Por Fernando Martínez Heredia
Intervención en el Taller “Lenin: de las Tesis de Abril a El Estado y la Revolución”, Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, 21 de abril de 2016.
Los conjuntos orgánicos de ideas y los movimientos políticos organizados que pretenden la realización de cambios sociales de envergadura están obligados a articular sus visiones más generales de objetivos supremos y trascendentes con las estrategias y tácticas que rijan sus actuaciones concretas en las más diversas situaciones y fases que involucren a sus prácticas. Las razones son obvias.
Por una parte, sus ideas no constituyen ejercicios intelectuales desentendidos de las incidencias, los intereses y las pasiones de las vidas humanas y de las sociedades, y sus movimientos no son órganos sociales de existencia circunstancial o esporádica, formados para ejercer presión, negociar o amotinarse respecto a cuestiones concretas o coyunturas, sin aspirar a derrocar al orden vigente y sustituirlo por otro nuevo. Por otra parte, deben romper la tendencia de sus propios miembros y simpatizantes a no avanzar mucho más allá de la reproducción habitual de la vida social, y deben prefigurar en medida apreciable un mundo y una vida nuevos que puedan ser atractivos y lleguen a ser sentidos y pensados, en grados altos.
Por consiguiente, los bolcheviques debieron también cumplir con esos requisitos. Su origen estuvo en la pertenencia a las corrientes europeas opuestas al capitalismo y asumieron la identidad de los trabajadores del sistema capitalista como base social de su organización política. Aquellas corrientes tenían una larga historia de manejo de ideas acerca de la sociedad, vinculada íntimamente con el conjunto del pensamiento social europeo que llamamos moderno. Esas corrientes le daban gran importancia al papel de los fundamentos intelectuales como una guía necesaria cuando se quieren poner en práctica los ideales con efectividad. En realidad, estaban demasiado influidos por los principios de la comunidad intelectual europea en cuanto al análisis, las concepciones y los temas de debate acerca de las sociedades, y por las revoluciones contra el antiguo régimen en cuanto a sus prácticas. Veían la relación entre teoría y práctica de manera simple, reducida a pensar acertadamente y obrar en consecuencia. Sus actos intelectuales estaban regidos o animados por las ideas de perfectibilidad y de racionalidad respecto al orden existente, más que por las de conflicto antagónico y subversión completa del sistema, que deben ser inherentes a una actitud comunista.
El marxismo era la concepción que obraba como base y como aparente unificadora de numerosas organizaciones opuestas al capitalismo europeo creadas a partir de los años setenta del siglo XIX. En ellas, todos se referían al fundador, Carlos Marx, como guía superior del pensamiento y de la actuación. Pero al constituir y desarrollar su práctica política, habían subordinado sus ideas a un canon ideológico principal del conocimiento dentro del sistema de dominación europeo, el cientificismo, y le atribuyeron al marxismo un carácter científico. Creían que eso le otorgaba infalibilidad a sus axiomas y acierto a sus estrategias, y aunque eso no era cierto, fortalecía la confianza de los seguidores en sus organizaciones. Es natural que asumieran también otra base principal ideal del sistema capitalista, el evolucionismo.
El contenido de la teoría, las tesis fundamentales y la propuesta de Marx tenían un ámbito universal, y el presupuesto universal era central en su comprensión de las relaciones e instituciones esenciales del capitalismo, su expansión a escala planetaria, la contradicción antagónica que se desarrollaría, las características principales de la conciencia y la organización de clase proletarias y la revolución proletaria mundial que ellas debían desencadenar. Si se quiere conocer bien el marxismo de Marx y su trascendencia, es imprescindible manejar esto, que aquí tengo que limitarme a mencionar.
Pero las prácticas políticas marxistas fueron cada vez más particulares, y se sujetaron al nacionalismo y los Estados nacionales, lo que conllevó un alejamiento de los ideales originarios del socialismo europeo.
