La era del imperio

Por Eric J. Hobsbawm

El siguiente texto, que recupera La Tizza, es el capítulo tercero y homónimo de la magnífica obra ´La era del imperio, 1875–1914´, del pensador marxista Eric J. Hobsbawn. Su lectura y análisis confirman que, mientras el duelo «oficial» por la muerte de la Reina Isabel dura apenas unos días; ese otro duelo irreverente de los Pueblos por las vidas que les han sido arrancadas por los Imperios y sus «ahijadas» y disciplinadas democracias durante largos siglos, será permanente.


Sólo la confusión política total y el optimismo ingenuo pueden impedir el reconocimiento de que los esfuerzos inevitables por alcanzar la expansión comercial por parte de todas las naciones civilizadas burguesas, tras un período de transición de aparente competencia pacífica, se aproximan al punto en que sólo el poder decidirá la participación de cada nación en el control económico de la Tierra y, por tanto, la esfera de acción de su pueblo y, especialmente, el potencial de ganancias de sus trabajadores.

Max Weber, 1894

Cuando estés entre los chinos — afirma [el emperador de Alemania] — , recuerda que eres la vanguardia del cristianismo — afirma — , y atraviesa con tu bayoneta a todo odiado infiel al que veas — afirma — . Hazle comprender lo que significa nuestra civilización occidental. […] Y si por casualidad consigues un poco de tierra, no permitas que los franceses o los rusos te la arrebaten.

Mr. Dooley’s Philosophy


1.

Un mundo en el que el ritmo de la economía estaba determinado por los países capitalistas desarrollados o en proceso de desarrollo existentes en su seno tenía grandes probabilidades de convertirse en un mundo en el que los países «avanzados» dominaran a los «atrasados»: en definitiva, en un mundo imperialista. Pero, paradójicamente, al período transcurrido entre 1875 y 1914 se le puede calificar como era del imperio no sólo porque en él se desarrolló un nuevo tipo de imperialismo, sino también por otro motivo ciertamente anacrónico. Probablemente, fue el período de la historia moderna en que hubo mayor número de gobernantes que se autotitulaban oficialmente «emperadores» o que fueran considerados por los diplomáticos occidentales como merecedores de ese título.

En Europa, se reclamaban de ese título los gobernantes de Alemania, Austria, Rusia, Turquía y (en su calidad de señores de la India) el Reino Unido. Dos de ellos (Alemania y el Reino Unido/la India) eran innovaciones del decenio de 1870. Compensaban con creces la desaparición del «Segundo Imperio» de Napoleón III en Francia. Fuera de Europa, se adjudicaba normalmente ese título a los gobernantes de China, Japón, Persia y — tal vez en este caso con un grado mayor de cortesía diplomática internacional — a los de Etiopía y Marruecos. Por otra parte, hasta 1889 sobrevivió en Brasil un emperador americano. Podrían añadirse a esa lista uno o dos «emperadores» aún más oscuros. En 1918 habían desaparecido cinco de ellos. En la actualidad (1988) el único sobreviviente de ese conjunto de supermonarcas es el de Japón, cuyo perfil político es de poca consistencia y cuya influencia política es insignificante.

Desde una perspectiva menos trivial, el período que estudiamos es una era en que aparece un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial. La supremacía económica y militar de los países capitalistas no había sufrido un desafío serio desde hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVII y el último cuarto del siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir esa supremacía en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la mayor parte del mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio político informal de uno u otro de una serie de Estados, fundamentalmente el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, los Estados Unidos y Japón. Hasta cierto punto, las víctimas de ese proceso fueron los antiguos imperios preindustriales sobrevivientes de España y Portugal, el primero — pese a los intentos de extender el territorio bajo su control al noroeste de África — más que el segundo. Pero la supervivencia de los más importantes territorios portugueses en África (Angola y Mozambique), que sobrevivirían a otras colonias imperialistas, fue consecuencia, sobre todo, de la incapacidad de sus rivales modernos para ponerse de acuerdo sobre la manera de repartírselo. No hubo rivalidades del mismo tipo que permitieran salvar los restos del Imperio español en América (Cuba, Puerto Rico) y en el Pacífico (Filipinas) de los Estados Unidos en 1898. Nominalmente, la mayor parte de los grandes imperios tradicionales de Asia se mantuvieron independientes, aunque las potencias occidentales establecieron en ellos «zonas de influencia» o incluso una administración directa que en algunos casos (como en el acuerdo anglorruso sobre Persia en 1907) cubrían todo el territorio. De hecho, se daba por sentada su indefensión militar y política. Si conservaron su independencia fue bien porque resultaban convenientes como Estados-almohadilla (como ocurrió en Siam — la actual Tailandia — , que dividía las zonas británica y francesa en el sureste asiático, o en Afganistán, que separaba al Reino Unido y Rusia), por la incapacidad de las potencias imperiales rivales para acordar una fórmula para la división, o bien por su gran extensión. El único Estado no europeo que resistió con éxito la conquista colonial formal fue Etiopía, que pudo mantener a raya a Italia, la más débil de las potencias imperiales.

Dos grandes zonas del mundo fueron totalmente divididas por razones prácticas: África y el Pacífico. No quedó ningún Estado independiente en el Pacífico, totalmente dividido entre británicos, franceses, alemanes, neerlandeses, norteamericanos y — todavía en una escala modesta — japoneses. En 1914, África pertenecía en su totalidad a los imperios británico, francés, alemán, belga, portugués y, de forma más marginal, español, con la excepción de Etiopía, de la insignificante república de Liberia en el África occidental y de una parte de Marruecos, que todavía resistía la conquista total. Como hemos visto, en Asia existía una zona amplia nominalmente independiente, aunque los imperios europeos más antiguos ampliaron y redondearon sus extensas posesiones: el Reino Unido, anexionando Birmania a su imperio indio y estableciendo o reforzando la zona de influencia en el Tíbet, Persia y la zona del golfo Pérsico; Rusia, penetrando más profundamente en el Asia central y (aunque con menos éxito) en la zona de Siberia lindante con el Pacífico en Manchuria; los neerlandeses, estableciendo un control más estricto en regiones más remotas de Indonesia. Se crearon dos imperios prácticamente nuevos: el primero, por la conquista francesa de Indochina, iniciada en el reinado de Napoleón III; el segundo, por parte de los japoneses a expensas de China en Corea y Taiwán (1895) y, más tarde, a expensas de Rusia, si bien a escala más modesta (1905). Sólo una gran zona del mundo pudo sustraerse casi por completo a ese proceso de reparto territorial. En 1914, el continente americano se hallaba en la misma situación que en 1875, o que en el decenio de 1820: era un conjunto de repúblicas soberanas, con la excepción de Canadá, las islas del Caribe y algunas zonas del litoral caribeño. Con excepción de los Estados Unidos, su estatus político raramente impresionaba a nadie salvo a sus vecinos. Nadie dudaba de que desde el punto de vista económico eran dependencias del mundo desarrollado. Pero ni siquiera los Estados Unidos, que afirmaron cada vez más su hegemonía política y militar en esta amplia zona, intentaron seriamente conquistarla y administrarla. Sus únicas anexiones directas fueron Puerto Rico (Cuba consiguió una independencia nominal) y una estrecha franja que discurre a lo largo del canal de Panamá, que formaba parte de otra pequeña república, también nominalmente independiente, desgajada a esos efectos del más extenso país de Colombia mediante una conveniente revolución local. En Latinoamérica, la dominación económica y las presiones políticas necesarias se realizaban sin una conquista formal. Ciertamente, el continente americano fue la única gran región del planeta en la que no hubo una seria rivalidad entre las grandes potencias. Con la excepción del Reino Unido, ningún Estado europeo poseía algo más que las dispersas reliquias (básicamente en la zona del Caribe) del imperio colonial del siglo XVIII, sin gran importancia económica o de otro tipo. Ni para el Reino Unido ni para ningún otro país existían razones de peso para rivalizar con los Estados Unidos desafiando la Doctrina Monroe.

Ese reparto del mundo entre un número reducido de Estados, que da su título al presente volumen, era la expresión más espectacular de la progresiva división del globo en fuertes y débiles («avanzados» y «atrasados», a la que ya hemos hecho referencia). Era también un fenómeno totalmente nuevo. Entre 1876 y 1915, aproximadamente una cuarta parte de la superficie del planeta fue distribuida o redistribuida en forma de colonias entre media docena de Estados. El Reino Unido incrementó sus posesiones en unos diez millones de kilómetros cuadrados, Francia en nueve millones, Alemania adquirió más de dos millones y medio y Bélgica e Italia algo menos.

Los Estados Unidos obtuvieron unos 250.000 kilómetros cuadrados de nuevos territorios, fundamentalmente a costa de España, extensión similar a la que consiguió Japón con sus anexiones a costa de China, Rusia y Corea. Las antiguas colonias africanas de Portugal se ampliaron en unos 750.000 kilómetros cuadrados; por su parte, España, que resultó un claro perdedor (ante los Estados Unidos), consiguió, sin embargo, algunos territorios áridos en Marruecos y el Sahara occidental. Más difícil es calibrar las anexiones imperialistas de Rusia, ya que se realizaron a costa de los países vecinos y continuando un proceso de varios siglos de expansión territorial del Estado zarista; además, como veremos, Rusia perdió algunas posesiones a expensas de Japón. De los grandes imperios coloniales, sólo los Países Bajos no pudieron, o no quisieron, anexionarse nuevos territorios, salvo ampliando su control sobre las islas indonesias que les pertenecían formalmente desde hacía mucho tiempo. En cuanto a las pequeñas potencias coloniales, Suecia liquidó la única colonia que conservaba: una isla de las Indias Occidentales que vendió a Francia, y Dinamarca actuaría en la misma línea, conservando únicamente Islandia y Groenlandia como dependencias.

Lo más espectacular no es necesariamente lo más importante. Cuando los observadores del panorama mundial a finales del decenio de 1890 comenzaron a analizar lo que, sin duda alguna, parecía ser una nueva fase en el modelo general del desarrollo nacional e internacional, totalmente distinta de la fase liberal de mediados de la centuria, dominada por el librecambio y la libre competencia, consideraron que la creación de imperios coloniales era simplemente uno de sus aspectos. Para los observadores ortodoxos se abría, en términos generales, una nueva era de expansión nacional en la que (como ya hemos sugerido) era imposible separar con claridad los elementos políticos y económicos y en la que el Estado desempeñaba un papel cada vez más activo y fundamental tanto en los asuntos domésticos como en el exterior. Los observadores heterodoxos analizaban más específicamente esa nueva era como una nueva fase del desarrollo capitalista, que surgía de diversas tendencias que creían advertir en ese proceso. El más influyente de esos análisis del fenómeno que pronto se conocería como «imperialismo», el breve libro de Lenin de 1916, no analizaba «la división del mundo entre las grandes potencias» hasta el capítulo 6 de los diez de que constaba.

De cualquier forma, si el colonialismo era tan sólo un aspecto de un cambio más generalizado en la situación del mundo, desde luego era el aspecto más aparente.

Constituyó el punto de partida para otros análisis más amplios, pues no hay duda de que el término imperialismo se incorporó al vocabulario político y periodístico durante los años 1890 en el curso de los debates que se desarrollaron sobre la conquista colonial. Además, fue entonces cuando adquirió, en cuanto concepto, la dimensión económica que no ha perdido desde entonces. Por esa razón, carecen de valor las referencias a las formas antiguas de expansión política y militar en que se basa el término. En efecto, los emperadores y los imperios eran instituciones antiguas, pero el imperialismo era un fenómeno totalmente nuevo. El término (que no aparece en los escritos de Karl Marx, que murió en 1883) se incorporó a la política británica en los años 1870 y a finales de ese decenio era considerado todavía como un neologismo. Fue en los años 1890 cuando la utilización del término se generalizó. En 1900, cuando los intelectuales comenzaron a escribir libros sobre este tema, la palabra imperialismo estaba, según uno de los primeros de esos autores, el liberal británico J. A. Hobson, «en los labios de todo el mundo […] y se utiliza para indicar el movimiento más poderoso del panorama político actual del mundo occidental». En resumen, era una voz nueva ideada para describir un fenómeno nuevo. Este hecho evidente es suficiente para desautorizar a una de las muchas escuelas que intervinieron en el debate tenso y muy cargado desde el punto de vista ideológico sobre el «imperialismo», la escuela que afirma que no se trataba de un fenómeno nuevo, tal vez incluso que era una mera supervivencia precapitalista. Sea como fuere, lo cierto es que se consideraba como una novedad y como tal fue analizado.

Los debates que rodean a este delicado tema son tan apasionados, densos y confusos que la primera tarea del historiador ha de ser la de aclararlos para que sea posible analizar el fenómeno en lo que realmente es. En efecto, la mayor parte de los debates se han centrado no en lo que sucedió en el mundo entre 1875 y 1914, sino en el marxismo, un tema que levanta fuertes pasiones. Ciertamente, el análisis del imperialismo, fuertemente crítico, realizado por Lenin se convertiría en un elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 y también en los movimientos revolucionarios del «tercer mundo».

Lo que ha dado al debate un tono especial es el hecho de que una de las partes protagonistas parece tener una ligera ventaja intrínseca, pues el término ha adquirido gradualmente — y es difícil que pueda perderla — una connotación peyorativa. A diferencia de lo que ocurre con el término democracia al que apelan incluso sus enemigos por sus connotaciones favorables, el «imperialismo» es una actividad que habitualmente se desaprueba, y que, por tanto, ha sido siempre practicada por otros. En 1914 eran muchos los políticos que se sentían orgullosos de llamarse imperialistas, pero a lo largo de este siglo los que así actuaban han desaparecido casi por completo.

El punto esencial del análisis leninista (que se basaba claramente en una serie de autores contemporáneos, tanto marxistas como no marxistas) era que el nuevo imperialismo tenía sus raíces económicas en una nueva fase específica del capitalismo, que, entre otras cosas, conducía a «la división territorial del mundo entre las grandes potencias capitalistas» en una serie de colonias formales e informales y de esferas de influencia. Las rivalidades existentes entre los capitalistas que fueron causa de esa división engendraron también la primera guerra mundial. No analizaremos aquí los mecanismos especiales mediante los cuales el «capitalismo monopolista» condujo al colonialismo — las opiniones al respecto difieren incluso entre los marxistas — ni la utilización más reciente de esos análisis para formar una «teoría de la dependencia» más global a finales del siglo XX. Todos esos análisis asumen de una u otra forma que la expansión económica y la explotación del mundo en ultramar eran esenciales para los países capitalistas.

