Por Fina García Marruz
Tomado de Fina García Marruz: Hablar de la poesía. La Habana, Letras Cubanas, 1986.
Lo primero fue descubrir una oquedad: algo faltaba, sencillamente. Pero, de pronto, todo podía dar un giro, y las cosas, sin abandonar su sitio, empezaban ya a estar en otro. La poesía no estaba para mí en lo nuevo desconocido sino en una dimensión nueva de lo conocido, o acaso, en una dimensión desconocida de lo evidente. Entonces trataba de reconstruir, a partir de aquella oquedad, el trasluz entrevisto, anunciador. Relámpago del todo en lo fragmentario, aparecía y cerraba de pronto, como el relámpago.
Los espacios y vacíos del verso reflejaban bien aquel vacío, aquella irrupción. Un libro de verdadera poesía detenía el encantamiento. Salvo en aquellos instantes felices de sus súbitas visitas, la belleza misma parecía tener como una limitación. El mar que tenía delante de los ojos era sólo aquel mar. En el misterioso deseo, en la nostalgia imprecisa, sentía una mayor intensidad de presencia. El mar en un verso de Keats se acercaba más a aquel mar total, bramador como el deseo o la esperanza. Estaba a la vez cerca y lejos, dejando oír su «viejo son oscuro» y estallando allá donde la espuma, elevándose contra las rocas, rompía a cantar como el coro de las ninfas. La poesía para mí, la viviente y la escrita, eran una sola, estaba allí donde se reunían los tres tiempos de la presencia, la nostalgia y el deseo, sobrepasándolos, encendiendo no sé qué sed.
Más que en lo que tenía delante de los ojos encontraba en la memoria ese poder mayor de detener lo sucesivo, tocarlo en el hombro y hacerle volver el rostro. Recuerdo que una calle a la salida del colegio, una calle lateral que daba al mar, con un gran árbol añoso en su centro, que yo veía a diario con indiferencia, me produjo una vez, al sobrevenirme de pronto su memoria, como una sensación de bienaventuranza. En su nostalgia no había deseo de retorno al pasado sino como una promesa desconocida: el deseo era como un desapego más bien y la sensación de presencia mucho más intensa que cuando lo tuve todo realmente delante de los ojos. Como Cristo a los discípulos de Enmaus, cierta revelación de lo real sólo me ha sido reconocible a precio de desaparecer.
No puedo decir que fuera aquel un paraje especialmente bello. Nunca he sentido la belleza como una cualidad que puedan tener o no tener las cosas sino como su esencia constante sosteniéndolas, que puede revelársenos o no. Por esto la poesía y «lo poético» me parecen en realidad cosas antitéticas. Lo que encuentro «poético» está ya limitado por mi particular elección o propósito embellecedor. Es algo demasiado excluyente, caprichoso, temperamental. La belleza, o lo es todo, o sería la misma cosa que la injusticia.
Ahora siento menos que en la adolescencia ese imperio de la memoria y el deseo. El hoy humilde me parece el verdadero alimento. Pan nuestro de cada día, no lo excepcional, sino lo diario que no cansa, ni estraga, y que sustenta. Vivir en esa especie de disparadero del proyecto incesante, menudo o magro, escamotea muchas veces su maná precioso sosteniéndonos. Que ningún acto que realicemos en el día, ni aún el más modesto, sea mecánico. Que podamos tender la cama con la misma inspiración con que antes se iba a ver la caída del crepúsculo. La mujer que cose un roto, la que enciende el fuego, la que barre el polvo, contribuye también al orden del mundo, a la caridad más misteriosa: sirve a la luz. Esto no excluye otros órdenes y otras órdenes de más vasto alcance. Se trata de rescatarlo todo, no sólo lo que no poseemos aún sino lo que poseíamos sin darnos cuenta. Se trata también del servicio misterioso.
No se debiera tener «una» poética. En la poética personal debieran entrar todas las otras poéticas posibles. Que el sinsonte y «el divino doctor» no se recelen mutuamente. Que el arte directo no excluya el viejo preciosismo. La naturaleza crea el ala para el vuelo pero, después, la decora. El realismo verdadero debiera abarcar el sueño y el no-sueño, lo que tiene un fin y lo que no tiene ninguno, el cacharro doméstico y la Vía Láctea. Ningún otro realismo que el de la misericordia.
