Por Ernesto Teuma Taureaux y Leyner Javier Ortiz Betancourt
Producción literaria
Antes que la primera palabra, escrita o hablada, sea toda una experiencia previa, una acumulación de lecturas, ficciones cotidianas, impresiones de la época son recibidas y requeridas. Lo social gravita incluso en la forma más desprovista de cualquier contenido, en la historia ausente de personajes o de narración alguna. Incluso antes de que el escritor la escriba, la palabra ya supone la existencia de otro, de un lector. El escritor es inconcebible sin el lector. Necesita de alguien que pueda interpretar y darle sentido a sus textos (e incluso en la más absoluta soledad, donde el escritor es el único lector de sí mismo, es ya otro). La palabra escrita sale al mundo para ser digerida siempre por multitudes (a veces mínimas).
Hasta acá muchas obviedades, además de viejas, abstractas, y hasta cierto punto inútiles todavía para realizar uno de los momentos fundamentales de cualquier reflexión teórica: el ascenso de lo abstracto lo concreto, como diría Marx, el análisis concreto de la situación concreta, al decir de Lenin. Y lo que interesa acá no es el lector, el escritor o la literatura en abstracto, sino un tipo muy específico de producción «literaria», una escritura sui generis con un público también muy peculiar: el interrogatorio como situación productora de ficciones.
Un interrogatorio sucede en un espacio rigurosamente reglamentado y tiene un objetivo único: la búsqueda de la Verdad. Una Verdad que ilumine la implicación de un sujeto en un acto entendido como criminal o delictivo. Cualquier interrogatorio tiene dos personajes/actores típicos: el interrogador (que puede ser uno o múltiple) figura representante del poder estatal, de la inteligencia colectiva del aparato policial del Estado, el buscador de la Verdad, moralmente superior y bueno, el Orden. En la otra esquina el criminal, «despreciable», ya culpable, aunque esperando la demostración de su inocencia, solo consigo mismo.
En el exterior del interrogatorio, como prolongaciones y órganos del interrogador, existe un ejército de peritos que, por medios técnicos, intentan establecer la Verdad. Especialistas y analistas de datos duros que examinan cada resquicio. Frente a su acción parece existir muy poco espacio para la producción de cualquier ficción. Hay una Verdad, que el interrogador establece y afirma al enhebrar los resultados del esfuerzo colectivo. El interrogado, el culpable, puede resistirse a ella pero sucumbe ante los golpes quirúrgicos de la evidencia presentada y las preguntas basadas en ella. Todo acaba bien. El crimen se resuelve con la victoria del Orden. Fin.
La Verdad ficticia
Pero si la Verdad puede definirse sin la confesión del criminal, ¿por qué se hace necesario el interrogatorio, un espacio tan rigurosamente reglamentado que exige un tono de voz para cada participante, un ritmo de respiración, que unos hablen o callen o pregunten o se rompan, con sus momentos de pausa y sus repeticiones innecesarias? ¿Acaso es más que puro teatro?
Sin embargo, debemos evadir este relato fácil, que desestima la necesidad de algo como un interrogatorio y tomarnos su existencia y realidad en serio, no como mero trámite. De hecho el interrogatorio no es apenas el lugar donde la Verdad se «confirma», sino donde esta se produce de formas, además, más literarias que técnicas. Vistos bajo esa luz, tanto el interrogador como el interrogado se convierten en productores de ficciones, de sentidos en pugna.
Puesto que el centro de nuestra discusión no tiene que ver con la justicia o la moral, cualquier consideración sobre el crimen no nos atañe, salvo en un sentido muy singular. Un ladrón de gallinas dirá que no lo hizo y será desmentido por el testimonio de un vecino (especie de intertexto, falso o real). Un violador evadirá la cuestión, dará coartadas, la descripción de la víctima y la presencia de su semen lo delatarán. El que desvía materiales para reparar su casa dará más guerra, al igual que el que haya matado a un hombre por razones morales superiores; para ellos la ley, pero en ambos casos el cuerpo del delito (construido o muerto), existe para inculparlos. Por supuesto que acá la distinción trazada se hace menos evidente, sin embargo podemos decir que está presente, aunque resuelta de la manera más pedestre y vulgar. Pero existe un tipo de criminal en el cual la lucha por el sentido va más allá de los límites normales del criminal común: el criminal político es siempre un fuerte productor de sentido contra el poder, contra el Estado. Es este el caso típico de la literatura de interrogatorio.
