Ideología y revolución: Cuba, 1959–1962 (fragmentos)

Por María del Pilar Díaz Castañón

De la serie “Absolut Revolution–La Isla”, Liudmila Velasco y Nelson Ramírez de Arellano Conde, 2002–2012

Tomado de Ideología y revolución: Cuba, 1959–1962, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001.


Prefacio

Comprender la Revolución es más difícil que morir por la Revolución.

Fidel Castro («La Revolución no es la oportunidad de negar una vida

mejor»), en Bohemia, año 54, no. 30, La Habana, 27 de julio de 1962, p. 42.


«Sea breve, que hemos perdido cincuenta años»,[1] decía el cartel que se veía por doquier en las diligentes oficinas habaneras. El ansia de satisfacer las expectativas nacionales frustradas durante medio siglo se reflejaba en la urgencia temporal, expresión también de la creencia de que «ahora sí» era posible hacerlo.

Mucho se hacía, y rápido. De hecho, la prisa revelaba los escollos de la inquietud renovadora. El vertiginoso inicio de 1959 no solo fue testigo de la avalancha de leyes revolucionarias, sino también de los equívocos que su celeridad producía. El primer imperativo — restituir a la nación la tranquilidad ciudadana y los haberes malhabidos — explica el temprano nombramiento de Faustino Pérez para encabezar el Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados, aún no creado,[2] o la inmediata designación de Fidel Castro como Comandante de las Fuerzas de Tierra, Mar y Aire,[3] que solo tendrá efecto legal a fines de enero. Del mismo modo, la voluntad de emprender el proyecto de industrialización coloca a Ernesto Guevara al frente del departamento homónimo dos meses antes de su creación, lo que produce un curioso decreto fundacional que valida la ejecutoria de Che con carácter retroactivo.[4]

Desde luego, el contemporáneo apenas se percata de tales divergencias. Inmerso en la tarea constructiva, donde un reto vencido genera mil a superar, dedica su escaso tiempo a hacer nacer un mundo nuevo, sin la cabal aprehensión de la totalidad que lo envuelve. Su capacidad reflexiva es tan coyuntural y cambiante como la cotidianidad en que se inserta, imprevista ayer, pero normal hoy, marcada además por la inevitable escisión que todo proceso de subversión social genera.

Pues la vorágine revolucionaria, que transita del alegre SEA FELIZ REVOLUCIONARIAMENTE EN PASCUAS DE CUBA LIBRE[5] a las sobrias PASCUAS DE LA DIGNIDAD,[6] ha hecho también del contemporáneo un actor, que recibe 1961 celebrando FELICES PASCUAS EN CASA PROPIA y espera 1962 festejando las PRIMERAS NAVIDADES SOCIALISTAS.[7]

De ahí que al investigador que se proponga ahondar en el torbellino revolucionario le aguarde ardua tarea. Amén de la sana advertencia de no hacer al individuo responsable de relaciones de las que es simple criatura, solo cuenta con el resultado del quehacer transformador para explicar y reconstruir la actividad del demiurgo en él oculta, distorsionada además por la avalancha bibliográfica que con frecuencia sepulta al creador.

Difícil resulta hallar tema más abordado en la literatura política del siglo XX que la revolución cubana. Su mítica irrupción en la historia ya la hacía interesante; su obstinado devenir en un mundo cada vez más ajeno a los propósitos que la nutrieron le concede, según algunos, rango de objeto arqueológico. Así, tirios y troyanos han consumido resmas de papel explorando, describiendo, caracterizando, periodizando y en definitiva, generalizando desde una premisa común: la revolución cubana existe, y si su principal interés parecería radicar hoy en su vitalidad, también se debe a un factor menos misterioso: ella inaugura una época nueva.

Con la alborada de enero se inicia el movimiento guerrillero que de América Latina irradia al planeta; es ella quien rompe la arraigada concepción de que un ejército apoyado por los Estados Unidos es invencible; por demás, su quehacer se ha probado capaz de resistir las circunstancias más adversas, amenaza nuclear inclusive. Aunque Eric Hobsbawn le dedique dos páginas en su Short Twentieth Century, lo hace reconociendo que tras 1959 el mundo cambió.

También 1789 abre una nueva era, y no es casual que en las páginas que siguen se haga constante contrapunteo entre los dos procesos. La Revolución Francesa inaugura la modernidad, como la cubana el desafío guerrillero; las dos sientan pautas irreversibles; y en ambas su hacedor transitó por etapas bien diferentes, que marcó además con su protagonismo.

He aquí una de las cuestiones más omitidas en el harto abundante estudio de ambos procesos. El protagonista de la toma de La Bastilla es el mismo de Termidor, como el joven alfabetizador lo es de la Crisis de Octubre. El asunto es, desde luego, por qué insiste en seguir siéndolo.

La preparación teórica previa, respuesta que sentara cátedra desde el modelo francés, perdió al fin su valía tras las importantes reflexiones que el Bicentenario propiciara. En el caso cubano, la incógnita fue también asiduamente respondida desde tal premisa, transmutada en la influencia que una corriente de pensamiento o su versión política podían ejercer. Y a ello se suma, claro está, la cualidad de vida del futuro hacedor del proyecto subversivo, cuya participación se presume inevitable. De ahí que las múltiples reflexiones sobre la revolución cubana adopten como premisa implícita la mutación política del hacedor de la subversión.

Expresión vital, pero unilateral del complejo mosaico ideológico, la asunción política impide explicar vicisitudes que rebasan esta esfera, salvo como su automático resultado. Generalmente se realiza la reflexión desde las condiciones y premisas del cambio, así como de las posibilidades del grupo que las cataliza. Enfocar las revoluciones solamente desde el prisma político olvida, no obstante, tres elementos importantes: una revolución es un proceso de subversión de la totalidad social; el sujeto político difiere en su apropiación del sujeto real; y, por último, impide precisar la traducción emocional y mítica del cambio, y el modo en que este cataliza la conducta del insurgente protagonista.

La clave del asunto radica en este último término. ¿Qué tipo de proceso convierte a un ser humano común y corriente, portador de los vicios y virtudes que adornan al común de los mortales, en héroe de leyenda? ¿Cómo es además posible que una vez trascendidas las coyunturas críticas, retome sus viejas faltas y sea incapaz de cumplir tareas mucho más sencillas? La airada diatriba que Fidel Castro dirigiera a los indómitos guagüeros de la capital — a la que pertenece el exergo que encabeza estas líneas — revela la sujeción a viejos hábitos del protagonista de la subversión, que se erguirá, no obstante, con talla mítica durante la Crisis de Octubre.

Si la respuesta política solo indica parte de la cuestión, en el caso cubano habría que formular el problema de otra manera: ¿cómo es posible que alteraciones tan radicales como las ocurridas en el breve lapso 1959–1962 fuesen rápida y voluntariamente asumidas por la inmensa mayoría de la población? Y, sobre todo, ¿por qué sus exigencias no fueron abandonadas al concluir la etapa «joven y heroica» de la revolución cubana?

Pensar la revolución exige reflexionar sobre el protagonista del proceso subversivo, y hacerlo desde la integridad que la apropiación ideológica ofrece. Inmerso en el mundo encantado de la ideología, las transformaciones que él propicia no serán ostensibles para el sujeto más que en la traducción que alguna de sus expresiones sistémicas brinda. Inevitablemente, estas transfiguran la totalidad desde un prisma específico: de ahí que Marx insistiera en la imposibilidad de juzgar una época revolucionaria por lo que de sí afirma, puesto que su expresión política consciente subsume y mistifica el modo total de apropiación del sujeto real.

Explorar el asunto ha requerido ahondar en el complejo universo de la formación de la ideología revolucionaria. Si el tema parece haber sido tratado in extenso, realmente apenas se ha abordado desde la premisa que Antonio Gramsci esbozara: lograr el éxito de un proceso de subversión social requiere la transformación de su protagonista antes, durante y después del cambio.

A diferencia de sus contemporáneos, Gramsci no cree que el problema sustancial de las revoluciones verse solamente en torno a la toma y mantenimiento del poder político, si bien esta es una cuestión esencial. Considerando que todo sujeto reproduce inadvertidamente el prisma valorativo que desde el poder la clase dominante impone, sostiene la necesidad de transformar tanto el fundamento generador de las relaciones ideológicas como el modo mismo en que estas se fijan en el sujeto revolucionario. La «reforma de las conciencias» sería la garantía de la estabilidad del proyecto de subversión, si se logra la transformación valorativa no solo antes, sino durante y después del cambio.