El bromista Cocteau dijo una de las cosas más lúcidas que se han dicho de la poesía: yo sé que la poesía sirve para algo, lo que pasa es que no sé para qué. Algunos ven a Cocteau como un payaso, pero a ellos les recordamos lo serios que son los payasos y cómo, tantas veces, han sido los bufones los únicos que le dijeron la verdad al rey.
En todo verdadero poema hay un elemento que escapa a su creador mismo. Señalar fines a la poesía, no importa su bondad intrínseca, es pretender conocer de antemano los límites y contenidos de ese impulso necesariamente oscuro en su raíz, es ignorar las exigencias de ese organismo tan delicado como desconocido cuya potencia de visión, profecía o conocimiento es tanto mayor cuanto menos pueda ser manejado por una voluntad siempre menos sabia que él. El fin no opera en la poesía, como en cualquier otra creación viviente, al modo como opera en una máquina, que sólo tiene la materia que necesita para logar su objetivo.
Una creación viviente no es nunca el resultado de sus elementos formadores sino ese espacio a que se adiciona un número desconocido. Señalar fines a la poesía, por elevados que estos sean, es no comprender que el poeta ha de vivir dentro de ella como dentro de algo que lo excede y no que él maneja a su gusto, de modo que se puede decir que la poesía vive menos dentro de él que él dentro de la poesía, como creyó la vieja teología que no era el alma la que estaba dentro del cuerpo sino el cuerpo dentro del alma. Es porque la poesía no es otra cosa que el secreto de la vida, por lo que siempre escapará a la noción de fin visible.
El fin no es en ella, como en la máquina, el instante último de su movimiento, sino una instancia superior que le es paralela, acechando, juzgando, ennobleciendo, transparentando lo invisible.
Nadie entienda con esto que defendemos el desacreditado «arte por el arte», como si algo pudiera constituirse en fin en sí mismo sin negar la esencia de la caridad. Debiera cesar la envejecida polémica de arte puro y arte comprometido. Ni arte «puro» ni arte «para». Sólo la mala intención puede confundir el respeto hacia aquellos cuyos fines nos son desconocidos con la ininteresante pelea entre lo mecánico y la intrascendencia.
La prosa, decía Brull, se hace con lo que conocemos; la poesía, con lo que desconocemos. Imagino la poesía como la súbita captación de aquello que seguiría existiendo aún cuando yo no lo viese.
Poeta es ese extraño cazador que sólo da en el blanco cuando el pájaro salta, libre. Poesía en incorporar, no en destruir, tener la sospecha de que aquel que no es como nosotros tiene quizás un secreto de nuestro hombre.
¡Si pudiéramos hablar de la poesía del mismo modo como ella calla su esencia sin proclamación! Todo poeta siente, al trabajar, que sus palabras son moldeadas por un vacío que las esculpe, por un silencio que se retira y a la vez conduce el hilo del canto, y toda su impotencia y toda su fuerza consiste en la necesidad de desalojar a ese único huésped necesario. El silencio es en la poesía, como en la naturaleza, un medio de expresión. La poesía vive de silencios, y lo más importante, quizás, es ese momento en que el pulso se detiene y va a la otra línea de abajo. La prosa sigue siempre, no necesita de esa detención, en la que se encuentra sólo lo que se rompe.
Poesía palabrera no es poesía. Cintio me recuerda siempre que la poesía no es decirlo todo sino decir la mitad, o más bien, sugerir una totalidad a través de un límite. Cierto arte ambicioso que quiere alcanzar lo ilímite de primera mano me produce siempre un efecto empequeñecedor. Denme el conocimiento de un límite y la más simple frase melódica me puede llevar de la mano a lo insondable.
En lo humano, he sentido siempre la poesía en aquellos raros seres capaces de darnos alegría, que no son siempre, necesariamente, los más alegres. Aún la existencia más dichosa es tan trágica que la alegría me ha parecido siempre lo más conmovedor, porque quien nos la da también es un mendigo. Adoro esa bondad involuntaria, capaz de sonreír en la miseria, esa humildad desgarradora de la alegría. El hogar en que conviven, el sitio por donde pasan seres así quedan llenos de inspiración permanente. Un rayo sólo de esa luz y el mal retrocede como ante un escudo.
