerra civil, y convierten en obligatoria la defensa de Bayamo que, en principios, nunca se pensó como contingencia táctica necesaria según la perspectiva estratégica sustentada.
Pero Bayamo, después de tres meses fungiendo como capital de Cuba independiente, por su carga como símbolo político, tenía que ser defendida, y lo fue en la medida de lo posible.
El golpe principal español venía desde el norte, con la columna comandada por el general español Valmaseda, que desembarcando por Nuevitas, al norte de Camagüey, y atravesando Tunas, se aproximaría a Bayamo atravesando el río Cauto y sus afluentes. La División Cuba al mando de Donato Mármol, por órdenes de Céspedes, venció a marchas forzadas la distancia entre Santiago de Cuba y las riberas del Cauto con la orden expresa de impedir el paso de Valmaseda en el propio cauce del río, en la inteligencia de que las tropas de Vicente García, atacando a los españoles por la retaguardia, podrían convertir a la columna de Valmaseda de expedicionaria en cercada. Al sur, la defensa de Bayamo encomendada a Máximo Gómez sobre Jiguaní fue un éxito, paralizando a las tropas españolas. Otro tanto ocurrió sobre Holguín y Manzanillo con las unidades cubanas de Grave de Peralta, Aguilera y Díaz.
Sólo la defensa mambisa frente al golpe principal español que significaba la fuerte columna de Valmaseda falló. Desde entonces la discusión historiográfica sobre las razones de esa derrota continúan; y es de esperar que continúen en el futuro. Pero, como queda ya dicho, en esta derrota hay implicaciones sociológicas, fuerza es que nosotros ahora nos detengamos brevemente en ella.
Queda planteado que Bayamo fue necesario defenderlo por la relativa ineficiencia y tardanza del levantamiento en Camagüey, por la falta de concertación de sus grupos gestores y el mando oriental encabezado por Céspedes, e igualmente quedan referidas las motivaciones políticas y sociales de estas conductas. Ahora bien, en lo tocante a la propia batalla sobre Bayamo las opiniones han estado divididas: unos afirman que Donato Mármol al no ajustarse estrictamente a la orden de Céspedes de no cruzar el Cauto, y cruzarlo para entablar un combate desventajoso sobre el río Saladillo de mucho menos cauce, condenó una posible victoria a ser una derrota, llevado por el afán de gloria y de sustituir a Vicente García y su gente como triunfadores de la victoria posible; y otros que sostienen que la batalla era una derrota de todas formas, si se mantenía la División Cuba del lado sur del Cauto o no y que, por tanto, lo correcto hubiese sido no entablarla. Debemos hacer algunas observaciones.
Primero: El plan de enfrentamiento de Valmaseda le fue sugerido a Céspedes por el general dominicano Modesto Díaz, que era un militar profesional y había conocido de cerca el modo operacional de Valmaseda en Santo Domingo.
Segundo: La misión que se le encomienda a Mármol es que con su división — ciertamente de miles de ex esclavos apenas armados de machetes — defendiese la margen sur del Cauto; es decir valladase el franqueamiento de ese río por la columna española en las circunstancias de mayor precariedad en la marcha de esta columna: cruzar la corriente de agua, bajar y subir los taludes de acceso al cauce, cruzar por él la artillería, vencer la resistencia en los bosques inmediatos. La orden de Céspedes a Mármol es de defender, no de atacar. La iniciativa de ataque la tendrían los generales Díaz y Vicente García en lo esencial con tropas montadas de mucha movilidad.
Tercero: Las tropas bajo el mando de García y Díaz — al igual que las que defendían Bayamo en otras direcciones — estaban integradas en lo fundamental por campesinos, mientras que la División Cuba, como ya se ha referido, la nutrían miles de esclavos, quienes en más de dos mil murieron en aquellos tres días de desigual batalla, durante la cual se evidenció la certeza en el mando y el valor personal de oficiales provenientes del sector negro y mulato libre como Antonio Maceo. El campesinado pelea con una conciencia independentista muy superior a la que pudiesen tener, si alguna tenían, los esclavos, y con mejor sentido de organicidad, disciplina y colaboración mutua.