Reconociendo que tal labor solo tendrá éxito cabal tras la toma del poder político, Gramsci insiste en el peso de las tradiciones en la conducta del ejecutor de la subversión, suscitando un imperativo paradójico: amén de las estructuras socioeconómica que provocan su estallido, ella ha de transformar también la refracción ideológica de su hacedor. De lo contrario, este no evolucionará en la medida en que el proceso lo haga, ni se producirá el tránsito de espectador a partícipe de la gran mayoría de la población.

Tal premisa conduce necesariamente a investigar, en el caso que nos ocupa, el modo en que se constituye y despliega la refracción ideológica del contemporáneo, a la vez que el proceso revolucionario lo hace. La pluralidad de sectores que Fidel Castro agrupa bajo el rubro de pueblo en La historia me absolverá excluye un análisis parcial del destinatario y forjador del cambio, y demanda un examen necesariamente generalizador.

Pues el espectador inicial de la subversión, que aguardaba con el escepticismo formado en el antecedente republicano el cumplimiento quizá de algún reclamo ancestral, se transforma de manera paulatina en partícipe y hacedor de la vorágine revolucionaria y, con ello, altera profundamente nociones referenciales clave: tiempo, espacio, orden e historia.

Revolución, AÑO DE LA LIBERTAD: la temporalidad se define ahora por el inicio del proceso mismo, que marca una diferencia sustancial y definitoria con la historia anterior. La efectiva justicia e igualdad social que desde enero comienza a instaurarse, a la vez que CONSUMIR LO QUE EL PAÍS PRODUCE ES HACER PATRIA reivindica un viejo sueño, cuya realidad comenzará a tomar forma en las ciudades con las sorprendentes rebajas de marzo, y en el campo, con la esperada distribución de la tierra. El intenso quehacer revolucionario exige de su protagonista la máxima participación: ya en 1960 comienza la batalla por la cultura, y en el AÑO DE LA REFORMA AGRARIA comienza con miles de maestros voluntarios — A CADA ALFABETO UN ANALFABETO — la campaña que en las ciudades anticipa el AÑO DE LA EDUCACIÓN. La conquista de nuevos espacios — MILICIANOS, ADELANTE; LA ORI ES LA CANDELA — propicia el surgimiento de una sociabilidad nueva, donde el orden se define por la contribución común; la apropiación histórica transitará de la inicial legitimación del presente en las glorias pasadas a la reivindicación misma del quehacer revolucionario — CUBA, PRIMER TERRITORIO LIBRE DE AMÉRICA — , cuyo prestigio otorga a la historia presente y pasada una nueva y más cabal legitimación. Al bautizar cada uno de los años revolucionarios con el nombre de la tarea esencial a realizar, el proceso subversivo cubano identifica claramente para su hacedor la especificidad del presente y la continuidad de la historia futura.

Naturalmente, el primer escollo a superar fue la necesidad de proveer el aparato teórico correspondiente. Las herramientas conceptuales utilizadas han requerido múltiples reflexiones, cuya precisión no ha sido posible tomar de la bibliografía existente. Realizar tal labor ha exigido tanto una intensa búsqueda conceptual como la formulación de instrumentos teóricos no usuales que permiten la definición y uso heurístico de conceptos como ideología, sujeto real, imagen del mundo y mito político — entre otros — gracias a los cuales es posible explicar no solo por qué se forma y dónde se fija la elusiva mentalidad de los historiadores, sino también la necesidad de su transformación como premisa y resultado del proceso de subversión social.

Los conceptos imagen del mundo, joven revolución, sujeto real y normalidad revolucionaria responden a la necesidad de comprender el quehacer del sujeto subversivo sin excluir su cotidianidad y rutina, esperanzas y sueños. Símbolo desde luego abstracto, como todo instrumento de reflexión, el concepto sujeto real permite una aproximación más cabal a las reales motivaciones del partícipe del cambio. Pues solo la tormenta revolucionaria crea y moldea a su protagonista. Es el complejo devenir de la joven revolución quien lo engendra, al principio nada consciente de que lo es. En virtud de su propia indefinición, la joven revolución trabaja para todos, y también por ello genera una imagen del mundo nuevo cuyos límites al inicio son tan imprecisos y borrosos como el movimiento revolucionario mismo.

De hecho, la imago mundi responde a la necesidad de develar no solo el modo en que el partícipe del cambio asimila teóricamente la cambiante realidad subversiva, sino también la apropiación cotidiana y mítica de procesos cuya impronta legendaria es necesariamente elevada. Integrada por la refracción que brindan los tres tipos de pensamiento que la integran (teórico, mítico y cotidiano), se configura en los momentos iniciales de la subversión, y es la propia turbulencia generada por el cambio que lucha por definirse quien le concede el rango de imagen: expresión vaga y rápidamente cambiante de la eclosión revolucionaria.

Visión móvil y dinámica de la joven revolución — lapso durante el cual los objetivos del proceso cambian constantemente, siendo con frecuencia indefinidos para sus propios actores — surgida como resultado de su devenir y variable en un mundo que se renueva, la imagen del mundo ofrece la paradoja de una asombrosa estabilidad, dando tanto al proceso como al protagonista la versión que en cada momento determinado parece definitiva. Pero también guarda la capacidad de asimilar una evolución inesperada, sin reclamar la conservación de momentos ya superados.

Al retomar lo mejor de la historia y tradición del país e insertarse en las insatisfechas expectativas de la nación, la joven revolución cubana genera una imago mundi que puede, gracias a la traducción mítica, trascender la finitud de los anhelos cumplidos y asimilar e incluso exigir la continuación del proceso. No otra cosa ocurre cuando en octubre de 1960 se declara cumplido el programa del Moncada, o cuando en abril de 1961 se afirma el carácter socialista de la revolución. Es la movilidad siempre cambiante de la imago mundi quien permite la apropiación del inevitable devenir del proceso subversivo, transformando a la vez paulatinamente a su hacedor.

Y por supuesto, es también ella quien propicia el tránsito del sujeto real por etapas históricas bien distintas que incorpora como fase inevitable, sin examinar sus diferencias específicas ni limitar por ello su participación. Vivir la joven revolución cubana supone, en la refracción que la imago mundi permite y advierte, su apropiación gradual merced a la validación que la actividad del sujeto propicia. La progresiva proyección y asunción de expectativas que implica el tránsito de la identidad Nación-Revolución, y el modo en que esta se valida y supera con la identidad Patria-Nación-Revolución (marzo de 1960) permitirá enfrentar el reto a la soberanía que Girón (abril de 1961) representa, y asimilar el nuevo signo que el proceso lleva.

La digna réplica a la Crisis de Octubre (1962) en nombre de la soberanía nacional muestra la existencia y consolidación de la imagen del mundo revolucionaria, que incluye ya la normalidad como premisa. La Crisis cataliza para el sujeto real las virtudes de la imago que porta: más allá de su consciente opinión política, el ejecutor del proceso subversivo es ahora su partícipe y resultado inevitable. La dura prueba de octubre- noviembre de 1962 muestra la imagen ya formada, revelando con su sola existencia la rapidez y espontaneidad con que fueron asumidas y defendidas las transformaciones revolucionarias. Tras la Crisis, el protagonista sabe que siempre podrá alzarse a niveles épicos. Pero ella además muestra que la normalidad puede ser heroica, y que después de todo, también el héroe es normal.

A su vez, el período de normalidad revolucionaria indica el lapso en que el proceso ya ha definido sus objetivos, que al parecer no ofrecen para el sujeto sorpresa alguna. Tras Girón, la leyenda se hace cotidiana, y por ello mismo el protagonista no es capaz, pese a su esfuerzo, de mantener igual estatura ante tareas más simples: así, la normalidad significa la instauración de una nueva sociabilidad regida por el signo de la igualdad revolucionaria, cuyo indicador más visible — amén del educacional — será la Libreta de Control de Abastecimientos.

Constatar el cambio ha resultado fascinante, y más aún intentar explicar sus raíces. Y desde luego, las dificultades han sido legión. Valga recordar que la teorización sobre una época aún muy cercana para los cánones usuales en historiografía, y cuyos actores todavía lo son, resulta cuando menos riesgosa. Otro inconveniente serio es la memoria histórica, que mítica y espontáneamente “borra”, adaptando el pasado a situaciones diversas.