Organizados en partidos legales y en federaciones sindicales, la mayoría abandonó los principios revolucionarios, se subordinó al dominio de la burguesía y sus Estados, practicó el reformismo y fue cómplice del colonialismo europeo.
El marxismo fue despojado de su esencia y expuesto en formas políticamente correctas. Unos entendían la teoría marxista como fundamento ideal del reformismo y la convertían en un corolario perfeccionista de la cultura y la sociedad capitalistas; otros simplemente la usaban como unificador ideológico de sus actuaciones inmediatas políticas y sociales. Suprimido el enfrentamiento, el constitucionalismo socialista estaba en desventaja respecto al nuevo constitucionalismo liberal.
La base de las ideas y los movimientos socialistas había estado en las resistencias y las rebeldías de gente del pueblo, explotadas o excluidas, que aprendieron en la terrible escuela de la modernidad que la esperanza no estaba en el pasado, sino en el futuro. A lo largo del siglo XIX aspiraron a acabar con la propiedad privada, la opresión estatal, la religión como opio para el pueblo, el desvalimiento y la ignorancia, y a construir un socialismo de autoadministración comunal, soberanía local, feminismo, acción democrática popular, federaciones y sufragismo. Los socialdemócratas renegaron de la utopía, y dejaron en pie solamente frases y rituales vacíos.
Hasta 1917, sentirse socialista en Europa se limitaba a practicar el activismo sindical y algunas actividades políticas, movilizarse por “demandas inmediatas” y mejoras en la calidad de la vida –por ejemplo, el urbanismo de la época aportó el barrio obrero — , y buscar satisfacciones desde la pertenencia a un ideal organizado. O admirar al socialismo como ideal de los trabajadores y los pobres, acicate para adquirir educación y algún ascenso social, y creencia que aseguraba que el progreso llevaría a un mundo futuro sin capitalismo.
El joven Ulianov se unió a la corriente marxista rusa seguidora de la formulación universalizante de Marx, que postulaba que el país estaba desarrollando el capitalismo y la contradicción fundamental pronto sería la de la clase obrera contra la burguesía, pese al predominio evidente del campesinado en el país. Sin dudas, Ulianov tuvo que valerse del paradigma marxiano frente al legado revolucionario tremendo de su hermano Alejandro, que caló en él tan profundamente, y frente al mundo que vivía, el de la cultura rusa. Después de doce años de activismo, militancia, prisión y destierro, al salir de Siberia en 1900 era un gran conocedor de la teoría de Marx y tenía alguna relevancia, como autor de un libro de título expresivo: El desarrollo del capitalismo en Rusia. Pero fue su práctica política la que lo impulsó a criticar tanto al populismo como a las variantes legal y economista dentro del marxismo ruso. Y a inventar una forma nueva de paso de la propaganda a la agitación revolucionaria: Iskra, un periódico organizador de células clandestinas y orientador ideológico proletario.
El aporte decisivo de Lenin respecto a la teoría de Marx en esa etapa no fue desarrollarla, sino interpretarla en un sentido revolucionario. Es cierto que la fase capitalista es inevitable, pensaba, pero hay que introducir en la clase proletaria que crece la conciencia y la organización que los comience a capacitar, desde el inicio, para llegar a derrocar al capitalismo, no a convertirse en su ayudante de izquierda. Rusia tiene un régimen autocrático y un retraso enorme en su sistema capitalista; de acuerdo, pero el movimiento revolucionario debe llegar a ser dirigido por la organización proletaria, aunque la revolución que triunfe tenga que realizar todavía las tareas del desarrollo capitalista.
Para resolver tales paradojas no se puede depender de las llamadas leyes objetivas, hay que crear órganos que las enfrenten y las subviertan. Ese es el sentido último del partido bolchevique: convertir lo imposible en posible y hacerlo realidad, forzar la realidad y obligarla a parir hechos, conductas y visiones revolucionarias de verdadera liberación humana y social.