Aparte de los componentes de razón que pudieran tener los que se manifiestan por una u otra posición historiográfica, me inclino a pensar que ciertamente ocurrieron diferencias de rivalidad en los mandos de las unidades mayores cubanas — quizás por la, para entonces aún reciente, filiación española del general Díaz — , así como deficiencias en la comunicación, para una acción combinada, entre tropas de campesinos y tropas de ex esclavos. Por otra parte, la historiografía cubana siempre ha admitido las diferencias existentes, dentro de la propia División Cuba, entre oficiales blancos y negros mestizos libres, por prejuicios de los primeros. Lo cierto es que desde el desastre del Saladillo se aceptó como algo fuera de toda duda dentro del Ejército Libertador, que los ex esclavos podían servir en la impedimenta o en labores de fortificación, pero que eran de menor eficiencia en acciones violentas no por carencia de valor físico sino por el débil sentido de acción mancomunada a que la práctica esclavista los condenaba.
La caída de Bayamo, que como se sabe fue incendiado por los patriotas en gesto magnífico de rebeldía, catalizó las diferencias y contradicciones dentro del campo insurrecto, particularmente aquellas subyacentes luego del levantamiento apresurado de Céspedes y la proclamación de su jefatura. Mármol se pronunció como dictador en Tacajó y para deponer esa actitud tuvo Céspedes que acceder a la convocatoria de la Asamblea de Guáimaro a la que fue en condiciones de inferioridad y en la cual no pudo evitar la proclamación de una Carta Magna en la que, como se ha dicho más de una vez, se consagraba todo el poder real en una Cámara de Representantes de la cual el presidente de la República venía a ser como un subalterno. La Cámara de Representantes remedaba la Convención Francesa y el exaltado republicanismo quería ver a toda costa a Céspedes como un candidato a dictador. El desconcierto de los inicios se mostraba en toda su antagónica riqueza de mentalidades encontradas, y originó una verdadera ficción de funcionamiento jurídico y predicamento de marcos legales.
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Una suerte de patología anticipativa se apoderó de la mayor parte de los representantes que no sabían qué en realidad representaban, entre otras cosas porque los sectores sociales a los cuales habían pertenecido originalmente, habían desaparecido como tales sin haber alcanzado nunca el rango de clases sociales. Desde entonces, el que los grupos de presión y de expresión se anticipen a las clases sociales que ellos anuncian es una circunstancia recurrente. Desde entonces la anticipación, el quemar etapas, el adelantarse, constituye una característica de nuestra conducta social.
Pero no veo en esto la mayor derivación sociológica de la Asamblea de Guáimaro, sino en la aparición de lo que he llamado en otra ocasión el contra sí, la trágica tendencia de los cubanos de destruir lo mismo que construimos, de dividirnos, de inventar entre nosotros falsos conflictos y falsos antagonistas, olvidándonos de la necesidad de enfrentar siempre a los enemigos reales, que son y han sido muchos y poderosos.
La caída de Bayamo condicionó Tacajó y este obligó a Guáimaro; Guáimaro a su vez predeterminó la caída de Céspedes de la presidencia, en octubre del 73, y su muerte solitaria en febrero del 74; y estos nefastos hechos, por su parte, condujeron al Zanjón, a la pérdida de la guerra por las maniobras divisionistas de Martínez Campos, el soborno, y sobre todo por el temor del viejo patriciado blanco, que monopolizaba el poder de la Cámara de Representantes, al ascenso indiscutible de la oficialidad de negros y mestizos libres dentro del Ejército Libertador, ascenso que Carlos Manuel de Céspedes en los cinco primeros años de guerra durante los cuales fue su representante máximo, no sólo aceptó sino sobre todo alentó. El Zanjón fue un golpe técnico concertado entre la Cámara, los oficiales sin mando de tropas reunidos a su alrededor en Camagüey y los negociadores enviados por España, todos los cuales se valieron de las divisiones comarcales que se habían enfrentado al criterio militar de la invasión a occidente mantenido por Máximo Gómez, con la apreciación localista de la guerra conducida en cada lugar por los habitantes de cada lugar — lo cual en verdad era un enfrentamiento entre formulaciones estratégicas y doctrinales — mantenida por Vicente García, para invocar una falsa crisis de la revolución y darla por terminada.