Y claro está, el alud bibliográfico ha constituido obstáculo mayor. Ha sido preciso tamizar y elegir, en función de los objetivos propuestos, las fuentes a consultar. De ellas, las periódicas desempeñan un importante papel, pues solo su consulta permite la refracción epocal. No es ocioso recomendar para futuras investigaciones la consulta acuciosa de ese magnífico monumento testimonial que es Obra Revolucionaria, así como de las revistas Bohemia e INRA. El Manual de capacitación cívica resulta de imprescindible lectura, así como los documentos recopilados por The National Security Archive en The Cuban Missile Crisis, 1962.

En lo que a la bibliografía pasiva se refiere, no sería justo dejar de agradecer al Dr. Alfred Padula el interés que mostrara hacia esta investigación, así como los interesantes intercambios que amablemente permitiera y propiciara. Su libro inédito, La caída de la burguesía: Cuba, 1959–1961, contribuyó en mucho a la comprensión de esa dividida clase que fue la burguesía cubana de los años cincuenta. Lamentable resulta que tan importante empeño quede sin divulgar, mientras el harto impreciso texto de Hugh Thomas, Cuba: la búsqueda de la libertad, es más que difundido y consultado.

Por otra parte, respecto a la equívoca visión que de la Crisis de Octubre tiene la administración norteamericana, las transcripciones que Ernest May y Philip Zelikov editan de las cintas que el presidente J. F. Kennedy hiciera grabar de las reuniones sostenidas en el período (The Kennedy Tapes. Inside the White House during the Cuban Missile Crisis) son simplemente invalorables. Entre los autores del patio, la enjundiosa obra de la Dra. María Antonia Marqués Dolz, Estado y economía en la antesala de la Revolución (1940- -1952), merece especial atención.

«¡Vaya, Marina, Mundo, El País…!», ofrecían los vendedores en las esquinas. El estudio realizado hubiera sido imposible de no acudir a la prensa de la época, fuente de innumerables matices. Valga aquí destacar que la cortesía y amabilidad de las trabajadoras de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional José Martí no obsta para que ya la mayoría de los periódicos consultados haya desaparecido o esté en vías de hacerlo. De Revolución poco queda, y al osado que pretenda volver a consultar «Combate» le aguarda una difícil tarea. La incuria ha hecho estragos en El Mundo, ese exponente medular del periodismo cubano. Es por demás lamentable que sea la precaución de los Rivero quien preserve el Diario de la Marina, y no el cuidado de sus potenciales responsables.

La consulta de Bohemia hubiese sido también harto difícil de no contar con la docta y gentil cooperación de Pablo Riaño, a cuyos escarceos se debe más de una reflexión. La profesional curiosidad de Bárbara Hernández, también especialista de la Biblioteca Central de la Universidad de La Habana, permitió el hallazgo de la revista INRA, fuente apenas explorada pero inestimable tanto por su excelente gráfica, como por la información que brindan sus muy eficaces artículos de fondo.

Se impone por último una acotación. El resultado que se expone en las páginas que siguen no pretende más que subrayar una cuestión hasta hoy soslayada en los estudios sobre el tema: la necesidad de considerar la refracción valorativa que paulatinamente constituye al sujeto del proceso revolucionario cubano. Como tal, representa una reflexión cuya utilidad sería mayor si logra estimular la consecución de estudios similares, sea en el período abordado o en el ulterior devenir del proceso subversivo. Pues el tránsito del «señor» al «compañero» no fue simple.

Es propósito de quien suscribe proseguir el camino emprendido, con la firme convicción de que comprender una revolución es, ciertamente, mucho más difícil que hacerla.


¿Pensar la revolución?

(…) la filosofía se encuentra al servicio de la historia

Carlos Marx (Crítica del derecho político hegeliano, Editorial de

Ciencias Sociales, La Habana, 1976, p. 14).

«Hace falta una carga para matar bribones/ para acabar la obra de las revoluciones», clamaba Rubén Martínez Villena en su justa ira de poeta revolucionario. Pero la obra de las revoluciones no se acaba, y Villena, que invocaba en el 30 el aura del 68 y el 95, lo sabía muy bien. Más allá de las evidentes metamorfosis que les valen un lugar en la historia, las revoluciones perduran en un reino mucho más intangible: la espiritualidad humana.

Pues tanto sus participantes, como quienes admirados o escépticos examinan sus conquistas a veces a siglos de distancia, quedan presos de la magia del proceso heroico y atrevido, así como en sus transformaciones más relevantes. La ruptura del statu quo que propicia la leyenda revolucionaria supone también, desde luego, la admiración romántica hacia los caídos: las cabezas cortadas de Carlos II y María Antonieta han inspirado cientos de novelas históricas, al igual que la suerte de la familia real zarista.

Y es que desde que comienzan a estremecer el mundo, las revoluciones provocan pasiones extremas.[8] La alternativa exégesis-descrédito ha resultado ser típica de todas ellas, promoviendo una abundante literatura contemporánea que con frecuencia impide juzgar sobriamente el objeto en cuestión.

Parte del problema consiste en que toda revolución tiene la desgracia de ser un «objeto histórico»; es decir, se confía en la cientificidad de su análisis cuando las pasiones se han «apagado» — expresión harto engañosa, pues sobreviven en la literatura — y parece factible examinar el proceso con mayor distancia reflexiva. Sin embargo, ello no es del todo cierto. Dos siglos después de que iniciara la era moderna, la Revolución Francesa fue objeto de un minucioso y apasionado análisis crítico, que derrumbó muchas de las tesis hasta entonces consideradas no solo evidentes, sino además modélicas para el estudio de otros procesos revolucionarios.

El proceso subversivo que estalló en 1789 continúa siendo referencia obligada para pensar la revolución, como lo fue en su época para Marx.[9] Por ser la forma lógica más clara de las revoluciones burguesas, ofrece tanto el prototipo de radicalización de las contradicciones de clase, como de su expresión más obvia: la política. Y, por ello mismo, ha contribuido a un equívoco universal.

Pues hasta hace apenas cincuenta años, aún dominaba[10] la tesis de las Luces: la tormenta revolucionaria fue preparada teóricamente por los prohombres de la Ilustración; la opresión económica feudal llegó a su clímax; la actividad política expresaba el ansia de un orden social nuevo, más justo, y por ello hizo tabula rasa de los valores que identificaban al Antiguo Régimen; i. e., el sujeto revolucionario creó los nuevos valores de acuerdo a las ideas de los filósofos de la Ilustración, reflejadas luego en su tempestuoso quehacer. De hecho, la gran mayoría de los franceses era analfabeta; los clubes revolucionarios debieron su origen, precisamente, a la necesidad de explicar en los barrios la verbosa retórica dominante en la Asamblea; la opresión económica feudal no era peor de lo habitual; y los nuevos valores ya se habían creado en el seno del Antiguo Régimen. Y el ansia precisa de un orden social más justo parece bien indefinida.

La intensidad y trascendencia de la Revolución Francesa hace olvidar a veces su brevedad temporal. El calendario republicano también colabora, pues es difícil notar que el famoso golpe de Estado del 18 Brumario, año VII, ocurrió el 9 de noviembre de 1799. Ello significa que el período «revolucionario» duró solo diez años.

El ciclo de la post-revolución — Consulado, Imperio, Restauración, oleadas desde el 20 hasta el 48 para llegar, al fin, a una efímera República que solo se afirmaría tras la derrota del imperio de sainete de Napoleón el Pequeño — muestra el retorno a los valores que quedaron de 1789, y la permanencia de las conquistas que realmente arraigaron en la totalidad social. Pero también la fragilidad de la identidad sujeto-política. Pues los cambios políticos fueron asumidos de modo activo por la mayoría del pueblo francés, quien transitó, no obstante, por etapas históricas bien diversas, marcándolas además con su protagonismo.

La peligrosa tesis de «la preparación teórica previa del hecho revolucionario» tenía su contrapunto en la manipulación de masas: el «buen pueblo», canonizado por Michelet,[11] es arrastrado por los detentores del poder a acciones sin retorno que facilitan su control, pero aceptaría encantado, dadas algunas concesiones parciales, el regreso a los buenos y viejos valores. En la Vendée francesa corrió mucha sangre por este motivo que, en última instancia, sustentó también el intento de Girón.

En este último caso, la realización del proceso subversivo parece asumir una displicente masa popular, cuya voluntad es fácilmente gobernable. En el primero, la «preparación teórica previa» como resultado de un proceso reflexivo, que al traducir la coyuntura social insta a la transformación política, presupone un sujeto capaz de apropiarse y traducir adecuadamente esa teoría y actuar en consecuencia, o lo que es lo mismo, un sujeto político dotado de plena capacidad de refracción teórica.