Criticar esas teorías no reviste un interés especial y sería irrelevante en el contexto que nos ocupa. Señalemos simplemente que los análisis no marxistas del imperialismo establecen conclusiones opuestas a las de los marxistas y de esta forma han añadido confusión al tema. Negaban la conexión específica entre el imperialismo de finales del siglo XIX y del siglo XX con el capitalismo en general y con la fase concreta del capitalismo que, como hemos visto, pareció surgir a finales del siglo XIX. Negaban que el imperialismo tuviera raíces económicas importantes, que beneficiara económicamente a los países imperialistas y, asimismo, que la explotación de las zonas atrasadas fuera fundamental para el capitalismo y que hubiera tenido efectos negativos sobre las economías coloniales. Afirmaban que el imperialismo no desembocó en rivalidades insuperables entre las potencias imperialistas y que no había tenido consecuencias decisivas sobre el origen de la primera guerra mundial. Rechazando las explicaciones económicas, se concentraban en los aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos, aunque por lo general evitando cuidadosamente el terreno resbaladizo de la política interna, pues los marxistas tendían también a hacer hincapié en las ventajas que habían supuesto para las clases gobernantes de las metrópolis la política y la propaganda imperialista que, entre otras cosas, sirvieron para contrarrestar el atractivo que los movimientos obreros de masas ejercían sobre las clases trabajadoras. Algunos de esos argumentos han demostrado tener gran fuerza y eficacia, aunque en ocasiones han resultado ser mutuamente incompatibles. De hecho, muchos de los análisis teóricos del antimperialismo carecían de toda solidez. Pero el inconveniente de los escritos antimperialistas es que no explican la conjunción de procesos económicos y políticos, nacionales e internacionales que tan notables les parecieron a los contemporáneos en torno a 1900, de forma que intentaron encontrar una explicación global. Esos escritos no explican por qué los contemporáneos consideraron que «imperialismo» era un fenómeno novedoso y fundamental desde el punto de vista histórico. En definitiva, lo que hacen muchos de los autores de esos análisis es negar hechos que eran obvios en el momento en que se produjeron y que todavía lo son.

Dejando al margen el leninismo y el antileninismo, lo primero que ha de hacer el historiador es dejar sentado el hecho evidente, que nadie habría negado en los años 1890, de que la división del globo tenía una dimensión económica. Demostrar eso no explica todo sobre el imperialismo del período.

El desarrollo económico no es una especie de ventrílocuo en el que su muñeco sea el resto de la historia. En el mismo sentido, tampoco se puede considerar, ni siquiera al más resuelto hombre de negocios decidido a conseguir beneficios — por ejemplo, en las minas sudafricanas de oro y diamantes — como una simple máquina de hacer dinero. En efecto, no era inmune a los impulsos políticos, emocionales, ideológicos, patrióticos e incluso raciales tan claramente asociados con la expansión imperialista.

Con todo, si se puede establecer una conexión económica entre las tendencias del desarrollo económico en el núcleo capitalista del planeta en ese período y su expansión a la periferia, resulta mucho menos verosímil centrar toda la explicación del imperialismo en motivos sin una conexión intrínseca con la penetración y conquista del mundo no occidental. Pero incluso aquellos que parecen tener esa conexión, como los cálculos estratégicos de las potencias rivales, han de ser analizados teniendo en cuenta la dimensión económica. Aun en la actualidad, los acontecimientos políticos del Oriente Medio, que no pueden explicarse únicamente desde un prisma económico, no pueden analizarse de forma realista sin tener en cuenta la importancia del petróleo.

El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado (ver La era del capitalismo, capítulo 3). De no haber sido por estos condicionamientos, no habría existido una razón especial por la que los Estados europeos hubieran demostrado el menor interés, por ejemplo, por la cuenca del Congo o se hubieran enzarzado en disputas diplomáticas por un atolón del Pacífico. Esta globalización de la economía no era nueva, aunque se había acelerado notablemente en los decenios centrales de la centuria. Continuó incrementándose — menos llamativamente en términos relativos, pero de forma más masiva en cuanto al volumen y cifras — entre 1875 y 1914. Entre 1848 y 1875, las exportaciones europeas habían aumentado más de cuatro veces, pero sólo se duplicaron entre 1875 y 1915. Pero la flota mercante sólo se había incrementado de 10 a 16 millones de toneladas entre 1840 y 1870, mientras que se duplicó en los cuarenta años siguientes, de igual forma que la red mundial de ferrocarriles se amplió de poco más de 200.000 kilómetros en 1870 hasta más de un millón de kilómetros inmediatamente antes de la primera guerra mundial.

Esta red de transportes mucho más tupida posibilitó que incluso las zonas más atrasadas — y hasta entonces marginales — se insertaran a la economía mundial, y los núcleos tradicionales de riqueza y desarrollo experimentaron un nuevo interés por esas zonas remotas. Lo cierto es que ahora que eran accesibles, muchas de esas regiones parecían a primera vista simples extensiones potenciales del mundo desarrollado que estaban siendo ya colonizadas y desarrolladas por hombres y mujeres de origen europeo, que expulsaban o hacían retroceder a los habitantes nativos, creando ciudades y, sin duda, a su debido tiempo, la civilización industrial: los Estados Unidos al oeste del Misisipi, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Argelia y el cono sur de Sudamérica. Como veremos, la predicción era errónea. Sin embargo, esas zonas, aunque muchas veces remotas, eran para las mentes contemporáneas distintas de aquellas otras regiones donde, por razones climáticas, la colonización blanca no se sentía atraída, pero donde — por citar las palabras de un destacado miembro de la administración imperial de la época — «el europeo puede venir en números reducidos, con su capital, su energía y su conocimiento para desarrollar un comercio muy lucrativo y obtener productos necesarios para el funcionamiento de su avanzada civilización».

La civilización necesitaba ahora el elemento exótico. El desarrollo tecnológico dependía de materias primas que por razones climáticas o por los azares de la geología se encontraban exclusiva o muy abundantemente en lugares remotos.

El motor de combustión interna, producto típico del período que estudiamos, necesitaba petróleo y caucho. El petróleo procedía casi en su totalidad de los Estados Unidos y de Europa (de Rusia y, en mucho menor medida, de Rumanía), pero los pozos petrolíferos del Oriente Medio eran ya objeto de un intenso enfrentamiento y negociación diplomáticos. El caucho era un producto exclusivamente tropical, que se extraía mediante la terrible explotación de los nativos en las selvas del Congo y del Amazonas, blanco de las primeras y justificadas protestas antimperialistas. Más adelante se cultivaría intensamente en Malaya. El estaño procedía de Asia y Sudamérica. Una serie de metales no férricos que antes carecían de importancia, comenzaron a ser fundamentales para las aleaciones de acero que exigía la tecnología de alta velocidad. Algunos de esos minerales se encontraban en grandes cantidades en el mundo desarrollado, ante todo en los Estados Unidos, pero no ocurría lo mismo con algunos otros. Las nuevas industrias del automóvil y eléctricas necesitaban imperiosamente uno de los metales más antiguos, el cobre. Sus principales reservas y, posteriormente, sus productores más importantes se hallaban en lo que a finales del siglo XX se denominaría como el tercer mundo: Chile, Perú, Zaire, Zambia. Además, existía una constante y nunca satisfecha demanda de metales preciosos que en este período convirtió a Sudáfrica en el mayor productor de oro del mundo, por no mencionar su riqueza de diamantes. Las minas fueron las grandes pioneras que abrieron el mundo al imperialismo, y fueron extraordinariamente eficaces porque sus beneficios eran lo bastante importantes como para justificar también la construcción de ramales de ferrocarril.

Completamente aparte de las demandas de la nueva tecnología, el crecimiento del consumo de masas en los países metropolitanos significó la rápida expansión del mercado de productos alimenticios. Por lo que respecta al volumen, el mercado estaba dominado por los productos básicos de la zona templada, cereales y carne que se producían a muy bajo coste y en grandes cantidades en diferentes zonas de asentamiento europeo en Norteamérica y Sudamérica, Rusia y Australasia. Pero también transformó el mercado de productos conocidos desde hacía mucho tiempo (al menos en Alemania) como «productos coloniales» y que se vendían en las tiendas del mundo desarrollado: azúcar, té, café, cacao y sus derivados. Gracias a la rapidez del transporte y a la conservación, comenzaron a afluir frutas tropicales y subtropicales: esos frutos posibilitaron la aparición de las «repúblicas bananeras».

Los británicos que en 1840 consumían 0,680 Kg de té per cápita y 1,478 Kg en el decenio de 1860, habían incrementado ese consumo a 2,585 Kg en los años 1890, lo cual representaba una importación media anual de 101.606.400 Kg, frente a menos de 44.452.800 Kg en el decenio de 1860 y unos 18 millones de kilogramos en los años 1840.

Mientras la población británica dejaba de consumir las pocas tazas de café que todavía bebían para llenar sus teteras con el té de la India y Ceilán (Sri Lanka), los norteamericanos y alemanes importaban café en cantidades cada vez más espectaculares, sobre todo de Latinoamérica. En los primeros años del decenio de 1900, las familias neoyorquinas consumían medio kilo de café a la semana. Los productores cuáqueros de bebidas y de chocolate británicos, felices de vender refrescos no alcohólicos, obtenían su materia prima del África occidental y de Sudamérica. Los astutos hombres de negocios de Boston, que fundaron la United Fruit Company en 1885, crearon imperios privados en el Caribe para abastecer a Norteamérica con los hasta entonces ignorados plátanos. Los productores de jabón, que explotaron el mercado que demostró por primera vez en toda su plenitud las posibilidades de la nueva industria de la publicidad, buscaban aceites vegetales en África. Las plantaciones, explotaciones y granjas eran el segundo pilar de las economías imperiales. Los comerciantes y financieros metropolitanos eran los terceros.

Estos acontecimientos no cambiaron la forma y las características de los países industrializados o en proceso de industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos destinos corrían paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las compañías petrolíferas. Pero transformaron el resto del mundo, en la medida en que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos productos básicos para exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna dependían por completo. El nombre de Malaya se identificó cada vez más con el caucho y el estaño; el de Brasil, con el café; el de Chile, con los nitratos; el de Uruguay, con la carne, y el de Cuba, con el azúcar y los cigarros puros. De hecho, si exceptuamos a los Estados Unidos, ni siquiera las colonias de población blanca se industrializaron (en esta etapa) porque también se vieron atrapadas en la trampa de la especialización internacional. Alcanzaron una extraordinaria prosperidad, incluso para los niveles europeos, especialmente cuando estaban habitadas por migrantes europeos libres y, en general, militantes, con fuerza política en asambleas elegidas, cuyo radicalismo democrático podía ser extraordinario, aunque no solía estar representada en ellas la población nativa. Probablemente, para el europeo con deseos de emigrar en la época imperialista habría sido mejor dirigirse a Australia, Nueva Zelanda, Argentina o Uruguay antes que a cualquier otro lugar incluyendo los Estados Unidos. En todos esos países se formaron partidos, e incluso gobiernos, obreros y radical-democráticos y ambiciosos sistemas de bienestar y seguridad social (Nueva Zelanda, Uruguay) mucho antes que en Europa. Pero estos países eran complementos de la economía industrial europea (fundamentalmente de la británica) y, por tanto, no les convenía — o en todo caso no les convenía a los intereses abocados a la exportación de materias primas — sufrir un proceso de industrialización. Tampoco las metrópolis habrían visto con buenos ojos ese proceso. Sea cual fuere la retórica oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de complementar las economías de las metrópolis y no la de competir con ellas.

Los territorios dependientes que no pertenecían a lo que se ha llamado capitalismo colonizador (blanco) no tuvieron tanto éxito. Su interés económico residía en la combinación de recursos con una mano de obra que por estar formada por «nativos» tenía un coste muy bajo y era barata. Sin embargo, las oligarquías de terratenientes y comerciantes — locales, importados de Europa o ambas cosas a un tiempo — y, donde existían, sus gobiernos, se beneficiaron del dilatado período de expansión secular de los productos de exportación de su región, interrumpida únicamente por algunas crisis efímeras, aunque en ocasiones (como en Argentina en 1890) dramáticas, producidas por los ciclos comerciales, por una excesiva especulación, por la guerra y por la paz. No obstante, en tanto que la primera guerra mundial perturbó algunos de sus mercados, los productores dependientes quedaron al margen de ella. Desde su punto de vista, la era imperialista, que comenzó a finales del siglo XIX, se prolongó hasta la gran crisis de 1929–1933. De cualquier forma, se mostraron cada vez más vulnerables en el curso de este período, por cuanto su fortuna dependía cada vez más del precio del café (que en 1914 constituía ya el 58 % del valor de las exportaciones de Brasil y el 53 % de las colombianas), del caucho y del estaño, del cacao, del buey o de la lana. Pero hasta la caída vertical de los precios de las materias primas durante el crack de 1929, esa vulnerabilidad no parecía tener mucha importancia a largo plazo, por comparación con la expansión aparentemente ilimitada de las exportaciones y los créditos. Al contrario, como hemos visto, hasta 1914 las relaciones de intercambio parecían favorecer a los productores de materias primas.

Sin embargo, la importancia económica creciente de esas zonas para la economía mundial no explica por qué los principales Estados industriales iniciaron una rápida carrera para dividir el mundo en colonias y esferas de influencia. El análisis antimperialista del imperialismo ha sugerido diferentes argumentos que pueden explicar esa actitud. El más conocido de esos argumentos, la presión del capital para encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior del país, inversiones seguras que no sufrieran la competencia del capital extranjero, es el menos convincente. Dado que las exportaciones británicas de capital se incrementaron vertiginosamente en el último tercio de la centuria y que los ingresos procedentes de esas inversiones tenían una importancia capital para la balanza de pagos británica, era totalmente natural relacionar el «nuevo imperialismo» con las exportaciones de capital, como lo hizo J. A. Hobson. Pero no puede negarse que sólo una muy pequeña parte de ese flujo masivo de capitales acudía a los nuevos imperios coloniales: la mayor parte de las inversiones británicas en el exterior se dirigían a las colonias en rápida expansión y por lo general de población blanca, que pronto serían reconocidas como territorios virtualmente independientes (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica) y a lo que podríamos llamar territorios coloniales «honoríficos» como Argentina y Uruguay, por no mencionar los Estados Unidos. Además, una parte importante de esas inversiones (el 76 % en 1913) se realizaba en forma de préstamos públicos a compañías de ferrocarriles y servicios públicos que reportaban rentas más elevadas que las inversiones en la deuda pública británica — un promedio de un 5 % frente al 3 % — , pero eran también menos lucrativas que los beneficios del capital industrial en el Reino Unido, naturalmente excepto para los banqueros que organizaban esas inversiones. Se suponía que eran inversiones seguras, aunque no produjeran un elevado rendimiento. Eso no significaba que no se adquirieran colonias porque un grupo de inversores no esperaba obtener un gran éxito financiero o en defensa de inversiones ya realizadas. Con independencia de la ideología, la causa de la guerra de los boers fue el oro.