Mientras los casos anteriores son apenas disrupciones e interrupciones menores del orden social, la propiedad privada, las buenas costumbres o la vida, el criminal político expresa su crítica al funcionamiento de ese orden, de esas costumbres, de aspectos fundamentales del poder constituido y apunta hacia su transformación (en un sentido revolucionario o no). Y mientras los criminales comunes siguen funcionando, de alguna manera en el gran relato general del Estado (donde su crimen es apenas una desviación personal), el criminal político posee un sentido diferente y antagónico con respecto al del Estado.
Por ello el teatro de interrogatorio, para el criminal político, al ser un crimen de sentido, es el escenario de una cruenta lucha de ficciones, de pura literatura.
El interrogador, uno o múltiple, intentará encadenar los hechos de la vida del interrogado y crear su propio relato sobre él, el relato del Estado, y para ello encontrará indicios, pruebas y confesiones en todo, invocará la tragedia familiar y personal, el futuro castigo penal, el espectro de la prisión, las trabas. El interrogador narrativiza, desde su mirada y poder, el pasado, el presente y el futuro del interrogado en una única trayectoria posible. A la coacción física del espacio (la soledad compartida del interrogatorio puede ser abrumadora), se suma la coacción literaria, que distorsiona e intenta destruir la historia del interrogado, desarmar la ficción a la que se aferra, aunque la Verdad del poder sea siempre, y también, ficticia.
De manera intuitiva o consciente, el criminal político, construye sus defensas ante la ficción atacante, desestima las evidencias como falsas o inventadas, intenta formar un relato alternativo de sí mismo, afirma sus propias convicciones, acoraza su confianza, intenta no dejarse quebrar. Su táctica es pasar de la defensa al ataque total, en términos de anteponer su sentido al del Estado o, al menos, el empate técnico que es el silencio (una fortaleza quizás más segura, pero incapaz de producir ficciones). El silencio es de forma simultánea el desafío de un espacio vacío, donde las palabras del poder chocan contra el cuerpo mudo sin romperlo, o el reconocimiento de su incapacidad para sobrenarrar a su adversario, la consciencia más clara del valor limitado que puede tener su contraficción.
A medida que el interrogatorio progresa, la verdad cambia. En este toma y daca se construye y reconstruye, cierran y abren caminos. El interrogador intenta parecer un narrador omnímodo pero a veces sabe muy poco. El interrogado acusa y desenmascara, no se deja relatar, resiste. La ficción se produce y desarrolla. La literatura de interrogatorio surge en el medio de un conflicto de gran intensidad cuya duración es variable. Su tragedia es su efecto limitado, por eso a veces el silencio, porque la literatura de interrogatorio se da solo cuando el interrogado tiene la capacidad de responder, cuando la destrucción del contrario debe ser simbólica o no ser. Pero cuando la resistencia feroz del interrogado se anticipa, la pura fuerza es el instrumento, el terror es el trasfondo.
Totalitarismo
Una dictadura es la solución de fuerza a la presión de las clases populares, es el resultado de la fractura total de la hegemonía capitalista: la coerción desnuda. Y a la coerción no le interesa la literatura de ningún tipo, la violencia reaccionaria es tan absoluta que es muda, y deja las marcas de ese silencio en las masas, las marcas de la tortura en los cuerpos que se le resisten, o su desaparición. La contraficción tiene un espacio limitadísmo, pero imprescindible para no sucumbir al relato del terror, al vacío. Donde existe esa resistencia hay libertad, donde la contraficción es posible no todo está perdido.
Quizás solo en este sentido particular un concepto tan gastado y vacío como «totalitarismo» tiene algún valor, por su eliminación sistemática de toda otra verdad. Pero debemos impugnar esa visión, que arrastra aires de guerra fría, pues el totalitarismo contemporáneo es el del ruido y la lógica del carnaval; el totalitarismo neoliberal lo asimila todo, lo deforma todo, impone en lo cultural el mismo vacío que el terror que, como un siamés, siempre supone. Su abundancia es la imposibilidad de toda narración, es un interrogador total y todos somos sus prisioneros.
