Por Máximo Gómez Báez
¡La guerra de Cuba! ¡Qué guerra aquella tan llena de grandes pequeñeces y de pequeñeces asombrosas por sus grandezas! Así son todas.
Cinco años habían transcurrido, y día por día alumbraba el sol los episodios más sangrientos, las escenas más conmovedoras de aquel combate permanente que sostuvo Cuba con sin igual bravura para conquistar su independencia. Se combatió con denuedo y sin descanso largo tiempo, y se hicieron asombrosos esfuerzos de valor por los que se atrevieron a luchar.
En aquella guerra sostenida por la santa indignación de los menos, nacida de la inmerecida y brutal opresión bien armada a un pueblo entero, tuvieron lugar hazañas heroicas de diferentes modos y maneras. De mil modos se le puede servir a la patria. Lo esencial es servirla.
La lucha era por demás desigual. Cuba, encolerizada y enloquecida, con el corazón herido por tantos dolores y ofendida su dignidad con tantos ultrajes, no se aprestó bien para aquella batalla, y sobrante de fe y entusiasmo, pero sin fusiles ni pólvora, se levantó para sacudir su oprobiosa tutela. No quiso otra cosa España y abocó sobre ella todos sus cañones y con ellos todo el refinamiento de la matanza y el exterminio para saciar su venganza y producir el terror sin comprender que las revoluciones ni se asustan ni se exterminan. ¿Cómo matar una idea?
Cuba sigue erguida y poderosa solamente por el derecho y la razón que le asisten, pero sus defensores no tenemos armas, y el derecho y la razón contra la tiranía, no significan nada cuando no son pregonados por la voz de los cañones. Sin embargo, aquel alzamiento asustó a los españoles y se quedaron un instante a la defensiva, mientras hacían sus aprestos de guerra.
La Revolución ¡funesta ilusión! se durmió sobre sus primeros laureles, y hasta llegó a ser cosa extraña en aquellos momentos de loco entusiasmo magnánima y generosa con sus propios enemigos, pagando más tarde, y muy caro, su cordial entusiasmo. «¡Ay de aquel que es humano y conspira!»
No se hizo esperar mucho tiempo el látigo de la guerra que España despiadada debía dejar caer encima de la colonia sublevada, y un cuerpo de ejército de tropas regulares, que comandaba como General en Jefe un hijo o hermano del Duque de Alba, sin duda se aproximaba sobre la margen derecha del caudaloso Cauto: el General español que más sangre inocente derramó en Cuba, y que más ayes arrancó, y más lágrimas hizo verter a la mujer cubana, General y Conde por añadidura, para ser más fiero: era Valmaseda, que venía dispuesto a exterminar en la heroica Bayamo la Revolución. ¡Como si las revoluciones fueran de un solo punto y una sola fuera su cabeza! La Revolución de Cuba no está solo en el corazón y la mente de sus hijos, está en sus brisas, en sus palmas, en sus arroyos, en sus cavernas y está en toda la América.
Se quiso poner resistencia a aquel cuerpo de ejército y se empeñó el propósito de impedir el paso del Cauto al Conde de Valmaseda. Empresa temeraria por cierto: un Ejército de desarmados enfrentarse a otro Ejército erizado de cañones y bayonetas. No puede haber mayor arrojo, más inaudito.
Yo me encontraba a la sazón disputándole otro paso de Cauto –Palma Soriano, en Oriente– a Campillo, segundo tomo de Boves, aunque no tan valiente, que con una fuerte división también forzaba marcha hacia el interior a darse las manos con Valmaseda: esa era la combinación. En «La Chuchilla» de Palma Soriano, le tuvimos detenido diez días, hasta que refuerzos llegados de Santiago de Cuba le ayudaron a continuar.
Los Generales Donato Mármol y Modesto Díaz mandaban de consuno el Ejército de operaciones contra Valmaseda.
A tres o cuatro mil llegaría el número de patriotas con más de 2 000 libertos desarmados unos y mal armados otros con pésimos machetes y viejas escopetas. Aquella masa de hombres indefensos se arrojó sobre los cañones de Valmaseda: la metralla hizo su carnicería espantosa, muchos se abrazaron de los cañones para morir sin triunfar. Aquella acometida no podía durar mucho. Los patriotas al fin se retiran y el Conde plantó su tienda, triunfante, según él, sobre los escombros humeantes de la heroica Bayamo.
A Bayamo seguramente reservará la Historia una página tan honorable como gloriosa. Aquel pueblo no se reservó nada: todo, absolutamente todo lo ofrendó a la Revolución. Sin distinciones de clases ni categorías, la población en masa, sin quejas y sin esfuerzos, más bien con altanero orgullo y satisfacción extraña y digna a la vez, abandona el campo al enemigo poniendo fuego a sus hogares.
Tal acto de asombroso sacrificio confundió al Conde, cuyo primer impulso fue mandar preparar cuarteles en la vecina villa de Manzanillo para ir allí a alojar su ejército. Pero tamaño desaire debía ser castigado a fuego y sangre, Si eso se propuso después. Puso en práctica la persecución más despiadada y feroz, cebando su rabia en aquella masa de población indefensa que errante vagaba por las montañas y las selvas, teatro de las escenas más crueles de sangre y de dolor.
Valmaseda, a mi juicio, no nos hizo daño en cierto sentido. Aquel Boves de su época, ayudó al afianzamiento de la idea, a lo verdaderamente definitivo de la resolución, al «diente por diente» de las revoluciones cuando son buenas porque son implacables con sus enemigos; de otro modo, es decir, cuando demasiado sensibles y generosos los pueblos no les cantan himnos como la «Marsellesa» ni les levantan altares como la guillotina. Entonces tal parece que los pueblos no tienen plena conciencia de sus derechos y anda escasa en ellos la dignidad.