Un argumento general de más peso para la expansión colonial era la búsqueda de mercados. Nada importa que esos proyectos se vieran muchas veces frustrados. La convicción de que el problema de la «superproducción» del período de la gran depresión podría solucionarse a través de un gran impulso exportador era compartida por muchos. Los hombres de negocios, inclinados siempre a llenar los espacios vacíos del mapa del comercio mundial con grandes números de clientes potenciales, dirigían su mirada, naturalmente, a las zonas sin explotar: China era una de esas zonas que captaban la imaginación de los vendedores — ¿qué ocurriría si cada uno de los trescientos millones de seres que vivían en ese país comprara tan sólo una caja de clavos? — , mientras que África, el continente desconocido, era otra. Las Cámaras de Comercio de diferentes ciudades británicas se conmocionaron en los difíciles años de la década de 1880 ante la posibilidad de que las negociaciones diplomáticas pudieran excluir a sus comerciantes del acceso a la cuenca del Congo, que se pensaba que ofrecía perspectivas inmejorables para la venta, tanto más cuanto que ese territorio estaba siendo explotado como un negocio provechoso por ese hombre de negocios con corona que era el rey Leopoldo II de Bélgica. (Su sistema preferido de explotación utilizando mano de obra forzosa no iba dirigido a impulsar importantes compras per cápita, ni siquiera cuando no hacía que disminuyera el número de posibles clientes mediante la tortura y la masacre.)

Pero el factor fundamental de la situación económica general era el hecho de que una serie de economías desarrolladas experimentaban de forma simultánea la misma necesidad de encontrar nuevos mercados. Cuando eran lo suficientemente fuertes, su ideal era el de «la puerta abierta» en los mercados del mundo subdesarrollado; pero cuando carecían de la fuerza necesaria, intentaban conseguir territorios cuya propiedad situara a las empresas nacionales en una posición de monopolio o, cuando menos, les diera una ventaja sustancial. La consecuencia lógica fue el reparto de las zonas no ocupadas del tercer mundo. En cierta forma, esto fue una ampliación del proteccionismo que fue ganando fuerza a partir de 1879. «Si no fueran tan tenazmente proteccionistas — le dijo el primer ministro británico al embajador francés en 1897 — , no nos encontrarían tan deseosos de anexionarnos territorios». Desde este prisma, «el imperialismo» era la consecuencia natural de una economía internacional basada en la rivalidad de varias economías industriales competidoras, hecho al que se sumaban las presiones económicas de los años 1880. Ello no quiere decir que se esperara que una colonia en concreto se convirtiera en El Dorado, aunque esto es lo que ocurrió en Sudáfrica, que pasó a ser el mayor productor de oro del mundo. Las colonias podían constituir simplemente bases adecuadas o puntos avanzados para la penetración económica regional. Así lo expresó claramente un funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos en los inicios del nuevo siglo cuando en los Estados Unidos, siguiendo la moda internacional, hicieron un breve intento por conseguir su propio imperio colonial.

En este punto resulta difícil separar los motivos económicos para adquirir territorios coloniales de la acción política necesaria para conseguirlo, por cuanto el proteccionismo de cualquier tipo no es otra cosa que la operación de la economía con la ayuda de la política. La motivación estratégica para la colonización era especialmente fuerte en el Reino Unido, con colonias muy antiguas perfectamente situadas para controlar el acceso a diferentes regiones terrestres y marítimas que se consideraban vitales para los intereses comerciales y marítimos británicos en el mundo, o que, con el desarrollo del barco de vapor, podían convertirse en puertos de aprovisionamiento de carbón. (Gibraltar y Malta eran ejemplos del primer caso, mientras que Bermuda y Adén lo son del segundo.)

Existía también el significado simbólico o real para los ladrones de conseguir una parte adecuada del botín. Una vez que las potencias rivales comenzaron a dividirse el mapa de África u Oceanía, cada una de ellas intentó evitar que una porción excesiva (un fragmento especialmente atractivo) pudiera ir a parar a manos de los demás. Así, una vez que el status de gran potencia se asoció con el hecho de hacer ondear la bandera sobre una playa limitada por palmeras (o, más frecuentemente, sobre extensiones de maleza seca), la adquisición de colonias se convirtió en un símbolo de status, con independencia de su valor real. Hacia 1900, incluso los Estados Unidos, cuya política imperialista nunca se ha asociado, antes o después de ese período, con la posesión de colonias formales, se sintieron obligados a seguir la moda del momento. Por su parte, Alemania se sintió profundamente ofendida por el hecho de que una nación tan poderosa y dinámica poseyera muchas menos posesiones coloniales que los británicos y los franceses, aunque sus colonias eran de escaso interés económico y de un interés estratégico mucho menor aún. Italia insistió en ocupar extensiones muy poco atractivas del desierto y de las montañas africanas para reforzar su posición de gran potencia, y su fracaso en la conquista de Etiopía en 1896 debilitó, sin duda, esa posición.

En efecto, si las grandes potencias eran Estados que tenían colonias, los pequeños países, por así decirlo, «no tenían derecho a ellas». España perdió la mayor parte de lo que quedaba de su imperio colonial en la guerra contra los Estados Unidos de 1898. Como hemos visto, se discutieron seriamente diversos planes para repartirse los restos del imperio africano de Portugal entre las nuevas potencias coloniales. Sólo los holandeses conservaron discretamente sus ricas y antiguas colonias (situadas principalmente en el sureste asiático) y, como ya dijimos, al monarca belga se le permitió hacerse con su dominio privado en África a condición de que permitiera que fuera accesible a todos los demás países, porque ninguna gran potencia estaba dispuesta a dar a otras una parte importante de la gran cuenca del río Congo. Naturalmente, habría que añadir que hubo grandes zonas de Asia y del continente americano donde por razones políticas era imposible que las potencias europeas pudieran repartirse zonas extensas de territorio. Tanto en América del Norte como del Sur, las colonias europeas supervivientes se vieron inmovilizadas como consecuencia de la Doctrina Monroe: sólo Estados Unidos tenía libertad de acción. En la mayor parte de Asia, la lucha se centró en conseguir esferas de influencia en una serie de Estados nominalmente independientes, sobre todo en China, Persia y el Imperio otomano. Excepciones a esa norma fueron Rusia y Japón. La primera consiguió ampliar sus posesiones en el Asia central, pero fracasó en su intento de anexionarse diversos territorios en el norte de China. El segundo consiguió Corea y Formosa (Taiwán) en el curso de una guerra con China en 1894–1895. Así pues, en la práctica, África y Oceanía fueron las principales zonas donde se centró la competencia por conseguir nuevos territorios.

En definitiva, algunos historiadores han intentado explicar el imperialismo teniendo en cuenta factores fundamentalmente estratégicos. Han pretendido explicar la expansión británica en África como consecuencia de la necesidad de defender de posibles amenazas las rutas hacia la India y sus glacis marítimos y terrestres. Es importante recordar que, desde un punto de vista global, la India era el núcleo central de la estrategia británica, y que esa estrategia exigía un control no sólo sobre las rutas marítimas cortas hacia el subcontinente (Egipto, Oriente Medio, el mar Rojo, el golfo Pérsico y el sur de Arabia) y las rutas marítimas largas (el cabo de Buena Esperanza y Singapur), sino también sobre todo el océano Índico, incluyendo sectores de la costa africana y su traspaís. Los gobiernos británicos eran perfectamente conscientes de ello. También es cierto que la desintegración del poder local en algunas zonas esenciales para conseguir esos objetivos, como Egipto (incluyendo Sudán), impulsaron a los británicos a protagonizar una presencia política directa mucho mayor de lo que habían pensado en un principio, llegando incluso hasta el gobierno de hecho. Pero estos argumentos no eximen de un análisis económico del imperialismo. En primer lugar, subestiman el incentivo económico presente en la ocupación de algunos territorios africanos, siendo en este sentido el caso más claro el de Sudáfrica. En cualquier caso, los enfrentamientos por el África occidental y el Congo tuvieron causas fundamentalmente económicas. En segundo lugar, ignoran el hecho de que la India era la «joya más radiante de la corona imperial» y la pieza esencial de la estrategia británica global, precisamente por su gran importancia para la economía británica. Esa importancia nunca fue mayor que en este período, cuando el 60 % de las exportaciones británicas de algodón iban a parar a la India y al Lejano Oriente, zona hacia la cual la India era la puerta de acceso — el 40–45 % de las exportaciones las absorbía la India — , y cuando la balanza de pagos del Reino Unido dependía para su equilibrio de los pagos de la India. En tercer lugar, la desintegración de gobiernos indígenas locales, que en ocasiones llevó a los europeos a establecer el control directo sobre unas zonas que anteriormente no se habían ocupado de administrar, se debió al hecho de que las estructuras locales se habían visto socavadas por la penetración económica. Finalmente, no se sostiene el intento de demostrar que no hay nada en el desarrollo interno del capitalismo occidental en el decenio de 1880 que explique la división territorial del mundo, pues el capitalismo mundial era muy diferente en ese período del decenio de 1860. Estaba constituido ahora por una pluralidad de «economías nacionales» rivales, que se «protegían» unas de otras. En definitiva, es imposible separar la política y la economía en una sociedad capitalista, como lo es separar la religión y la sociedad en una comunidad islámica. La pretensión de explicar «el nuevo imperialismo» desde una óptica no económica es tan poco realista como el intento de explicar la aparición de los partidos obreros sin tener en cuenta para nada los factores económicos.

De hecho, la aparición de los movimientos obreros o, de forma más general, de la política democrática (véase el capítulo siguiente) tuvo una clara influencia sobre el desarrollo del «nuevo imperialismo». Desde que el gran imperialista Cecil Rhodes afirmara en 1895 que si se quiere evitar la guerra civil hay que convertirse en imperialista, muchos observadores han tenido en cuenta la existencia del llamado «imperialismo social», es decir, el intento de utilizar la expansión imperial para amortiguar el descontento interno a través de mejoras económicas o reformas sociales, o de otra forma. Sin duda ninguna, todos los políticos eran perfectamente conscientes de los beneficios potenciales del imperialismo. En algunos casos, ante todo en Alemania, se ha apuntado como razón fundamental para el desarrollo del imperialismo «la primacía de la política interior». Probablemente, la versión del imperialismo social de Cecil Rhodes, en la que el aspecto fundamental eran los beneficios económicos que una política imperialista podía suponer, de forma directa o indirecta, para las masas descontentas, sea la menos relevante. No poseemos pruebas de que la conquista colonial tuviera una gran influencia sobre el empleo o sobre los salarios reales de la mayor parte de los trabajadores en los países metropolitanos; y la idea de que la emigración a las colonias podía ser una válvula de seguridad en los países superpoblados era poco más que una fantasía demagógica. (De hecho, nunca fue más fácil encontrar un lugar para emigrar que en el período 1880–1914, y sólo una pequeña minoría de migrantes acudía a las colonias, o necesitaba hacerlo.)

Mucho más relevante nos parece la práctica habitual de ofrecer a los votantes gloria en lugar de reformas costosas, y ¿qué podía ser más glorioso que las conquistas de territorios exóticos y razas de piel oscura, cuando además esas conquistas se conseguían con tan escaso coste? De forma más general, el imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos potencialmente descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por ese Estado. En una era de política de masas (véase el capítulo siguiente) incluso los viejos sistemas exigían una nueva legitimidad. También sobre este punto los contemporáneos eran totalmente claros. En 1902 se elogió la ceremonia de coronación británica, cuidadosamente modificada, porque estaba dirigida a expresar «el reconocimiento, por una democracia libre, de una corona hereditaria, como símbolo del dominio universal de su raza». En resumen, el imperialismo ayudaba a crear un buen cemento ideológico.

Es difícil precisar hasta qué punto era efectiva esta variante específica de exaltación patriótica, sobre todo en aquellos países donde el liberalismo y la izquierda más radical habían desarrollado fuertes sentimientos antimperialistas, antimilitaristas, anticoloniales o, de forma más general, anti-aristocráticos. Sin duda, en algunos países el imperialismo alcanzó una gran popularidad entre las nuevas clases medias y de trabajadores administrativos, cuya identidad social descansaba en la pretensión de ser los vehículos elegidos del patriotismo (ver capítulo 8). Es mucho menos evidente que los trabajadores sintieran ningún tipo de entusiasmo espontáneo por las conquistas coloniales, por las guerras, o cualquier interés en las colonias, ya fueran nuevas o antiguas (excepto las de colonización blanca). Los intentos de institucionalizar un sentimiento de orgullo por el imperialismo, por ejemplo creando un «día del imperio» en el Reino Unido (1902), dependían para conseguir el éxito de la capacidad de movilizar a los estudiantes. (Más adelante analizaremos el recurso al patriotismo en un sentido más general.)

De todas formas, no se puede negar que la idea de superioridad y de dominio sobre un mundo poblado por gentes de piel oscura en remotos lugares tenía arraigo popular y que, por tanto, benefició a la política imperialista. En sus grandes exposiciones internacionales (ver La era del capitalismo, capítulo 2) la civilización burguesa había glorificado siempre los tres triunfos de la ciencia, la tecnología y las manufacturas. En la era de los imperios también glorificaba sus colonias. En las postrimerías de la centuria se multiplicaron los «pabellones coloniales», hasta entonces prácticamente inexistentes: ocho de ellos complementaban la Torre Eiffel en 1889, mientras que en 1900 eran 14 de esos pabellones los que atraían a los turistas en París. Sin duda alguna, todo eso era publicidad planificada, pero como toda la propaganda, ya sea comercial o política, que tiene realmente éxito, conseguía ese éxito porque de alguna forma tocaba la fibra de la gente. Las exhibiciones coloniales causaban sensación. En Gran Bretaña, los aniversarios, los funerales y las coronaciones reales resultaban tanto más impresionantes por cuanto, al igual que los antiguos triunfos romanos, exhibían a sumisos maharajás con ropas adornadas con joyas, no cautivos, sino libres y leales. Los desfiles militares resultaban extraordinariamente animados gracias a la presencia de sijs tocados con turbantes, rajputs adornados con bigotes, sonrientes e implacables gurkas, espahis y altos y negros senegaleses: el mundo considerado bárbaro al servicio de la civilización. Incluso en la Viena de los Habsburgos, donde no existía interés por las colonias de ultramar, una aldea ashanti magnetizó a los espectadores. Rousseau el Aduanero no era el único que soñaba con los trópicos.