Pero, si se vuelve a la intimidad terrible del salón de interrogatorio, hay una posibilidad que queda inexplorada, un caso autóctono de las viejas repúblicas del Este europeo y la antigua URSS (y con ciertas resonancias en los procedimientos inquisitoriales contra los herejes como el que narra Ginzburg en El queso y los gusanos). Estas sociedades tenían sus enemigos internos, disidentes liberales, protoburgueses, adalides del retorno al capitalismo. Contra ellos, el escenario descrito arriba es consistente. Interrogador e interrogado poseen sentidos antagónicos y presupuestos adversos. Pero en estas sociedades se da el caso más particular de toda esta literatura, el caso más ambiguo y difícil de explicar: aquel en el cual el interrogador y el interrogado parten ambos de sentidos que, aparentemente, coinciden…
[Las tres ideas que se infieren del desarrollo del texto o que se encuentran solo planteadas son las siguientes: uno, los archivos policiales como bibliotecas, como huella y residuo, eco de la literatura descrita en el ensayo; dos, la idea de esta misma literatura como trauma, que se manifiesta como auto-interrogatorio constante en la vida posterior del interrogado como una duda disolvente y enloquecedora; y tres, la idea de la escala y función de esta literatura en el orden social como destrucción molecular del interrogado y su sentido antagónico.]
¿Ritual vacío?
En cualquier caso, se trata de un ritual que pertenece al reino de lo curioso, máxime en nuestro contexto hiperdiscursivo, rasgo fundamental en las formaciones socialistas que ha hecho notar Boris Groys. Dado que todo proceso de investigación policial implica la búsqueda de pruebas contundentes que evidencien la autoría del crimen, uno pudiera preguntarse por la utilidad de este procedimiento que, aún con todas las pruebas en la mano, se realiza. ¿Por qué es necesario requerir la narración de la verdad del acusado cuando se tienen las pruebas acusatorias necesarias?
El interrogatorio presenta múltiples paradojas. Como tecnología supone el despliegue de un discurso en el que el paradigma corrector, la verdad contra la que se contrasta lo aducido, es la narrativa del acusador, articulada en torno a la evidencia. Lo paradójico es que en el seno del aparato represivo se ejecute un procedimiento puramente lingüístico, ajeno al ejercicio de la fuerza o la tortura — y esta es la tendencia de la modernidad capitalista y sus biopolíticas de control y disciplinamiento masivos — . La fuerza ejecuta un raro acto afectivo en el que parece que le otorga la oportunidad de redención al acusado, un gesto biopolítico por medio del discurso. La vieja técnica de los dos interrogadores, uno agresivo y otro comprensivo, parece evidenciar esta paradoja: la amenaza de la cárcel contra el sentimiento de la familia en desgracia. Es como si el arma acariciara al imputado con un frío rudo e insoportable, todo porque necesita escuchar una confesión que dimane de sus labios. Pero si, a fin de cuentas, el propósito del interrogatorio es fortalecer la narrativa de la evidencia con la confesión pertinente del acusado, ¿no es suficiente con las pruebas mudas?, ¿acaso se produce algo diferente en el interrogatorio o es solo un ritual de confirmación de unas premisas dadas y, por tanto, un acto vacío? Si algo no cambiara, entonces, ¿para qué hacerlo?
Purgas entre camaradas
No hace mucho Rialta publicó «Crónica de otro interrogatorio», un artículo que se presenta como autobiográfico, en el que la autora expone su supuesta experiencia como interrogada de los servicios de seguridad cubanos. Es curioso que esta crónica se presente como testimonio verídico, por demás incontrastable, como si con ello se agregara un ápice de atractivo, como si el relato ficticio por sí solo careciera de lo necesario para autoinvestirse políticamente — porque está claro que el interés en presentarlo como verdadero es denunciatorio — . En realidad, este procedimiento es similar al interrogatorio al menos en lo que respecta a la confesión: lo que la narradora no pudo confesar en la oficina policial, lo expone en un medio digital en el que se siente amparada; le cuenta al gran Otro, al orden simbólico, su trauma, lo exorciza como una acusación: se invierte así la premisa de la interrogación, ahora son los acusadores quienes son acusados. Lo que sugiere este proceder es que tal inversión de roles solo puede ejecutarse fuera de la dimensión definida como interrogatorio. El supuesto testimonio es, pues, un interrogatorio imposible y, por tanto, se esfuerza en presentarse como verdad, cuando todo su valor se encuentra en la ficción verosímil que despliega. En un plano psicoanalítico, para un enemigo el trauma del interrogatorio termina por ser asimilado como orgullo, como las heridas de guerra, dado que uno es reconocido como un contendiente político del bando antagónico, uno tiene importancia, uno es una supuesta amenaza a la seguridad del enemigo que interroga. Es así como la autora del artículo procesa el trauma de su interrogatorio.