De la masa aquella de patriotas desarmados que en forzosa retirada dejaban libre el paso a las huestes devastadoras del Conde, los 2 000 libertos llenos de espanto se dispersaron por todo el territorio insurreccionado, y muchos de ellos, todavía aun ciegos, pues no había tenido tiempo de alumbrar su cerebro la antorcha de la libertad, se presentaron a sus antiguos dueños.
Eduá, el viejo Eduardo, de 60 años, formó parte de aquella masa arrollada con la metralla y después dispersa; pero él guardó la fe en su corazón y siguió vagando entre el torbellino y la matanza de la guerra.
Atacada la Revolución por todas partes, España empleó todos los elementos de que podía disponer, que eran muchos. Le puso sitio. Cuidóse muy mucho de aniquilar en perjuicio nuestro todos los recursos del propio suelo, al mismo tiempo que atenta y vigilante impedía que nos viniesen de fuera. Y sin embargo, la Revolución no pudo morir. ¡Ay de España si Cuba, como deberá suceder, se levanta para que se cumpla su destino! ¡Españoles, o quedaos con nosotros como hermanos, o arreglad la maleta!
Del acosamiento y la persecución sin descanso, de la matanza sin piedad, de las terribles y constantes privaciones, de todo eso, grande y feroz, resultó otra cosa más poderosa e incontrastable y sublime: la necesidad.
Esa es una madre severa, pero buena. España no supo lo que hizo. Nos enseñó a pelear de firme. Llegando a los extremos, nos hicimos seriamente cargo de nuestra situación, y la aceptamos. Hubo más, la amamos. ¡Qué amor tan grande! El combatiente amó la montaña, el matorral, la sabana; amó las palmas, el arroyo, la vereda tortuosa para la emboscada; amó la noche oscura, lóbrega, para el descanso suyo y para el asalto al descuidado o vigilado fuerte enemigo.
Amó más aún la lluvia que obstruía el paso al enemigo y denunciaba su huella; amó el tronco en que hacía fuego a cubierto y certero: amó el rifle, idolatró al caballo y al machete. Y cuando tal amor a todas esas cosas fue correspondido y supo acomodarlas a sus miras y propósitos, entonces el combatiente se sintió gigante y se rió de España. España estaba perdida. No sé qué Genio fatídico batió sus alas sobre Cuba! Caprichos siniestros y menguados del destino.
Casi no nos explicamos el Zanjón, cuando nos ponemos a pesar situaciones…
En alas de mis amados recuerdos me desvío, sin advertirlo, de la hilación verdadera, del relato sobre mi futuro viejo asistente, Eduardo. Perdonen mis lectores, pero probaré a encontrarlo. –Soy buen práctico de Oriente, donde debe hallarse.
Había transcurrido el tiempo, –¡se vivía tan aprisa!– olvidándosenos muchas veces hasta las fechas; tan llena de emociones diversas pasamos aquella vida, siempre al trote, unas veces detrás del enemigo y otras veces delante.
Ya yo tenía casi olvidada la sangrienta y asoladora invasión del conde de Valmaseda a Bayamo y una casualidad, insignificante al parecer, me hizo recordar aquel fatídico suceso. Advierto que tampoco en una guerra como la que sostuvo Cuba pasaba nada insignificante y que no tuviera su importancia relativa, del propio modo que no hubo un solo hombre que fuera completamente inútil. De aquí aquel heroico axioma: «si no sirvo para matar, serviré para que me maten».
Explicaré el caso, pero antes es preciso citar antecedentes.
La muerte natural del general Donato Mármol, Jefe que comandaba el ejército de Oriente, fue causa de que yo abandonara, por orden superior del Gobierno, el mando de la División, ya bastante veterana, con que sosteníamos la campaña de Charco Redondo al Sur de Jiguaní. Los españoles en Oriente, como en el Camagüey, al saber la muerte del invicto General trataron de aprovechar el desaliento y el desconcierto, que torpemente suponían pudiera acontecer en aquellas tropas ya aguerridas por falta de su jefe. En las Revoluciones pocos hombres son necesarios. El que se cree eso está en un ridículo error.
Trataron, pues, de activar sus operaciones en toda aquella parte que por nuestra organización territorial se denominó Departamento Oriental. Reforzaron sus campamentos y puestos fortificados y establecieron otros más, multiplicaron sus columnas y guerrillas en operaciones, y fue más activo y cauteloso su sistema de espionaje.
Los batallones más aguerridos, probados y prácticos ya en aquella comarca, marcharon enseguida a engrosar las filas de aquel ejército exterminador y sanguinario.
En las guerras, como es sabido, los lugares, como los hombres, adquieren, por los sucesos que en ellos o por ellos se suceden, cierta celebridad y renombre que la Historia no puede prescindir de mencionar. Y en Cuba los tenemos de bastante resonancia, exceptuados aquellos donde se han dado batallas quedando vencedoras las armas de la República, de la misma manera que tenemos hombres que apenas si tiraron un tiro, y la Historia no podrá menos que colocar sus nombres al lado de los más esforzados combatientes. Como por ejemplo, en Oriente, «La Demajagua», «Yara», «Tacajó», «Las Dos Palmas», «Miranda», «Arroyo del Rosario». (Pocos saben el porqué de éste.) Como en el Camagüey «Guáimaro», «Najasa», «El Horcón», y «Siguanea» en las Villas, y por último el «Zanjón».
Lo mismo sucede con los hombres.
Me ocurre poner al lado de Céspedes a Aguilera, al lado de Agramonte a Luaces, al lado de Argilagos a Moralito, al lado de Henry Reeve a L. Ayesterán, y así a muchos.
A los unos les escribiría yo en sus hojas de servicios las siguientes notas de concepto: Valor fuera de toda duda. A los otros: Terribles.
Miranda, uno de los lugares, citados es, o era, una finca derruida y abandonada, a la que la tremenda escoba de la guerra barrió hasta los cimientos de sus viviendas.
