Por Rosario Castellanos
Fragmentos del discurso pronunciado por Rosario Castellanos en el acto conmemorativo del Día Internacional de la Mujer celebrado en el Museo Nacional de Antropología el 15 de febrero de 1971. El acto estuvo encabezado por el entonces presidente de la República, Luis Echeverría. El texto fue publicado originalmente en «Diorama de la Cultura», del periódico Excélsior, el 21 de febrero de 1971.
Esta versión que publica La Tizza se encuentra disponible en:
https://debatefeminista.cieg.unam.mx/df_ojs/index.php/debate_feminista/article/view/1623/1454
La aportación de la mujer a la cultura en México ha sido muy importante si la consideramos únicamente desde el punto de vista cualitativo. El genio de Sor Juana cubre tres siglos de vida colonial y logra, con la riqueza de sus manifestaciones, con la variedad de sus medios expresivos, con la hondura de su pensamiento y con su don de simpatía universal, que no echemos de menos el silencio que la rodea, el vacío de que surge, la falta de contexto adecuado en que se desarrolla.
[…]
… no son las excepciones las que nos sirven para darnos un índice del nivel cultural de un sector de la población sino las estadísticas. Y las estadísticas que se refieren a la educación de la mujer en México, arrojan unas cifras desoladoras. Y si la cultura no es asimilada ¿cómo podrá ser producida?
Los porcentajes comparativos de la instrucción elemental de hombres y mujeres no muestran muchas diferencias si se trata de grupos de campesinos, de artesanos y de obreros especializados. Pero si nos referimos a otras clases y nos elevamos a la enseñanza superior las diferencias son algo más que apreciables: alarmantes. Un 85 % de profesionistas varones contra un 16 % de profesionistas mujeres.
Y de estas últimas ¿cuántas ejercen la profesión que aprendieron? ¿Cuántas prefieren guardar el título en el desván de los trastos inútiles después de haber malgastado años de esfuerzo y sumas irrecuperables de dinero que la nación invirtió en quienes no habrían de resultar productivas?
[…]
No cedamos al fácil sofisma de los antifeministas que decretan una inferioridad atribuible al sexo.
El sexo, lo mismo que la raza, no constituye ninguna fatalidad biológica, histórica o social. Es sólo un conjunto de condiciones, un marco de referencias concretas dentro de los cuales el género humano se esfuerza por alcanzar la plenitud en el desarrollo de sus potencias creadoras.
El primer argumento que acude a los labios de las feministas más airadas que reflexivas –al comparar su situación propia con la del hombre– es la exigencia de la igualdad. Una exigencia que, en tanto que metafísica, lógica y prácticamente imposible de satisfacer, proporciona un punto de partida falso y arrastra consigo una serie de consecuencias indeseables. Además de que, en última instancia, no es más que un reconocimiento del modelo de vida y de acción masculinos como los únicos factibles, como la meta que es necesario alcanzar a toda costa.
No, si nos proponemos construir un feminismo auténtico, pero sobre todo, eficaz, tenemos que partir de otros postulados, el primero de los cuales sería la investigación acuciosa, el conocimiento lo más exacto y puro que pueda alcanzarse del complejo de cualidades y defectos, de carencias y de atributos, de aspiraciones y limitaciones que definen a la mujer.
Esta investigación va a conducirnos a un descubrimiento muy importante: el de que no existe la esencia de lo femenino. Porque lo que en una cultura se considera como tal, en otra o no se toma en cuenta o forma parte de las características de la masculinidad.