Si la Cámara, en lugar de estar en Camagüey hubiese estado en Oriente y en los campamentos de Antonio Maceo, con toda probabilidad el Zanjón no se hubiese producido. Los que entraron tarde al combate después del 10 de Octubre, fueron los mismos que depusieron a Céspedes y que transaron la revolución en el Zanjón.
La Guerra de los Diez Años al abolir la esclavitud primero por el imperativo de las operaciones militares y, después, refrendada legalmente por lo decretado en Guáimaro y, más tarde, por la derogación por Céspedes del Reglamento de Libertos, posee entre todas las etapas de la Revolución cubana el expediente más trascendente de transformaciones sociales. Fue una revolución inconclusa en lo político — por no haber podido alcanzar la independencia — pero cabalmente realizada en términos sociales por su culminación abolicionista, habida cuenta que por los propios acuerdos del Zanjón la metrópoli se vería obligada a decretar por sus medios, ocho años más tarde, la extinción de la nefanda institución en el occidente de la Isla a donde no había llegado la guerra.
La revolución del 68 fue la realización posible del proyecto nacional de los más auténticos representantes de las regiones no plantacionistas del país, que al mismo tiempo eran ellos mismos — o al menos los continuadores directos — el patriciado criollo de los siglos anteriores, dueños de la historia y la geografía de sus patrias chicas respectivas.
El proyecto dio de sí todo lo que podía dar — la abolición de la esclavitud — , por insuficiencias del propio sector que la presidía, el cual, entre otras cosas, no fue nunca — porque el propio desarrollo capitalista en diferentes regiones así se lo impedían — una clase social con vigencia en todo el territorio de la Isla y con voluntad de cohesión interna. Para poder haber alcanzado niveles superiores en lo político, el sector tendría que haberse radicalizado y ceder posiblemente su jefatura a favor de hombres con un criterio más claro de totalidad nacional. La mentalidad lugareñista de los representantes del patriciado le impedía el acceso a esa perspectiva unitaria imprescindible para alcanzar la independencia y, con ello, la toma de iniciativas militares correspondientes. No es casual que sean un dominicano — es decir, alguien ajeno al cuerpo social cubano originario — , el general Máximo Gómez, el propugnador inveterado de la invasión a occidente y las combinaciones militares de envergadura con tropas y jefes provenientes de distintas regiones. Y mucho menos es casual que el contumaz opositor a esta doctrina militar de Gómez — única con posibilidades de vencer, como la historia se encargaría de demostrar — y defensor a ultranza del principio de la guerra en cada región lo fuese el general tunero Vicente García, protagonista o propiciador de las sublevaciones de Lagunas de Varona y Santa Rita — ambas en última instancia expresiones de rechazo a la invasión a occidente — que sin proponérselo, pero objetivamente, allanaron el camino hacia el Zanjón, pese a la real oposición que el pacto tuvo por parte del propio Vicente García, por lo demás un patriota valeroso y sacrificado que dedicó toda su vida hasta su muerte a la causa de la independencia de Cuba. Pero son muy escasos los hombres, incluyendo las personalidades históricas, que pueden sustraerse del todo de las determinaciones sociales dentro de las cuales se formaron.
¿Existían esas posibilidades de radicalización? Por supuesto que sí, y como ya se dijo con anterioridad, al Zanjón se llega, precisamente, por no querer radicalizarse algunos de los más conspicuos integrantes de este sector de terratenientes no plantacionistas herederos del patriciado. Todo esto resulta más comprensible si nos fijamos que el patriciado podía regir la revolución sólo en tanto era el centro nucleador — y con ello el dirigente — de una alianza independentista, nacionalista y abolicionista integrada, además, por los campesinos blancos, los negros y mestizos libres — campesinos y artesanos cubanos — y esclavos entre los que tenemos que distinguir los esclavos criollos y los bozales.
Si nos fijamos bien en este bloque patriótico — dentro del cual tendríamos que incluir al grupo de dominicanos como un electrón suelto con gran capacidad de iniciativa militar y yo diría que hasta política — nos daremos cuenta de que las filiaciones raciales — el peso del factor negro — sobredeterminan sobre las posiciones clasistas o protoclasistas si asumimos el concepto de clase social en un sentido marxista.