El sentimiento de superioridad que unía a los hombres blancos occidentales, tanto a los ricos como a los de clase media y a los pobres, no derivan únicamente del hecho de que todos ellos gozaban de los privilegios del dominador, especialmente cuando se hallaban en las colonias. En Dakar o Mombasa, el empleado más modesto se convertía en señor y era aceptado como un «caballero» por aquellos que no habrían advertido siquiera su existencia en París o en Londres; el trabajador blanco daba órdenes a los negros.

Pero incluso en aquellos lugares donde la ideología insistía en una igualdad al menos potencial, esta se trocaba en dominación. Francia pretendía transformar a sus súbditos en franceses, descendientes teóricos (como se afirmaba en los libros de texto tanto en Tombuctú y Martinica como en Burdeos) de «nos ancêtres les gaulois» (nuestros antepasados los galos), a diferencia de los británicos, convencidos de la idiosincrasia no inglesa, fundamental y permanente, de bengalíes y yoruba. Pero la misma existencia de estos estratos de evalúes nativos subrayaba la ausencia de evolución en la gran mayoría de la población. Las diferentes iglesias se embarcaron en un proceso de conversión de los paganos a las diferentes versiones de la auténtica fe cristiana, excepto en los casos en que los gobiernos coloniales les disuadían de ese proyecto (como en la India) o donde esa tarea era totalmente imposible (en los países islámicos).

Esta fue la época clásica de las actividades misioneras a gran escala. El esfuerzo misionero no fue de ningún modo un agente de la política imperialista. En gran número de ocasiones se oponía a las autoridades coloniales y prácticamente siempre situaba en primer plano los intereses de sus conversos. Pero lo cierto es que el éxito del Señor estaba en función del avance imperialista. Puede discutirse si el comercio seguía a la implantación de la bandera, pero no existe duda alguna de que la conquista colonial abría el camino a una acción misionera eficaz, como ocurrió en Uganda, Rhodesia (Zambia y Zimbawe) y Nyasalandia (Malaui). Y si el cristianismo insistía en la igualdad de las almas, subrayaba también la desigualdad de los cuerpos, incluso de los cuerpos clericales. Era un proceso que realizaban los blancos para los nativos y que costeaban los blancos. Y aunque se multiplicó el número de creyentes nativos, al menos la mitad del clero continuó siendo de raza blanca. Por lo que respecta a los obispos, habría hecho falta un potentísimo microscopio para detectar un obispo no blanco entre 1870 y 1914. La Iglesia católica no consagró los primeros obispos asiáticos hasta el decenio de 1920, ochenta años después de haber afirmado que eso sería muy deseable.

En cuanto al movimiento dedicado más apasionadamente a conseguir la igualdad de los hombres, las actitudes en su seno se mostraron divididas. La izquierda secular era antimperialista por principio y, las más de las veces, en la práctica. La libertad para la India, al igual que la libertad para Egipto e Irlanda, era el objetivo del movimiento obrero británico. La izquierda no flaqueó nunca en su condena de las guerras y conquistas coloniales, con frecuencia — como cuando en el Reino Unido se opuso a la guerra de los boers — con el grave riesgo de sufrir una impopularidad temporal. Los radicales denunciaron los horrores del Congo, de las plantaciones metropolitanas de cacao en las islas africanas, y de Egipto. La campaña que en 1906 permitió al Partido Liberal británico obtener un gran triunfo electoral se basó en gran medida en la denuncia pública de la «esclavitud china» en las minas sudafricanas. Pero, con muy raras excepciones (como la Indonesia neerlandesa), los socialistas occidentales hicieron muy poco por organizar la resistencia de los pueblos coloniales frente a sus dominadores hasta el momento en que surgió la Internacional Comunista. En el movimiento socialista y obrero, los que aceptaban el imperialismo como algo deseable, o al menos como una fase fundamental en la historia de los pueblos «no preparados para el autogobierno todavía», eran una minoría de la derecha revisionista y fabiana, aunque muchos líderes sindicales consideraban que las discusiones sobre las colonias eran irrelevantes o veían a las gentes «de color» ante todo como una mano de obra barata que planteaba una amenaza a los trabajadores blancos. En este sentido, es cierto que las presiones para la expulsión de los inmigrantes «de color», que determinaron la política de «California Blanca» y «Australia Blanca» entre 1880 y 1914, fueron ejercidas sobre todo por las clases obreras, y los sindicatos del Lancashire se unieron a los empresarios del algodón de esa misma región en su insistencia en que se mantuviera a la India al margen de la industrialización. En la esfera internacional, el socialismo fue hasta 1914 un movimiento de europeos y emigrantes blancos o de los descendientes de estos (ver capítulo 5). El colonialismo era para ellos una cuestión marginal. En efecto, su análisis y su definición de la nueva fase «imperialista» del capitalismo, que detectaron a finales de la década de 1890, consideraba correctamente la anexión y la explotación coloniales como un simple síntoma y una característica de esa nueva fase, indeseable como todas sus características, pero no fundamental. Eran pocos los socialistas que, como Lenin, centraban ya su atención en el «material inflamable» de la periferia del capitalismo mundial.

El análisis socialista (es decir, básicamente marxista) del imperialismo, que integraba el colonialismo en un concepto mucho más amplio de una «nueva fase» del capitalismo, era correcto en principio, aunque no necesariamente en los detalles de su modelo teórico. Asimismo, era un análisis que en ocasiones tendía a exagerar, como lo hacían los capitalistas contemporáneos, la importancia económica de la expansión colonial para los países metropolitanos. Desde luego, el imperialismo de los últimos años del siglo XIX era un fenómeno «nuevo». Era el producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas e industriales rivales que era nueva y que se vio intensificada por las presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de incertidumbre económica (ver el capítulo 2); en resumen, era un período en que «las tarifas proteccionistas y la expansión eran la exigencia que planteaban las clases dirigentes». Formaba parte de un proceso de alejamiento de un capitalismo basado en la práctica privada y pública del laissez-faire, que también era nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y oligopolios y la intervención cada vez más intensa del Estado en los asuntos económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de la economía global eran cada vez más importantes. Era un fenómeno que parecía tan «natural» en 1900 como inverosímil habría sido considerado en 1860. A no ser por esa vinculación entre el capitalismo posterior a 1873 y la expansión en el mundo no industrializado, cabe dudar de que incluso el «imperialismo social» hubiera desempeñado el papel que jugó en la política interna de los Estados, que vivían el proceso de adaptación a la política electoral de masas. Todos los intentos de separar la explicación del imperialismo de los acontecimientos específicos del capitalismo en las postrimerías del siglo XIX han de ser considerados como meros ejercicios ideológicos, aunque muchas veces cultos y en ocasiones agudos.

2.

Quedan todavía por responder las cuestiones sobre el impacto de la expansión occidental (y japonesa desde los años 1890) en el resto del mundo y sobre el significado de los aspectos «imperialistas» del imperialismo para los países metropolitanos.

Es más fácil contestar a la primera de esas cuestiones que a la segunda. El impacto económico del imperialismo fue importante, pero lo más destacable es que resultó profundamente desigual, por cuanto las relaciones entre las metrópolis y sus colonias eran muy asimétricas. El impacto de las primeras sobre las segundas fue fundamental y decisivo, incluso aunque no se produjera la ocupación real, mientras que el de las colonias sobre las metrópolis tuvo escasa significación y pocas veces fue un asunto de vida o muerte. Que Cuba mantuviera su posición o la perdiera dependía del precio del azúcar y de la disposición de los Estados Unidos a importarlo, pero incluso países «desarrollados» muy pequeños — Suecia, por ejemplo — no habrían sufrido graves inconvenientes si todo el azúcar del Caribe hubiera desaparecido súbitamente del mercado, porque no dependían exclusivamente de esa región para su consumo de este producto. Prácticamente todas las importaciones y exportaciones de cualquier zona del África subsahariana procedían o se dirigían a un número reducido de metrópolis occidentales, pero el comercio metropolitano con África, Asia y Oceanía siguió siendo muy poco importante, aunque se incrementó en una modesta cuantía entre 1870 y 1914. El 80 % del comercio europeo, tanto por lo que respecta a las importaciones como a las exportaciones, se realizó en el siglo XIX con otros países desarrollados y lo mismo puede decirse sobre las inversiones europeas en el extranjero. Cuando esas inversiones se dirigían a ultramar, iban a parar a un número reducido de economías en rápido desarrollo con población de origen europeo — Canadá, Australia, Sudáfrica, Argentina, etcétera — , así como, naturalmente, a los Estados Unidos. En este sentido, la época del imperialismo adquiere una tonalidad muy distinta cuando se contempla desde Nicaragua o Malaya que cuando se considera desde el punto de vista de Alemania o Francia.

Evidentemente, de todos los países metropolitanos donde el imperialismo tuvo más importancia fue en el Reino Unido, porque la supremacía económica de este país siempre había dependido de su relación especial con los mercados y fuentes de materias primas de ultramar. De hecho, se puede afirmar que desde que comenzara la revolución industrial, las industrias británicas nunca habían sido muy competitivas en los mercados de las economías en proceso de industrialización, salvo quizá durante las décadas doradas de 1850–1870. En consecuencia, para la economía británica era de todo punto esencial preservar en la mayor medida posible su acceso privilegiado al mundo no europeo. Lo cierto es que en los años finales del siglo XIX alcanzó un gran éxito en el logro de esos objetivos, ampliando la zona del mundo que de una forma oficial o real se hallaba bajo la férula de la monarquía británica hasta una cuarta parte de la superficie del planeta (que en los atlas británicos se coloreaba orgullosamente de rojo). Si incluimos el imperio informal, constituido por Estados independientes que, en realidad, eran economías satélites del Reino Unido, aproximadamente una tercera parte del globo era británica en un sentido económico y, desde luego, cultural. En efecto, el Reino Unido exportó incluso a Portugal la forma peculiar de sus buzones de correos, y a Buenos Aires una institución tan típicamente británica como los almacenes Harrod. Pero en 1914, otras potencias se habían comenzado a infiltrar ya en esa zona de influencia indirecta, sobre todo en Latinoamérica.

Ahora bien, esa brillante operación defensiva no tenía mucho que ver con la «nueva» expansión imperialista, excepto en el caso de los diamantes y el oro de Sudáfrica. Estos dieron lugar a la aparición de una serie de millonarios, casi todos ellos alemanes — los Wemher, Beit, Eckstein, etcétera — , la mayor parte de los cuales se incorporaron rápidamente a la alta sociedad británica, muy receptiva al dinero cuando se distribuía en cantidades lo suficientemente importantes. Desembocó también en el más grave de los conflictos coloniales, la guerra sudafricana de 1899–1902, que acabó con la resistencia de dos pequeñas repúblicas de colonos campesinos blancos.

En gran medida, el éxito del Reino Unido en ultramar fue consecuencia de la explotación más sistemática de las posesiones británicas ya existentes o de la posición especial del país como principal importador e inversor en zonas tales como Sudamérica. Con la excepción de la India, Egipto y Sudáfrica, la actividad económica británica se centraba en países que eran prácticamente independientes, como los dominios blancos o zonas como los Estados Unidos y Latinoamérica, donde las iniciativas británicas no fueron desarrolladas — no podían serlo — con eficacia. A pesar de las quejas de la Corporation of Foreign Bondholders (creada durante la gran depresión) cuando tuvo que hacer frente a la práctica, habitual en los países latinos, de suspensión de la amortización de la deuda o de su amortización en moneda devaluada, el Gobierno no apoyó eficazmente a sus inversores en Latinoamérica porque no podía hacerlo. La gran depresión fue una prueba fundamental en este sentido porque, al igual que otras depresiones mundiales posteriores (entre las que hay que incluir las de las décadas de 1970 y 1980), desembocó en una gran crisis de deuda externa internacional que hizo correr un gran riesgo a los bancos de la metrópoli. Todo lo que el Gobierno británico pudo hacer fue conseguir salvar de la insolvencia al Banco Baring en la «crisis Baring» de 1890, cuando ese banco se había aventurado — como lo seguirán haciendo los bancos en el futuro — demasiado alegremente en medio de la vorágine de las morosas finanzas argentinas. Si apoyó a los inversores con la diplomacia de la fuerza, como comenzó a hacerlo cada vez más frecuentemente a partir de 1905, era para apoyarlos frente a los hombres de negocios de otros países respaldados por sus gobiernos, más que frente a los gobiernos del mundo dependiente. De hecho, si hacemos balance de los años buenos y malos, lo cierto es que los capitalistas británicos salieron bastante bien parados en sus actividades en el imperio informal o «libre». Prácticamente, la mitad de todo el capital público a largo plazo emitido en 1914 se hallaba en Canadá, Australia y Latinoamérica. Más de la mitad del ahorro británico se invirtió en el extranjero a partir de 1900.

Naturalmente, el Reino Unido consiguió su parcela propia en las nuevas regiones colonizadas del mundo y, dada la fuerza y la experiencia británicas, fue probablemente una parcela más extensa y más valiosa que la de ningún otro Estado. Si Francia ocupó la mayor parte del África occidental, las cuatro colonias británicas de esa zona controlaban «las poblaciones africanas más densas, las capacidades productivas mayores y tenían la preponderancia del comercio». Sin embargo, el objetivo británico no era la expansión, sino la defensa frente a otros, atrincherándose en territorios que hasta entonces, como ocurría en la mayor parte del mundo de ultramar, habían sido dominados por el comercio y el capital británicos.