Chaplin cuenta en su Autobiografía cómo su madre alegraba el oscuro sótano de la calle Oakley en que vivían, comprando narcisos con los pocos peniques que cobraban o poniéndose sus trajes viejos de actriz de teatro para hacer imitaciones burlescas de los actores que vio trabajar en su juventud, y nos cuenta que la tarde en que estando él convaleciente de fiebres, empezó su madre a leerle los relatos evangélicos, ya entre dos luces, deteniéndose sólo para encender la lámpara, encendió también en él la luz más benigna que jamás conociera el mundo, la que diera a la luz todas las grandes obras del teatro y de la poesía: el amor, la compasión, la humanidad.
¿Quién sabe de qué fuente modesta e inatendida saca el hombre para siempre su decisiva elección del bien o del mal, el interés que preside el menor descubrimiento científico o su ulterior sentido de la belleza? ¡Qué alta pedagogía la que respetase el tiempo libre, no programado, el único quizás, en que se aprenden las cosas que no se aprenden!
El mismo Chaplin cuenta del Londres de su niñez, de sus viajes sentado en el ómnibus de caballos, junto a su madre, intentando alcanzar al paso los árboles llenos de lila; de los billetes naranja, azul y verde que cubrían el pavimento en las paredes de los ómnibus y tranvías; de los domingos melancólicos; de las rubicundas floristas en las esquinas del puente de Westminster que hacían ramitos para la solapa «manipulando con sus hábiles dedos el papel de plata y el tembloroso helecho»; de los «materiales vaporcitos de un penique» que bajaban sus chimeneas al deslizarse bajo el puente. Y concluye: «Creo que mi alma nació de estas cosas triviales». ¿Qué poeta no podría decir otro tanto?
Hay una luz normal de la vida que escapa a toda sublimación y que sin embargo es la más sustentadora. No se podría oír todas las mañanas la magnífica aria de Tristán e Isolda, y el humilde sinsonte no nos cansa jamás. Sólo un genio podría haber escrito Tristán, pero sólo un dios podría haber creado la yerba o enseñado el pan nuestro.
Si lo triste enriquece, contribuye también a la alegría. Lo que más nos importa, en las cosas y sobre todo en las personas, no son sus ideas, no son sus propósitos, por elevados que estos sean, sino su esencia misma, lo que emana de ellas involuntariamente, como el olor de la resina del tronco. Un enteco maestro, un puritano, puede hacer aborrecible la moral a un niño y un payaso en cambio despertarle su sentido del humor, de la compasión, de la simpatía, de la benevolencia. Se reza involuntariamente porque estas cosas no desaparezcan del mundo.
La literatura, el teatro, la novela, han contribuido muchas veces a hacer atractivos el error, el crimen, el absurdo, la profunda necesidad de transgresión que habita en todo hombre. Sólo la poesía tiene el secreto de la fidelidad al ser y saber atravesar las lindes sin destruirlas, como la luz al cristal. La moral está mucho más desacreditada, todo su vocabulario resulta inservible. «Honorable», «honesto», sugieren en el joven imágenes de doblez, limitación o hipocresía manifiesta. Aún la palabra «bueno» resulta débil, cuando debiera ser una palabra deslumbrante. Las realidades opuestas tienen un vocabulario menos deformado y una literatura sin duda superior que no es raro que resulte desgraciadamente más atractiva. La infidelidad humana tiene su Tristán e Isolda y la divina su parábola del hijo pródigo. Nada semejante cuenta la obediencia y todas esas realidades que tienen quizás un nombre mucho más bello que el que nos enseñaron, pero que toda la poesía del mundo parece insuficiente para expresar.
La poesía debiera crear, de hecho está tratando de crear siempre, ese otro lenguaje. Menos importante que hacer de ese lenguaje un lenguaje excepcional o un lenguaje común (cansa ese juego fatal y al parecer necesario de las «reacciones a») es que ambos recuerdan lo que debió haber sido el lenguaje natural del hombre.