Ambas vertientes han sido hasta ahora típicas en el análisis de las revoluciones sociales contemporáneas. Desde luego, la revolución cubana no ha sido la excepción. Pues su eclosivo comienzo provocó una avalancha literaria, compuesta, como siempre, por admiradores o detractores a ultranza. Pero el factor común era siempre el mismo: la presuposición de un sujeto político, identificado o no con la revolución. Ello condujo no solamente a sostener tesis tan peregrinas como la negación del fundamento nacionalista de la revolución,[12] sino también a presentar al sujeto revolucionario como una identidad ya dada, cuyos progresivos cambios ocurren más que en el plano político.

Por supuesto, semejante premisa posibilita, las muy difundidas tesis acerca de la radicalización del proceso revolucionario cubano, en tanto resultado de presiones foráneas,[13] así como la recurrente esperanza de extinción de la revolución, pacientemente sostenida por grupos que creen hallar en la coyuntura actual la validación de sus anhelos.

Y es que el legado de 1789 pesa también sobre la reflexión acerca de la revolución cubana. Por supuesto, considerar la actividad del sujeto revolucionario resultado primordial de su asunción de una teoría política dada torna incomprensibles no solo a las revoluciones, entendidas como proceso de subversión de la totalidad social, sino también al propio sujeto, cuya apropiación de lo real queda rígidamente limitada.

Sin embargo, esta es la tendencia dominante en la numerosa literatura sobre la revolución. Desde luego, hay que diferenciar entre las dos principales comunidades científicas productoras, cuyos resultados son paradójicamente idénticos para el problema que nos ocupa, aunque las premisas sean bien distintas.

En lo referente a la producción nacional, domina una descripción hechológica mediada por valoraciones a posteriori, en la cual la actividad del sujeto aparece omitida o relegada a segundo plano ante la fuerza del acontecimiento histórico con el que se identifica.[14]

Respecto a la copiosa producción foránea, ha transitado desde la antinomia inicial euforia-crítica extrema hasta un momento más reflexivo, donde domina el propósito de caracterizar las sucesivas fases del devenir revolucionario y sus vínculos con la historia anterior, así como sus tendencias de desarrollo futuro. Desde los años setenta esta evolución ha generado estudios que, lejos de considerar la realidad cubana como totalidad abstracta, se dedican a sus rasgos económicos (Mesa-Lago, Barkin, Roca, Hagelberg, Moran), políticos (Domínguez, Fontaine, Fagen, González), sociológicos (Horowitz, Eckstein, Fox, Victoria, Kahl) e incluso, se proponen desentrañar problemas específicos, como el comportamiento y la evolución de grupos sociales (Azicri, Salas, Vinn).[15] La formación de investigadores sobre el tema posibilitó, desde la década del ochenta, una amplia producción dedicada más al análisis que a la especulación.

Pero tanto en el ámbito doméstico como foráneo, los estudios se caracterizan por presuponer un sujeto esencialmente político, identificado o no con la revolución. Ello no solo permite las curiosas conclusiones de un Domínguez, por ejemplo, sino también la recurrencia de pronósticos apocalípticos a cada paso del devenir revolucionario: las nacionalizaciones, la Crisis de Octubre, o la soledad económica del país en 1991.

Y de ahí la necesidad de pensar la revolución. Pues generalmente la reflexión se realiza desde las condiciones y premisas del cambio, así como de las posibilidades del grupo que desencadena la subversión. Considerar las revoluciones como hecho esencialmente político no tiene, por supuesto, nada de raro. Enfocarlas solamente desde el prisma político olvida dos elementos importantes, destacados tiempo ha por Marx; una revolución es un proceso de subversión de la totalidad social y, en segundo lugar, el sujeto político difiere en su apropiación del sujeto real.

Concebido como sujeto político, i. e., aquel cuyas razones para actuar se validan desde la traducción que la ideología política hace de una teoría dada, la apropiación no solo estará totalmente mediada por este prisma, sino que exigirá del sujeto una fuerte resistencia a los valores que como heredero del estilo de pensamiento anterior porta, y que ya no corresponden al sistema de ideas que pretende de modo consciente implantar. De ahí que desde 1789 las muletillas «rezago del pasado» o «herencia del pasado», hayan sido tan recurrentes en todas las revoluciones. El análisis del sujeto real, por el contrario, presupone el de los valores que encarna y la transformación correspondiente.[16]

Ya desde sus trabajos de juventud, la preocupación de Marx es pensar la revolución desde el sujeto de la revolución, i. e., pensar el sujeto para poder pensar la revolución. Como se sabe, las teorías sociales contemporáneas al joven Marx asumían el carácter revolucionario del portador del cambio en virtud de la explotación de que era víctima. El problema de la distribución de la riqueza social, que tanto preocupara a David Ricardo, sirvió para fundamentar esa singular mezcla de utopismo y altivez ilustrada típicas de la primera mitad del siglo XIX. Para Marx, considerar la filosofía como quintaesencia espiritual de su época[17] suponía no solo establecer su función cosmovisiva, sino también su valor heurístico. De ahí que ya en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844[18] se dedique a esbozar los rasgos esenciales de la enajenación del sujeto, planteando la transposición apropiación-enajenación e insistiendo en la distinción entre la enajenación en la relación sujeto-objeto («enajenación de la cosa»[19] ) y la generada por su propia actividad («enajenación de sí mismo»[20]).

Y este problema, que preocupará al pensador alemán hasta su madurez, no tiene en modo alguno un hálito teoricista. Ciertamente, los «Manuscritos del 44» representan un interesante contrapunteo hegeliano-feuerbachiano en el pensamiento del joven Marx. Pero, más allá de su propio ajuste de cuentas filosófico, es fácil constatar su interés casi obsesivo en el avasallamiento que sufre el sujeto a manos de las propias fuerzas sociales,[21] y lo limitada que es aún la solución que brinda al problema, en cuanto depende de que el socialismo actúe para el hombre como autoconciencia positiva,[22] i. e., lo reconvierta en sujeto.

El camino recorrido muestra ya en el Manifiesto del Partido Comunista la misma tenaz preocupación, que ahora ya ha superado el híbrido principio activo hegeliano traducido desde el materialismo feuerbachiano. No es casual que en esta obra se haya empeñado, con Engels, en establecer la lucha de clases como línea lógica del devenir histórico, esto es, de la totalidad social en desarrollo, pues es tal concepción de totalidad quien le permite, ahora sí, establecer al proletariado como sujeto de actividad en la época moderna.

Y se trata de un sujeto cuyo carácter revolucionario dimana no solo de la lógica de la historia, sino de su capacidad para cambiar su modo de apropiación, y, por tanto, superar la enajenación a partir de la transformación de la realidad social. Del mismo modo en que la totalidad se concibe como despliegue de contradicciones, la contradictoria apropiación del sujeto revolucionario le impone transformarse a sí mismo para generar un nuevo proceso de vida real,[23] tanto material como espiritual.[24]

La insistencia de los pensadores alemanes, y especialmente de Marx, en la precisión del sujeto revolucionario a la vez que se perfila la noción de totalidad social tiene quizá su expresión más clara en el famoso «Prólogo»[25] a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, donde se insiste en la complejidad del sistema de relaciones que en la producción social de su vida el sujeto crea, así como en la importante y a veces — por reiterada — preterida tesis de que toda sociedad brota de las entrañas de la que la precede, y con ella, el sujeto.

Y es que a veces el Marx filósofo hace olvidar su profundo conocimiento de la historia y de la teoría económica[26] y cómo este permea toda su reflexión. Quizá no haya texto más citado que la «Carta a Weydemeyer» del 5 de marzo de 1852,[27] si bien solo para mostrar lo que el propio Marx considera su aporte teórico, a saber: la relación clases-fases del desarrollo social, y la abolición de las clases como resultante lógica de la lucha de clases. Pero Marx comienza rechazando de plano el mérito de haber descubierto las clases en favor de historiadores burgueses que «habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía de estas».[28] Los historiadores aludidos son Michelet y sobre todo Thiers, y hay que ser Marx para deducir de sus obras afirmación semejante.