¿Puede decirse que las demás potencias obtuvieron un beneficio similar de su expansión colonial? Es imposible responder a este interrogante porque la colonización formal sólo fue un aspecto de la expansión y la competitividad económica globales y, en el caso de las dos potencias industriales más importantes, Alemania y los Estados Unidos, no fue un aspecto fundamental. Además, como ya hemos visto, sólo para el Reino Unido y, tal vez también, para los Países Bajos, era crucial desde el punto de vista económico mantener una relación especial con el mundo no industrializado. Podemos establecer algunas conclusiones con cierta seguridad. En primer lugar, el impulso colonial parece haber sido más fuerte en los países metropolitanos menos dinámicos desde el punto de vista económico, donde hasta cierto punto constituían una compensación potencial para su inferioridad económica y política frente a sus rivales, y en el caso de Francia, de su inferioridad demográfica y militar. En segundo lugar, en todos los casos existían grupos económicos concretos — entre los que destacan los asociados con el comercio y las industrias de ultramar que utilizaban materias primas procedentes de las colonias — que ejercían una fuerte presión en pro de la expansión colonial, que justificaban, naturalmente, por las perspectivas de los beneficios para la nación. En tercer lugar, mientras que algunos de esos grupos obtuvieron importantes beneficios de esa expansión — la Compagnie Française de l’Afrique Occidentale pagó dividendos del 26 % en 1913 — , la mayor parte de las nuevas colonias atrajeron escasos capitales y sus resultados económicos fueron mediocres. En resumen, el nuevo colonialismo fue una consecuencia de una era de rivalidad económico-política entre economías nacionales competidoras, rivalidad intensificada por el proteccionismo. Ahora bien, en la medida en que ese comercio metropolitano con las colonias se incrementó en porcentaje respecto al comercio global, ese proteccionismo tuvo un éxito relativo.

Pero la era imperialista no fue sólo un fenómeno económico y político, sino también cultural. La conquista del mundo por la minoría «desarrollada» transformó imágenes, ideas y aspiraciones por la fuerza y por las instituciones, mediante el ejemplo y mediante la transformación social.

En los países dependientes, esto apenas afectó a nadie excepto a las élites indígenas, aunque hay que recordar que en algunas zonas, como en el África subsahariana, fue el imperialismo, o el fenómeno asociado de las misiones cristianas, el que creó la posibilidad de que aparecieran nuevas élites sociales sobre la base de una educación a la manera occidental. La división entre Estados africanos «francófonos» y «anglófonos» que existe en la actualidad refleja con exactitud la distribución de los imperios coloniales francés e inglés. Excepto en África y Oceanía, donde las misiones cristianas aseguraron a veces conversiones masivas a la religión occidental, la gran masa de la población colonial apenas modificó su forma de vida, cuando podía evitarlo. Y con gran disgusto de los más inflexibles misioneros, lo que adoptaron los pueblos indígenas no fue tanto la fe importada de Occidente como los elementos de esa fe que tenían sentido para ellos en el contexto de su propio sistema de creencias e instituciones o exigencias. Al igual que ocurrió con los deportes que llevaron a las islas del Pacífico los entusiastas administradores coloniales británicos (elegidos muy frecuentemente entre los representantes más fornidos de la clase media), la religión colonial aparecía ante el observador occidental como algo tan inesperado como un partido de criquet en Samoa. Esto era así incluso en el caso en que los fieles seguían nominalmente la ortodoxia de su fe. Pero también pudieron desarrollar sus propias versiones de la fe, sobre todo en Sudáfrica — la región de África donde realmente se produjeron conversiones en masa — , donde un «movimiento etíope» se escindió de las misiones ya en 1892 para crear una forma de cristianismo menos identificada con la población blanca.

Así pues, lo que el imperialismo llevó a las élites potenciales del mundo dependiente fue fundamentalmente la «occidentalización». Por supuesto, ya había comenzado a hacerlo mucho antes. Todos los gobiernos y élites de los países que se enfrentaron con el problema de la dependencia o la conquista vieron claramente que tenían que occidentalizarse si no querían quedarse atrás (ver La era del capitalismo, capítulos 7, 8 y 11). Además, las ideologías que inspiraban a esas élites en la época del imperialismo se remontaban a los años transcurridos entre la Revolución francesa y las décadas centrales del siglo XIX, como cuando adoptaron el positivismo de August Comte (1798–1857), doctrina modernizadora que inspiró a los gobiernos de Brasil y México y a la temprana revolución turca. Las elites que se resistían a Occidente siguieron occidentalizándose, aun cuando se oponían a la occidentalización total, por razones de religión, moralidad, ideología o pragmatismo político. El santo Mahatma Gandhi, que vestía con un taparrabos y llevaba un huso en su mano (para desalentar la industrialización), no sólo era apoyado y financiado por las fábricas mecanizadas de algodón de Ahmedabad sino que él mismo era un abogado que se había educado en Occidente y que estaba influido por una ideología de origen occidental. Será imposible que comprendamos su figura si le vemos únicamente como un tradicionalista hindú.

De hecho, Gandhi ilustra perfectamente el impacto específico de la época del imperialismo. Nacido en el seno de una casta relativamente modesta de comerciantes y prestamistas, no muy asociada hasta entonces con la élite occidentalizada que administraba la India bajo la supervisión de los británicos, sin embargo adquirió una formación profesional y política en el Reino Unido. A finales del decenio de 1880 esta era una opción tan aceptada entre los jóvenes ambiciosos de su país, que el propio Gandhi comenzó a escribir una guía introductoria a la vida británica para los futuros estudiantes de modesta economía como él. Estaba escrita en un perfecto inglés y hacía recomendaciones sobre numerosos aspectos, desde el viaje a Londres en barco de vapor y la forma de encontrar alojamiento hasta el sistema mediante el cual el hindú piadoso podía cumplir las exigencias alimenticias y, asimismo, sobre la manera de acostumbrarse al sorprendente hábito occidental de afeitarse uno mismo en lugar de acudir al barbero. Gandhi no asimilaba todo lo británico, pero tampoco lo rechazaba por principio. Al igual que han hecho desde entonces muchos pioneros de la liberación colonial, durante su estancia temporal en la metrópoli se integró en círculos occidentales afines desde el punto de vista ideológico: en su caso, los vegetarianos británicos, de quienes sin duda se puede pensar que favorecían también otras causas «progresistas».

Gandhi aprendió su técnica característica de movilización de las masas tradicionales para conseguir objetivos no tradicionales por medio de la resistencia pasiva, en un medio creado por el «nuevo imperialismo». Como no podía ser de otra forma, era una fusión de elementos orientales y occidentales, pues Gandhi no ocultaba su deuda intelectual con John Ruskin y Tolstoi. (Antes de los años 1880 habría sido impensable la fertilización de las flores políticas de la India con polen llegado desde Rusia, pero ese fenómeno era ya corriente en la India en la primera década del nuevo siglo, como lo sería luego entre los radicales chinos y japoneses.) En Sudáfrica, país donde se produjo un extraordinario desarrollo como consecuencia de los diamantes y el oro, se formó una importante comunidad de modestos inmigrantes indios, y la discriminación racial en este nuevo escenario dio pie a una de las pocas situaciones en que grupos de indios que no pertenecían a la élite se mostraron dispuestos a la movilización política moderna. Gandhi adquirió su experiencia política y destacó como defensor de los derechos de los indios en Sudáfrica. Difícilmente podría haber hecho entonces eso mismo en la India, adonde finalmente regresó — aunque sólo después de que estallara la guerra de 1914 — para convertirse en la figura clave del movimiento nacional indio.

En resumen, la época imperialista creó una serie de condiciones que determinaron la aparición de líderes antimperialistas y, asimismo, las condiciones que, como veremos (capítulo 12), comenzaron a dar resonancia a sus voces. Pero es un anacronismo y un error afirmar que la característica fundamental de la historia de los pueblos y regiones sometidos a la dominación y a la influencia de las metrópolis occidentales es la resistencia a Occidente. Es un anacronismo porque, con algunas excepciones que señalaremos más adelante, los movimientos antimperialistas importantes comenzaron en la mayor parte de los sitios con la primera guerra mundial y la Revolución rusa, y un error porque interpreta el texto del nacionalismo moderno — la independencia, la autodeterminación de los pueblos, la formación de Estados territoriales, etcétera (ver capítulo 6) — en un registro histórico que no podía contener todavía. De hecho, fueron las élites occidentalizadas las primeras en entrar en contacto con esas ideas durante sus visitas a Occidente y a través de las instituciones educativas formadas por Occidente, pues de allí era de donde procedían. Los jóvenes estudiantes indios que regresaban del Reino Unido podían llevar consigo los eslóganes de Mazzini y Garibaldi, pero por el momento eran pocos los habitantes del Punjab, y mucho menos aún los de regiones tales como el Sudán, que tenían la menor idea de lo que podían significar. En consecuencia, el legado cultural más importante del imperialismo fue una educación de tipo occidental para minorías distintas: para los poco afortunados que llegaron a ser cultos y, por tanto, descubrieron, con o sin ayuda de la conversión al cristianismo, el ambicioso camino que conducía hasta el sacerdote, el profesor, el burócrata o el empleado. En algunas zonas se incluían también quienes adoptaban una nueva profesión como soldados y policías al servicio de los nuevos gobernantes, vestidos como ellos y adoptando sus ideas peculiares sobre el tiempo, el lugar y los hábitos domésticos. Naturalmente, se trataba de minorías de animadores y líderes, que es la razón por la que la era del imperialismo, breve incluso en el contexto de la vida humana, ha tenido consecuencias tan duraderas. En efecto, es sorprendente que en casi todos los lugares de África la experiencia del colonialismo, desde la ocupación original hasta la formación de Estados independientes, ocupe únicamente el discurrir de una vida humana; por ejemplo, la de sir Winston Churchill (1874–1965).

¿Qué decir acerca de la influencia que ejerció el mundo dependiente sobre los dominadores? El exotismo había sido una consecuencia de la expansión europea desde el siglo XVI, aunque una serie de observadores filosóficos de la época de la Ilustración habían considerado muchas veces a los países extraños situados más allá de Europa y de los colonizadores europeos como una especie de barómetro moral de la civilización europea. Cuando se les civilizaba podían ilustrar las deficiencias institucionales de Occidente, como en las Cartas persas de Montesquieu; cuando eso no ocurría podían ser tratados como salvajes nobles cuyo comportamiento natural y admirable ilustraba la corrupción de la sociedad civilizada. La novedad del siglo XIX consistió en el hecho de que cada vez más y de forma más general se consideró a los pueblos no europeos y a sus sociedades como inferiores, indeseables, débiles y atrasados, incluso infantiles. Eran pueblos adecuados para la conquista o, al menos, para la conversión a los valores de la única civilización real, la que representaban los comerciantes, los misioneros y los ejércitos de hombres armados, que se presentaban cargados de armas de fuego y de bebidas alcohólicas. En cierto sentido, los valores de las sociedades tradicionales no occidentales fueron perdiendo importancia para su supervivencia, en un momento en que lo único importante eran la fuerza y la tecnología militar. ¿Acaso la sofisticación del Pekín imperial pudo impedir que los bárbaros occidentales quemaran y saquearan el Palacio de Verano más de una vez? ¿Sirvió la elegancia de la cultura de la élite de la decadente capital mongol, tan bellamente descrita en la obra de Sat-yajit Ray Los ajedrecistas, para impedir el avance de los británicos? Para el europeo medio, esos pueblos pasaron a ser objeto de su desdén. Los únicos no europeos que les interesaban eran los soldados, con preferencia aquellos que podían ser reclutados en sus propios ejércitos coloniales (sijs, gurkas, bereberes de las montañas, afganos, beduinos). El Imperio otomano alcanzó un temible prestigio porque, aunque estaba en decadencia, poseía una infantería que podía resistir a los ejércitos europeos. Japón comenzó a ser tratado en pie de igualdad cuando empezó a salir victorioso en las guerras.

Sin embargo, la densidad de la red de comunicaciones globales, la accesibilidad de los otros países, ya fuera directa o indirectamente, intensificó la confrontación y la mezcla de los mundos occidental y exótico. Eran pocos los que conocían ambos mundos y se veían reflejados en ellos, aunque en la era imperialista su número se vio incrementado por aquellos escritores que deliberadamente decidieron convertirse en intermediarios entre ambos mundos: escritores o intelectuales que eran, por vocación y por profesión, marinos (como Fierre Loti y, el más célebre de todos, Joseph Conrad), soldados y administradores (como el orientalista Louis Massignon) o periodistas coloniales (como Rudyard Kipling). Pero lo exótico se integró cada vez más en la educación cotidiana. Eso ocurrió, por ejemplo, en las celebérrimas novelas juveniles de Karl May (1842–1912), cuyo héroe imaginario alemán recorría el salvaje Oeste y el Oriente islámico, con incursiones en el África negra y en América Latina; en las novelas de misterio, que incluían entre los villanos a orientales poderosos e inescrutables como el doctor Fu Manchú de Sax Rohmer; en las historias de las revistas escolares para los niños británicos, que incluían ahora a un rico hindú que hablaba el barroco inglés babu según el estereotipo esperado. El exotismo podía llegar a ser incluso una parte ocasional pero esperada de la experiencia cotidiana, como en el espectáculo de Búfalo Bill sobre el salvaje oeste, con sus exóticos cowboys e indios, que conquistó Europa a partir de 1877, o en las cada vez más elaboradas «aldeas coloniales», o en las exhibiciones de las grandes exposiciones internacionales. Esas muestras de mundos extraños no eran de carácter documental, fuera cual fuere su intención. Eran ideológicas, por lo general reforzando el sentido de superioridad de lo «civilizado» sobre lo «primitivo». Eran imperialistas tan sólo porque, como muestran las novelas de Joseph Conrad, el vínculo central entre los mundos de lo exótico y de lo cotidiano era la penetración formal o informal del tercer mundo por parte de los occidentales. Cuando la lengua coloquial incorporaba, fundamentalmente a través de los diversos argots y, sobre todo, el de los ejércitos coloniales, palabras de la experiencia imperialista real, estas reflejaban muy frecuentemente una visión negativa de sus súbditos. Los trabajadores italianos llamaban a los esquiroles crumiri (término que tomaron de una tribu norteafricana) y los políticos italianos llamaban a los regimientos de dóciles votantes del sur, conducidos a las elecciones por los jefes locales, ascari (tropas coloniales nativas). Los caciques, jefes indios del Imperio español en América, habían pasado a ser sinónimos de jefe político; los caids (jefes indígenas norteafricanos) proveyeron el término utilizado para designar a los jefes de las bandas de criminales en Francia.