Las mismas palabras «grande», «superior», «excepcional», revelan un vocabulario de enanos, y cualquiera que sea nuestra personal incredulidad acerca de una caída teológica, de un cataclismo inmemorial, bastarían algunas grietas del idioma o (sin llegar siquiera a la conducta) de la simple hermosura del rostro humano, para revelarlo. Al joven literato que se siente más allá de ciertas envejecidas categorías por un desdén, en buena parte legítimo, hacia la hipocresía que ocultan, recordaríamos que si al cortar la cizaña, cortan también el trigo, no quedará más que el hambre sobre la tierra.
El hecho de que la poesía no sea de ninguna manera un reino autónomo, «por encima» de la moral, etcétera, y que el esteticismo a lo Wilde resulte hoy más anacrónico que peligroso o más desolado que cínico, no debiera llevar a una tosca programación, hecha en el seno del poema mismo, en que la nobleza o veracidad de la «tesis» excuse de darle un tratamiento más hondo, más iluminador de las verdaderas relaciones, acaso más misteriosas, de la moral y la poesía. Cuando Keats cree leer en la urna griega «Beauty is truth; truth beauty» nos hace sentir con menos fuerza la verdad y belleza de este misterio primigenio que cuando hace decir en sus versos a un tordo: «Nada sé, y sin embargo, la tarde me escucha».
Ni los apartados «poetas malditos» del XIX, ni los «comprometidos» moralistas de hoy nos dejan solo sus propias malas o buenas intenciones: la poesía las atraviesa siempre, más allá, o más acá, de lo que el poeta piensa o decide: ella intenta y logra (o no) otra aventura, y con sus mismas palabras, cuenta otro cuento: ella tiene su propia manera de servir. La poesía no es el reino del «deber ser» sino del ser, de aquí que toda programación, todo propósito, moral o inmoral, rebaje el arte, le dé una cierta limitación. El moralizador, ese solista, olvida que conmover, como dijera Martí, es moralizar.
La poesía quizás sea la moral venidera, como que es la más antigua, la que de hecho siempre nos ha educado y mejorado sin pretenderlo, como el hijo es educado y mejorado por la madre no a través de lo que ella le dice sino de lo que no le dice, y él siente, rodeándolo como un manto. Es esa poesía invisible la que lo sustenta todo: la acción más pura y la más pura contemplación. Su fuente no se sabe: la bondad primera, una voz, un rostro, algo que, quizás, hemos olvidado. La Naturaleza es fuente de inspiración moral permanente. Todos estamos influidos, sin notarlo, por la belleza natural que nos rodea, las luces que se hunden, las albas que vuelven.
Todo poeta sabe que los poetas son los otros, los que no escriben versos, y no sólo los servidores magnos (como recordaba el poeta Barnet) sino aún los más humildes, la hermana que cose en la habitación de al lado, la bocanada fresca que entra cada mañana cuando abrimos la puerta, el canario en el balcón. Una mujer que se sabe bella, ya lo es menos. Del mismo modo, nadie podría «sentirse» poeta sino por ese único punto en que deja de serlo, y quizás sólo hemos sido verdaderamente poetas en los raros instantes en que no nos dimos cuenta de ello.
Pensé iniciar estas palabras diciendo que yo no sé lo que es la poesía. Pero después de la famosa frase del más sabio de los hombres me temo que esta sea una declaración demasiado arrogante. A mis diecisiete años yo sabía muchísimas cosas más acerca de la poesía. Como cualquier joven ignorante, lo sabía, naturalmente, todo. Recuerdo que escribí un tratado de unas cuarenta páginas del que ahora hubiera podido valerme si no fuera porque un pobre hombre, aprovechando mi previsible distracción, me robó la bolsa que contenía el voluminoso trabajo que sólo pude reconstruir después en parte. Por desdicha mía y suya, en la bolsa tenía sólo cinco centavos. Siempre compadecí a aquel ladrón que creyó encontrar algo con qué aliviar su miseria y sólo halló una arrogante disertación sobre la poesía. ¡Con qué aborrecimiento tiraría mis papeles a un rincón! Poesía sería para él un plato de sopa bien caliente, un colchón nuevo, un abrigo. Muchas veces imaginé el miserable cuartín en que debió haber abierto su desolado tesoro y me sentí maldecida por aquel desconocido que esperaba, sin duda, otra cosa mejor. Poder reparar de una vez por todas ese error, no defraudar de nuevo esa esperanza, siento que es lo único que nos daría a todos el derecho para volver a hablar de la poesía.
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