Pero, a la larga, es esta una salida relativamente fácil: el trauma en verdad radical — y el que siempre causa más interés desde el punto de vista narratológico y ficcional — sucede cuando un revolucionario es sometido a un interrogatorio por el poder que se enuncia a sí mismo como revolucionario, cuando alguien es reprimido por su camarada político. Hablo acá del trauma brutal que generan, por ejemplo, las purgas de Stalin.
En el interrogatorio estalinista no importaba perjurar sobre una supuesta lealtad, sobre los mil servicios otorgados a la revolución, la única oportunidad era reconocerse traidor. Se trata de una forma peculiar de activación de la política en su modalidad de guerra: la determinación de amigo y enemigo de la que habla Carl Schmitt. Lo distintivo en el caso de la URSS es que, ante la distancia lejana del enemigo imperialista, la fantasía oscura del hombre de Estado es encontrar al traidor en su más leal servidor, en su compañero de lucha, en su secretario. En el magma estatista que caracteriza al orden posrevolucionario que da sustento a las purgas soviéticas, se ha tejido una historia fantástica de conspiraciones a lo interno del aparato. Pero no es el azar sino una política de poder la que teje la trama: los acusados son los que mantienen una legitimidad simbólica por su entrega y capacidad de lucha previas, una legitimidad que puede competir con la del hombre de Estado. La forma de destruir ese poder simbólico es presentarlos como traidores, dado que una acusación menor sería insostenible: los amigos deben ser trasladados al bando enemigo. Sería el caso de una política que busca eliminar la posibilidad misma de la política como la entiende Ranciére: en resumen, como realización del ideal (comunista) de igualdad. Lo que se despliega es pura política de poder, de palacio, que no es otra cosa que el simulacro de la política por medio de la hiperrealidad que presenta: ¿acaso no es algo hiperpolitico encontrar y condenar a un enemigo entre los antiguos amigos? Pero ese es el engaño siempre posible de la política como guerra y su paradoja definitiva: una politización masiva con el propósito exclusivo de eliminar la genuina Política.
Para el acusado indefenso la situación es insoportable porque significa la manifestación de un deseo íntimo, profundo e inconsciente, una fantasía fantasmática que sostiene su conducta ética: traicionar a los compañeros/amigos. Tal y como demuestra Freud en Tótem y tabú, esta horrenda fantasía funciona como el deseo inconsciente por la muerte del ser querido, lo que sostiene nuestro posterior e inevitable sentimiento de culpa. Pero, si la muerte es sobrecogedora, ser acusados de ella por el compañero puede poner en jaque nuestra estabilidad psíquica, y podemos terminar por admitir, en un genuino impulso suicida, que hemos sido nosotros los únicos culpables de esa muerte. El sentimiento de culpa se dirime no como resignación sino como expiación, lacerar al cuerpo mismo es lo único que libera de la insoportable culpabilidad, de la desgarradora persistencia de lo real por medio de la acusación. Entonces, uno desea la propia muerte: se cumple así la fantasía política más profunda y peligrosa: ser asesinado de forma arbitraria, ser traicionado, por los propios camaradas. Estos, a su vez, canalizan la posibilidad de encontrarse en el lugar del acusado dando cumplimiento a su fantasía, que conocen muy bien en tanto es la suya propia. Deben dar cumplimiento cuanto antes al deseo profundo del agraviado, porque su situación es la prueba del peligro que corren todos. Es este frenesí horroroso de temores el que sustenta la economía libidinal de la orgía tanática que sacudió el Estado soviético entre 1936 y 1938, sin olvidar las reediciones posteriores.
En este juego fantástico de pulsiones de muerte solo vence quien posea todas las fantasías, aquel al que fluyen todas estas informaciones como contrapartidas metalingüísticas inconscientes en cada informe, en cada gesto discursivo especial, en cada parte militar o informe productivo. Es el poder sobre el flujo informativo, su enunciación y el establecimiento de sus patrones o tecnologías productivas, lo que dota a Stalin de la última ventaja ante la debacle suicida del funcionariado soviético. En un sitio donde la muerte sucede por medio del lenguaje, poseer la voz definitiva, lo hace ser el más puro soberano, aquel que decide sobre la vida y la muerte con la fuerza imposible de su habla, incluso, de un susurro, un gesto, como el arbitrario dedo pulgar del emperador romano cuya pura orientación hacia el cielo o la tierra decidía sobre las almas de los gladiadores.