Pero había un aspecto más positivo de ese exotismo. Administradores y soldados con aficiones intelectuales — los hombres de negocios se interesaban menos por esas cuestiones — meditaban profundamente sobre las diferencias existentes entre sus sociedades y las que gobernaban. Realizaron importantísimos estudios sobre esas sociedades, sobre todo en el Imperio indio, y reflexiones teóricas que transformaron las ciencias sociales occidentales. Ese trabajo era fruto, en gran medida, del gobierno colonial o intentaba contribuir a él y se basaba en buena medida en un firme sentimiento de superioridad del conocimiento occidental sobre cualquier otro, con excepción tal vez de la religión, terreno en que la superioridad, por ejemplo, del metodismo sobre el budismo no era obvia para los observadores imparciales. El imperialismo hizo que aumentara notablemente el interés occidental hacia diferentes formas de espiritualidad derivadas de Oriente, o que se decía que derivaban de Oriente, e incluso en algunos casos se adoptó esa espiritualidad en Occidente. A pesar de todas las críticas que se han vertido sobre ellos en el periodo poscolonial, no se puede rechazar ese conjunto de estudios occidentales como un simple desdén arrogante de las culturas no europeas. Cuando menos, los mejores de esos estudios analizaban con seriedad esas culturas, como algo que debía ser respetado y que podía aportar enseñanzas. En el terreno artístico, en especial las artes visuales, las vanguardias occidentales trataban de igual a igual a las culturas no occidentales. De hecho, en muchas ocasiones se inspiraron en ellas durante este período. Esto es cierto no sólo de aquellas creaciones artísticas que se pensaba que representaban a civilizaciones sofisticadas, aunque fueran exóticas (como el arte japonés, cuya influencia en los pintores franceses era notable), sino de las consideradas como «primitivas» y, muy en especial, las de África y Oceanía. Sin duda, su «primitivismo» era su principal atracción, pero no puede negarse que las generaciones vanguardistas de los inicios del siglo XX enseñaron a los europeos a ver esas obras como arte — con frecuencia como un arte de gran altura — por derecho propio, con independencia de sus orígenes. Hay que mencionar brevemente un aspecto final del imperialismo: su impacto sobre las clases dirigentes y medias de los países metropolitanos. En cierto sentido, el imperialismo dramatizó el triunfo de esas clases y de las sociedades creadas a su imagen como ningún otro factor podría haberlo hecho. Un conjunto reducido de países, situados casi todos ellos en el noroeste de Europa, dominaban el globo. Algunos imperialistas, con gran disgusto de los latinos y, más aún, de los eslavos, enfatizaban los peculiares méritos conquistadores de aquellos países de origen teutónico y sobre todo anglosajón que, con independencia de sus rivalidades, se afirmaba que tenían una afinidad entre sí, convicción que se refleja todavía en el respeto que Hitler mostraba hacia el Reino Unido. Un puñado de hombres de las clases media y alta de esos países — funcionarios, administradores, hombres de negocios, ingenieros — ejercían ese dominio de forma efectiva. Hacia 1890, poco más de 6.000 funcionarios británicos gobernaban a casi 300 millones de indios con la ayuda de algo más de 70.000 soldados europeos, la mayor parte de los cuales eran, al igual que las tropas indígenas, mucho más numerosas, mercenarios que en un número desproporcionadamente alto procedían de la tradicional reserva de soldados nativos coloniales: los irlandeses. Este es un caso extremo, pero de ninguna forma atípico. ¿Podría existir una prueba más contundente de superioridad?

Así pues, el número de personas implicadas directamente en las actividades imperialistas era relativamente reducido, pero su importancia simbólica era extraordinaria. Cuando en 1899 circuló la noticia de que el escritor Rudyard Kipling, bardo del Imperio indio, se moría de neumonía, no sólo expresaron sus condolencias los británicos y los norteamericanos — Kipling acababa de dedicar un poema a los Estados Unidos sobre «la responsabilidad del hombre blanco», respecto a sus responsabilidades en las Filipinas — , sino que incluso el emperador de Alemania envió un telegrama.

Pero el triunfo imperial planteó problemas e incertidumbres. Planteó problemas porque se hizo cada vez más insoluble la contradicción entre la forma en que las clases dirigentes de la metrópoli gobernaban sus imperios y la manera en que lo hacían con sus pueblos. Como veremos, en las metrópolis se impuso, o estaba destinada a imponerse, la política del electoralismo democrático, como parecía inevitable. En los imperios coloniales prevalecía la autocracia, basada en la combinación de la coacción física y la sumisión pasiva a una superioridad tan grande que parecía imposible de desafiar y, por tanto, legítima. Soldados y «procónsules» autodisciplinados, hombres aislados con poderes absolutos sobre territorios extensos como reinos, gobernaban continentes, mientras que en la metrópoli campaban a sus anchas las masas ignorantes e inferiores. ¿No había acaso una lección que aprender ahí, una lección en el sentido de la voluntad de dominio de Nietzsche?

El imperialismo también suscitó incertidumbres. En primer lugar, enfrentó a una pequeña minoría de blancos — pues incluso la mayor parte de esa raza pertenecía al grupo de los destinados a la inferioridad, como advertía sin cesar la nueva disciplina de la eugenesia (ver capítulo 10) — con las masas de los negros, los oscuros, tal vez sobre todo los amarillos, ese «peligro amarillo» contra el cual solicitó el emperador Guillermo II la unión y la defensa de Occidente. ¿Podían durar, esos imperios tan fácilmente ganados, con una base tan estrecha, y gobernados de forma tan absurdamente fácil gracias a la devoción de unos pocos y a la pasividad de los más? Kipling, el mayor — y tal vez el único — poeta del imperialismo, celebró el gran momento del orgullo demagógico imperial, las bodas de diamante de la reina Victoria en 1897, con un recuerdo profético de la impermanencia de los imperios. «Nuestros barcos, llamados desde tierras lejanas, se desvanecieron. El fuego se apaga sobre las dunas y los promontorios: ¡Y toda nuestra pompa de ayer es la misma de Nínive y Tiro! Juez de las Naciones, perdónanos con todo. Para que no olvidemos, para que no olvidemos».

Pomp planeó la construcción de una nueva e ingente capital imperial para la India en Nueva Delhi. ¿Fue Clemenceau el único observador escéptico que podía predecir que sería la última de una larga serie de ruinas de capitales imperiales? ¿Y era la vulnerabilidad del dominio global mucho mayor que la vulnerabilidad del gobierno doméstico sobre las masas de los blancos?

La incertidumbre era de doble filo. En efecto, si el imperio (y el gobierno de las clases dirigentes) era vulnerable ante sus súbditos, aunque tal vez no todavía, no de forma inmediata, ¿no era más inmediatamente vulnerable a la erosión desde dentro del deseo de gobernar, el deseo de mantener la lucha darwinista por la supervivencia de los más aptos? ¿No ocurriría que la misma riqueza y lujo que el poder y las empresas imperialistas habían producido debilitaran las fibras de esos músculos cuyos constantes esfuerzos eran necesarios para mantenerlo? ¿No conduciría el imperialismo al parasitismo en el centro y al triunfo eventual de los bárbaros?

En ninguna parte suscitaban esos interrogantes un eco tan lúgubre como en el más grande y más vulnerable de todos los imperios, aquel que superaba en tamaño y gloria a todos los imperios del pasado, pero que en otros aspectos se hallaba al borde de la decadencia. Pero incluso los tenaces y enérgicos alemanes consideraban que el imperialismo iba de la mano de ese «Estado rentista» que no podía sino conducir a la decadencia. Dejemos que J. A. Hobson exprese esos temores en palabras: si se dividía China, la mayor parte de la Europa occidental podría adquirir la apariencia y el carácter que ya tienen algunas zonas del sur de Inglaterra, la Riviera y las zonas turísticas o residenciales de Italia o Suiza, pequeños núcleos de ricos aristócratas obteniendo dividendos y pensiones del Lejano Oriente, con un grupo algo más extenso de seguidores profesionales y comerciantes y un amplio conjunto de sirvientes personales y de trabajadores del transporte y de las etapas finales de producción de los bienes perecederos: todas las principales industrias habrían desaparecido, y los productos alimenticios y las manufacturas afluirían como un tributo de África y de Asia.

Así, la belle époque de la burguesía lo desarmaría. Los encantadores e inofensivos Eloi de la novela de H. G. Wells, que vivían una vida de gozo en el sol, estarían a merced de los negros morlocks, de quienes dependían y contra los cuales estaban indefensos. «Europa — escribió el economista alemán Schulze-Gaevernitz — […] traspasan la carga del trabajo físico, primero la agricultura y la minería, luego el trabajo más arduo de la industria, a las razas de color y se contentará con el papel de rentista y de esta forma, tal vez, abrirá el camino para la emancipación económica y, posteriormente, política de las razas de color.».

Estas eran las pesadillas que perturbaban el sueño de la belle époque. En ellas los ensueños imperialistas se mezclaban con los temores de la democracia.

Epílogo

Por primera vez las décadas precedentes fueron consideradas como un período largo y casi de oro de avance constante e ininterrumpido. Así como según Hegel sólo comenzamos a comprender un período cuando se baja el telón («la lechuza de Minerva sólo despliega sus alas a la caída de la tarde»), aparentemente sólo podemos reconocer los rasgos positivos cuando iniciamos un período posterior, cuyos aspectos problemáticos deseamos subrayar estableciendo un fuerte contraste con lo que ocurrió antes.

Albert O. Hirschman, 1986


1.

Si se hubiera mencionado la palabra catástrofe entre los miembros de las clases medias europeas antes de 1913, lo habría sido casi con toda seguridad en relación con uno de los pocos acontecimientos dramáticos en los que se vieron implicados los hombres y mujeres en el curso de una vida larga y en general tranquila: por ejemplo, el incendio del Karitheater en Viena en 1881 durante la representación de los Cuentos de Hoffmann de Offenbach en el que murieron casi 1.500 personas, o el hundimiento del Titanic, con un número de víctimas similar. Las catástrofes mucho más graves que afectan a las vidas de los pobres — como el terremoto de Messina de 1908, mucho más grave y al que se ha prestado menos atención que a los movimientos sísmicos de San Francisco (1905) — y los riesgos permanentes para la vida y la salud que siempre han rodeado la existencia de las clases trabajadoras todavía llaman menos la atención de la opinión pública.

Podemos afirmar con toda seguridad que después de 1914 esa palabra sugería otras calamidades más graves incluso para aquellos que menos las sufrieron en su vida personal. La primera guerra mundial no resultó ser Los últimos días de la humanidad, como afirmó Karl Kraus en su cuasidrama de denuncia, pero nadie que viviera una vida adulta antes y después de 1914–1918 en cualquier lugar de Europa, y en muchas zonas del mundo no europeo, podía dejar de darse cuenta de que los tiempos habían cambiado de forma decisiva.

El cambio más evidente e inmediato era que ahora la historia del mundo parecía proceder mediante una serie de sacudidas sísmicas y cataclismos humanos. A nadie podía haberle parecido menos real la idea de progreso y de cambio continuo que a los que vivieron dos guerras mundiales; dos estallidos revolucionarios globales después de cada una de las guerras; un período de descolonización general, en cierta medida revolucionaria; dos episodios de expulsiones de pueblos que culminaron en genocidio, y como mínimo una crisis económica tan dura como para despertar serias dudas sobre el futuro de aquellos sectores del capitalismo que no habían desaparecido por efecto de la revolución. Fueron unas sacudidas que afectaron a continentes y países muy alejados de la zona de guerra y de conflicto político europeo. Una persona nacida en 1900 habría experimentado todos esos acontecimientos directamente o a través de los medios de comunicación de masas que los hacían accesibles de forma inmediata, antes de que hubiera llegado a la edad de jubilación. Y, desde luego, la historia iba a seguir desarrollándose a través de un proceso de sacudidas violentas.

Antes de 1914, prácticamente las únicas cantidades que se medían en millones, aparte de la astronomía, eran las poblaciones de los países, los datos de producción, el comercio y las finanzas. Desde 1914 nos hemos acostumbrado a utilizar esas magnitudes para referirnos al número de víctimas: las bajas producidas incluso en conflictos localizados (España, Corea, Vietnam) — en los conflictos más importantes las bajas se calculan por decenas de millones — , el número de los que se veían obligados a la emigración forzosa o al exilio (griegos, alemanes, musulmanes del subcontinente indio, kulaks), incluso el número de los que eran masacrados en un acto de genocidio (armenios, judíos), por no hablar de los que morían como consecuencia del hambre y de las epidemias. Como esas magnitudes humanas escapan a un registro preciso o eluden la comprensión de la mente humana, son objeto de un vivo debate. Pero los debates giran en torno a si son más o menos millones. Esas cifras astronómicas tampoco pueden explicarse por completo, y menos aún justificarse, por el rápido crecimiento de la población mundial en este siglo. La mayor parte de las veces se han dado en zonas que no experimentaban un crecimiento exagerado.

Las hecatombes de esta magnitud eran inimaginables en el siglo XIX, y las que ocurrían tenían lugar en el mundo de atraso y barbarie que quedaba fuera del progreso y de la «civilización moderna» y sin duda estaban destinadas a ceder ante el progreso universal, aunque desigual. Las atrocidades del Congo y el Amazonas, modestas por comparación con lo que ocurre en la actualidad, causaron una tremenda impresión en la era del imperialismo — como lo atestigua la obra de Joseph Conrad Heart of darkness — porque parecían una regresión del hombre civilizado a la barbarie. La situación a la que nos hemos acostumbrado, en la que la tortura forma parte una vez más de los métodos policiales en unos países que se enorgullecen de su nivel cívico, no sólo habría repugnado profundamente a la opinión política, sino que habría sido considerada, con razón, como un retorno a la barbarie que iba en contra de cualquier tendencia histórica de desarrollo observable desde mediados del siglo XVIII.

Desde 1914, la catástrofe masiva y los métodos salvajes pasaron a ser un aspecto pleno y esperado del mundo civilizado, hasta el punto de que enmascararon los procesos constantes y sorprendentes de la tecnología y de la capacidad humana para producir, incluso el innegable perfeccionamiento de la organización social humana ocurridos en muchas partes del mundo, hasta que fueron imposibles de ignorar durante el gran salto adelante de la economía mundial en el tercer cuarto del siglo XX. Por lo que hace a la mejora material del conjunto de la humanidad, sin mencionar la comprensión humana y el control sobre la naturaleza, los argumentos para considerar el siglo XX como un período de progreso son todavía más claros que los que existen con respecto al siglo XIX. En efecto, aunque se contaban por millones los europeos que morían y que se veían obligados a huir, lo cierto es que los supervivientes eran cada vez más numerosos, más altos, más sanos y más longevos. La mayor parte de ellos vivían en mejores condiciones. Pero son evidentes las razones que nos han impulsado a no considerar nuestra historia como una época de progreso. Aunque el progreso del siglo XX es innegable, las predicciones no apuntan hacia una evolución positiva continuada, sino a la posibilidad, e incluso la inminencia, de una catástrofe: otra guerra mundial más mortífera, un desastre ecológico, una tecnología cuyos triunfos pueden hacer que el mundo sea inhabitable por la especie humana, o cualquier otra forma que pueda adoptar la pesadilla. La experiencia de nuestro siglo nos ha enseñado a vivir en la expectativa del Apocalipsis.