Como se ha dicho, Jules Michelet es el historiador popular por excelencia de la Revolución Francesa. En su célebre obra[29] describe, loa y justifica paso a paso la actividad popular, sin que ello suponga la más mínima distinción entre los sectores que forman esa totalidad para él enorme e indefinida del «pueblo francés». Por el contrario, en su «Historia del Consulado y el Imperio»,[30] Thiers trata de mostrar la lógica de la sucesión de los acontecimientos, apoyándose en una para la época impresionante fuente documental. Y nada más.

Cierto que ya desde Smith — y antes — se venían insinuando en economía política las distinciones de clase, que con David Ricardo alcanzan su precisión científica. Pero el económico diseño de la totalidad social hacía necesariamente abstracción de las complejidades de la coyuntura real,[31] y Marx las tiene bien en cuenta. Por ello insiste en la dinámica de las relaciones sociales, así como en la correspondencia sujeto activo-fuerzas del desarrollo social en el seno de una totalidad cuyo devenir exige no olvidar ninguna de las aristas que la componen, so pena de distorsionar el sentido y razón del cambio que se quiere realizar.

Pues la advertencia del «Prólogo», respecto al nacimiento de la nueva sociedad en el seno de la vieja supone, entre otras cosas, comprender que el protagonista de la subversión se ha formado no solo material sino también espiritualmente en ella y, por tanto, no puede confiar en la aplicación automática de la tendencia ascendente del desarrollo social. Ni tampoco trasladar directamente la ingente rectificación que la teoría supone al plano político: hacerlo significaría absolutizar la lógica de la totalidad en detrimento de la riqueza del movimiento real.

Y Marx lo sabía muy bien. Su obra más famosa, El capital, devela las contradicciones del modo clásico de producción capitalista y constituye, por tanto, el fundamento teórico de la legitimidad del propósito revolucionario de la clase obrera. Sin embargo, también advierte que se refiere a los representantes de las clases de esta sociedad únicamente como figuras lógicas,[32] y no en tanto individuos de «carne y sangre», pues, como tales, no puede hacerlos responsables de relaciones de las que son tan solo criatura.[33]

Si las categorías totalidad, mediación y relación se aplican constantemente en El capital, son objeto de reflexión permanente en los Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, donde Marx insiste en el carácter orgánico de la totalidad social[34] y su peculiaridad de generar determinaciones propias en su devenir. Vale decir, en su desarrollo produce elementos nuevos que, no obstante, son constitutivos de la sociedad; siendo totalidad orgánica crea en su devenir, a partir de sí misma, «los órganos que aún faltan». Ello significa que cada relación social se comporta como medio y mediación de sí misma, lo que hace bien difícil su análisis independiente.

Y por ello, Marx tiene el cuidado de efectuar en los «Fundamentos» una importante distinción. La actividad del sujeto teórico, explicada y traducida racionalmente merced a la virtud del pensamiento teórico de desplegarse en abstracciones sucesivas que encierran la historia lógicamente rectificada, no incluye — ni puede, dados sus límites, hacerlo — la complejidad efectiva del todo real. Como señala Marx, la transición pensamiento-realidad en el sucesivo despliegue categorial solo puede reflejar el proceso histórico real,[35] pero en modo alguno sustituirlo. Por eso, añade el pensador alemán, el sujeto real, la sociedad, debe actuar constantemente como presuposición para la actividad «puramente especulativa y teórica».[36]

Ello no parece limitarse a sugerir, el contraste de la teoría con las características histórico-concretas del todo al que se aplica. La teoría no puede más que brindar líneas lógicas generales, en plena correspondencia con la interpretación que de la realidad brindan los teóricos, que, como señalaran Marx y Engels en el «Manifiesto Comunista», son simplemente «los poseedores de una clara visión de la marcha y los resultados generales del movimiento proletario».[37] Por ello, han de ser capaces de transformar la teoría según el devenir real, y de reconstruir para el protagonista de la historia un diseño también real del mundo en que vive, harto ajeno a nivel cotidiano de las tesis «puramente especulativas y teóricas».

Al distinguir entre sujeto teórico y sujeto real, Marx establece una importante precisión. Para la reflexión, i. e., para la elaboración teórica de lo real, para el desarrollo del pensamiento teórico en el proceso de ascenso de lo abstracto a lo concreto, el sujeto en cuestión es también «resultado del pensar y del concebir»; vale decir, una abstracción de elevado nivel que expresa las condiciones reales de actividad de la totalidad social. Pero si de lo que se trata es de analizar la actividad real del sujeto social, la identidad sujeto-principio teórico activo, no basta.

Desde luego, ello sugiere el problema de la primacía en la consideración del principio activo. No se pretende, en modo alguno, regresar al hombre genérico feuerbachiano. Si el principio de lo histórico y lo lógico se cumple, o, lo que es lo mismo, si el devenir de las categorías está condicionado por fases dadas del desarrollo social, resultará ineludible que sea el nivel de mayor rectificación lógica — expresión adecuada de la totalidad orgánica — quien sirva de criterio para descodificar el segundo, que además, teóricamente, es su premisa. A ello se une otra cuestión, no menos importante: en la relación apropiación-enajenación, la refracción de lo real se produce a través de las fuerzas ideológicas que el propio sujeto crea.

Pues el sujeto real «subsiste de manera autónoma, aparte de la mente»,[38] y promueve con su actividad una imagen del mundo que solo tangencialmente puede coincidir con la concepción teórica. Ella incluye desde los hábitos hasta la leyenda, y no puede ser comprendida ni estudiada al margen de la emocionalidad del sujeto.

Muestra de ello es el análisis realizado por Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Si en El capital se había enunciado la lógica del modo capitalista de producción y por tanto el comportamiento también lógico de sus clases fundamentales, la experiencia francesa remite al teórico enseñanzas cardinales: en momentos de convulsión social, el comportamiento de la clase no es ni puede ser homogéneo; precisamente por ello, sus límites como totalidad se hacen fluidos para definirse solo por contraste; por último, las tradiciones fijadas en la cultura que cada clase porta no son de despreciar, y ello permitirá las alianzas de clase más inverosímiles.

De hecho, uno de los más fuertes elementos en pro de la victoria del pequeño sobrino fue justamente la leyenda del gran tío, cuya efectividad condicionó un cambio dramático en la correlación política. Por eso, al brindar su conocida definición de clase social,[39] Marx insiste en la necesidad de analizar cómo las condiciones económicas de existencia se plasman en un modo de vida peculiar, que distingue, por sus intereses y su cultura, a una clase de otra… siempre que enfrente una oposición hostil en el mismo rango de determinaciones.

Con ello no solo analiza a la clase como totalidad orgánica en movimiento, considerando la interacción de los factores materiales y espirituales en la apropiación del proceso real de vida, sino que también retoma una vieja idea: la entereza del comportamiento de la clase en situaciones de crisis dependerá de la solidez de la oposición que enfrente. Y esta no debe limitarse al reino económico o político: también ha de encarnar la apariencia misma de las fuerzas del mal. La energía revolucionaria y la conciencia de la misión de clase no son suficientes — comenta Marx — para llevar a buen término la revolución; urge además «que todos los defectos de la sociedad se condensen en otra clase, que una determinada esfera social sea considerada como el crimen notorio de toda la sociedad».[40] Ese fue precisamente el logro de la burguesía francesa.

Y es que los sucesos de la Francia del 48 remiten a una frase lapidaria del joven Marx: «Solo en nombre de los derechos generales de la sociedad puede una clase especial reivindicar para sí la dominación general».[41] Las enconadas rivalidades entre la finanza y la gran industria, la propiedad territorial y el comercio, desaparecen por arte de magia ante las sublevaciones del proletariado. Entonces, la diferencia entre orleanistas y legitimistas desaparece para dar lugar al Partido del Orden, cuyo propósito no es otro que salvar el orden burgués de los «enemigos de la sociedad».[42]

Al erigirse en guardiana de la estabilidad y el orden, la burguesía francesa no solo parece eliminar sus profundas diferencias, sino que lo hace en pro de un atractivo estímulo: la gloria nacional. Si los campesinos votaron en masa por Luis Napoleón, también lo hizo en menor medida el escindido proletariado galo, dividido antes y después de 1848 por la filiación a propuestas que oscilaban entre el socialismo utópico de Flora Tristán, las incendiarias tesis de Augusto Blanqui y los benévolos Talleres Nacionales de Louis Blanc.