La voz que narra
La verdad del interrogatorio, que resulta insoportable hasta para el interrogador mismo, es que lo que se busca acá no es la confesión del acusado sino la del poder represor. En este acto quien habla y corrige el habla contraria, quien instaura las pautas, es el interrogador. Lo que se pretende producir en el acusado es el discurso ya contenido en la evidencia, que no es otra cosa que el discurso del Estado sobre este particular. Entonces, no se trata de un interrogatorio sino de un acto de disciplinamiento lingüístico, un ritual investido de connotaciones para el acusado: ser considerado arrepentido o no por el poder. Está clara la importancia que este procedimiento tiene para el interrogado pero no para el acusador. Quizás el propósito es una confirmación de poder en la forma benevolente y compasiva: como el padre que sugiere al hijo que lo ame y se presenta ante él de forma lastimosa, un intento manipulador por excelencia. Parece decir: «hacemos esto por usted, para que se redima ante el orden simbólico que representamos; somos misericordiosos, su tarea consta solo en narrar nuestra evidencia dado que nosotros somos incapaces de hacerlo». Y es a este último punto al que pretendo llegar.
El poder se confronta con un cúmulo de evidencias cuya articulación se infiere, pero no se realiza. Ellos pudieran tejer una narración verosímil, pero no dejarían de sospechar sobre su veracidad: no pensarían que la evidencia les miente, dado que la evidencia es muda, pensarán que es su interpretación sobre el cúmulo de evidencias lo que es, quizás, incierto. Y no soportarían considerar que su discurso tiene un ápice de falsedad. Es aquí donde es necesaria otra voz que confirme la evidencia punto por punto, no importa cuánto tiempo esto lleve, en una narración verídica. Es el habla del otro, en este caso el acusado, la única que puede articular genuinamente el discurso del poder represivo. Es este un intento desesperado del Estado por convencerse de su veracidad, por asimilar su reflejo en el sometido como un todo coherente, unificado, unidimensional y conforme a la evidencia colectada. Aquí radica la necesidad del ritual interrogatorio: la producción del discurso del acusado, la producción de un habla que el poder era incapaz de articular. La contrapartida de este impulso estatal es la verdad de su vacío y su incapacidad enunciativa: el Estado no puede articular su discurso, este solo puede ser enunciado por su alteridad: sus subalternos. El Estado presentará solo el cuerpo de la evidencia y corregirá la voz del subalterno que narra, pero la narración misma no podrá ser dicha por él dado que es, como la evidencia, un ente mudo, un lugar vacío. El poder impondrá el tema de conversación, las palabras adecuadas, las modulaciones vocales, los momentos de descanso, de elevación de la voz, los instantes de llanto, de arrepentimiento o susurro, los gestos de nervio, rabia o felicidad, pero no hablará: la voz es toda del Otro.
Y si la verdad es siempre un real, un retorno de lo traumático, ¿cómo va a asumir el Estado tal culpabilidad? El subalterno es el cuerpo que exorciza el sentimiento de culpa que genera la verdad que acaba de confrontar el Estado: no se atreverá a enunciarla, por lo que acude al acusado y se expía por medio de él. Esto comporta un acto de goce (placer y dolor) por medio del otro, con lo que el poder se confirma y fortalece a sí mismo: su economía libidinal se conduce por cauces seguros, interpasivos. Es la lógica de la seguridad de Estado la que rige este comportamiento y la que encubre la última y definitiva verdad: que el poder no puede producir su discurso, que este solo es enunciable por el cuerpo disciplinado el cual, al hacerlo, extiende y da efecto concreto al poder del Estado. Es esta verdad la que el interrogador no puede confrontar, por eso al acusado se le otorga la posibilidad de hablar de una forma específica y sobredeterminada.
El discurso emitido, la conducta sostenida, los silencios dispensados, todo quedará archivado con el criterio pertinente y marginal del interrogador: ¿ha mentido o no el interrogado? A esa sanción se resume su labor de registro. Lo que suceda después queda a la mano de los procedimientos pertinentes. Pero, y no es fútil recordarlo, el interrogatorio no ha sido una mera realización de premisas ya establecidas: algo distinto se ha producido.
El discurso, el alma (política) del humano según Aristóteles, que se agolpa en archivos enormes, verdaderos estómagos cósmicos del Estado, que circula en papeles o conversaciones marginales por un tiempo definido y correlativo a la memoria y a la parsimonia de los procedimientos, que parecen pretender ralentizar el olvido. Lo crucial es que ha quedado un habla en un archivo, el registro de un trauma, la inscripción de un real, un recurso disciplinario: una tecnología a disposición del poder.
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