Pero para los miembros cultos y confortables del mundo burgués que vivieron esa era de catástrofe y convulsión social, no parecía tratarse, ante todo, de un cataclismo fortuito, una especie de huracán global que devastaba imparcialmente todo lo que encontraba en su camino. Parecía estar dirigido específicamente a su orden social, político y moral. Su consecuencia probable, que el liberalismo burgués era incapaz de impedir, era la revolución social de las masas. En Europa, la guerra no produjo sólo el colapso o la crisis de todos los Estados y regímenes al este del Rin y al oeste de los Alpes, sino también el primer régimen que inició la labor, de forma deliberada y sistemática, de convertir ese colapso en el derrocamiento global del capitalismo, la destrucción de la burguesía y el establecimiento de una sociedad socialista. Fue este el régimen bolchevique, que accedió al poder en Rusia tras el hundimiento del zarismo. Como hemos visto, los movimientos de masas del proletariado que sustentaban ese objetivo teórico existían ya en la mayor parte del mundo desarrollado, aunque en los países parlamentarios los políticos habían llegado a la conclusión de que no constituían una amenaza real para el statu quo. Pero la combinación de la guerra, el colapso y la Revolución rusa hicieron que ese peligro pasara a ser inmediato y casi abrumador.

El peligro del «bolchevismo» domina no sólo la historia de los años inmediatamente posteriores a la Revolución rusa de 1917, sino toda la historia del mundo desde esa fecha. Incluso durante mucho tiempo ha prestado a los conflictos internacionales la apariencia de una guerra civil ideológica. En las postrimerías del siglo XX domina todavía la retórica de la confrontación de las superpotencias, al menos unilateralmente, aunque desde luego el análisis más superficial de la situación del mundo del decenio de 1980 muestra que este no encaja en la imagen de una gran revolución global que está a punto de terminar con lo que se llama en la jerga internacional las «economías de mercado desarrolladas», y menos aún en la de una revolución orquestada desde un solo punto con el objetivo de construir un sistema socialista monolítico único decidido a no coexistir con el capitalismo o incapaz de hacerlo.

La historia del mundo desde la primera guerra mundial tomó forma a la sombra de Lenin, imaginaria o real, de la misma manera que la historia del mundo occidental del siglo XIX tomó forma a la sombra de la Revolución francesa.

En ambos casos, acabó de apartarse de esa sombra, aunque no completamente. Así como todavía en 1914 los políticos especulaban sobre si la situación de los años anteriores a 1914 recreaba la de 1848, en la década de 1980 el derrocamiento de un régimen cualquiera en alguna parte de Occidente o del tercer mundo despierta esperanzas o temores del «poder marxista».

El mundo no se transformó en un universo socialista, aunque eso parecía posible en 1917–1920, e incluso inevitable a largo plazo, no sólo para Lenin, sino, al menos durante cierto tiempo, para aquellos que representaban y gobernaban los regímenes burgueses. Durante algunos meses, incluso los capitalistas europeos, o al menos sus portavoces intelectuales y sus administradores, parecían resignados a la eutanasia, al verse frente a unos movimientos obreros socialistas que se habían fortalecido extraordinariamente desde 1914 y que en algunos países como Alemania y Austria constituían las únicas fuerzas organizadas y capaces potencialmente de sustentar un Estado, que habían quedado en pie tras el hundimiento de los viejos regímenes. Cualquier cosa era mejor que el bolchevismo, incluso la abdicación pacífica. Los prolongados debates que se desarrollaron, sobre todo en 1919, respecto al grado en que las economías tenían que ser socializadas, sobre la forma en que debían ser socializadas y sobre lo que había que conceder a los nuevos poderes de los proletariados no eran simplemente maniobras tácticas para ganar tiempo. Sólo resultaron haber sido eso cuando el período de peligro grave para el sistema, real o imaginario, resultó ser tan breve que después de todo no fue necesario realizar ningún cambio drástico.

Retrospectivamente podemos concluir que la alarma era exagerada. El momento de revolución mundial potencial sólo dejó tras de sí un régimen comunista en un país extraordinariamente debilitado y atrasado cuyo principal activo era su gran extensión y sus grandes recursos, que lo habrían de convertir en una superpotencia política. Dejó también tras de sí el importante potencial de una revolución antimperialista, modernizadora y campesina, en ese momento fundamentalmente en Asia, que reconocía sus afinidades con la Revolución rusa y, asimismo, aquellas fracciones de los movimientos socialistas y obreros, ahora divididos, que unieron su suerte a la de Lenin. En los países industriales, esos movimientos comunistas constituyeron una minoría de los movimientos obreros hasta la Segunda Guerra Mundial. Como el futuro iba a demostrar, las economías y sociedades de las «economías de mercado desarrolladas» eran muy resistentes. De no haberlo sido, no habrían superado sin una revolución social los treinta años de tempestades históricas que podrían haber hecho naufragar otros navíos menos sólidos. En el siglo XX se han producido muchas revoluciones sociales y tal vez haya otras antes de que termine, pero las sociedades industriales desarrolladas se han visto más inmunes que las otras a esas revoluciones, salvo cuando la revolución se ha producido en ellas como consecuencia de la derrota o la conquista militar.

En definitiva, la revolución ha dejado en pie los principales bastiones del capitalismo mundial, aunque durante un tiempo incluso sus defensores pensaron que estaban a punto de derrumbarse. El viejo orden consiguió superar el desafío. Pero lo hizo — tenía que hacerlo — convirtiéndose en algo muy diferente de lo que había sido antes de 1914.

En efecto, después de 1914, el liberalismo burgués, enfrentado con lo que un destacado historiador liberal llamó «la crisis mundial» (Elie Halévy), se sentía perplejo. Podía abdicar o desaparecer. Alternativamente, podía asimilarse a algo como los partidos socialdemócratas no bolcheviques, no revolucionarios y «reformistas» que surgieron en la Europa occidental después de 1917 como garantes principales de la continuidad social y política y, en consecuencia, pasaron de partidos de oposición a partidos de gobierno potencial o real. En resumen, el liberalismo burgués podía desaparecer o hacerse irreconocible. Pero de ninguna manera podía mantenerse en pie en su antigua forma.

El italiano Giovanni Giolitti (1842–1928) constituye un ejemplo del primero de esos destinos. Como hemos visto, había conseguido «manejar» con éxito la política italiana de los primeros años del decenio de 1900: conciliando y apaciguando a la clase obrera, comprando apoyos políticos, negociando, haciendo concesiones y evitando enfrentamientos. Pero esas tácticas fracasaron por completo en la situación social revolucionaria que conoció ese país en el período de posguerra. La estabilidad de la sociedad burguesa fue restablecida por las bandas armadas de «nacionalistas» y fascistas de clase media, que libraban literalmente una guerra de clases contra el movimiento obrero, incapaz de hacer una revolución. Los políticos (liberales) les apoyaron, con la esperanza de poder integrarlos en su sistema. En 1922, los fascistas ocuparon el gobierno, tras de lo cual la democracia, el Parlamento, los partidos y los viejos políticos liberales fueron eliminados. El caso italiano no fue más que uno entre otros muchos. Entre 1920 y 1929 los sistemas democráticos parlamentarios desaparecieron prácticamente de la mayor parte de los Estados europeos, tanto comunistas como no comunistas. Este hecho habla por sí mismo. Durante una generación, el liberalismo parecía condenado a desaparecer de la escena europea.

John Maynard Keynes, a quien también nos hemos referido anteriormente, constituye un ejemplo de la segunda alternativa, tanto más interesante cuanto que durante toda su vida apoyó al Partido Liberal británico y fue un miembro consciente de lo que llamaba su clase, «la burguesía educada». Durante su juventud, Keynes fue totalmente ortodoxo como economista. Creía, acertadamente, que la primera guerra mundial carecía de sentido y era incompatible con una economía liberal, y por supuesto también con la civilización burguesa. Como asesor profesional de los gobiernos de guerra a partir de 1914, se mostró partidario de interrumpir lo menos posible la marcha normal de los negocios. Con toda razón consideraba también que el gran líder de guerra, el liberal Lloyd George, estaba conduciendo al Reino Unido a la destrucción económica al subordinar todo lo demás a la consecución de la victoria militar. Se sentía horrorizado, aunque no sorprendido, al ver cómo amplias zonas de Europa y lo que él consideraba como la civilización europea se hundían en la derrota y la revolución. Concluyó, también correctamente, que un tratado de paz irresponsable, impuesto por los vencedores, daría al traste con las posibilidades de restablecer la estabilidad capitalista alemana y, por tanto, europea, sobre una base liberal. Sin embargo, enfrentado con la desaparición irrevocable de la belle époque anterior a la guerra, que tanto había disfrutado con sus amigos de Cambridge y Bloomsbury, Keynes dedicó toda su notable brillantez intelectual, así como su ingenio y sus dotes de propaganda, a encontrar la forma de salvar al capitalismo de sí mismo.

En consecuencia, se dedicó a la tarea de revolucionar la economía, que era la ciencia social más vinculada con la economía de mercado en la era imperialista y que había evitado esa sensación de crisis tan evidente en otras ciencias sociales. La crisis, primero política y luego económica, fue el fundamento del replanteamiento keynesiano de las ortodoxias liberales. Se convirtió en adalid de una economía administrada y controlada por el Estado, que, a pesar de la evidente aceptación del capitalismo por parte de Keynes, habría sido considerada como la antesala del socialismo por todos los ministros de Economía de los países industriales desarrollados antes de 1914.

Es importante destacar a Keynes porque formuló la que sería la forma más influyente, desde el punto de vista intelectual y político, de afirmar que la sociedad capitalista sólo podría sobrevivir si los Estados capitalistas controlaban, administraban e incluso planificaban el diseño general de sus economías, si era necesario convirtiéndose en economías mixtas públicas/privadas. Esa lección fue bien aceptada, después de 1944, por los ideólogos y los gobiernos reformistas, socialdemócratas y radicaldemocráticos, que la adoptaron con entusiasmo, en los casos en que, como ocurrió en Escandinavia, no habían defendido ya esas ideas de forma independiente. La lección de que el capitalismo según los términos liberales anteriores a 1914 estaba muerto fue aprendida casi de forma universal en el período de entreguerras y de la crisis económica mundial, incluso por aquellos que se negaron a adjudicarle nuevas etiquetas teóricas. Durante cuarenta años, a partir de los inicios de la década de 1930, los defensores intelectuales de la economía pura del libre mercado eran una minoría aislada, aparte de los hombres de negocios cuyas perspectivas siempre hacen difícil reconocer los mejores intereses de su sistema como un todo, en la medida en que centran sus mentes en los mejores intereses de su empresa o industria particular.

La lección tenía que ser aprendida, porque la alternativa en el período de la gran crisis del decenio de 1930 no era una recuperación inducida por el mercado, sino el hundimiento total. No se trataba, como pensaban esperanzadoramente los revolucionarios, de la «crisis final» del capitalismo, pero probablemente era la única crisis económica hasta el momento, en la historia de un sistema económico que opera fundamentalmente a través de fluctuaciones cíclicas, que había puesto en auténtico peligro al sistema. Así, los años transcurridos entre los inicios de la primera guerra mundial y el desenlace de la segunda constituyeron un período de crisis y convulsiones extraordinarias en la historia. Ha de ser considerado como la época en que desapareció el modelo mundial de la era imperialista bajo la fuerza de las explosiones que había ido generando calladamente durante los largos años de paz y prosperidad. Sin duda alguna, lo que se hundió era el sistema mundial liberal y la sociedad burguesa decimonónica como norma a la que, por así decirlo, aspiraba cualquier tipo de «civilización». Después de todo, fue la era del fascismo. Las líneas maestras de lo que había de ser el futuro no comenzaron a emerger con claridad hasta mediados de la centuria e incluso entonces los nuevos acontecimientos, aunque tal vez predecibles, eran tan diferentes de lo que todo el mundo se había acostumbrado en el período de convulsiones, que hubo de pasar casi una generación para que se advirtiera qué era lo que estaba ocurriendo.

2.

El período que sucedió a esta era de colapso y transición y que continúa todavía es, probablemente, por lo que respecta a las transformaciones sociales que afectan al hombre y a la mujer común del mundo — cuyo número está aumentando con un ritmo sin precedentes incluso en la historia anterior del mundo industrializado — , el período más revolucionario que nunca ha vivido la especie humana. Por primera vez desde la edad de piedra, la población del mundo dejó de estar formada por individuos que vivían de la agricultura y la ganadería. En todas las partes del globo, excepto (todavía) en el África sub-sahariana y el cuadrante meridional de Asia, los campesinos eran ahora una minoría, y en los países desarrollados, una reducida minoría. Eso ocurrió en el lapso de una sola generación. En consecuencia, el mundo — y no sólo los «viejos países desarrollados» — se urbanizó, mientras que el desarrollo económico, incluyendo una gran industrialización, se internacionalizó o redistribuyó globalmente de una forma que habría resultado inconcebible antes de 1914. La tecnología contemporánea, gracias al motor de combustión interna, al transistor, la calculadora de bolsillo, el omnipresente avión, sin mencionar la modesta bicicleta, ha penetrado en los rincones más remotos del planeta, que son accesibles al comercio de una forma que muy pocos habían imaginado incluso en 1939. Las estructuras sociales, al menos en las sociedades desarrolladas del capitalismo occidental, se han visto sacudidas de forma extraordinaria, y entre ellas también la familia y el hogar tradicionales. Podemos reconocer ahora de forma retrospectiva hasta qué punto muchos de los elementos que hacían que funcionara la sociedad burguesa del siglo XIX fueron heredados e incorporados de un pasado que los mismos procesos de subdesarrollo iban a destruir. Todo eso ha ocurrido en un período de tiempo increíblemente breve — para los esquemas históricos dentro del período que abarcan los recuerdos de los hombres y mujeres nacidos durante la segunda guerra mundial — como producto del más extraordinario y masivo boom de expansión económica mundial que nunca se haya producido. Una centuria después del Manifiesto Comunista de Marx y Engels, sus predicciones sobre los efectos económicos y sociales del capitalismo parecían haberse realizado, pero no, a pesar de que una tercera parte de la humanidad estaba regida por sus discípulos, la desaparición del capitalismo a manos del proletariado.