Esta es una determinante sociológica de la Guerra de los Diez Años, que tenía sus raíces en la colonia preplantacionista y había sido tremendamente engordada por la plantación, que se expresaba en una amplia gama de prejuicios raciales, los cuales se mantuvieron con una lamentable presencia permanente en la historia y la sociedad cubanas ulteriores.
Porque el sector representante del antiguo patriciado, con un real pero muy particular sentido de justicia y de igualdad humanas, quería la abolición de la esclavitud; pero estaba muy lejos, salvo algunas relevantes excepciones entre las que se encontraba el propio presidente Céspedes de desear, o al menos aceptar, que los negros eran iguales que los blancos, y que tenían similares derechos que estos al ascenso social y político.
En un momento azaroso de la conquista española en el siglo XVI, el padre Las Casas, refiriéndose a la caquexia y la abulia en que caían los indios antes de perecer, hablaba en términos de que, «morían de pensamiento». Ante estas consideraciones que se han hecho pudiéramos decir nosotros que la revolución del 68 «murió de pensamiento»; murió por el predominio de mentalidades racistas a las cuales, y muchas veces sin estar contaminadas con ellas, le desbrozaron el terreno operativo mentalidades regionalistas a ultranza.
Porque hay que decir que el caudillo comarcal más cabal — el general tunero Vicente García ya mencionado — no sufría de esos males de prejuicios y discriminaciones, sino todo lo contrario. De hecho, fue el último de los representantes del patriciado que mantuvo en alto y vigente los términos de la alianza que tenía en uno de sus extremos a los terratenientes y en otro a los esclavos, alianza que había hecho posible la propia guerra, sin la cual esta no hubiese tenido lugar nunca. Pero cuando se dio cuenta de que por su intransigencia regionalista transitaba el contrarrevolucionario prejuicio negro, ya era demasiado tarde. Los terratenientes blancos independentistas cubanos tuvieron el suficiente valor de sacrificarse como sector social, perdiendo sus propiedades y riquezas; pero les faltó valentía para sofocar en sus espíritus las urticantes angustias de la discriminación racial.
Hemos hablado de Carlos Manuel de Céspedes, pero aún debemos agregar algunas breves consideraciones. Como dijimos, Céspedes rompe, de un golpe y casi sin previo aviso, la inofensiva conspiración conversacional y obliga al inicio de la lucha armada. Vence la distancia — que muchas veces, como en aquella ocasión, resulta descomunal — que separa a la reflexión de la acción; lleva el proyecto pensado a la ejecución concreta, supera la imaginación y el sueño complaciente como zonas de estar, como espacios de permanencia. Desde entonces — por lo que él hizo y por lo que se hizo después en virtud de lo que él hizo — en la sociedad cubana existe una dimensión de pensamiento en términos de acción; la acción se piensa a sí misma; se resuelve en sí misma.
Desde entonces existe como un componente de la cubanía — o si se quiere de los rasgos sociológicos que definen la cubanía — cierta tendencia a la improvisación, a la precipitación, que se asocia con la proclividad anticipacionista de que hablábamos párrafos atrás. Cierta tendencia a actuar sin detenerse a pensar mucho en las variadas alternativas de consecuencias. Porque desde entonces, y dentro de una estricta apreciación sociológica, en Cuba se sabe que muchas veces los resultados de las acciones humanas son imprevisibles. Ahora bien, siendo Céspedes el iniciador, un indiscutible representante del tronco del patriciado, abierto a la radicalización en términos de clases y razas, defensor de la totalidad nacional y la doctrina militar a ella anexa derivada de la necesidad de la invasión a occidente, ¿por qué no alcanzó a ser un líder carismático?
Debo decir, antes de intentar responder tan espinosa pregunta, que estoy persuadido de que la única manera o vía del patriciado para mantenerse al frente de la alianza nacional y radicalizarse rompiendo las limitaciones raciales y regionalistas, era a través del expediente del surgimiento y consagración de un jefe carismático de más alta autoridad y acatamiento general.
En otras palabras, soy de la opinión que en las condiciones cubanas del 68, tanto internas como externas, la jefatura carismática era imprescindible para obtener la victoria. Y digo más, creo que esta afirmación es axiomática para toda la historia de Cuba, desde entonces y hasta ahora. El carisma entre nosotros ha sido siempre una corriente sociológica centrípeta, de aglutinamiento y uniformidad.