Desde su origen, el partido revolucionario de Lenin encarnó la unión entre la utopía del socialismo liberador y las tareas más inmediatas, entre la determinación personal del militante que enfrenta eterno trabajo, riesgos y sacrificios a partir de los grandes ideales, y la organización y la disciplina que sirven como vehículos para que esa determinación del individuo y esos ideales del colectivo sean eficaces. Una revolucionaria de la talla de Rosa Luxemburgo hizo aportes al advertirle a Lenin los riesgos implícitos en aquel modo de ser y operar, pero aquella organización que él creó no tiene nada que ver con el partido en que degeneró, instrumento político y de mando de una nueva dominación de grupos erigida en nombre del socialismo, con un sistema ideológico basado en imposiciones y obediencia. Un joven clandestino georgiano de escasa instrucción escribió en diciembre de 1901, feliz en su fervor por el nuevo partido que le permitirá pelear con organización y conciencia: “Solo un gran objetivo puede engendrar una gran energía”.
Lenin reiteraba la necesidad de una vinculación íntima entre la política y la teoría. Pero no fue en esas declaraciones donde estuvo su acierto, sino en haberse convertido en un maestro permanente de la práctica política, que velaba por las personas, los detalles, la estrategia y la táctica y lo esencial de cada coyuntura, y que analizaba siempre las situaciones concretas, sin perder jamás de vista al movimiento en su conjunto y sus objetivos mediatos y trascendentes, y sin ceder jamás en las cuestiones de principios y en los ideales revolucionarios.
No he encontrado mejor elogio de aquella falange revolucionaria que un tributo de profesional que le hace un enemigo, este fragmento de un informe interno de la policía zarista: “Los elementos, las organizaciones y los hombres que rodean a Lenin son los más enérgicos, los más audaces y los más capacitados para la lucha sin desmayo, la resistencia y la organización permanentes”.
Quince años median entre ¿Qué hacer? y 1917, y no pueden entenderse la obra ni la vida de Lenin en ese lapso si se las estudia separadas. Permítanme recordar un intento modesto, pero lúcido: el seminario “El pensamiento de Lenin y las revoluciones”, que celebramos en el Departamento de Filosofía de la calle K hace casi medio siglo. Todas las semanas durante dos años discutimos los materiales que estudiábamos y nuestros criterios, los escritos y los actos de Lenin, pero también escritos y actos de los demás implicados en la historia de Rusia del primer cuarto del siglo XX; las ideas y las pasiones, los conflictos, los intereses, los ideales, los grupos, al mismo tiempo que los acontecimientos, los procesos y las etapas discernibles.
El bolchevismo no tuvo parte en la caída del zarismo, pero su líder marchó raudo a Rusia, a tratar de enseñarle algo a la Revolución. Ayer comentamos el modo tan radicalmente revolucionario como Lenin unió la práctica política y la teoría en sus Tesis de Abril, un verdadero escándalo para los cuadros bolcheviques que no lograban quitarse la camisa sucia de la socialdemocracia. Y a lo largo del taller hemos venido presentando y debatiendo al Lenin de aquel año diecisiete.
Vimos al líder entregado como nunca antes a las urgencias de la práctica política revolucionaria. Entonces, me pregunto: ¿por qué escribe, oculto en Finlandia, El Estado y la Revolución?, ¿qué pretendió con aquel ensayo inconcluso?, ¿qué lugar quería que tuviera respecto a la quemante práctica política del momento? ¿Por qué, en esta precisa circunstancia, rescatar en detalle la teoría del Estado de Marx, ponerla en el centro de la polémica y defender su carácter revolucionario comunista? ¿Es que Lenin desconfiaba de un exceso inmediatista? ¿Para qué abordar el programa máximo cuando dentro de su propia dirección le están reprochando que su política es aventurerista? ¿Les sube la parada? ¿O es mucho más que eso?
Dejo esas preguntas como un insumo más para debates, porque mi tiempo pronto se acabará. Y me conformo con un breve comentario acerca de una de las aproximaciones que se pueden hacer a esta obra.
El prefacio brevísimo de El Estado y la revolución comienza afirmando que “la guerra imperialista ha acelerado y agudizado… el proceso de transformación del capitalismo monopolista en capitalismo monopolista de Estado”. Pero en la situación creada, añade, “se gesta, a todas luces, la revolución proletaria internacional”. La actualidad, en sentido histórico, ligará ambos términos y, por consiguiente, es vital plantearse qué hará la revolución proletaria con el Estado, para que su poder sea realmente proletario anticapitalista –Lenin reitera que la cuestión del poder es la central en la política — , y para que el proceso liberador avance realmente hacia el logro de sus fines últimos.
Igual que Bolívar, Martí o Fidel, Lenin pudo parecerles un iluso a sus contemporáneos, y puede parecerle ilógico o chocante al que hoy se queda en la superficie al leerlo, cuando, encontrándose en condiciones sumamente desventajosas, planteaba los rasgos y los problemas del gran escenario futuro, y aseguraba así que ese tiempo vendría.
En realidad, este libro es un ejemplo señero de la unión entre la utopía y las tareas más inmediatas, entre la política y la teoría, y del valor y la procedencia prácticos y teóricos que ella posee. Me recuerda al Carlos Marx de 1875, de la Crítica del Programa de Gotha, apenas al inicio del largo camino de la socialdemocracia, advirtiéndoles a los marxistas que de ahora en adelante su enemigo principal será la república democrática capitalista, y dejándoles un esbozo singular del proceso que podría llevar a la humanidad hacia el comunismo.
Tendremos que vérnosla con el Estado, les dice Lenin a sus compañeros y a los que vendrán, cuando el poder parece algo muy lejano: el Estado de la nueva era, la era del imperialismo y las revoluciones socialistas. Con el Estado nos veremos y sin el poder sobre él no sobreviviremos; pero tendremos que aprender a usarlo como instrumento de liberación o naufragaremos en él; desde el inicio ya el Estado no podrá ser lo que fue, o al final formará parte de la liquidación de la revolución.
Casi cincuenta años después, Ernesto Che Guevara, oculto en Praga, volverá a estudiar y anotará El Estado y la Revolución. Está entregado a la misión que ha asumido respecto a la necesidad urgente de hacer la crítica y emprender el desarrollo de la teoría revolucionaria, al mismo tiempo que, con el arma en la mano, intenta impulsar la revolución en el mundo para ayudar a forzar la situación a favor del campo popular y de la causa cubana. Che había publicado su síntesis de la utopía y la práctica política, su manifiesto comunista, El socialismo y el hombre en Cuba, veinte días antes de partir. Al fin se han puesto al alcance de todos estos apuntes suyos, hace cuatro años. Invito a tener en cuenta el tema que estoy abordando al leerles el comentario final que hizo el Che a aquella lectura suya:
«Este libro es como una Biblia de bolsillo para los revolucionarios. La última y más importante obra teórica de Lenin donde aparece el revolucionario integral y ortodoxo. Algunas de las recetas marxistas no las pudo cumplir en su país y debió hacer concesiones que todavía hoy pesan sobre la URSS. Pero los tiempos no estaban para experimentar a largo plazo: había que dar de comer a un pueblo y organizar la defensa contra posibles ataques. Frente a la realidad de hoy, El Estado y la Revolución es la fuente teórico-práctica más clara y fecunda de la literatura marxista.»
Lenin y el bolchevismo triunfante, realmente subversivos y creadores, inauguraron la recuperación del legado político y teórico de Marx, la etapa del apogeo del comunismo dentro del movimiento y las ideas anticapitalistas y de liberación humana y social, y la primera ola de revoluciones socialistas del siglo XX. Considerados en su conjunto, los movimientos revolucionarios socialistas y de liberación nacional del siglo pasado ampliaron a escala mundial y desplegaron a fondo los modos singulares de asumir y utilizar la teoría revolucionaria marxiana y, en muchos casos, el conjunto resultante de ella y del complejo de ideas y experiencias del marxismo bolchevique. Pero para realmente ser, pensar y actuar como revolucionarios, sus puntos de partida y sus elementos fundamentales tuvieron que ser los de la propia cultura, sus modos de sentir y entender y la actuación autónoma de cada uno. Desde perspectivas que ya no eran la de Marx ni la de los marxistas europeos del medio siglo que siguió a su muerte, los revolucionarios combinaron la práctica política y la teoría.
La desastrosa fase final del siglo XX incluyó un retroceso general de las luchas de clases y de liberación nacional anticapitalistas, y una conservatización de la política y de aspectos de la vida cotidiana, entre otras pérdidas importantes. Pero no pudo borrar todo lo avanzado por la humanidad. En lo que va de este siglo, en América Latina se ha seguido manteniendo la Cuba socialista, como realidad concretada, factor influyente y ejemplo, y en buena parte del continente se ha desarrollado la autonomización de países respecto al control de Estados Unidos, procesos políticos con grandes avances en cuanto a promoción de los intereses de las mayorías y su participación política –en algunos casos francamente revolucionarios — , y un amplio movimiento de coordinaciones estatales que busca avanzar hacia integraciones económicas y políticas. Ha aumentado el papel de los Estados en la región. Pero hoy está en marcha una gran contraofensiva de Estados Unidos y sectores burgueses de América Latina, que pretende derrotar y desmontar esos procesos y restablecer el dominio completo del imperialismo y el capitalismo.
En un plano más general y más funesto, el imperialismo apela a los inmensos recursos y las múltiples maneras de actuar de su sistema –desde las finanzas hasta los bombardeos — para imponerse a escala planetaria. El arma privilegiada entre tantas es el dominio cultural, dirigido a obtener el consenso de las mayorías, sometidas a sistemas de idiotización en sus consumos, informaciones, necesidades y deseos.
Se aspira a desaparecer el futuro y el pasado, reducir a todos a un mezquino y eterno presente, anular los potenciales de resistencia y de rebeldía y controlar férreamente la vida cotidiana y la vida ciudadana. Un corolario de ese sistema es la exclusión de la utopía. Los medios no deben aludir a ella, y ningún político serio la menciona. Se supone que la práctica política debe limitarse a una ingeniería de la gobernabilidad, el facilitamiento de un curso económico determinado mediante las políticas económicas que correspondan, el funcionamiento de estructuras administrativas y más o menos estado de derecho, el aparato tradicional de poderes del Estado –muy disminuido en la práctica — y sistemas electorales llenos de eventos periódicos, publicidad, corrupción, promesas, recambios, pactos, pugnas y otros detalles.
La pérdida del horizonte utópico sería letal para el campo popular y tendría consecuencias funestas, tanto para el pensamiento como para la práctica política. Renunciar a la política de los hechos, lúcida, creadora, valiente y atractiva, para cumplir con los requisitos del orden burgués y parecerles respetable a los que nunca han respetado a los pueblos ni a las personas dóciles, es suicida. En nuestro continente, el enfrentamiento práctico y decidido hasta derrotar a los enemigos es lo fundamental, y ningún tipo de actuación debe ser excluido para lograrlo. Pero también será indispensable un salto hacia adelante en el terreno de las ideas. La acumulación cultural de experiencias, conciencia, valores y pensamiento estructurado que tiene el campo revolucionario es enorme, pero hoy es muy poco conocida, y muchos ni siquiera saben que existe. Habrá que recuperar y divulgar, compartir y discutir, y será imprescindible crear, como tuvieron que hacerlo los de las generaciones anteriores.
Lenin nos invita a volver a escribir El Estado y la Revolución. Sería un homenaje digno del centenario de Octubre, un tributo grande y útil. Aquí está Lenin, con su vieja gorra, que en la victoria o en la peor situación no cesa de pensar y pelear, continúa señalando el camino e iluminando el futuro.
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