Sin duda alguna, en este período la sociedad burguesa decimonónica y todo lo que a ella corresponde pertenecen a un pasado que no determina ya el presente de forma inmediata, aunque, por supuesto, el siglo XIX y los años postreros del siglo XX forman parte del mismo largo período de transformación revolucionaria de la humanidad — y de la naturaleza — cuyo carácter revolucionario se apreció en el último cuarto del siglo XVIII. Los historiadores pueden señalar la extraña coincidencia de que el gran boom del siglo XX se produjo exactamente cien años después del gran boom de mediados del siglo XIX (1850–1873, 1950–1973), y en consecuencia, el período de perturbaciones económicas de finales del siglo XX, que se inició en 1973, comenzó exactamente cien años después de que se produjera la gran depresión con la que comenzaba este libro. Pero no existe una relación entre esos hechos, a menos que alguien pueda descubrir un mecanismo cíclico del movimiento de la economía que pudiera producir esa clara repetición cronológica, y eso resulta altamente improbable. Pero la mayor parte de nosotros no deseamos ni necesitamos remontarnos a 1880 para explicar lo que perturbaba el mundo en los decenios de 1980 o 1990.

Sin embargo, el mundo de finales del siglo XX está todavía modelado por la centuria burguesa y en especial por la era imperialista, que ha sido el tema de este volumen. Modelado en el sentido literal. Por ejemplo, los mecanismos financieros mundiales que constituirían el marco internacional para el desarrollo global del tercer cuarto de este siglo se establecieron a mediados del decenio de 1940 por parte de unos hombres que eran ya adultos en 1914 y que estaban totalmente dominados por la experiencia de la desintegración de la era imperialista durante los veinticinco años anteriores. Los últimos estadistas o líderes importantes internacionales que eran adultos en 1914 murieron en la década de 1970 (por ejemplo, Mao, Tito, Franco, De Gaulle). Pero, lo que es más significativo, el mundo actual fue modelado por lo que podríamos denominar el paisaje histórico que dejaron tras de sí la era imperialista y su hundimiento.

El elemento más evidente de ese legado es la división del mundo en países socialistas (o países que afirman serlo) y el resto. La sombra de Karl Marx se extiende sobre una tercera parte de la especie humana como consecuencia de los acontecimientos que hemos tratado de esbozar en los capítulos 3, 5 y 12. Con independencia de las predicciones que pudieran haberse establecido sobre el futuro de la masa continental que se extiende desde los mares de China hasta el centro de Alemania, además de algunas zonas de África y del continente americano, es indudable que los regímenes que afirman haber cumplido los pronósticos de Karl Marx no podrían haber cumplimentado el futuro previsto para ellos hasta la aparición de los movimientos obreros socialistas de masas, cuyo ejemplo e ideología habían inspirado a su vez los movimientos revolucionarios de las regiones atrasadas y dependientes o coloniales.

Un legado igualmente evidente es la misma globalización del modelo político mundial. Si las naciones unidas de finales del siglo XX contienen una importante mayoría numérica de Estados de lo que se ha dado en llamar «tercer mundo» (por cierto, Estados alejados de las potencias «occidentales») ello se debe a que son las reliquias de la división del mundo entre las potencias imperialistas en la era imperialista. Así, la descolonización del Imperio francés ha producido una veintena de nuevos Estados; la del Imperio británico, muchos más, y, al menos en África (que en el momento de escribir este libro está formada por más de cincuenta Estados nominalmente independientes y soberanos), todos ellos reproducen las fronteras establecidas por la conquista y por la negociación interimperialista. Una vez más, de no haber sido por los acontecimientos de ese período, no cabría haber esperado que a finales de esta centuria la mayor parte de ellos utilizaran el inglés y el francés en el Gobierno y en los estratos sociales más cultos.

Una herencia de la era imperialista menos evidente es que todos esos Estados pueden ser calificados, y a menudo se califican a sí mismos, como «naciones». Ello se debe no sólo a que, como he intentado poner de relieve, la ideología de «nación» y «nacionalismo», producto europeo del siglo XIX, podría ser utilizada como una ideología de liberación colonial y fue importada por algunos miembros de las élites occidentalizadas de los pueblos coloniales, sino también al hecho de que, como se ha afirmado en el capítulo 6, el concepto de la «nación-Estado» en este período se hizo accesible a grupos de cualquier tamaño que decidieran autodenominarse así y no sólo, como consideraban los pioneros del «principio de nacionalidad» de mediados del siglo XIX, a los pueblos más grandes o de tamaño medio. En efecto, la mayor parte de los Estados que han aparecido en el mundo desde finales del siglo XIX (y que han recibido, desde el momento en que ejerciera el poder el presidente Wilson, el status de «naciones») eran de tamaño y/o población modestos y, desde el comienzo de la descolonización, muchas veces de extensión muy reducida. La herencia de la era imperialista está todavía presente en la medida en que el nacionalismo ha ido más allá del viejo mundo «desarrollado» o en la medida en que la política no europea se ha asimilado al nacionalismo.

Esa herencia está también presente en la transformación de las relaciones familiares tradicionales occidentales y, sobre todo, en la emancipación de la mujer. Sin duda alguna, estas transformaciones se han producido a escala mucho más amplia desde mediados de siglo, pero, de hecho, fue durante la era imperialista cuando la «nueva mujer» apareció por vez primera como un fenómeno importante y cuando los movimientos políticos y sociales de masas, defensores, entre otras cosas, de la emancipación de la mujer, se convirtieron en fuerzas políticas, muy en especial los movimientos obreros y socialistas. Los movimientos feministas occidentales iniciaron una nueva fase mucho más dinámica en el decenio de 1960, en gran medida tal vez como resultado de la participación mucho más numerosa de la mujer, sobre todo de la mujer casada, en el empleo remunerado fuera del hogar, pero fue tan sólo una fase de un gran proceso histórico cuyos inicios se remontan al período que estudiamos.

Además, como se ha intentado dejar claro en este libro, la era imperialista conoció el nacimiento de casi todos aquellos rasgos que son todavía característicos de la sociedad urbana moderna de la cultura de masas, desde las formas más internacionales de espectáculos deportivos hasta la prensa y el cine. Incluso técnicamente los medios de comunicación modernos no constituyen innovaciones fundamentales, sino procesos que han permitido que sean accesibles universalmente las dos grandes innovaciones introducidas durante la era imperialista: la reproducción mecánica del sonido y la fotografía en movimiento. La era de Jacques Offenbach no tiene continuidad con el presente comparable a la era de los jóvenes Fox, Goldwyn, Zukor y «La voz de su amo».

3.

No es difícil descubrir otras formas en que nuestras vidas están todavía formadas por — o son continuaciones de — el siglo XIX en general y por la era imperialista en particular. Sin duda, cualquier lector podría alargar la lista. Pero ¿es esta la reflexión fundamental que sugiere la contemplación de la historia del siglo XIX? Todavía es difícil, si no imposible, contemplar desapasionadamente esa centuria que creó la historia mundial porque creó la economía capitalista mundial moderna. Para los europeos poseía una especial carga de emoción, porque, más que ninguna otra, fue la era europea de la historia del mundo y para los británicos es un período único porque el Reino Unido ocupaba el lugar central y no sólo en el aspecto económico. Para los norteamericanos fue el siglo en que los Estados Unidos dejaron de ser parte de la periferia de Europa. Para el resto de los pueblos del mundo fue la era en que toda la historia pasada, por muy larga y notable que pudiera ser, se detuvo necesariamente. Lo que les ha ocurrido, o que les han hecho, desde 1914 está implícito en lo que les sucedió en el período transcurrido desde la primera revolución industrial hasta 1914.

Fue la centuria que transformó el mundo, no más de lo que lo ha hecho nuestro propio siglo, aunque sí más notablemente, por cuanto esa transformación revolucionaria y continua era nueva hasta entonces. Mirando retrospectivamente, vemos aparecer súbitamente esta centuria de la burguesía y la revolución, como la armada de Nelson preparándose para la acción, como está incluso en lo que no vemos: la tripulación que gobernaba los barcos, pobre, azotada y borracha, alimentándose de algunos pedazos de pan consumidos por los gusanos. Mirando retrospectivamente podemos reconocer a quienes hicieron esa centuria y cada vez más a esas masas siempre en aumento que participaron en ella en el Occidente «desarrollado», que sabían que estaba destinada a conseguir logros extraordinarios, y que pensaban que había de resolver todos los grandes problemas de la humanidad y superar todos los obstáculos en el camino de su solución.

En ninguna otra centuria han tenido los hombres y mujeres tan elevadas y utópicas expectativas de vida en esta Tierra: la paz universal, la cultura universal a través de una sola lengua, una ciencia que no sólo probaría sino que respondería a las cuestiones más fundamentales del universo, la emancipación de la mujer de su historia pasada, la emancipación de toda la humanidad mediante la emancipación de los trabajadores, la liberación sexual, una sociedad de abundancia, un mundo en el que cada uno contribuiría según sus capacidades y obtendría lo que necesitara. Estos no eran sólo sueños revolucionarios. El principio de la utopía a través del progreso estaba inserto en el siglo de una forma fundamental.

Oscar Wilde no bromeaba cuando dijo que no merecía la pena tener ningún mapa del mundo en el que no figurara Utopía. Hablaba tanto para el comerciante Cobbden como para el socialista Fourier, para el presidente Grant como para Marx (que no rechazaba los objetivos utópicos, sino únicamente los proyectos utópicos), para Saint-Simon, cuya utopía del «industrialismo» no puede atribuirse ni al capitalismo ni al socialismo, porque ambos pueden reclamarla. Pero la novedad sobre las utopías más características del siglo XIX era que en ellas la historia no se detendría.

El burgués confiaba en una era de permanente perfeccionamiento material, intelectual y moral a través del progreso liberador; los Proletarios, o quienes consideraban que hablaban en su nombre esperaban alcanzarla a través de la revolución. Pero ambos la esperaban. Y ambos la esperaban no a través de algún automatismo histórico, sino mediante el esfuerzo y la lucha. Los artistas que expresaban más profundamente las aspiraciones culturales de la centuria burguesa y que se convirtieron, por así decirlo, en las voces que articulaban sus ideales, eran aquellos que actuaban como Beethoven, considerado el genio que luchaba por alcanzar la victoria a través de la lucha, cuya música superaba las fuerzas oscuras del destino, cuya sinfonía coral culminaba en el triunfo del espíritu humano liberado.

Como hemos visto, en la era imperialista hubo voces — y eran ciertamente profundas e influyentes entre las clases burguesas — que preveían resultados diferentes. Pero en conjunto y para la mayor parte de la gente de Occidente, el período parecía acercarse más que ningún otro anterior a la promesa de la centuria. A su promesa liberal, mediante el perfeccionamiento material, la educación y la cultura; a su promesa revolucionaria, por la aparición, la enorme fuerza y la perspectiva del triunfo futuro inevitable de los nuevos movimientos obreros y socialistas. Como este libro ha intentado mostrar, para algunos la era imperialista fue un período de inquietudes y temores cada vez mayores. Para la mayor parte de los hombres y mujeres en el mundo transformado por la burguesía era, sin duda, una época de esperanza.

Podemos remontar nuestra mirada hacia esa esperanza. Todavía podemos compartirla, pero ya no sin escepticismo e incertidumbre. Hemos visto realizarse demasiadas promesas de utopía sin producir los resultados esperados. ¿Acaso no vivimos en una época en que, en los países más avanzados, las comunicaciones, medios de transporte y fuentes de energía modernos han hecho desaparecer las diferencias entre el campo y la ciudad, resultado que en otro tiempo se pensaba que sólo podía conseguirse en una sociedad que hubiera resuelto prácticamente todos sus problemas? Pero, desde luego, la nuestra no los ha resuelto. El siglo XX ha contemplado demasiados momentos de liberación y éxtasis social como para tener mucha confianza en su permanencia. Existe lugar para la esperanza, porque los seres humanos son animales que tienen esperanza. Hay lugar incluso para grandes esperanzas, pues, pese a las apariencias y prejuicios en contrario, los logros del siglo XX por lo que respecta al progreso material e intelectual — mucho menos en los campos de la moral y la cultura — son extraordinariamente impresionantes e innegables.

¿Hay lugar todavía para la mayor de todas las esperanzas, la de crear un mundo en el que unos hombres y mujeres libres, liberados del temor y de las necesidades materiales, vivan una buena vida juntos en una buena sociedad? ¿Por qué no? El siglo XIX nos enseñó que el deseo de una sociedad perfecta no se ve satisfecho con un designio predeterminado de vida, ya sea mormón, owenista o cualquier otro, y cabe pensar incluso que si ese nuevo designio hubiera de ser la forma del futuro, no sabríamos si podríamos determinar, en la actualidad, cómo sería. La función de la búsqueda de la sociedad perfecta no consiste en detener la historia, sino en abrir sus posibilidades desconocidas e imposibles de conocer a todos los hombres y mujeres. En este sentido, por fortuna para la especie humana, el camino hacia la utopía no está bloqueado.

Pero, como sabemos, puede ser bloqueado: por la destrucción universal, por un retorno a la barbarie, por la desaparición de las esperanzas y valores a los que aspiraba el siglo XIX. El siglo XX nos ha enseñado que todo eso es posible. La historia, la divinidad que preside ambas centurias, ya no nos da, como antes pensaban los hombres y mujeres, la firme garantía de que la humanidad avanzará hacia la tierra prometida, sea lo que fuere lo que se suponía que esta era. Y todavía menos la garantía de que habrá de alcanzarla. Todo podría resultar de forma diferente. Sabemos que eso puede ser así porque vivimos en el mundo que creó el siglo XIX, y sabemos que, por extraordinarios que sean sus logros, no son lo que entonces se esperaba y soñaba.

Pero si ya no podemos creer que la historia garantiza el resultado adecuado, tampoco asegura que se producirá el resultado equivocado. Ofrece la opción, sin una clara estimación de la probabilidad de nuestra elección.

No es despreciable la evidencia de que el mundo del siglo XXI será mejor. Si el mundo consigue no destruirse, esa probabilidad es realmente fuerte. Pero probabilidad no equivale a certidumbre. Lo único seguro sobre el futuro es que sorprenderá incluso a aquellos que más lejos han mirado en él.


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