Pero entonces, si no existe la esencia de lo femenino, tendremos que admitir que lo que existe son las encarnaciones concretas de la femineidad…
Si esto es así resulta lícito que enfoquemos nuestra atención a la problemática de la mujer mexicana contemporánea, ¿Qué es lo que encontramos? A la primera mirada se nos ofrece una variedad aparentemente irreductible. La joven indígena que pastorea ovejas en las llanuras de Chiapas, ¿pertenece a la misma especie que la estudiante de la Facultad de Ciencias? ¿Y la muchacha provinciana que continúa llevando «la blusa subida hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito» vive en el mismo siglo que la deportista que practica el esquí acuático en Acapulco o en otras playas de moda, cubierta apenas con las abreviaturas del bikini? ¿Y qué hay de común entre la sirvienta que acaba de descubrir el milagro de la licuadora y la azafata para quien el recorrido alrededor del mundo no es más que una rutina?
Es cierto que cada uno de los ejemplos que hemos mencionado (y hay muchos más y son igualmente antagónicos) ocupan estratos económicos, culturales y aún temporales, diferentes. Pero todas están ligadas entre sí, por lo pronto, de las siguientes maneras: todas están sujetas a los derechos y obligaciones de una misma legislación; todas han heredado el mismo acervo de tradiciones, de costumbres, de normas de conducta, de ideales, de tabués; todas están dotadas del mismo grado de libertad como para reclamar sus derechos si se les merman, como para cumplir o no con las obligaciones que se les imponen; como para optar entre la repetición de los usos ancestrales o la ruptura con ellos; como para aceptar o rechazar los arquetipos de vida que la sociedad les presenta; como para ampliar o reducir los horizontes de sus expectativas; como para no aceptar las prohibiciones o como para acatarlas.
https://debatefeminista.cieg.unam.mx/df_ojs/index.php/debate_feminista/article/view/1623/1454
Ahora sí ya sabemos de lo que estamos hablando. En México, cuando pronunciamos la palabra mujer nos referimos a una criatura dependiente de una autoridad varonil: ya sea la del padre, la del hermano, la del cónyuge, la del sacerdote. Sumisa hasta en la elección del estado civil o de la carrera que va a estudiar o del trabajo al que se va a dedicar; adiestrada desde la infancia para comprender y para tolerar los abusos de los más fuertes, pero también para restablecer el equilibrio interior tratando con mano fuerte a quienes se encuentran bajo su potestad, la mujer mexicana no se considera a sí misma –ni es considerada por los demás– como una mujer que haya alcanzado su realización si no ha sido fecunda en hijos, si no la ilumina el halo de la maternidad. El amor al hijo suplanta a todos los otros amores a los que se califica de menos perfectos porque suponen una reciprocidad a la que en el ámbito maternal parece renunciarse. El amor al hijo es superior a todos los sentimientos de frustración que surgen de un estudio interrumpido, de un adiestramiento que se pone en práctica, de la incapacidad para ganarse la vida, del precario modo con que se consiguen los satisfactores de las necesidades, del encierro en una casa –a veces en una pieza– sin otro estímulo que las demandas del niño que son, ay, tan diversas como inagotables. El amor al hijo, en suma, permite a quien lo siente, ascender, entre nubes de incienso, hasta las más altas cumbres de la abnegación.
La abnegación es la más celebrada de las virtudes de la mujer mexicana. Pero yo voy a cometer la impertinencia de expresar algo peor que una pregunta, una duda: la abnegación ¿es verdaderamente una virtud?
Y me apresuro a aclarar que mi duda no es gratuita. He observado, en las abnegadas, una excesiva autocomplacencia, un evidente disfrute de este estado, lo que hace lícito suponer que sus esfuerzos no se dirigen tan certera y completamente hacia el bien del otro como hacia el propio bien. Y esta suposición se confirma cuando palpamos los resultados: ¿cómo es el hijo de esta madre que lo ha hecho todo por él, que lo ha sacrificado todo por él? Por lo pronto, es un niño menos apto para resolver sus problemas, para bastarse a sí mismo, para enfrentarse a las emergencias, para superar los obstáculos que aquellos que no han tenido a alguien tan solícito revoloteando siempre a su alrededor. Esto los vuelve, naturalmente, menos seguros de sí, más lentos en su evolución, menos urgidos de alcanzar la independencia y la madurez. Por lo que no es raro el caso de quienes permanecen en una infancia perenne con la consiguiente pérdida del contacto con la realidad y la también consiguiente búsqueda, no del establecimiento de ese contacto sino, al contrario, de modos de evasión o de compensación.