La jugada de la burguesía francesa fue realmente magistral. En aras de la reconquista de la gloria nacional, empleó las simpatías de los campesinos por el Imperio, o lo que es lo mismo, la arraigada tradición histórica que identificaba en la leyenda al Gran Corso con la defensa de la propiedad. Como señala Marx, «La idea fija del sobrino se realizó porque coincidía con la idea fija de la clase más numerosa de los franceses»[43] a niveles que trascienden el análisis estrictamente económico. Lo simpático del asunto es que el uso de la leyenda se tornó contra sus manipuladores, y la burguesía se siente luego traicionada por la actividad de la vile multitude…, cuyas expectativas ha contribuido a formar.

Usando la legitimación histórica, lograron también neutralizar las aspiraciones del proletariado, cuya búsqueda de una identidad política especial parecía erigirlo en el enemigo por antonomasia de la nación. Así, resultará la encarnación del «crimen notorio» de que hablaba el joven Marx, mientras que la alianza de la burguesía aparece como «la clase de toda la sociedad».[44] Pues también para ellos, pese a la definición que julio de 1848 expresa, la leyenda napoleónica actúa como atractivo imán que contrapone, y no por última vez, los intereses de clase con los de la nación.[45]

Ya desde el «Manifiesto Comunista», Marx y Engels habían lanzado la tajante tesis de que «el proletariado no tiene patria».[46] Y ciertamente como clase, no la tiene; pero resulta harto difícil superar el peso de las tradiciones nacionales y el arraigado sentimiento de pertenencia históricamente formado. Si como destaca I. Berlin,[47] la nación es uno de los temas más recurrentes y menos susceptibles de explicar racionalmente de la historia moderna, ello se hace mucho más engorroso cuando se produce un enfrentamiento bélico.

Tal situación fue evidente en la II Internacional, en la que el chovinismo derrotó incluso las premisas teóricas de los herederos de Marx; y fue también un serio problema para Lenin, quien tuvo la difícil tarea de propiciar la revolución en un país en guerra.

Pero la ductilidad del análisis marxista se diluye en la II Internacional, donde — pese a los esfuerzos de Engels — la lógica de la concepción clasista oscila entre el maniqueísmo y las concesiones de principio, que ya motivaron la ira burlona de Marx en la Crítica al Programa de Gotha.

Amén de las peculiares condiciones de la Rusia zarista, Lenin hubo de enfrentar tanto la herencia populista como la divergencia de opiniones entre los marxistas de la época. Pero la preocupación leninista no es quién, sino cuándo y cómo están dadas las condiciones para la revolución, y cómo derribar y emplear luego la maquinaria estatal.

El desafío a las tendencias belicistas obliga a Lenin a precisar la coyuntura idónea para la «situación revolucionaria», y las condiciones subjetivas en general que propician la revolución.[48] Resulta interesante constatar que al hacerlo caracteriza el movimiento de la clase explotada como respuesta al opresivo comportamiento de la dominante, tanto desde los habituales prismas económico y político, como desde la agresividad social que este provoca. Con ello destaca «la acción histórica independiente» de las masas, ante la extendida opinión que reducía la revolución a secuela inmediata de una «crisis económica y política».[49]

Al transcender el economicismo reinante, Lenin advierte la necesidad de no confiar en la actividad espontánea de las masas en períodos críticos, pues por sí mismas no lograrán siquiera hacer tambalear la maquinaria estatal. Ello impone, por supuesto, una correcta apreciación del momento histórico, las posibles alianzas de clase y, a la vez, del alcance represivo del Estado.

La necesidad de llevar a la práctica el proyecto subversivo condujo al líder ruso a distinguir en el Estado al instrumento de dominación como tal del aparato represivo que constituye su expresión más evidente, así como su empleo tanto en el control de la vieja clase dominante, como en la dirección de los grupos que el proletariado debe guiar.

Concebido en tanto «instrumento de dominación de una clase sobre otra»,[50] necesario en la primera etapa de la dictadura del proletariado, el Estado es también un instrumento central de dirección colectiva para grupos tan diversos como los «campesinos, pequeña burguesía, semi-proletarios»,[51] que deben subordinarse al poder obrero. El papel regulador del Estado permitirá no solo la hegemonía del proletariado, sino también el cuidadoso manejo de las contradicciones de clase mientras ellas subsistan, i. e., hasta su extinción. Y es la propia dinámica de su ejercicio quien ofrecerá a Lenin la oportunidad de distinguir, después de Marx, qué entender por clase social.

La conocida definición leninista de clases sociales[52] aborda, como es sabido, el problema desde el ángulo de las relaciones sociales en su dimensión más amplia. Por eso, el teórico ruso no se contenta con establecer la clase como resultado de su interacción con los medios de producción (fuerzas productivas), precisando además la sanción jurídica que los valida, sino también, el lugar desempeñado en la organización social del trabajo (relaciones de producción), amén del modo en que perciben la riqueza social que se les concede (consumo-distribución, relaciones de producción).

Desde luego, de todo ello un buen conocedor de Marx infiere el modo de apropiación de lo real, tanto material como espiritual, que el filósofo alemán había subrayado en los «Fundamentos» al explicar las identidades producción-distribución-cambio-consumo. Tomada literalmente, tal y como ocurrió, conduce a identificar al protagonista del cambio con su sustantividad económica, lo cual dará lugar más tarde a la obligada asunción del potencial revolucionario del hacedor del proyecto de subversión social en virtud de su simple pertenencia clasista. De este modo, el sujeto económico se torna automáticamente en sujeto político, vale decir, portador de una ideología con la que se identifica por expresar sus condiciones materiales de vida.

Ya Marx había pensado con acuciosidad el problema de la conciencia de clase, y desde el «Manifiesto Comunista», como se ha visto, planteaba la necesidad de intérpretes capaces de develar los resultados generales del movimiento histórico. Del mismo modo, en «El 18 Brumario» constata la facilidad con que el proletariado como clase puede ser manipulado, y la naturalidad con que es absorbido en alianzas que van contra sus intereses reales, precisamente por carecer de una interpretación teórica del asunto.

Al elaborar la teoría del partido, Lenin distingue con nitidez entre la conciencia de clase que sus miembros portan en virtud de su simple pertenencia, y la conciencia teórica de la clase, que solo la vanguardia puede reflexivamente ofrecer. Pero su confianza en el papel dirigente y educativo del partido de nuevo tipo y la función reguladora del Estado hace que no explore un problema que más tarde, pasada la euforia del triunfo del primer país socialista del planeta, desplegará toda su virtualidad: el compromiso explícito de la clase con el grupo que representa sus intereses.

Si Lukács desarrolla más tarde la diferencia entre conciencia de clase y conciencia teórica de clase a partir del esquema que la reificación impone, el enfoque seguirá siendo, más allá de los avatares sufridos por la obra del teórico húngaro, el mismo: en virtud de su determinación clasista, el proletariado es portador inevitable de la ideología política avalada por el materialismo histórico.

Es justamente tal asunción la que no parece justificada para Antonio Gramsci. Como se ha abordado en otro lugar,[53] al filósofo sardo le inquieta que la teoría de la revolución de la época omita, o dé por descontado, un factor a su juicio esencial: el hacedor del cambio social.

Sabido es que al pensador italiano le tocó sufrir el tránsito del leninismo creador al marxismo dogmático, contra el que siempre se rebeló. A la herencia de la II Internacional se suma la progresiva dilución de la teoría en la política, prestigiada por el triunfo de Octubre. La dependencia de los partidos comunistas respecto al soviético condujo a la copia servil de sus pugnas intestinas, cuando no a la reproducción literal de las facciones opuestas en contextos bien diferentes. Y Antonio Gramsci considera, con razón, que tal actitud puede propiciar no solo la desconfianza hacia el partido fundado por Lenin, sino también, y especialmente, el olvido de los intereses de las masas cuyo liderazgo enarbolan.

https://medium.com/la-tiza/carta-al-comit%C3%A9-central-del-partido-comunista-bolchevique-de-la-uni%C3%B3n-sovi%C3%A9tica-67adc1e51905

No corresponde aquí analizar en detalle los avatares de la filosofía marxista en la Unión Soviética a partir de la década del veinte, ni las consecuencias de la identificación filosofía = ideología política[54] para la comprensión de la historia de la filosofía y en especial de la relación Hegel-Marx. Baste señalar que ya a fines del decenio se han diseñado dos líneas fundamentales, a saber: la conversión del marxismo en sistema finito, de leyes aplicables a cualquier nueva interrogante que la práctica generase; y la divulgación de la filosofía «en aras de la popularización», a través de obras que reducían su esencia a fórmulas doctrinales.