Está situada al Norte de la ciudad de Santiago de Cuba, a larga distancia y camino que conduce a Holguín. Se respalda la posesión por el Norte en un monte enmarañado y tupido, pedregoso en algunos puntos, pero tan terrible como los de Remedios, arsenales misteriosos de Carrillo y Serafín Sánchez, y posee al mismo tiempo algunas cuevas y cavernas capaces de facilitar alojamiento a algunos hombres, y conocidas solamente de nuestros hombres de confianza.
Ocupado el asiento de la mencionada finca por un campamento enemigo, bien guarnecido y mejor abastecido, que servía de proveeduría y descanso de las columnas y guerrillas, siempre en activas operaciones en aquella zona, me ocurrió un día que tal vez no sería difícil apoderarnos por sorpresa de aquel puesto, que nos daría abundantes y buenos elementos, y lo que es más, quitaríamos de aquel centro tan perjudicial como peligroso estorbo.
Para poder llevar a cabo con algunas probabilidades de éxito, operación de tanto riesgo, era necesario estudiar bien y muy de cerca la posición, y no queriendo confiar a otro tan delicado encargo, me propuse yo mismo ejecutarlo. Con tal propósito y acompañado de tres hombres de mi confianza, Juan Millares uno de ellos, salí una tarde de nuestro campamento situado en los montes de Barranca, a dos leguas del punto objetivo, y pretextando que salía a ver a mi esposa oculta más al interior del monte.
Para inspeccionar o explorar mejor, con más seguridad y menos peligros el campo enemigo, la hora más propicia era al rayar la aurora, pero es preciso tomar puesto con bastante antelación. Mientras se despereza el soldado se puede ver mucho: luego el soldado, el centinela que en la madrugada oscura ha estado vigilante sin novedad, no la espera al comenzar el día y sólo piensa en su relevo y en el café. Siguiéndome por estas reglas procuré estar a la caída de la tarde en el monte cavernoso de Miranda. Allí, en efecto, llegamos a buena hora, y al internarnos para buscar un puesto para dejar mi caballo, Juan Millares, que era todo ojos, oídos y nariz, dijo:
–Me huele a candela. –Y cuando él nos advirtió eso, entonces nos olió a los demás.
–Efectivamente –repuse yo–. Juan, veamos eso y no nos fiemos de una celada.
Cuando nos preparábamos para hacer una pesquisa alrededor de nuestro campo, divisamos por el claro oscuro de la espesura del monte, una especie de espectro o fantasma, que a paso muy lento se dirigía rumbo a nosotros, apoyándose en un palo largo.
–¡Quietos! –dije preparándonos–, y mucho ojo para ver si alguien más viene detrás.
A medida que el espectro se aproximaba a nosotros, tomó las formas de un hombre viejo, enfermo y extenuado, casi un cadáver, apenas si tenía un andrajo que le cubriese las partes pudorosas. Mi primera idea fue, que de seguro aquel viejo negro, que tal vez no sabía hablar ya, sería un cimarrón antiguo de aquellos que preferían a la esclavitud los riesgos del arranchador [sic] y de los perros de presa, y se refugiaban en las montañas o en los grandes montes.
– ¿Quién eres tú? –le dije una vez llegado a nosotros y con acento claro y despejado me contestó:
–Yo soy Eduardo, un viejo negro de los que estábamos con el General Mármol. No lejos de aquí le enterramos. Con su muerte todos nos dispersamos, y yo triste y enfermo, me refugié en este monte. Por allí tengo mi cueva donde vivo.
–Entonces ¿conocerás bien todas esas cercanías de Miranda?
–Como la palma de mi mano.
–Pues me servirás de guía, quiero ver de cerca ese campamento.
–Es inútil –me contestó– no puede ser hoy, pues ha entrado mucha gente.
Entonces para quedar cerciorado ordené a Juan, fuese con otro número16 lo más cerca posible, sin dejarse ver, a saber lo cierto. En efecto, al regresar éste confirmó la noticia. Una columna de tropa de las tres armas acampaba allí.
Quedó sin efecto mi exploración, y dejé instrucciones al viejo Eduardo, tanto para el espionaje como para que hiciera todo lo posible por comunicarse con algún camarada que tal vez habría en el campamento enemigo, teniendo yo buen cuidado de mandar a recoger las noticias.
La importancia de Miranda databa desde muy atrás: siempre había sido acampadero de los patriotas, por cuya razón se habían librado allí algunos combates. Es un punto céntrico, y el Mayor General Donato Mármol había fijado en él su Cuartel General. Allí murió tan insigne patriota, mi primer compañero en aquella guerra, y allí están depositados sus restos.
Como he dicho antes, la campaña se embraveció, si es permitida la comparación, a la manera de huracán furioso que intranquiliza y ensoberbece el mar. No permitiendo que nadie se estuviese quieto, yo era el primero en moverme, por eso y porque luego pensé que aquel infeliz viejo negro, enfermo y extenuado y por consiguiente inútil, poca cosa haría de provecho, y no me ocupé más de él. Sus días debían estar contados, pues los alimentos que a duras penas podía proporcionarse por aquellas viejas estancias abandonadas, tenían que ser muy exiguos. Su muerte era segura e ignorada en su caverna oscura, o cogido in fraganti y rebelde liberto, por España, escarbando un triste boniato y allí mismo ejecutado. Los procedimientos en todas las guerras son tremendos: de otra manera no pueden ser, no obstante la benevolencia de los directores. Pero en la de Cuba eran terribles. –Y así son mejores para acabar más pronto. –No hay que tener miedo. El decreto de Trujillo lo hizo todo.
Volviendo a mi Viejo Eduá. ¡Pobre e infeliz esclavo!, pensaba yo. La libertad le alcanzó demasiado tarde. ¡Qué destino!, lo ha sacrificado más bien que redimido. ¡Morirá desamparado y solo! Y yo seguí marchando sin ocuparme más de aquel cadáver [tampoco me era posible], ni de Miranda. Pero me dije: «voy a ver si logro que el enemigo, no solo abandone este puesto, sino otros más. Probemos a obligarlo».