Los tristes modos de evasión o de compensación de nuestro pueblo: el alcoholismo, los gesticulantes alardes del macho, la hipocresía de la hembra, la mentira en sus manifestaciones más burdas hasta sus construcciones más sutiles; actitudes que tienden a protegernos de un mundo que como no nos sentimos capaces de dominarlo adquiere unas proporciones (o desproporciones) descomunales en relación a nuestro tamaño.
Mas para la abnegación de la mujer mexicana no bastaban los hijos. Se apropia también a los demás miembros de la familia: al marido al que se le convierte en un tirano doméstico quien, si no acierta a defenderse, se encuentra de pronto despojado hasta de la más mínima responsabilidad. A los padres con los que se prolonga al infinito una relación que, por anacrónica es absolutamente inoperante y morbosa. Con los hermanos a los que se intenta mantener en una eterna situación de minoridad.
Yo insisto en que si la abnegación es una virtud, es una de esas virtudes que dice Chesterton que se han vuelto locas. Y para su locura no existe entre nosotros otra camisa de fuerza más que la ley.
Todas las disposiciones legales que hemos ido elaborando a lo largo de nuestra historia tienden a establecer la equidad política, económica, educativa, social –entre el hombre y la mujer.
Y no es equitativo –y por lo tanto tampoco es legítimo– que uno de los dos que forman la pareja, dé todo y no aspire recibir nada a cambio.
No es equitativo –así que no es legítimo– que uno tenga la oportunidad de formarse intelectualmente y al otro no le quede más alternativa que la de permanecer sumido en la ignorancia.
No es equitativo –por lo mismo no es legítimo– que uno encuentre en el trabajo no sólo una fuente de riqueza sino también la alegría de sentirse útil, partícipe de la vida comunitaria, realizándose a través de una obra; mientras que el otro cumple con una labor que no amerita remuneración y que apenas atenúa la vivencia de superfluidad y de aislamiento que se sufre; una labor que, por su misma índole perecedera, no se puede dar nunca por hecha.
No es equitativo –y contrario al espíritu de la ley– que uno tenga la libertad de movimientos mientras el otro está reducido a la parálisis.
No es equitativo –luego no es legal– que uno sea dueño de su cuerpo y disponga de él como se le dé la real gana mientras el otro reserva ese cuerpo no para sus propios fines, sino para que en él se cumplan procesos ajenos a su voluntad.
No es equitativo el trato entre hombre y mujer en México. Pero
nos damos el lujo de violar la ley para seguir girando, como las mulas de la noria, en torno de la costumbre. Aunque la ley se haya hecho, y lo sepamos, para corregir lo que la costumbre tiene de obsoleto, de viciado y de injusto.
Si la injusticia recae aún sobre las mujeres mexicanas no tienen derecho a quejarse. Ellas lo han escogido así. Ellas han despreciado las defensas jurídicas que tienen a mano. Ellas se niegan a asumir lo que los Códigos les garantizan y la Constitución les concede: la categoría de persona.
Pero no hay que desesperar. Cada día una mujer –o muchas mujeres– (¿quién puede saberlo puesto que [no se registra] lo que ocurre en el anonimato, en la falta de ostentación, en la modestia?) gana una batalla para la adquisición y conservación de su personalidad.
Una batalla que, para ser ganada, requiere no sólo lucidez de la inteligencia, determinación en el carácter, temple moral, que son palabras mayores, sino también otros expedientes como la astucia y, sobre todo, la constancia.
Una batalla que, al ganarse, está gestando seres humanos más completos, uniones más felices, familias más armoniosas y una patria integrada por ciudadanos conscientes para quienes la libertad es la única atmósfera respirable y la justicia el suelo en que arraigan y prosperan y el amor, el vínculo indestructible que los une.
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