No es por ello casual que Gramsci dedique gran parte de su reflexión al problema del diseño del proyecto de subversión social. Mientras sus contemporáneos teorizaban acerca de la revolución como cuestión en torno a la toma y mantenimiento del poder político, el pensador italiano la considera, al igual que Marx, como proceso de subversión social, cuya esencia desaparece si no se logra antes, durante y después la transformación de su protagonista.

Y Gramsci sabe que los análisis en boga asumen como resuelto un factor esencial: la capacidad cohesionadora y movilizadora de las masas. Como alertaba en 1926, por primera vez en la historia la clase dominante vive en condiciones inferiores a las de la clase dominada,[55] lo que supone un serio peligro para la conservación del poder. Pues las viejas formas ideológicas mantienen su autonomía, y es gracias a su mediación que el sujeto refracta la nueva realidad.

Lejos de considerar al sujeto revolucionario como caldo de cultivo propicio por las relaciones económicas que porta, catalizadas más tarde por la labor educadora del partido, el teórico italiano destaca la fuerza de las relaciones ideológicas en su formación y comportamiento. Por ello retoma un tema caro a Marx: la relación sociedad política-sociedad civil.

A su juicio, todo sujeto es víctima de la hegemonía resultante del cambiante equilibrio sociedad política-sociedad civil, de modo que inconscientemente reproduce los patrones valorativos de la clase dominante. Es a través del aparato ideológico del Estado que ella reproduce y transmite como cultura general sus propios valores, fijados muchas veces como norma moral. Ello significa que ningún proceso de subversión social tendrá éxito estable, si no se crea un nuevo terreno ideológico que propicie la reforma de las conciencias.[56] Mas, para lograrlo, el sujeto ha de ser consciente de la actividad de las formas ideológicas. Y de ahí la paradoja de la proposición gramsciana, pues la dificultad radica en que de modo inevitable es partícipe y resultado de ellas.

Por ello, el «moderno príncipe», el partido, cambia aquí sustancialmente su función. Lejos de limitarse a preparar teóricamente a las masas, confiando en la conciencia que por su origen clasista portan, el intelectual orgánico habrá de realizar una cuidadosa labor de transformación cultural que propicie la sustitución de los valores ajenos. Sin embargo, su subversión cabal únicamente será posible tras la toma del poder.[57]

Al reintroducir al protagonista del proceso de subversión social como problema, y no como partícipe cuyo compromiso se garantiza por su mera pertenencia a una clase dada, Antonio Gramsci subraya la estrecha unidad sujeto-ideología, que hasta él solo se consideraba en su expresión más evidente: la política. Y desde luego, plantea un conflicto de difícil solución para las revoluciones futuras.

Como es dable apreciar, el quehacer del filósofo italiano — por demás, harto desconocido en su época — enfoca desde un ángulo bien distinto la cuestión de pensar la revolución. Pues no se trata solamente de considerar al sujeto desde un prisma tras Marx ignorado, sino de diseñar la imagen ideológica del todo social desde y para el sujeto, para trascenderla y subvertirla. Lo cual significa plantear, otra vez, el problema de la ideología.


Notas:

[1] El Mundo, La Habana, 11 de marzo de 1960, p. A-6.

[2] «Actas» de la primera y segunda sesión del Consejo de Ministros, en Luis M. Buch: Gobierno Revolucionario Cubano: génesis y primeros pasos, Col. Historia, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1999, pp. 167–172, Anexos 5 y 6.

[3] Gaceta Oficial de la República de Cuba, Presidencia de la República, La Habana, 21 de enero de 1959, 1ra. Sección (2 secciones), p. 602. Firmado en Santiago de Cuba el 2 de enero de 1959.

[4] «(…) se crea el Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de Reforma Agraria (…) se designa al Comandante Dr. Ernesto Guevara como Jefe del Departamento de Industrialización, dándole fuerza legal y ejecutiva a cuantas órdenes, medidas o disposiciones hubiera dictado, a partir del día 15 de septiembre de 1959, fecha en que comenzó a cumplir dicha función (…)”. Gaceta Oficial de la República de Cuba, Instituto Nacional de Reforma Agraria, «Resolución №49», La Habana, 14 de diciembre de 1959, 1ra. Sección (4 secciones), p. 28081. Firmado el 21 de noviembre de 1959.

[5] «Navidad de Cuba nueva», en Diario de la Marina, La Habana, 2 de enero de 1960, p. 8-B.

[6] Bohemia, año 54, no. 51, La Habana, 23 diciembre de 1962, p. 3.

[7] Bohemia, año 53, no. 53, La Habana, 24 diciembre de 1961, p. 3.

[8] Recuérdese la exageración romántica de las víctimas del Terror francés, o los rumores que propiciaron la «Operación Peter Pan» en Cuba. O la deserción política latinoamericana provocada por la «amenaza» representada por el socialismo cubano para el hemisferio. Transcurrirían más de treinta años para que se reconociera oficialmente la falacia de tal peligro. Fidel Castro: «Lo que nosotros demandamos es el cese del bloqueo», en Granma, año 34, no. 72, La Habana, 10 de abril de 1998, pp. 4–5. Entrevista concedida por el Comandante en Jefe Fidel Castro, primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y presidente del Consejo de Estado y de Ministros, a periodistas dominicanos y cubanos, el 8 de abril de 1998.

[9] Amén de obras donde se hace mención explícita, como El 18 Brumario de Luis Bonaparte y Las luchas de clase en Francia, existen numerosas referencias en textos supuestamente «económicos», como El capital (en especial el tomo III), Teorías de la plusvalía y Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, sin obviar, desde luego, escritos tan famosos como el Manifiesto del Partido Comunista y la «Carta a Weydemeyer», o «juveniles», como la Crítica del derecho político hegeliano, a los que se aludirá más adelante.

[10] Con reservas en la obra de historiadores bien lúcidos, como Michel Vovelle y François Furet, por citar tendencias contrapuestas, continuadores de la tradición de los Anales iniciada por Marc Bloch y Lucien Febvre. Sin embargo, la celebración del Bicentenario fue ocasión para que se divulgasen todo un conjunto de obras que demolían los lugares comunes sobre la Revolución, a la vez que generaban muy interesantes interrogantes, de fructífera consecuencia hoy. En la tradición anglosajona hay que resaltar también la obra pionera de Alfred Cobban, Aspects of the French Revolution (especialmente su capítulo 1).

[11] Quizá uno de los efectos más interesantes del reexamen crítico de la Revolución Francesa sea la reevaluación de la obra de Jules Michelet, hasta entonces considerado «no objetivo» y «prejuiciado» a favor de las masas revolucionarias. Justamente, lo que Michelet destaca es la emocionalidad del protagonista del cambio.

[12] J. Domínguez: Cuba: «Domestic Bread and Foreign Circuses», en I. Horowitz (editor): Cuban Communism, 4th. Edition, Transaction Books, New Brunswick (USA) & London (U. K.), 1981, pp. 458–461. En un investigador tan serio como Domínguez — buen conocedor de la problemática política cubana — semejante postura es consecuencia lógica de asumir unilateralmente al sujeto de la revolución. Explícitamente declara: Contrary to its reputation, the Cuban revolutionary struggle against Batista in the 1950’s was not principally motivated by nationalist themes. Public opinion surveys taken both before and after the revolutionaries came to power in January 1959 show that mass public opinion was relatively unconcerned about international affairs or about the role of the U. S. inside Cuba. Given Cuba’s international vulnerability they should have been concerned, but they simply were not. For example, very few Cubans were concerned about the foreign ownership of the largest firms operating in the country. In 1960, less than a tenth of urban Cubans responding feared or hoped about anything related to internal affairs (including the U. S.). Ob. cit., p. 461. [«A diferencia de su fama, la lucha revolucionaria cubana contra Batista en los 50 no fue motivada principalmente por ideas nacionalistas. Las encuestas de opinión pública realizadas antes y después de que los revolucionarios llegaran al poder en enero de 1959 muestran que la opinión pública en general estaba relativamente despreocupada respecto a los asuntos internacionales, o respecto al papel de los Estados Unidos dentro de Cuba. Dada la vulnerabilidad internacional de Cuba debían haberse preocupado, pero simplemente no lo estaban. Por ejemplo, muy pocos cubanos estaban preocupados acerca de la propiedad extranjera de las grandes firmas que operaban en el país. En 1960, menos de un décimo de la población cubana urbana respondió temer o esperar respecto a algo relacionado con los asuntos internacionales (incluyendo a los Estados Unidos)».]