Me inclino a pensar que Céspedes no se convirtió en un jefe carismático por exceso de consideraciones suyas hacia el propio sector de terratenientes de las diferentes regiones; por miedo a profundizar en los resquemores causados por su adelantamiento en la sublevación, y su jefatura posterior; por temor a acrecentar la oposición románticamente republicana del grupo camagüeyano. Todo ello lo alejó de una relación orgánica, estrecha y personal con las operaciones militares, y lo condujo a demasiadas contemporizaciones con los jefes militares comarcales y la propia Cámara. Suficiente base popular propia poseía, sobre todo en la oficialidad negra y mestiza, pero prefirió buenas alianzas personales con diferentes jefes militares comarcales, antes que vincularse él directamente a las operaciones a través de esa oficialidad que lo veneraba. Los jefes comarcales, a la postre, lo abandonaron y hasta, pudiera decirse así en el caso de Calixto García, lo traicionaron aliándose a la Cámara. Creo apreciar en distintos momentos de aquel período definitorio de la historia de Cuba, indicios de iniciativas concretas de Céspedes para dominar esos factores descentralizadores; entre ellos se encuentran su apoyo a la idea de Gómez de la invasión, su empeño en organizar grandes expediciones desde el exterior, su política de permitir que la Cámara, por su propio peso, demostrara su inviabilidad y estuvo a punto de lograr sus propósitos. Si Calixto García, a quien Céspedes había confiado un mando militar superior seguro de su lealtad, no hubiese aupado a la Cámara ya de suyo moribunda de anemia, con la evidencia que significó el Virginius — aun cuando cayese en manos españolas — y las combinaciones militares sobre Manzanillo y Camagüey precursoras de la invasión a Las Villas, su rostro político se hubiese visto acrecentado hasta rango carismático. Conspiró en última instancia contra todo ello también su propio carácter señorial, que lo llevaba siempre a mantener distancias sociales; su formación civilista y su excesivo culto a la legalidad.
Estuvo presente en la deposición de Céspedes, y por extensión en la transacción del Zanjón, toda una constelación de miedos usualmente caracterizadora de sectores propietarios situados desde antes en condiciones de inferioridad.
El miedo de los terratenientes no plantacionistas al avance de la plantación tendría sus equivalentes después, cuando ya habían dejado de ser propietarios por su propia virtud patriótica, en tanto determinación psicológica, en miedo a la dictadura, miedo al negro, miedo a las jefaturas de otras regiones, miedo a los militares, miedo a la emigración, miedo a sus homólogos, miedo, en fin, entre ellos mismos. Un miedo ontológico, irreductible. Un miedo a dejar de ser como preeminencia social; a que la cubanía se forjase sin la jefatura de ellos. No se temía a los españoles, pero sí a perder el espacio que consideraban suyo dentro de la jerarquía social. Miedo, en fin, burgués.
Todas esas concurrencias cocinadas dentro de un caldo de concepción burocrática de la vida y la sociedad, expresión de una conciencia colonial, fue estancando sucesivamente, y con muy buenos resultados técnicos, las aperturas de extensión viable de la revolución. Sin embargo, los más genuinos representantes de ese sector estuvieron al margen de esas insuficiencias.
De todo lo dicho se desprende que el espacio de interacción de contradicciones en la sociedad cubana entre 1868 y 1878 — contradicciones algunas de las cuales se heredaban del período anterior y otras que aparecían como hijos de la propia guerra — , pudiera quedar expuesto esquemáticamente de la manera siguiente:
1. Contradicción entre Cuba y España, entre el proyecto independentista en su conjunto, con sus matices y propias contradicciones internas, y la voluntad, también con colores y antagonismos propios, metropolitana de continuación del dominio colonial.
2. Entre Cuba y los Estados Unidos; aparece esta contradicción con todas sus evidencias por primera vez en la persistente actitud oficial yanqui de oposición a la causa cubana y apoyo al dominio español sobre la Isla.
3. Entre cubanos independentistas y cubanos integristas, que le otorga a la guerra los tristes tintes de guerra civil con toda la crueldad que ello comporta, a la cual ya nos hemos referido.
4. Entre el oriente y el occidente de la isla. El oriente insurreccionado y el occidente en paz, es como si fueran dos países distintos. Durante los diez años de contienda la vida económica del occidente se mantuvo normal, incluyendo las zafras azucareras. Con ello España lograba que Cuba financiase por sí misma los costos de la guerra contra la independencia de Cuba. Era como si las dos partes del país — Cuba A y Cuba B, al decir de Pérez de la Riva — estuviesen guerreando una contra la otra. Y en cierta forma lo era; una esclavista y la otra abolicionista. De aquí la necesidad militar y política de la invasión, para acabar con las fuentes de financiamiento enemigo y uniformar institucionalmente, desde la insurrección, el país. De aquí se derivaría, obviamente, la contradicción interna del campo separatista entre los partidarios de la invasión y por ende del poder centralizado de la revolución, y los regionalistas partidarios de la descentralización y la guerra por comarcas.
5. Entre los blancos y negros, que se da como contradicción en cada bando por separado. En la parte insurrecta se presenta, como vimos, entre la oficialidad negra en ascenso y los antiguos terratenientes blancos temerosos de ellos. En el bando integrista se da entre esclavos y amos y entre el artesanado negro en las ciudades y toda la superestructura discriminadora. Las unidades regulares militares de negros al servicio de España, que no fueron pocas, debemos contemplarlas en la contradicción entre cubanos de una filiación política y de otra.
6. Entre el campo y la ciudad, en la medida en que en el primero dominaba la insurrección y en la segunda el poder colonial.
7. Entre la guerra y la emigración, en tanto la segunda llevaba adelante una política separatista autónoma, supeditando a ella los superiores intereses de la primera.
8. Como derivada de la contradicción anterior se presentan la que enfrentaba a los distintos agrupamientos de la emigración, según fueran aldamistas, quesadistas o aguileristas.
9. Entre los llamados «vengadores de Céspedes» y la Cámara de Representantes, particularmente Salvador Cisneros Betancourt. Los primeros se aliarán a Vicente García y ocuparán posiciones protagónicas en la sedición de Lagunas de Varona.
10. Serán contradicciones específicas del bando español las planteadas entre los batallones de voluntarios y las autoridades oficiales, en las cuales los primeros reclamarán una política siempre más anticubana; y entre los negociantes de la guerra — consignatarios, abastecedores, etcétera — y los militares en operaciones, aun cuando los términos de esta contradicción solían confundirse. A lo largo de la contienda toda una serie de factores sociales y normas valorativas se potencian, incluso algunas de ellas llegan a manifestarse factualmente, dentro de las determinaciones sociológicas apreciables de la isla.
El gran valor que la revolución da a luz, consagra en su transcurso y potencia para lo venidero hasta la actualidad en que vivimos, es la nación cubana con todo el sentimiento de solidaridad social que comporta, resultado de la abolición de la esclavitud, y la convergencia de los distintos sectores cubanos independentistas por la propia dinámica interna de la contienda. Sin ese gran esfuerzo de formación nacional que fue la Guerra Larga ninguna de las otras etapas de la revolución cubana hubiese podido tener razón de ser; ni Cuba hubiese sido Cuba. Desde este punto de vista la Revolución de Yara fue un éxito.
A partir de esta referencia mayor hay varias determinaciones sociológicas dentro de la sociedad cubana que alcanzan una relevante personalidad propia, como son la significativa madurez política lograda dentro del separatismo, la confianza en la propia valía de los antiguos esclavos y la conciencia de las fuerzas propias de sectores superlativamente potenciados ahora como los pequeños campesinos y los negros y mestizos libres tremendamente ampliado como sector por la abolición; como magnitud sociológica nueva también aparece el Ejército Libertador y un concepto de la militancia y la disciplina revolucionarias inherentes a él que permitirá el mantenimiento, luego de la pacificación, de líneas de mando y comunicación de alguna estabilidad, lo cual, en ausencia de una instancia corporativa política independentista, mantendrá viva la tradición separatista que no tardará en dar de sí la conciencia de la necesidad de un liderazgo.
El valor del sacrificio, del desistimiento personal a favor del conjunto social, aparecerá con los caracteres de excepción con los cuales se han mantenido luego dentro de la psicología social del cubano.
En general los sectores medios de la sociedad, tanto blancos como negros, se potenciarán en el período por la abolición y la propia convergencia social ya iniciadas, así como por la inferiorización económica de buena parte de la plantocracia cubana como consecuencia de la deformación competitiva amparada en las operaciones militares. Dentro del sector integrista se notará al final del conflicto un notable desgajamiento, el de los antiguos guerrilleros cubanos, que comenzarán a militar ahora dentro del separatismo. Esto quiere decir que los portadores del componente de guerra civil irán perdiendo en potencialidades. Por último, y dentro del sector español, irá creciendo el número de personas persuadidas de la inevitabilidad de la independencia cubana. No creo que estemos lejos de lo cierto si afirmamos que el propio Pacificador, el general Arsenio Martínez Campos, se encontraba entre ellas.
Los hombres que mejor encarnan los factores que se potencian dentro del campo separatista tendrán nombres y apellidos, y comúnmente estarán conscientes de ello, como producto de la guerra, y de lo que semejante circunstancia comportaba en términos de responsabilidad en el presente y en el futuro. La mítica familia de los Maceo — parte de la cual sucumbiría en la propia manigua — con Antonio al frente asumiría de manera cada vez más palmaria la representación de los negros cubanos, dentro de los cuales descollarían también Guillermón Moncada, Banderas, Cebreco, mientras los mestizos se identificarían más expeditamente en altos oficiales como Flor Crombet. El campesinado se mantendrá aglutinado alrededor de sus antiguos jefes de la campaña en una gama de jerarquías muy variada que iba desde Félix Ruenes en la zona de Baracoa en el extremo este, hasta Carrillo y Serafín Sánchez en Las Villas, pasando por la nunca desmentida autoridad de los descendientes de los iniciadores del 68 en Manzanillo, Bayamo, Tunas y Holguín, o los iniciadores mismos, en las personas de los Masó, Estrada, Leyte Vidal, Céspedes, Varona, Guerra, Castillo. El Ejército Libertador, el más alto producto de la contienda, estaría representado, pese a las discusiones contraproducentes entabladas sobre el Zanjón, por Máximo Gómez, seguido de cerca por el propio Antonio Maceo. En la alianza pronacional la burguesía terrateniente cubana oriental se suicidaría — como ya hemos dicho — como sector social en aras de la independencia, y con plena conciencia de ello. Los prototipos de ese sacrificio — uno inmolado de una manera y el otro de otra — fueron los más autorizados de entre los fundadores, Carlos Manuel de Céspedes y Francisco Vicente Aguilera.
En todos estos hombres, y en otros muchos, el valor personal, la dignidad y la honradez — como concreciones heredadas de conciencia — se veían enriquecidos con el orgullo de la veteranía, de la participación activa en la guerra, y a todo ello se asociaba el sentimiento de fidelidad a la causa de la independencia y el sentido del compañerismo, de la camaradería, que constituyen desde entonces unos de los más puros sentimientos integrantes de la cubanía.
https://medium.com/la-tiza/el-diario-perdido-de-carlos-manuel-de-c%C3%A9spedes-52126610fa8c
De la Guerra de los Diez Años también surge el concepto cubano de acatamiento a las leyes que no implica, como en otros lugares, un sometimiento irrestricto a la legalidad factual o impuesta sino una idea de participación y responsabilidad. La relación de subordinación consciente y respetuosa que el nacimiento del Ejército Libertador conlleva, es una entidad de primer grado de importancia sociológica, no valorada adecuadamente por nuestras ciencias sociales. Por esta y otras razones, la creación de un ejército cubano por la guerra es de una trascendencia sociológica sólo comparable con la propia abolición de la esclavitud.
Desde entonces la sociedad cubana ha tenido que tener en cuenta siempre — de una u otra forma, para un cometido u otro — al ejército cubano. Incluso cuando ha sido necesario destruir al ejército por su condicionamiento a sectores impopulares, esto sólo se ha podido efectuar por la sustitución de un ejército por otro ejército más representativo de la cubanía, es decir, en virtud de un expediente de confrontación y desplazamiento.
El Ejército Libertador creado en los diez años inaugura pues un componente corporativo desconocido con anterioridad en Cuba — en tanto el ejército español era un ejército de ocupación — que establecerá un espacio propio dentro de la sociedad del país.
Hay otros dos tipos sociológicos que la Guerra Larga marcará su inauguración y que sólo nos limitaremos ahora a apuntar: el traidor, el delator, el soplón, más contemporáneamente llamado «chivato»; figura deleznable asociada al carácter de guerra civil de la contienda y que por desgracia constituirá una experiencia recurrente en Cuba; y la trata de blancas, que se irá estableciendo de manera creciente hacia occidente simultáneamente con los cambios capitalistas que se operarán en esa propia región.
Desde el punto de vista de la comunicación y la circulación sociales se puede apuntar:
· El espacio físico se cierra, se compacta, como ya lo había sido antes hacia occidente por el desarrollo plantacionista, en todo el oriente por las operaciones militares que no dejaron casi un punto virgen o técnicamente no tocado.
· Al polarizarse la sociedad insular se romperá la comunicación antes existente entre cubanos y españoles; comunicación en cuestión que la ulterior normalización de la vida social tendrá obviamente que encontrar las formas de restablecer.
· Las prefecturas mambisas serán herederas directas de los palenques de esclavos cimarrones e inaugurarán una modalidad no conocida de explotación colectiva del agro. Dentro de ellas los asentamientos humanos de familias insurrectas blancas tendrán que valerse de manera superlativa de sus antiguos esclavos domésticos para poder sobrevivir. Por último, por las emigraciones y las expediciones clandestinas, la guerra originará también una idea de la exterioridad de Cuba nunca antes tenida o conocida; a esto contribuirá en forma nada desdeñable tanto los destierros a España como los presidios políticos en África.
Las relaciones antes convencionales entre base y superestructura se disminuirán hasta la casi nulidad en la porción insurreccionada del país, excepción hecha de contados cafetales e ingenios convertidos en verdaderas fortalezas por las guarniciones españolas. En el occidente toda esta relación se aplicará a la obtención de márgenes financieros para sufragar por España los costos de la guerra. Otras formas de superestructura como la Iglesia Católica y la prensa, así como la educación por lo demás poco extendida, se mantendrán también al servicio de la dominación colonial.
La revolución emergerá como el valor cultural por excelencia en todo ese período, y la liberación de los esclavos como el hecho cultural de más importancia en tanto sus contenidos de dignidad y solidaridad humanas.
El campamento mambí y las batallas y combates, así como las largas marchas y las escaseces y riesgos de todo tipo, devinieron en espacios de convergencia social y hermanamiento, en los cuales ocurrieron definitivas contribuciones a la cultura popular tradicional, así como irreversibles intercambios entre algunos de sus más importantes componentes. La guerra vale — y nutre la cultura tradicional cubana — como fuente de anécdotas, mitos, leyendas; como símbolo y referencia obligatoria para siempre de la cubanía. Como madre de la solidaridad nacional.
Las revoluciones que no triunfan en la obtención cabal de sus programas iniciales tienen tanta importancia, y hasta quizás más, que las revoluciones que obtienen la victoria en toda la línea. Aquí se esconden relaciones de condicionamientos semejantes a los que, hace algún tiempo, he creído apreciar entre los procesos sociales y culturales terminales y los procesos inconclusos.
Las revoluciones que no triunfan tampoco fracasan del todo; siempre obtienen algo. Y por el sentido de apertura de conciencia y mentalidad colectivas que crea aquello que obtienen, y por el alcance del sentimiento de reivindicación insatisfecha que lo no obtenido origina, de deuda y de compromiso al mismo tiempo, las revoluciones que no triunfan son ingredientes vitales de otras revoluciones futuras más radicales en sus metas y mejor fundadas en su participación popular.
Las revoluciones que no triunfan del todo abren el camino a otras más avanzadas: y estas otras quizás tampoco triunfen del todo, pero en aquello que logren alcanzar superarán ciertamente a las que les sirvieron de antecedentes. Hay formulaciones sociológicas vueltas sobre el pasado y otras abiertas hacia el futuro. Propongo que entre estas últimas se encontraba en su momento la Revolución del 68. Y en muchos aspectos todavía se encuentra.
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