Serían las nueve de la noche tempestuosa del día en que me ocurrió esto, cuando mi Secretario, que lo era en aquellos días el Comandante Vicente Pujol,17 patriota sin igual y más sufrido que Job –tomo segundo de Enrique Collazo–, me avisó que estaban extendidas varias órdenes y que sólo esperaba mi firma para despachar. Firmé y enseguida partió un hombre protegido por la oscuridad, al que se le dijo: «cuidado con descansar». ¡Qué hombres aquellos!
Diez días después estaban concentrados nuestros batallones en las casi inexpugnables posiciones de la «Galleta» y los batallones más bravos del enemigo, entre ellos «San Quintín», que nutrieron las filas del ejército español en Cuba, allí quedaron fusilados.
Así son las cosas. La verdad histórica ante todo. Yo no pude llegar a tiempo y por eso fue deshecho «San Quintín». Yo necesitaba mucha gente entera y a tenerla el combate se hubiera excusado. Pero ¿quién iba a convencer a Prado, a Maceo, a Paquito Borrero, a Moncada, a Mayía Rodríguez, a Marín y cincuenta oficiales más, bravos y resueltos, de que no convenía batirnos allí? ¡Ah! Cuando evoco estos bélicos y grandiosos recuerdos, apenas me puedo dar explicación del Zanjón, a pesar de saber muchas cosas cubanas.
Aún no despejadas las hondonadas de aquella agreste montaña del humo de tan terrible combate, que se resolvió cuerpo a cuerpo a favor de las armas de la República; aun enteros los cadáveres de los bravos de «San Quintín», allí abandonados, y ya estaban enseñoreándose nuestras huestes en la rica y españolizada comarca de Guatánamo. La destrucción del famoso campamento de la Indiana dejaba franco y asegurado nuestro centro de operaciones, y nuestro ejército provisto de todo lo más necesario de que había carecido en absoluto.
De ahí el inútil esfuerzo de Martínez Campos, el General español más bravo y astuto que nos combatió. El General llegó tarde, ya conocíamos el terreno y los recursos eran nuestros.
De ahí deduzco que Cuba será de los cubanos a la hora y punto que ellos quieran. Un querer y un rifle. Este lo venden baratísimo los yankees. Los partos más felices son aquellos que se hacen menos acomodaticios.
Para una cosa solamente debemos pensar mucho los hombres, para hacer el mal.
Es verdad, dejamos casi abandonada la jurisdicción de Cuba, pero en su vecina la de Jiguaní estaba Calixto García con su brazo aún vendado sosteniendo la combinación. ¿Pero cómo lo hizo? Un hombre enfermo y herido yendo a buscar a sus atrincheramientos a los españoles. ¿En dónde hubiese estado un General español en idénticas circunstancias y de los méritos de aquél? –En el Palacio del Capitán General en La Habana, o en la Quinta de los Molinos, que según me explicó un día de campamento Pepe Urioste, era espléndida. Yo no la he visto.
Las comparaciones, además de ser odiosas, tienen mucho de vulgar, pero algunas veces son necesarias u oportunas, y entonces se deben perdonar.
Ésa es la verdad histórica, lo digo por si en un momento de ofuscación se me pueda suponer apasionado por Calixto, a quien nunca podré dejar de amar aunque vive en España siendo Cuba esclava. Existen lazos entre los hombres que se han comprendido que ni las circunstancias más poderosas o potentes en apariencia pueden romper. La nobleza de pensamientos y alteza de miras se levantan siempre por encima de las pequeñeces de hábito o de carácter. No sé si me explico bien.
Inaugurada del modo que queda explicado la campaña de Guantánamo, forzoso me fue volver la cara a la jurisdicción de Cuba. –Lo sentí, estaba hastiado de hacer todos los días lo mismo en los mismos lugares. Lo monótono en la paz es abrumador, pero en la guerra insoportable. Un mensajero de la «Guardia secreta» (ése es otro misterio) me entrega un pliego, era del General García Íñiguez. Me avisaba de la llegada al territorio de sus operaciones de los Supremos Poderes y que por orden del Gobierno pasase allí a conferenciar.
Al siguiente día, después de haber nombrado al Teniente Coronel Antonio Maceo, Coronel en comisión [esto quiere decir que aún no tenía allí un coronel para dejarlo Jefe superior de operaciones] me puse en marcha. Con poca gente y de pie ligero, a la cuarta jornada fui a pernoctar a Miranda. Los españoles lo habían abandonado como también a Mayarí Abajo, Jaragüeca, Piloto y muchos lugares más que ahora no recuerdo.
Yo hubiera podido pasármela esa noche sin avanzadas, no había peligro. A muchas leguas a la redonda no había españoles.
No encontrándome ya sino a una jornada bien andada de la residencia del Gobierno, me propuse no madrugar, pues me sentía molido de cansancio, y fue así que hubo tiempo para que se me estuviera espiando mientras yo dormía. «Los montes tienen ojos», dice el refrán, y eso no deja de ser una verdad.
Muy al amanecer me envió el Jefe de la avanzada principal, un hombre de color, un liberto, de estatura y forma de Hércules, que se le había presentado.
– ¿Y tú quién eres y adónde vas?
–Yo soy Simón y vengo del campamento.
– ¿Qué campamento? –repuse yo asustado.
–Donde mi amo dejó a Eduá.
– ¿Eduardo vive? Anda, corre, dile que venga.
Media hora después se me presentó el viejo Eduardo, el liberto desamparado, el abandonado de todos, menos de Dios, ya repuesto, ya otra vez hombre, rico de fuerzas y rebosando fe y contento. Le acompañaban tres hombres más, con Simón. Le tendí la mano a aquel hombre y él se conmovió.
–Vacía ese saco– le dijo a uno de los suyos.
– ¿Y eso qué es, Eduá? –le dije, creyendo que eran golosinas.
–Doscientas cápsulas, General, que hemos recogido en ese puesto abandonado, y aún tenemos en nuestro campamento (esto lo dijo con orgullo) ropa, galleta, tocino y otras boberías.
–Cuéntame bien cómo ha pasado todo, y entonces dijo:
–Cumpliendo la orden que Ud. me dejó, desde aquel día me puse largas horas en acecho en estas cercanías para ver si podía verme con algún negro como yo. Pasé muchas horas crueles de hambre y de sustos, hasta que un día logré que éste, Simón, me viera y se acercase, y como él y sus compañeros deseaban coger el monte, pero no se atrevían a salir por no ser prácticos de por aquí, pronto nos entendimos y todo quedó arreglado. Ellos me dijeron que pasaba alguna cosa grande y que creían que los gringos18 se iban a ir de aquí, pues habían venido muy de pronto a llevarse muchas cajas de parque que tenían en este campamento. Desde ese momento nos pusimos en acecho y apenas ellos salieron entramos nosotros.
Me hizo gracia la entusiasta conclusión de su relato, pues tal parecía que había tomado el campamento por la fuerza.
Momentos después continué mi marcha con cuatro hombres más de alta en mi pequeña escolta. El Comandante Marín anotó sus nombres: Eduá, Simón, Polo y Tacón. Sigamos, pero primero un poco de Geografía mambisa.
Del asiento de Miranda, desde donde yo partí en aquella mañana al paso del Cauto, por Barranca, habrá próximamente hora y media de marcha.
Este trayecto, de terreno llano y firme, era entonces pobre de vegetación montuosa, se componía de maniguas o matorrales, testimonio en Cuba de viejas tierras de cultivo abandonadas; pero una vez vadeado el Cauto, y siguiendo rumbo franco al Oeste, que era mi itinerario aquel día, una vereda tortuosa [vereda mambisa], conduce al viajero por el centro de un espeso monte fresco y seguro, de árboles corpulentos, que forman con las enredaderas preciosos pabellones y cortinajes lindísimos. Ese monte mide por su parte más estrecha cuatro leguas, las mismas que yo tenía que caminar para llegar a un lugar nombrado «El Bejuco», residencia de los Supremos Poderes en aquellos momentos.
Internado un poco, y a orillas de un manantial [Catunda] de fresca y cristalina corriente, dispuse hacer alto para tomar algún descanso y alimento. La menestra no era abundante, y dispuse que los recién incorporados saliesen por allí a ver si conseguían jutía, a excepción del viejo de Eduardo, que por intuición pensé no sería muy leído en asuntos culinarios.
Desde que la brillantez de las acciones de Juan Millares, y por ellas las distinciones militares y sociales con que la patria le honró, me privaron de sus servicios personales, yo estaba sufriendo por ese lado. Verdad es que difícilmente hubiera podido encontrar el sustituto de Juan.
Yo lo pasaba como Dios quería y me resigné buenamente al servicio de cualquiera. Tenía a la sazón de asistente a uno nombrado Manuel, liberto, puntual, listo, sin miedo, oficioso y sin pereza; pero con el pequeño defecto que se servía él primero que servirme a mí, me dejaba el ala y se tomaba la pechuga. En cuanto al café, mi bebida favorita, de seguro que si el mal espíritu viraba la cafetera, la parte derramada era la mía y no la suya.
Un asistente no es un ente vulgar, de cualquier parte y de cualquier ejército. — ¡Oh! la servidumbre, aun largamente remunerada, siempre me ha parecido tremenda. ¡Cómo será a bayoneta calada! ¿Y en campaña? El asistente es un amigo, pero en aquella guerra de Cuba era un bienhechor a todas horas. Para poder tener una idea exacta de eso es necesario haber estado allí, haber pasado el Rubicón.
Aquel que tenía necesidad de un asistente y no lo tenía o lo tenía malo, inútil o inepto, ése sufría, sufría mucho. Llegar (eso de llegar era serio allí) cansado, fatigado, molido, con hambre, el agua calada hasta los tuétanos y en noche tenebrosa y en un «santiamén» y como encanto ver fabricado un rancho, después tendida la hamaca, o improvisar la cama, vivo y calentador el fuego, lista la comida aunque fuera un boniato, y después venga el café aunque fuese amargo, que es mejor, y luego que llueva, y departir con el compañero, de hamaca a hamaca, de cosas de la guerra y de la patria… A comentar las peripecias extrañas y fabulosas del triunfo conseguido por la mañana y burlarse de la desgracia en la derrota sufrida por la tarde… Todas estas cosas las saboreábamos acariciados por la puntualidad y oficiosidad del asistente, por su infatigable asistencia.
Compañeros tuvimos que mucho sufrían porque su carácter les obligaba a cambiar con frecuencia de ese servicial, y eso es lo peor que puede suceder porque no hay lugar a la reciprocidad del cariño; pero hubo otros a quienes siempre les conocí uno mismo. Tomás Estrada Palma fue de éstos. ¿Pero quién no vive con Don Tomasito? como le decían los asistentes y los que no lo eran.
Mas tengo que advertir una circunstancia muy importante y es, que no era lo mismo ser asistente en Oriente que en otra parte, como no es la misma cosa ser esclavo en un ingenio que serlo en un cafetal. Ser esclavo es una desgracia y soportar ese yugo en un ingenio es la suprema desgracia. Para el asistente oriental la tarea era más dura por varias razones: por lo fragoso del terreno, en que la carga tenía que ser más pesada o molesta, puesto que conducía lo suyo y lo de su Jefe, por la necesidad de buscar y conducir provisiones para dos, y por otras razones de no escasa importancia. Atizaba el fuego el viejo Eduardo y en pocos momentos ya estaba listo el café. Yo observaba los ágiles movimientos de aquel hombre canoso y cierto cuidado y pulcritud en el oficio y eso me llamó la atención.–¿De qué lugar eres, Eduardo? –le pregunté. –Yo era del cafetal «San Juan», Guantánamo. Al principio un tal Rendón nos sacó de allí y yo salí muy triste porque dejé mi mujer y dos hijitos, después me consolé con la guerra. En el Cauto por poco no queda uno de nosotros y yo llegué a ponerle la mano a un cañón. Después lloré otro día en la cueva, pues creía que iba a morir y me vino a la cabeza mi mujer y mis hijitos. Aquella relación hizo sentirme interesado por aquel hombre. Un momento después regresan los monteros de jutías diciendo: «No hay». –Sí hay –repuso Eduardo con viveza, y como hubiese a diez pasos de allí un gigantesco cupey, a él se dirigió y buscó algo por el suelo. Yo lo comprendí: rebuscó y levantando una hoja y con ella en la mano encarándose a Simón, le dijo: –Aquí hay, mira esta mancha algo parecida a sangre, ésos son sus miaos, búscalas arriba. Eduardo jefiaba, derecho natural de la superioridad intelectual, y había nombrado a Simón su Teniente. Simón le obedecía sin replicar: no hay para qué decir que también lo hacían ciegamente Tacón y Polo. Su edad madura, sus timbres de viejo mambí, su mano tendida para sacarlos a las selvas libres y luego un poco de mejor intelecto: no es extraño que aquellos hombres consideraran al viejo Eduardo como su protector y maestro. Y en realidad lo era. El cupey [puede haber algún cubano que no lo conozca, y voy a pintárselo]: es un árbol corpulento, gigantesco, tiene mucho de parecido al catalán amo de la tienda de campo en Cuba, con la pequeña diferencia que el cupey casi siempre sobrevive poco a la muerte de su víctima, su castigo no es dilatado, no profundiza sus raíces y el viento se encarga de la ejecución de la sentencia. El catalán muere, pero su prole vive después alegre y contenta frente a frente de la choza del veguero pobre, sin dinero, y su deudor eterno. Parásito el cupey, sus cuerdas son enormes y bajan hasta el suelo, donde en vano tratan de arraigarse lo suficiente para sostener aquella inmensa arboleda, pues semejan a lo lejos un montecillo.Obedeciendo Simón al superior mandato del viejo Eduardo, se asió a una de aquellas cuerdas y principió la ascensión, mas apenas adelantó quince pies se detuvo y respiró, quiso proseguir y no pudo, y entonces se dejó rodar hasta el suelo, exhalando un resoplido algo parecido al del caballo. No sé si aquel acto de imposibilidad física de su Teniente indignó al viejo Eduardo, lo cierto es [yo me quedé espantado] que tirando con enfado su sombrero viejo, despojo de un soldado español, y sin decir una palabra, agarró la cuerda y cual un experto marino que maromea por los mástiles de su barco, así aquel hombre de 60 años, sin detenerse un instante, subió al árbol perdiéndose entre la espesura de su follaje. Un momento después cayó herida de un machetazo una jutía y por la misma cuerda que subió se deslizaba el viejo Eduardo. No hay que decir que el almuerzo fue espléndido. Llegada que fue la hora de marchar, proseguí, y a la caída de aquella tarde fresca y dichosa, llegamos a la residencia de los Supremos Poderes de la República de Cuba. La historia de Cuba, y sobre todo aquel brillantísimo período del 68, no se puede profanar relatando los sucesos de cualquier modo, impulsado por el mero deseo de escribir. No; cosas son esas respetables para nosotros –por lo menos así me lo dictan los impulsos de mi conciencia– y por esa razón digna y levantada no debo (y lo dejaré para otra ocasión) ocuparme en este episodio de los interesantes e históricos detalles de mis confidencias con aquellos hombres que representaban lo más selecto de la Revolución. –Perdónenme esta frase los que se supongan más demócratas que yo. –Se encontraba allí el Presidente Carlos Manuel de Céspedes con su E.M., la Cámara de Representantes entera y verdadera, y el Brigadier entonces Calixto García Iñiguez, con todos sus oficiales, vencedor de la víspera sobre las trincheras de Jiguaní. Sigo, pues, mi sencillo relato por gratitud a mi viejo asistente, y ojalá pudiera yo ser tan feliz como fue Dumas, para decir tanto y tan bien sobre la tumba de aquel fiel servidor mío, como dijo él a la memoria del mulato dominicano que le enseñó a conocer las letras siendo aún muy niño en los baños de no recuerdo dónde! Seguía la guerra con todas sus peripecias sangrientas, con sus bruscas alternativas sorprendentes. Un día poseídos de incomparable satisfacción de alegría (como los niños) victoriosos sobre el campo de batalla, al otro, sorprendidos y fatigados en retirada comprometida, con varios compañeros heridos y siempre salvados, al siguiente dando vivas a la Patria encima de las trincheras enemigas al romper la aurora, tomando el campamento por asalto y por la noche apesarados y tristes a la noticia de capturas de amigos y compañeros como Antonio Luaces. Pero siempre en medio de ese inconstante vaivén de los sucesos, de ese flujo y reflujo de cosas graves y serias como el mar aunque arriba tenga estrellado el cielo. Sentíamos en el alma la esperanza más pura en el triunfo, hasta que sonó la hora menguada de la tregua… El viejo Eduardo siguió conmigo, y está de más decir que nos llevábamos muy bien. Generalmente se cree que la juventud es la edad de los amores; así sea, pero en la edad madura los afectos son más puros y duraderos. Mientras más se acerca el hombre a su fin, más se descarta de lo superfluo, y se va quedando con lo útil, lo positivo. Por eso alguien ha podido decir que «no hay anciano sencillo». El viejo Eduardo sustituyó, con gran provecho mío y en perjuicio de aquél, al malicioso y poco considerado Manuel, y éste pasó de alta a las filas de lo que llamábamos convoyeros. Este fue otro cuerpo gran auxiliar que bien merece un episodio aparte escrito por una pluma como la de Ramón Roa o Fernando Figueredo.
Atento siempre a la buena organización, pues soy de los que creen que sin ésta no se anda seguro y derecho, ni aun en el cielo, organizar me propuse.
De las tareas que cuestan fatigas y disgustos, la de organizar está en primera línea. Cuando se dice «fulano es organizador», ese tiene que ser muy hombre, y organizar allá entre nosotros, eso tenía tamaños bigotes.
Como era natural, para mi procedimiento me apoyé en la ley. Aquellos hombres nos la dieron para todo. Por ejemplo, un Mayor General con mando de tropas solamente tenía derecho a cuatro asistentes, y después así relativamente en escala descendente hasta el Alférez.
Tenía necesidad de dar el ejemplo y dije: «fuera convoyeros y venga la Ley», y fueron mis cuatro números: el viejo Eduardo, Simón, Tacón y Polo.
Dije antes que las organizaciones proporcionan disgustos y a mí me proporcionó ésta más de uno.
Como yo tenía mi esposa, pues dos a su servicio, a Simón y Tacón, y por supuesto, el viejo Eduardo se quedó conmigo teniendo por auxiliar a Polo.
Había muchos Jefes y oficiales que tenían un número excesivo de asistentes y convoyeros para ellos y sus queridas, y aunque en la época en que por la carencia de recursos de boca se tenía necesidad de ir a extraerlos de lejanas zonas podía estar justificado este abuso que nos privaba del servicio de unos cuantos hombres para las armas, no era así en la actualidad, porque la posesión adquirida por la fuerza de las armas de la rica comarca de Guantánamo había acabado con nuestra miseria.
Por fin, después de una gran lucha algo pude hacer en ese sentido. El viejo Eduardo, sin perderme «ni pie ni pisada», lógico y natural fue que al llevarme mi destino a otras regiones fuera el primero en preparar el jolongo. Debía pasar al Camagüey y me puse en camino, pero ocupada mi mente en asuntos de grave importancia, no me ocupé durante la marcha, ni aun después de llegar al Camagüey, de la situación en que iba a encontrarse mi viejo sirviente, y que había que montarlo allí para que me pudiera ser útil. Y fue así que al moverme el primer día al frente de algunos escuadrones, me encontré al viejo Eduardo todavía de infantería, y forzoso me fue dejarlo por allí con gente acampada hasta mi próximo regreso.
– ¡Ya Ud., mi General, me va a dejar! –me dijo muy apesarado.
–No, Eduardo, volveré pronto y seguirás conmigo.
Pocos días después el viejo Eduardo era caballero en una hermosa mula bien aperada y que él cuidaba con esmero. Todo nuestro reducido equipaje lo llevaba en un pequeño serón, así como jamás faltaba un trozo de carne asada, que muchas veces después de una fogosa carrera y debido al sacudimiento, aparecía confundida con algunos zapatos viejos, riendas de frenos ya desechados u otros cachivaches que somos los viejos muy dados a conservar.
Además, el viejo Eduardo portaba terciada una valija tremenda que contenía todos mis papeles y libros y que pesaría 15 libras próximamente.Aquel hombre viejo en las horas de refriega era necesario que el lance fuera muy comprometido para que se retirara a largas distancias, por más que yo, en tono de reconvención cariñosa, le decía: «Eduá, si me pierdes la valija te fusilo». –No, mi General, no se perderá –me contestaba. Como por cualquier circunstancia, por un mal paso del declive del terreno, por desviarse para desechar un árbol caído, una zanja, un pozo, en fin, por cualquier tropiezo que implica retardo, todos los combatientes no pueden ir apareados en una carga contra el enemigo, sucedió muchas veces que el viejo Eduardo, sin tener en cuenta estos detalles, gritaba detrás a hombres muy valientes: –¡Adelante! esa gente no ven que los Jefes van allá!Y como nuestros soldados lo conocían, aquel mandato más bien les hacía gracia que molestarlos, y después en la quietud y solaz del campamento, a la sombra de los palmares, celebraban los arranques bélicos del viejo Eduardo.Pero sucedió un día que me hizo pasar un gran susto y sufrir una pena. –Lo contaré. Invadidas por nuestras tropas Las Villas, quise en uno, de los viajes que hice al Camagüey llevar mi esposa que ya había hecho venir de la de Oriente, para aquella comarca. No teníamos más hijos que a mi Clemencia, de tres años de edad. Dos o tres familias de gente de Las Villas quisieron aprovechar mi pasada para irse conmigo y me dio pena negarles mi amparo, así fue que se formó una impedimenta delicadísima. El paso de la Trocha solamente constituía un peligro: en aquellos días estaba muy reforzado y vigilado. Los españoles trataban de impedir a todo trance el paso de los batallones orientales que yo había pedido para reforzar el ejército invasor y concluir de una vez. Llevaba yo un buen práctico, Tranquilino Cervantes, además un croquis minucioso de toda la línea. La gente que me acompañaba no pasaba de quince hombres, eso sí, quince leones. Uno de los oficiales del E. M. era el Coronel Enrique Mola. Cuando llegamos al punto designado para el paso, era ya la caída de la tarde, hora esperada de intento. Mientras aguardábamos a que cayera más la noche, para que la oscuridad protegiera nuestra marcha y de este modo evitar la persecución de fuerzas muy superiores de que el enemigo podía disponer, se oyó un toque de corneta, punto de atención sobre nuestra izquierda, y que a seguida fue contestado en la derecha. Nuestro paso, fatalmente, tenía que ser por entre dos campamentos casi a la vista uno del otro. La situación era crítica por lo impedimentado que iba en aquella marcha, si como era cuerdo creer, aquel toque significaba que el enemigo nos había descubierto, el paso se hacía difícil si no imposible y podíamos ser perseguidos. Incontinenti ordené al Coronel Mola que acompañado del práctico y un hombre más se acercase lo más posible sin dejarse ver, al punto de donde primero partió el toque, en averiguación de lo que pudiera ser. El Coronel Mola partió y yo esperé. Quince minutos después estaba de vuelta. Una gran columna estaba entrando en el campamento, y a consecuencia de eso se repitió el toque. Entonces me dije: mejor, aprovechemos la ocasión, el descuido es consecuente, pero es preciso no dar tiempo a que los soldados se desparramen, y organicé la marcha. Hice entonces que el viejo Eduardo tomase de los brazos de la criada a mi Clemencia ya dormida. –Cuidado, Eduardo –le dije.Ya oscurecía, y no contando con que de la parte opuesta el paso estaba obstruido por muchos yareyes derribados para su aprovechamiento, nos fue forzoso cargarnos hacia la derecha, pero lo hicimos tanto que llegamos a cincuenta varas del fuerte, que rompió fuego sobre nosotros. Ordené en seguida que continuara el práctico con toda la impedimenta y nos quedamos los demás entreteniendo el fuego al enemigo para que no quedara envalentonado. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando siento a mi lado gritando: «¡Viva Cuba Libre!» Era el viejo Eduardo haciendo fuego con un revólver viejo y sin cuidarse de que tenía la niña en sus brazos. Las balas enemigas no dejaban de ser bien dirigidas, pues los enemigos tomaban por blanco el relampagueo de nuestros disparos. — ¡No seas bruto, Eduardo! –le grité qué sé yo con qué voz. Enseguida nos retiramos. A poco encontramos a mi esposa, que desesperada y loca volvía en busca de la niña que juzgaba ella que seguía detrás. Alcanzamos la demás gente y continuamos la marcha para poner distancia entre nosotros y aquel enemigo, que si no a aquella hora, muy temprano podía perseguirnos. Como a la media noche, la luna se elevaba a su mayor altura, hice alto en un gran potrero, se exploró el campo a la redonda y acampamos. No fue suficiente todo el tiempo que duró la marcha para calmar mi disgusto con el viejo Eduardo. Tampoco la diligencia y asiduo cuidado en preparar la cena a algunos pasos de donde yo con mi esposa y los oficiales comentamos el hecho. Aquello me tenía mortificado, lo llamé y con acento de cólera le dije:
–Eduá, cómo te atreviste a hacer aquello contra mis órdenes, exponiendo a mi hija?
Y aquel viejo, con la sinceridad de un gran corazón me contestó llorando:
–Se me olvidó, General, que yo llevaba a Monchita. [Así le decía él.]
–Lo creo –le dije.
Quedé desarmado de mi enojo, y añadí:
–Pues no te apures por eso y anda, apura el café.
Al rayar la aurora de aquel día despaché el práctico con la impedimenta a esperar en lugar seguro y me quedé retrasado con la gente de pelea.
No hubo novedad. ¿Y cómo la había de haber si más tarde supimos por las confidencias que la creencia era que yo había forzado el paso esa noche por allá con mil hombres? El Teniente del fuerte, que se dio por atacado, ascendió a Capitán. Nosotros dejamos en el campo unos cuantos hombres y caballos, según él, y no habíamos recibido ni un arañazo.
Los acontecimientos inusitados de Las Villas me obligaron a volver al Camagüey y volví acompañado del viejo Eduardo.
Las cosas siguieron de mal en peor y sonó al fin la hora fatídica y siniestra del Zanjón.
Yo no podía quedarme en Cuba. El General Martínez Campos me hizo ofertas brillantes para los que no piensan como pienso yo, a fin de que me quedara en ayuda de la reconstrucción del país, como él llamaba eso, sin lo moral. No quise; amé más la miseria cubana que el oro español, y resuelto puse mi rumbo camino del destierro sin más amparo que Dios.
En este trance tremendo para un hombre de ideales reuní al viejo Eduardo, Simón, Polo y Tacón y les hablé de esta manera:
–Como ustedes oyen, ya esto se concluyó por ahora. Yo no me quedo aquí; pero en realidad no sé dónde iré a parar. Si ustedes quieren correr mi suerte, el mundo es bastante grande y no nos moriremos de hambre; juntos trabajaremos.
Aquellos hombres no podían contestarme, tal era la impresión. El viejo Eduardo fue el primero que entre sollozos me contestó:
–Mi General, yo quisiera irme, pero no sé de mi mujer y mis hijos.
No lo dejé concluir, y le repuse con viveza:
–Eduá, la mujer y los hijos no pueden abandonarse sino por la patria; quédate, ése es tu deber ahora.
Aquel hombre quedó tranquilo.
Tacón dijo:
–Yo tenía mi mujer, y me quedo para ver si la encuentro.
–Nosotros somos solos en el mundo, nos vamos con usted –dijeron los otros dos.
Aquella despedida fue tierna. Yo no tenía ni una prenda que dejarles en recuerdo. ¡Estábamos tan pobres! Al darles las espaldas formulé estas frases:
–¡Siquiera he ayudado un poco a romper sus cadenas!
Después de todo eso nos refugiamos en Jamaica. Simón y Polo me acompañaron en los primeros meses a pasar aquellos días terribles, martirizado por la miseria y por la injusticia. Simón a poco tiempo se casó con una mujer inglesa de su propia raza, cuyo suegro, que no era muy pobre, lo protegió.
Un día fue a verme y le brindé asiento en mi pobre mesa.
Polo también se separó de mí, se fue a trabajar a un ingenio y lo perdí de vista. Después de mi desgraciado fracaso, donde hasta las prendas de mi mujer naufragaron, pobres y abatidos nos fuimos a trabajar al canal de Panamá, y un día que me encontraba triste y enfermo se me presentó un hombre en mi cuarto. No lo conocía. –¿Y tú quién eres? –le pregunté. –Yo soy Polo, que vengo a verlo y a traerle estos pollos y a decirle que tengo nada más que una mujer y una estancia (o conuco) aquí, bien surtida, para si quiere irse allá y estará bien cuidado. Tendrá dos criados. –Gracias, Polo –le dije–. Yo tendré que ir para Jamaica a morir al lado de mi familia. Tan enfermo me sentía. Después hablamos un poco de Cuba, y se despidió.No he sabido más de esos hombres, pero ellos deben vivir y quién sabe si un día a los que nos dispersó la paz nos vuelva a reunir la guerra.
[«La Reforma.» Julio de 1892.]
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