[13] Esta es la tesis favorita de Domínguez: By the early 1960’s, however, the revolutionary government had embarked on a major campaign to reorient the Cuba public’s perceptions. «U. S. Imperialism» was identified as the grand enemy. Political legitimacy was claimed at home, in part, because the foe was so powerful and so despicable. The right to rule came to depend on opposition to an evil international force. Ibídem. [“Sin embargo, a inicios de la década del 60, el Gobierno Revolucionario había lanzado una importante campaña para reorientar la percepción pública de Cuba. El «Imperialismo norteamericano» fue identificado como el gran enemigo. En parte, se reclamó la legitimación política doméstica porque el enemigo era tan poderoso y despreciable. El derecho a gobernar llegó a depender de la oposición a una malvada fuerza política internacional”.] El autor suele insistir en los factores externos (relaciones Cuba-EE. UU., relaciones Cuba-URSS, principalmente) como fundamento de la emergencia y perdurabilidad de la revolución.

[14] Desde luego, mención aparte merece el lúcido texto de Carlos Rafael Rodríguez, «Cuba en el período de transición» (Letra con Filo, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1983, t. II), donde se aborda justamente el problema de la actividad del sujeto, pero solo desde el punto de vista político. Uno de los rasgos más interesantes de esta obra es la caracterización que ofrece de la burguesía industrial no azucarera y su papel en el proceso revolucionario.

[15] Referir los textos de cada uno de los autores mencionados sería harto extenso. Una buena muestra de su producción puede encontrarse en las sucesivas ediciones hechas por el sociólogo Irving Horowitz, Cuban Communism.

[16] La distinción entre sujeto teórico y sujeto real ya se esboza en Marx, como se analizará más adelante. Es la identificación del sujeto de la teoría con el protagonista del cambio subversivo la fuente del equívoco mencionado.

[17] Carlos Marx: Crítica del derecho político hegeliano, ed. cit., p. 20.

[18] Carlos Marx: Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Editorial Progreso, Moscú [s. a.]. Probablemente la «concepción marxista de la enajenación» guarde la apariencia de ser uno de los temas más divulgados y estudiados de la teoría de Marx. Ya en la década del sesenta, la célebre polémica en pro del «humanismo real» dividió a los teóricos a favor del «Marx subjetivista», partidario de la enajenación, y el «Marx objetivista» de El capital, sostenedor, al parecer, de relaciones económicas mecánicas y deshumanizadas. Como señala de forma acertada Ernst Mandel, tal polémica no fue en absoluto exclusivamente teórica, sino que portaba determinaciones ideológicas bien precisas. E. Mandel: La formación del pensamiento económico de Marx, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1970, pp. 210–238. La extinción de la polémica dejó, sin embargo, su legado: al referirse al problema de la enajenación, se ha hecho tradicional centrar el análisis en «los Manuscritos del 44», sin establecer el despliegue del problema en textos marxistas posteriores. La esperanza expresada por Roman Rosdolsky acerca de que la publicación de los Fundamentos de la Crítica de la Economía Política permitiría estudiar adecuadamente la cuestión y comprender a cabalidad El capital permaneció durante mucho tiempo realizada solo en su propia obra. Roman Rosdolsky: Génesis y estructura de El Capital de Marx, Siglo XXI, México, 1979.

[19] Carlos Marx: Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, ed. cit., p. 59.

[20] Ibídem.

[21] Ibídem, pp. 56, 59, 66–67, 89.

[22] Ibídem, p. 94.

[23] En La ideología alemana, Marx y Engels trabajan ampliamente la expresión «proceso de vida real» para indicar la contradictoriedad de la totalidad social. Carlos Marx y Federico Engels: La ideología alemana, Editora Política, La Habana, 1979, cap. 1.

[24] Carlos Marx y Federico Engels: «Manifiesto del Partido Comunista», en Obras escogidas (tomo único), Editorial Progreso, Moscú [s. a.], pp. 42–43.

[25] Carlos Marx: Contribución a la Crítica de la Economía Política, Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1973, pp. 12–13. Al terminar su concisa y célebre explicación del problema, Marx insiste en la dificultad de juzgar la autoconciencia revolucionaria: «Así como no se juzga a un individuo por la idea que él tenga de sí mismo, tampoco se puede juzgar tal época de revolución por la conciencia de sí misma…», cuestión que se abordará posteriormente.

[26] Las intensas búsquedas de Marx en torno a la teoría económica que le precedió son bien conocidas, y por demás evidentes en Teorías de la plusvalía, Fundamentos de la Crítica de la Economía Política y El capital. Sin embargo, con frecuencia se olvida que para perfilar su propia teoría, Marx consideró necesario estudiar en detalle tanto las «formas de apropiación capitalista», como la historia a él contemporánea, basándose en los mejores textos disponibles en la época.

[27] Carlos Marx: «Marx a Joseph Weydemeyer» (5 de marzo de 1852), en Carlos Marx y Federico Engels: Obras escogidas, ed. cit., pp. 703- 704.

[28] Ibídem.

[29] J. Michelet: Histoire de la Révolution française (Édition établie et annotée par Gérard Walter), Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, Paris, 1987.

[30] L.A. Thiers: Histoire de la Révolution française, Furne, Paris, 1880, 8 vol.

[31] De tal modo que, como es sabido, Ricardo sostuvo científicamente la imposibilidad de las crisis de superproducción en el capitalismo, y la primera aconteció un año después de su muerte.

[32] Carlos Marx: «Prefacio a la 1ra. edición alemana», en Karl Marx: Le Capital, Garnier-Flammarion, Paris, 1969, p. 37; El capital, Editorial Cartago, Buenos Aires, 1974, t. I, p. 23.

[33] Ibídem.

[34] Carlos Marx: Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1970, t. I, p. 196.

[35] Ibídem, p. 39.

[36] Ibídem.

[37] Carlos Marx y Federico Engels: «Manifiesto del Partido Comunista», ed. cit., p. 43. Esta idea tendrá un interesante desarrollo en la concepción gramsciana del intelectual orgánico.

[38] Carlos Marx: Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, ed. cit., t. I, p. 39.

[39] «En la medida en que muchas familias viven bajo condiciones de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases que se le oponen a estas de un modo hostil, aquellas forman una clase». Carlos Marx: «El 18 Brumario de Luis Bonaparte», en Obras escogidas, ed. cit., p. 171.

[40] Carlos Marx: «Introducción», en Crítica del derecho político hegeliano, ed. cit., p. 26.

[41] Ibídem.

[42] Carlos Marx: «El 18 Brumario de Luis Bonaparte», ed. cit., p. 102.

[43] Ibídem, p. 172.

[44] Carlos Marx: Crítica del derecho político hegeliano, ed. cit., p. 26.

[45] Quizá una de las cuestiones más relevantes del satírico imperio de Luis Napoleón sea su acertado manejo de la historia como legitimación, y con ella del nacionalismo francés, que incluye desde la copia mimética de la corte de su famoso tío, hasta el montaje e inauguración de la célebre Exposición Universal de París.

[46] Carlos Marx y Federico Engels: «Manifiesto del Partido Comunista», ed. cit., p. 48.

[47] I. Berlin: Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas, Fondo de Cultura Económica, México, 1983, pp. 451 y ss.

[48] V. I. Lenin: «La bancarrota de la II Internacional», en Obras completas, Editorial Progreso, Moscú, 1985, pp. 130–131, t. XXVII.

[49] Ibídem, p. 123.

[50] V. I. Lenin: «El Estado y la revolución», en Obras completas, ed. cit., pp. 7–8, t. XXXIII.

[51] Ibídem, p. 26.

[52] V. I. Lenin: «Una gran iniciativa», en Obras completas, ed. cit., p. 16, t. XXXIX.

[53] M. del Pilar Díaz Castañón: «Gramsci: el sencillo arte de pensar», en Revista de la División Académica de Ciencias Sociales y Humanidades, no. 11, Villahermosa, Tabasco, México, mayo-agosto de 1995, pp. 43–52.

[54] Tal análisis se realiza en «Los avatares de la ideología», capítulo 2 de esta obra. Para un examen más detallado sobre el tema, ver M. del Pilar Díaz Castañón: «Louis Althusser: mito y realidad», Centro de Estudios Socio-Culturales, La Habana, junio de 1990.

[55] «Carta a Togliatti, 26 de octubre de 1926», ed. cit., pp. 356–357.

[56] A. Gramsci: El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Edición Revolucionaria, La Habana, 1966, p. 48.

[57] Ibídem, p. 94.


Comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *