El socialismo en el laberinto liberal

Por John Brown

Tomado de Autocríticas: un diálogo al interior de la tradición socialista (Ruth Cuadernos de Pensamiento Crítico №1/2008) pp. 110–131. Editorial Ciencias Sociales, 2009, La Habana.


El liberalismo es, en efecto, una de las grandes opciones históricas del absolutismo y no es en modo alguno, como suele creerse, su liquidador. Estado moderno y mercado son espejos contra­puestos que configuran un infinito laberinto borgiano de reflejos recíprocos. Para salir de este laberinto liberal y recuperar la política o, lo que es lo mismo, la democracia, será necesario, como para salir de cualquier laberinto, un punto de referencia exterior. En la democracia socialista que habrá que inventar, gobernar será gestionar las diferencias, no darlas por aboli­das en el marco de una dialéctica entre multitud indiferenciada y poder totalizador. Solo así se habrá salido finalmente del absolutismo.


«El capital, una vez que existe, domina la sociedad entera, y ninguna república democrática, ningún derecho electoral pueden cambiar la esencia del asunto». V. I. Lenin (El Estado y la Revolución, 1919).


La ideología de los denominados «movimientos antiglobalización» que surgieron tras la caída de la Unión Soviética y del bloque socialista está marcada por un tema — o un trauma — principal: la derrota de los progra­mas políticos de corte socialista supuestamente simbolizada por estos acontecimientos. A partir del momento en que en el planeta apenas quedaban países que reivindicaran rumbos políticos y de desarrollo distin­tos del capitalismo neoliberal que, con mayor o menor violencia, había venido imponiéndose desde los años 70 en el mundo entero, parecía que cualquier intento de salida del capitalismo constituyese una ilusión peli­grosa. Es más, según afirmaba el pensamiento único, todavía indiscu­tible en los años 80, cualquier salida del marco riguroso de una economía regida por el mercado conduciría necesariamente al esta­blecimiento de regímenes totalitarios. Era el triunfo de Hayek y de su identificación de cualquier política social, y no digamos socialista, con un «camino hacia la servidumbre».

Libertades políticas y capitalismo parecían así partes de un todo indisociable que representaba la única democracia «real», la del mercado y el ciudadano consumidor. El realismo económico y el respeto moral por los derechos humanos se daban la mano en el único sistema que los haría posibles. Esta idea, que ya pertenecía al bagaje político de la socialdemocracia y, por supuesto, del conjunto de los partidos burgueses, terminó por extenderse al conjunto de la izquierda, empe­zando por la mayoría de los antiguos partidos comunistas y llegando incluso a importantes franjas de lo que constituyera la izquierda radi­cal. Economía neoliberal y defensa activa de los derechos humanos eran lo mismo que «democracia». La política quedaba reducida a una gestión económica realista atenta a la evolución de los mercados y a la defensa — incluso policial y militar — de los derechos humanos. La his­toria había alcanzado su fin y ya solo quedaba llevar a su perfección el único modelo que desde siempre había sido la meta de las múltiples vicisitudes atravesadas por nuestra especie. Triunfaba así el particular hegelianismo de Kojève y de Fukuyama, para quienes esta situación representaba el «fin de la historia» en el doble sentido de «término último» y de «finalidad».

Sin embargo, no tardó esta ilusión en resquebrajarse. Los que creye­ron que con la caída del bloque socialista había triunfado la democracia pudieron comprobar cómo, en esta muy particular «democracia real», lo único que cabía era el más riguroso respeto a las reglas del capitalismo liberal. Incluso movimientos sumamente moderados como Attac o el CADTM vieron cómo en el marco existente sus respectivas reivindica­ciones de que se introdujese una levísima imposición fiscal de las tran­sacciones financieras o se anulase la deuda que estrangula al Tercer Mundo no solo no pudieron verse satisfechas, sino que apenas pudieron encontrar un atisbo de representación en el sistema político. La brutal experiencia social de las democracias latinoamericanas que sustituye­ron a las dictaduras impuestas en los años 70 vino a corroborar esta percepción. En general, pudo comprobarse con particular claridad que la democracia en el capitalismo solo puede funcionar como marco de una rigurosa reproducción de este sistema. De ahí que, como propusiera recientemente Atilio Borón, sea preferible denominar a este régimen no ya «democracia capitalista» sino «capitalismo democrático», acentuan­do el carácter sustancial que en él tiene el capitalismo.[1]

A partir de estas experiencias y de las ya numerosas revueltas contra el régimen neoliberal que se iniciaron alrededor del cambio de milenio, la pregunta sobre la compatibilidad entre el capitalismo y la democracia no solo empieza a formularse, sino que, cada vez más, recibe una respuesta negativa. Si por democracia entendemos, como mínimo, el respeto por parte del poder político hacia la voluntad expresada por las mayorías so­ciales, sabemos hoy que las democracias neoliberales poco tienen que ver con ella: baste para convencernos comprobar el modo de funcionamiento de instancias tan decisivas en las democracias realmente existentes como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial o, a nivel regional, de las instituciones de la Unión Europea, o recordar el modo en que la democracia norteamericana y algunas de las de Europa impusieron a sus poblaciones a golpe de propaganda la guerra contra Iraq «legitimando» una guerra de agresión y la ocupación consiguiente.

Esta situación, que quedó fuertemente evidenciada por la crisis de la representación política que siguió a la desaparición de las opciones anti­capitalistas, incluso reformistas, de casi toda la escena política mundial, no es sin embargo ninguna novedad, e incluso puede decirse que consti­tuye una consecuencia directa y necesaria de la relación del capitalismo con la política en el marco del Estado moderno. Procuraremos mostrar cómo la existencia de una sociedad civil separada del Estado y el respeto de las libertades individuales no son el resultado histórico de un triunfo de la libertad en abstracto frente a las monarquías absolutas, sino las condi­ciones mediante las cuales el propio régimen absolutista pudo plantearse y resolver el problema del gobierno de la población. Por otra parte, procu­raremos mostrar cómo el concepto de gobierno representativo, que consi­deramos esencial para la mera existencia de esta democracia, supone que lo representado sea siempre exclusivamente lo que Tocqueville denomi­naba la «imagen de la sociedad» (capitalista). De ahí que, si aspiramos a una transformación de la sociedad que rompa con las estructuras del capitalismo, resulte necesario ir más allá de este marco democrático liberal, lo que supone, no ya practicar una tiranía sino una democracia en ruptura directa con la pretendida independencia de la sociedad ci­vil y con el gobierno representativo. Esto en los términos del Manifies­to [del Partido] Comunista se denominaba «conquista de la democracia». Esta ruptura, por la que se establece una situación de excepción respecto de la normalidad liberal y se abre paso a un proceso constitu­yente, se denomina también en la tradición marxista «dictadura del proletariado».

La autocontracción del Estado absolutista y el paradigma de gobierno liberal

El liberalismo se presenta a sí mismo como una tendencia política que defiende la libertad individual frente a la prepotencia de los gobiernos, asumiendo así el papel histórico de paladín de la lucha contra el absolu­tismo y contra todo despotismo de Estado. Esta autodefinición, fre­cuentemente aceptada por la izquierda[2], que vio desde muy pronto en el liberalismo una tendencia «progresista», merece una importante matiza­ción histórica. Un sucinto repaso de lo que fueron los orígenes del libe­ralismo nos permite advertir que el suelo en el que este echa sus raíces es el Estado moderno, y más en concreto, la monarquía absoluta. El liberalismo es, en efecto, una de las grandes opciones históricas del ab­solutismo y no en modo alguno, como suele creerse, su liquidador. In­tentemos resituar brevemente su historia, que empieza en el antiguo régimen y no en las revoluciones inglesa, francesa o americana.

El principal problema al que tienen que responder las monarquías europeas en el contexto del equilibrio continental establecido a raíz de la paz de Westphalia es el problema de la población. La población sus­tituye en la edad moderna al territorio como elemento clave del ejerci­cio del poder. [3] Es la población, merced a su número, a su actividad y a su riqueza, la que proporciona una base material a la soberanía del monarca absoluto. De la población se extrae el tributo y de ella proceden también los soldados necesarios para mantener el equilibrio exterior garan­te de la existencia del Estado. Gobernar será así, en la edad moderna, gobernar una población, gestionarla de modo que prospere en términos de número, salud y riqueza garantizando al mismo tiempo su disciplina y su fidelidad al soberano. Esta perspectiva de la población en la que insistirá Michel Foucault inspirará la reflexión de los primeros pensado­res sociales del Estado moderno, los fisiócratas franceses y los cameralistas alemanes. Todos ellos, desde perspectivas distintas, persiguen la finalidad de incrementar la potencia del propio Estado frente a los de­más del sistema europeo, por lo que consideran que toda acción de go­bierno debe centrarse en una intervención activa sobre el cuerpo mismo de la población, en el cual se encuentra el secreto de la potencia de los Estados. Así, afirma lo siguiente François Quesnay, el mayor exponente de los fisiócratas, en su Cuadro Económico de Francia de 1753:

«[…] la política feudal consideraba esta propiedad de la tierra como fundamento de la fuerza militar de los señores, pero jamás pensó en otra cosa que no fuese la propiedad del terreno; […] no se ha visto lo suficiente que el auténtico fundamento de la fuerza militar de un reino es la propia prosperidad de la nación.

» Roma supo vencer y subyugar a muchas naciones, pero no ha sabi­do gobernar. Ha expoliado las riquezas agrícolas de los países so­metidos a su dominación; en cuanto desapareció su fuerza militar, le arrebataron las conquistas que la habían enriquecido y se encontró abandonada a sí misma, indefensa frente al pillaje y las violencias del enemigo».[4]

Ahora bien, si se quiere aumentar la prosperidad de la nación y con ella el poder del monarca, este objetivo puede alcanzarse de dos mane­ras. La primera, que mantiene cierta continuidad con las prácticas clási­cas de un poder soberano basado en el derecho, si bien reconoce la necesaria fundamentación de este derecho en la naturaleza, consiste en dirigir y controlar el conjunto de las actividades de la nación. Para ello es preciso disponer de una imagen tendencialmente exhaustiva de los actores económicos del país, capaz de afinarse hasta alcanzar un nivel de detalle cada vez más preciso, a fin de que no escape a la atención y a la posibilidad de intervención del Estado ninguno de los factores que contribuyen a la riqueza nacional. El mejor exponente de este paradig­mático intervencionismo es la política que se asocia históricamente con el nombre del ministro de Luis XIV, Colbert. Es fácil adivinar que la tarea planteada es infinita y en último término imposible, como ha que­dado demostrado por todos los intentos de planificación exhaustiva experimentados desde el siglo XVII hasta hoy. Sin embargo, antes de que prevaleciera el paradigma liberal, Mercier de la Rivière, otro importante conocido fisiócrata, propuso el establecimiento de un «despotismo ra­cional» basado en el orden natural y que por ello mismo no lesionaría ningún tipo de derecho individual: «el despotismo natural de la eviden­cia conduce al despotismo social: el orden esencial de toda sociedad es un orden evidente, y como la evidencia siempre tiene la misma autori­dad, no es posible que la evidencia de este orden sea manifiesta y públi­ca, sin que gobierne despóticamente». Esta línea, que se abandonó en Francia e Inglaterra a favor de una disociación de poder soberano y «orden natural», tuvo sin embargo mayor continuidad en Alemania don­de el cameralismo realizó un intento de sistematización de las prácti­cas de control político sobre la actividad económica y los distintos aspectos de la vida social que vino a convertirse en lo que Von Justi bautizara Ciencia de la policía (Polizeiwissenschaft) y cuyos últimos ava­tares son el Estado comercial cerrado de Fichte y la Nationalökonomie de Friedrich List. El concepto de «policía» manejado en Alemania hasta el siglo XIX y en el resto de Europa hasta el XVIII tenía un significado mucho más amplio que el que le atribuimos hoy[5], pues abarcaba el conjunto de las actividades públicas de intervención en el cuerpo social destinadas a fomentar la salud, la prosperidad y la seguridad de la población. El sentido muy restringido que conserva este término hoy en día refleja por su parte la amplitud de la contracción operada en los ámbitos de actuación del poder soberano.

La opción que se planteó a la monarquía absoluta frente al proyecto de control exhaustivo propugnado por la ciencia de la policía fue lo que se denomina el «laissez faire». «Dejar hacer», dicho así en francés porque su historia guarda directamente relación con la del absolutismo francés y su devenir liberal. El origen de la expresión es la siguiente anécdota que refiere el marqués de Argenson:

«Cuentan que Colbert reunió en su casa a varios delegados del comercio para preguntarles qué podría hacer en favor del comercio, el más razonable y menos adulador de entre ellos le dijo sólo estas palabras: Dejadnos hacer: [Laissez-nous faire.] No se ha reflexionado quizá bastante sobre la gran significación de esta frase»[6].

Ya no se trata de gobernarlo todo, sino de dejar que se autorregule un amplio espacio social que recibirá el nombre de «sociedad civil». El objetivo declarado es «gobernar menos», como propugna, por cierto, el propio marqués de Argenson, quien afirma en sus memorias: «Todo se va al traste cuando se ocupa uno demasiado de las cosas. Nuestro go­bierno se preocupa demasiado de nuestras necesidades […]. Hace tiempo quise desarrollar estas ideas en un tratado que habría titulado: Para gobernar mejor; habría que gobernar menos»[7].

Gobernar menos significa restringir el ámbito de actuación del poder soberano, esto es, de la esfera jurídico-política en la que este se despliega lo que supone una autorrestricción o una contracción de la propia soberanía en favor de un tipo de poder que no funciona mediante el derecho, sino a través de dispositivos basados en la verdad y a la vez productores de verdad. Sostiene Michel Foucault que el poder de jurisdicción del so­berano se ve sustituido por un nuevo poder que ya no dice qué es lo justo sino qué es la verdad, un poder de veridicción. Así, en la gestión económica, el control público de los precios y del comercio quedará sustituido por «la verdad de los precios» definida por el mercado. Igualmente, otros distin­tos ámbitos sustraídos a la legalidad se regirán por verdades propias gene­radas en el marco de los dispositivos de poder correspondientes: la prisión generará la verdad del delincuente, el manicomio la verdad sobre la locu­ra, la fábrica dirá la verdad sobre el trabajo, e incluso el campo de concentración nos dirá, al tiempo que la produce performativamente, la verdad del racismo biológico[8]. La función del soberano en lo que a este ámbito se refiere es la de reconocer estas verdades como si fueran condicionantes naturales de su propia actuación. Tan vano es en efecto querer oponerse a la verdad de los precios como pretender gobernar mediante leyes la meteorología o la actividad volcánica. La contracción del poder crea lite­ralmente un nuevo ámbito «natural» que, como la propia naturaleza, tiene su propio principio de actividad.

Lo propio de este nuevo paradigma de gobierno no es que, como ha podido creer por ejemplo Hannah Arendt, abandone a fuerzas naturales y a procesos incontrolables ámbitos esenciales de la actividad humana. En realidad, el paradigma liberal supone siempre una presencia del so­berano, por mucho que esta se haga cada vez más discreta. Así, de los múltiples sentidos de la palabra policía que en el siglo XVIII vino a equi­valer al ámbito potencialmente infinito que se abría a la actuación di­recta del soberano, solo ha sobrevivido sintomáticamente uno, el que se refiere a las funciones de mantenimiento y restablecimiento del orden. El poder soberano ha podido contraerse asintóticamente, pero siempre está presente como límite.

La función del soberano en el contexto liberal es en efecto la de man­tener y reproducir el «orden normal»[9] de la sociedad que permite el correcto funcionamiento «autorregulado» del mercado y la aplicación del conjunto de normas e instituciones jurídicas que sirven de marco al propio mercado. Esto es así porque, a pesar de las ilusiones de «natura­lidad» de las relaciones económicas, el funcionamiento del mercado como institución central de ese gobierno basado en la verdad depende de una fuerte intervención normalizadora del soberano, cuya acción literalmente policial consiste, como la del dios cartesiano respecto del orden natural, en crear continuamente ese sucedáneo de naturaleza que es el espacio económico. Esto presupone por un lado la trascendencia del soberano, que no debe ser directamente visible en su obra, aunque también su permanente intervención sobre lo «creado», que se asemeja a la Providencia de los teólogos.[10]

Si transcribimos esto en términos familiares a la tradición marxista, podemos decir que la acumulación originaria de capital, con su cohorte de medidas de violencia y excepción bien descritas por Marx en El capi­tal, no es una fase primitiva destinada a no reproducirse en la historia del capitalismo. Antes bien, la lógica brutal de la acumulación origina­ria se perenniza por un lado bajo la forma de una siempre posible irrup­ción del poder soberano en la sociedad civil destinada a restablecer las condiciones de la «autorregulación» del mercado, pero por otro lado existe en un régimen cotidiano a través de toda una amplia gama de aparatos y dispositivos de normalización que no son, al menos jurídica­mente, aparatos de Estado. El derecho y el mercado no han suprimido de ninguna manera la violencia fundamental que perpetúa en el capita­lismo las condiciones de la expropiación estructural de los trabajadores. Esta violencia, que coincide con el poder soberano y los espacios de excepción que este mantiene constantemente abiertos en la economía y en otros dispositivos de producción de verdad, es indispensable para la mera supervivencia del sistema.

Continuidad jurídica entre absolutismo y liberalismo: poder y representación

La tradicional oposición entre liberalismo y absolutismo esconde tras de sí una relación mucho más compleja entre ambos términos en la que prevalecen los elementos de continuidad sobre los de ruptura. Ello no solo se aprecia cuando se atiende a la creación del espacio «natural» de la libertad económica, sino de manera particularmente esclarecedora cuando se tiene en cuenta la muy peculiar modalidad jurídico-política de construcción de la soberanía y de la legitimidad del poder que servi­rá de fundamento al absolutismo y se perpetuará en los regímenes burgueses basados en la soberanía popular. Si el liberalismo se presenta frente al absolutismo como el partido de los derechos humanos, el tipo de soberanía basado en la libertad y la igualdad humanas poco tendrá que envidiar en materia de dominación de la población al propio abso­lutismo. Para introducir este tema, nada mejor que una ilustradora anéc­dota que refiere Tocqueville en El antiguo régimen y la Revolución:

«Menos de un año después de empezada la revolución, Mirabeau escribía en secreto al rey: “Comparad el nuevo estado de cosas con el antiguo régimen, en ello podréis encontrar consuelo y esperan­za. Una parte de los actos de la Asamblea Nacional, la más consi­derable, es evidentemente favorable al gobierno monárquico. ¿Acaso no tiene ningún valor vivir sin parlamento, sin países con fueros, sin los cuerpos del clero, de los privilegiados y de la nobleza? La idea de formar solamente una única clase de ciudadanos habría agradado a Richelieu: esa superficie igual facilita el ejercicio del poder. Varios reinados de un gobierno absoluto no habrían hecho tanto por la autoridad real, como ha hecho este único año de revolución”».[11]

Tocqueville, siguiendo en ello a Mirabeau, comprendió que la aboli­ción de los privilegios y la igualdad jurídica recientemente conquistada por la ciudadanía francesa podían allanar el terreno a la constitución de un tipo de dominación muchísimo más efectivo que la existente en el marco del antiguo régimen, la cual quedaba coartada por un sinfín de privilegios y de poderes privados. La igualdad de los ciudadanos permitía por fin constituir el Estado sobre una base racional coincidente con la de la única institución que en el antiguo régimen, y ya desde la Antigüedad, se basaba rigurosamente en la igualdad jurídica: el mercado. La articula­ción entre mercado, derechos individuales y soberanía entendida como dispositivo de representación política permite explicar cómo se funda­menta en el plano jurídico la autocontracción del Estado absolutista por la que se instaura el nuevo paradigma de gobierno liberal.

El proceso histórico de constitución del Estado absolutista que antes hemos esbozado coincide desde muy pronto con la retracción de este de toda una serie de esferas de la vida social que pasan a considerarse de dominio privado. En la propia Francia, patria de la Revolución, el absolutismo había empezado a reducir los privilegios feudales y a unificar el mercado interior desde la época de Luis XIV, lo que por cierto dio lugar a importantes revueltas nobiliarias en reivindicación de un orden feudal que estaba progresivamente disolviéndose en favor de la constitución del mercado nacional y mundial.

El mercado, cuyo desarrollo favorece el absolutismo, desconoce los estamentos y órdenes y privilegios, solo entiende de propiedad, libertad e igualdad de los protagonistas del intercambio. Este estatuto particular del mercado era algo que se había reconocido desde la Antigüedad. Al tratar en la Ética a Nicómaco de los tipos de justicia, Aristóteles distingue así entre la «justicia distributiva» y la «justicia conmutativa». La justicia distributiva tiene un aspecto político, pues consiste en que se compensen a partir del ámbito común gestionado por la ciudad las diferencias injustificadas de rango, de poder o de riqueza. En la justicia distributiva la desigualdad existe, pues de hecho, el objeto de este tipo de justicia es precisamente compensar algunas manifestaciones de desigualdad, sin llegar a eliminarlas. La justicia conmutativa se basa, en cambio, en la igualdad. Una igualdad que supone un intercambio de valores iguales y que hace abstracción de las diferencias sociales. La justicia conmutativa es la que, por ejemplo, en un procedimiento penal, compensa una culpa mediante un castigo equivalente al daño causado o, en un procedimien­to mercantil, salda una deuda mediante el pago de su equivalente en valor. La única igualdad que conoció la Antigüedad es precisamente esta igualdad de los sujetos de la justicia conmutativa, la igualdad de la culpa y de la deuda. La igualdad de los modernos es heredera directa de esta igualdad, propia del ámbito privado, que encuentra su aplicación paradigmática en el intercambio de valores iguales entre sujetos iguales cuyo ámbito por excelencia es el mercado.

Ese plano de igualdad jurídica donde ignoran las diferencias es la base en que se funda la política moderna. Esta no solo supone una contracción del soberano, algo así como su sístole, sino un movimiento contrario de diástole por el que se constituyen a la vez soberano y pueblo, Estado y nación. El modelo clásico de y del poder político a partir de la igualdad indiferenciada de los sujetos del mercado se debe, no ya a uno de los grandes clásicos de la democracia, sino a Hobbes, a quien suele considerarse como el defensor de un absolutismo racionalmente fundado.

Al principio del Leviathan formula Thomas Hobbes una antropología pesimista de base «materialista». Su idea fundamental es que la ilimitación del deseo humano y la imposibilidad de su satisfacción conducen a los individuos a la hostilidad recíproca y, finalmente, a una situación de guerra civil permanente. En una sociedad, como la del Estado de naturaleza hobbesiano, en la que no existe ninguna instancia política capaz de poner coto al enfrentamiento permanente, resulta imposible obtener el mínimo de sosiego y de cooperación entre los individuos, necesario para el despliegue de la riqueza y de la civilización. La vida es en una sociedad así «solitaria, triste, repugnante, bestial y breve». Sin embargo, no suele insistirse tanto en que la idea del Estado de naturaleza se basa en una concepción del hombre enteramente igualitaria, en la cual las posibles diferencias se minimizan y equilibran:

«[…] la diferencia entre un hombre y otro hombre [dirá Hobbes] no es tan considerable como para que un hombre particular pueda por ella reivindicar para sí una ventaja a la que otros no puedan pretender tanto como él. Pues, en lo que a fuerza física se refiere, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante un ardid, ya sea uniéndose a otros que se ven amenazados por el mismo peligro que él»[12].

La base de la igualdad es, en el Estado de naturaleza, una justicia conmutativa rigurosa en la que los daños que los hombres pueden hacerse unos a otros siempre pueden equilibrarse y compensarse.

Sin embargo, la igualdad basada en la permanente amenaza de muerte es rigurosamente incompatible con la actividad económica, con un aprovechamiento racional de la población y de su potencialidad productiva. Para lograr este objetivo será necesario pasar de la igualdad natural, basada en el constante reequilibrio de las correlaciones de fuerza, a una igualdad sancionada por un poder soberano dotado de una fuerza inconmensurable con la de cualquier agregado de fuerzas individuales. Esa fuerza que ninguna otra sobre la tierra puede superar solo podrá ser el resultado de la integración de la totalidad de fuerzas individuales.

Ahora bien, esa integración solo podrá operarse a partir de individualidades atómicas y perfectamente separadas, pues en el Estado de naturaleza la permanente hostilidad que media entre los seres humanos no permite la existencia de ningún agregado estable. La base del nuevo poder que excede el límite del máximo agregado posible de poderes individuales tendrá que ser el individuo. Además, por no existir por encima del individuo ningún tipo de autoridad, solo la voluntad individual podrá servir de base a la constitución del poder soberano. Por ello mismo, el nuevo poder soberano que se cimienta en las voluntades individuales deberá tener otra característica fundamental que deriva directamente de su origen: deberá representar a todos y cada uno de los individuos de tal modo que al obedecer al soberano se estén obedeciendo a sí mismos. El corolario de ello es que cualquier resistencia al poder se hace intrínsecamente contradictoria. Esta condición de legitimidad del soberano que recorrerá el conjunto de la filosofía política burguesa desde Hobbes hasta Rousseau, Kant y hoy Habermas, se articula como un proceso de autorización.

La descripción paradigmática de este proceso figura en el Leviatán de Hobbes, cuyo capítulo XVI del libro homónimo se dedica a la definición de «personas, autores y cosas personificadas». La primera tesis identifica la «persona» como un vector de palabras y actos:

Una persona es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas o bien como suyas, o bien como representaciones de palabras o acciones de otro hombre o de cualquier otra cosa a la que son verdadera o ficcionalmente atribuidas. Cuando son consideradas como suyas, entonces la persona se llama persona natural; y cuando son consideradas como representaciones o acciones de otro, tenemos entonces una persona fingida o artificial.

La persona es por lo tanto separable de sus palabras y de sus actos, pues estos pueden ser también los de otra persona y, recíprocamente, otro hombre puede ser portador y representante de mis propias palabras y acciones. En el marco de esta separación, se entenderá por persona natural aquella cuyas palabras y actos se consideren como propios y por persona artificial aquella cuyas palabras y actos se consideren como ajenos. Esta escisión entre el individuo y sus palabras y acciones supone una ruptura radical con la antropología antigua para la cual, precisamente, las palabras y los actos resultan inseparables del individuo al constituir, según la concepción aristotélica, el fin interno del hombre o, en otras palabras, su alma. Como afirma Aristóteles al ilustrar esta concepción, «si el ojo tuviera un alma, esta sería la vista».

La concepción del sujeto como persona otorga una densidad ontológica a lo que en la Antigüedad solo podía concebirse como artificio teatral:

La palabra persona es latina; los griegos la designaban con el término {palabra en griego} que significa la faz, igual que persona, en latín, significa el disfraz o aspecto externo de un hombre a quien se representa ficcionalmente en el escenario. Algunas veces, el término significa, más particularmente, la parte del disfraz que cubre el rostro, como una máscara o careta. De la escena se ha trasladado a cualquiera que representa un lenguaje y acción, tanto en los tribunales como en los teatros. De manera que una persona es lo mismo que un actor, tanto en el escenario, como en la conversación ordinaria. Y personificar es un actuar o representarse a uno mismo o a otro. Quien representa el papel de otro se dice que asume la persona de este, o que actúa en su nombre.[13]

Asumir como marco de discurso un lenguaje explícitamente teatral tiene como consecuencia la introducción de las categorías de autor y de actor como conceptos básicos de la representación autorizada. Simultáneamente, estos dos conceptos se articularán con la problemática de la propiedad y el dominio:

De las personas artificiales, algunas dicen palabras y realizan acciones que pertenecen a aquellos a quienes representan y entonces la persona es el actor, y el dueño de esas palabras y acciones es el AUTOR. En casos así, el actor actúa por autoridad. Pues lo que, hablando de bienes y posesiones, llamamos dueño, en latín dominus, hablando de acciones lo llamamos autor, en griego kyñéïò. Y así como al derecho de posesión lo llamamos dominio, al derecho de realizar una acción lo llamamos AUTORIDAD. De tal modo, que por autoridad se entiende siempre un derecho a realizar un acto; y hecho por autorización quiere decir hecho por comisión o permiso de aquel a quien pertenece el derecho.[14]

Contrariamente a la concepción que de ella tiene el sentido común, la autoridad se nos presenta aquí principalmente, no ya como relación de mando sino como relación de representación. Autoridad es el resultado de un proceso de autorización por el cual un autor delega en otro individuo la capacidad de actuar y de hablar en su lugar. La autoridad es así siempre autoridad consentida, por lo que puede afirmarse que los actos realizados por el actor no son sino los actos mismos del autor; de modo que si el actor da una orden al autor y este la obedece, el autor se está a la vez mandando y obedeciendo a sí mismo.

Por otra parte, la analogía de la autoridad y del dominio es ilustrativa de las transformaciones jurídicas e institucionales que se están operando en esta época de capitalismo incipiente. Y es que, de nuevo en ruptura patente con la Antigüedad, se produce una escisión entre la propiedad y el dominio paralela a la que se da entre las palabras y actos de un individuo y la autoridad para obrar y pronunciarse en su nombre. En el derecho antiguo y en sus prolongaciones medievales no se concebía una propiedad separada del dominio, esto es, de la condición de dominus dotado de poder absoluto sobre una familia y una propiedad. Efectivamente, el derecho antiguo, y en particular el romano, era un derecho de los ciudadanos y estos lo eran exclusivamente en virtud de la posesión y el gobierno de un patrimonio que incluye tierras y bienes inmuebles, así como a los miembros de la familia, incluidos los esclavos. La propiedad antigua se inscribía básicamente en este marco a partir del cual podían organizarse las distintas funciones e instituciones del derecho y el orden político. En el texto de Hobbes vemos que el término de dominium se convierte respecto de los bienes y el derecho a poseerlos en el análogo de lo que es la autoridad respecto de los actos y las palabras. Más que un estatuto personal irrenunciable, el dominio es aquí un derecho subjetivo, lo que hace que dominio — en el sentido moderno — y autoridad sean respectivamente separables del propietario y de la persona. El resultado de la alienación de ambos es respectivamente la nuda propiedad y la nuda vita.

Una vez establecido el marco ontológico de la representación en general, la representación política solo podrá realizarse mediante la constitución de un poder absoluto al que cada uno de los individuos debe obediencia en la medida en que los actos del poder son los suyos propios. Entre el individuo independiente y el Estado absolutista no existe por lo tanto la contradicción que se supone y, a pesar de la retórica del Estado de derecho, las leyes establecidas por el soberano no son en modo alguno garantía de la libertad en general, sino solo de la muy estrecha y apolítica libertad de contratar en el marco del mercado y de la sociedad civil. En términos de Montesquieu: «la libertad no puede consistir sino en poder hacer lo que se debe querer y no estar obligado a hacer lo que no se debe querer»[15]. Y en este caso poco vale objetar que ello resulta del absolutismo de Hobbes, pues tanto Rousseau como Kant, y ciertamente también Habermas, y los teóricos modernos del Estado democrático de derecho son, al igual que Hobbes, firmes oponentes a cualquier forma de resistencia al poder representativo y, por lo tanto, legítimo.

Derechos humanos y mercado

Esta articulación entre una sociedad de individuos y una representación política no condicionada se expresa jurídicamente como relación entre el Estado de derecho y los derechos humanos. Dentro de este planteamiento, los derechos humanos constituyen el elemento fundamental que otorga coherencia al orden dominante poniéndose en posición de excepción respecto de él. Su situación de paradójica inclusión-exclusión respecto del ordenamiento político democrático-liberal es patente desde sus primeras formulaciones. Así, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano establecía en su Artículo 2 que: «La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión».

Frente a la concepción de ciudad propia de la Antigüedad griega, en la cual esta era un fin en sí, pues solo en ella podía el hombre alcanzar la buena vida, nos encontramos con la idea de un plano de los derechos naturales que debe servir de base inalterable a cualquier acción política legítima. La definición de estos derechos aparece como algo previo a la propia existencia de la ciudad, cuya institución tiene como único fin su preservación. La asociación política no tiene, por consiguiente, ningún sentido propio y se convierte en un instrumento puesto al servicio de la «conservación» de un bien que le preexiste, que se declara «natural» y propio del «hombre». Esto contradice también la concepción política de la Antigüedad, pues afirma que una ciudad debe atender a los derechos, no ya de aquellos a quienes se deben determinadas prestaciones constituyendo así una communitas, sino a los de quienes como meros hombres ajenos a la communitas, forman parte de un espacio donde rige la immunitas, la exención de prestaciones/donaciones. Y es que el conjunto de la concepción jurídica subyacente a esta doctrina subvierte desde sus propias bases la concepción greco-romana.

El derecho no es ya la parte propia de alguien respecto de la parte correspondiente a otro (jus), sino algo absoluto. La propia libertad se define como «derecho» cuando desde la más alta antigüedad jurídica es el jus el que depende de la libertad y no lo contrario. Un ciudadano romano puede reivindicar su jus en nombre de su libertas, pero jamás su libertas como jus. La libertad antigua es un estatuto personal, en ningún caso un derecho. El concepto de derecho subjetivo entraña una confusión entre estos dos planos cuya distinción era perfectamente clara en la Antigüedad.

La transformación de la libertad en jus hace de este derecho a la libertad algo que puede ser reivindicado por cualquiera, lo que permite su extensión a todos los hombres convirtiéndola en un derecho humano. Ahora bien, un derecho humano no puede ya guardar relación con la ciudad, se sitúa en un espacio que le resulta ajeno y que, más que someterse a su derecho, pretende servirle de base y de inspiración. Si en el ordenamiento de la ciudad antigua, el derecho era algo propio de una ciudad dotada de un ordenamiento específico y de un cuerpo de magistrados encargados de dictar el derecho, la teoría de los derechos humanos sitúa el fundamento del derecho en la naturaleza separando así la esfera política de otra esfera de fines humanos más fundamental. Como advierte ya el enunciado de la propia declaración de 1792, esta esfera autónoma de fines girará en torno al mercado, pues la calificación de la libertad, la propiedad y la seguridad como derechos fundamentales del hombre no se presta a engaño. Estos tres elementos no son sino las condiciones básicas de la institución jurídica que sirve de base al mercado: el contrato.

Estado moderno y mercado son por lo tanto espejos contrapuestos que configuran un infinito laberinto borginao de reflejos recíprocos. Los derechos humanos, lejos de garantizar ningún tipo de libertad, impiden, por el contrario, la inscripción política de la libertad. Allí donde prevalecen los derechos humanos, la política, la capacidad de distanciamiento activo respecto del orden existente — que en la actualidad no es sino el del Estado-mercado — , desaparece en favor de la naturalidad de la economía y de la moral humanitaria. Para salir de este laberinto liberal y recuperar la política, o lo que es lo mismo, la democracia, será necesario, como para salir de cualquier laberinto, un punto de referencia exterior. Creemos que se puede encontrar en la relación que Marx establece entre «lucha de clases» y «dictadura del proletariado».

Conquistar la democracia

El término que designaba en la tradición marxista la abolición de la dictadura del mercado era «dictadura del proletariado». Hoy ha sido abandonado por la izquierda, incluso por la radical, y prácticamente solo lo utilizan algunos estalinistas que identifican arbitrariamente la tiranía de Stalin con este concepto. Sería interesante recordar textualmente la carta de Marx a Weidemeyer de 5 de marzo de 1853 donde, respondiendo a una pregunta de su corresponsal acerca de la especificidad de su teoría respecto de la economía clásica, afirma:

«Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de estas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases solo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases […]».

En otros términos, de lo que se trata no es de describir «científicamente» la realidad social de las clases y de su antagonismo, sino de mostrar su proyección política en la dictadura del proletariado. Dictadura paradójica en la que el sujeto de la dictadura, al hacerse con el poder se abole a sí mismo aboliendo las clases en general e instaurando una sociedad de clases.

En este breve texto de Marx se condensa una densa reflexión sobre la política articulada en torno a tres tesis que retranscribiremos en los siguientes términos:

1. La existencia de las clases y en general el orden político, social y económico no son fenómenos naturales, sino históricamente instituidos.

2. El enfrentamiento político en torno a la constitución económica desemboca necesariamente en la dictadura del proletariado.

3. Esa dictadura no es sino la abolición de la particularidad de clase del proletariado y de las demás clases y la constitución de una sociedad sin clases.

La primera tesis se enfrenta a la idea fundamental del liberalismo, conforme a la cual existe un orden natural del mercado y de las clases sociales que en él se encuentran y que se diferencian por el tipo de mercancías que intercambian: los que venden su fuerza de trabajo al carecer de otra mercancía y los que venden cualquier otro tipo de mercancía. La institución de esta situación, como demostrarán Marx y los historiadores marxistas, es el resultado histórico de un proceso generalizado de expropiación de los trabajadores de las sociedades precapitalistas cuya culminación es la existencia de esta fundamental disparidad material de los actores del mercado capitalista. Las clases y sus condiciones de existencia son, por lo tanto, un objeto posible de intervención política, algo que puede estar en juego en una confrontación política a diferencia de los cambios de presión atmosférica o la estructura del átomo de hidrógeno.

Según nos indica la segunda tesis, la única salida a esta situación consiste en un acto absolutamente no derivable de la lógica histórica que lo precede, un hiato, una ruptura. La idea de dictadura cobra aquí su sentido romano de poder excepcional que se ejerce en nombre de la salvación de la república y en condiciones de suspensión del derecho o justitium, término este paralelo al más conocido de solstitium (solsticio), que designa una suspensión del derecho, un detenimiento de su acción semejante al detenimiento del sol en mediodía durante de los solsticios. La dictadura es un momento de reinstitución del orden que puede coincidir con la constitución de un nuevo orden político o socioeconómico. Es necesario por lo tanto un espacio y un tiempo de neutralización del orden jurídico precedente para que sea posible una transformación de lo que, por mucho que tuviera una pretensión de naturalidad, ya había sido instituido y reproducido por medios igualmente artificiales.

La dictadura es aquí un acto fundador absoluto, un acto lingüístico performativo que constituye un nuevo juego enunciando sus reglas y abrogando las del anterior que resulten incompatibles con él. No es un momento de tolerancia, sino de libertad. La particularidad de la dictadura del proletariado se declara en la tercera y última tesis como transformación del interés particular proletario en interés general. Nos encontramos así ante una pirueta lógica sumamente interesante, pues de lo que se trata es de que la clase que ejerce su dictadura solo puede hacerlo aboliéndose a sí misma, debido a que su única consistencia material está basada en un rasgo de subordinación, expropiación e impotencia que precisamente pierde accediendo, no ya al poder constituido, sino a la posición de la dictadura que es la de un poder constituyente. El proletariado como sujeto de dictadura deja de ser proletariado y conquista, según afirma el Manifiesto Comunista, «la democracia». De nuevo nos encontramos con un concepto alejado de nuestro paisaje ideológico familiar: el de una democracia que debe ser objeto de conquista y no es un orden natural de las cosas que acompaña armoniosamente a la economía de mercado. La conquista de la democracia supone un salto por encima de la representación política indiferenciada en nombre, no ya de la nación ni del todo social, sino de una parte, el proletariado. Con ella se hace visible el carácter de clase de su propia actuación, pero también el del Estado burgués disimulado tras la pantalla de la representación.

El término dictadura es difícilmente aceptable en la actualidad por su asociación con la trágica experiencia de las tiranías totalitarias del siglo XX. Cabe reconocer incluso que en el sentido etimológico en que aquí lo empleamos, y que coincide con el modo en que lo entiende Marx, la realidad que designa no deja de ser ambigua, pues la suspensión del derecho vigente puede coincidir tanto con un momento constituyente y revolucionario como con una operación de represión y normalización que permita la reproducción del régimen existente.

El momento de suspensión del orden establecido es siempre un momento de peligro en que lo mismo puede triunfar la libertad como acentuarse la opresión. Pero este riesgo es a la vez el horizonte que configura la posibilidad de cualquier libertad humana y en particular de la libertad política. No hay política, no hay democracia, sin ese horizonte de suspensión de garantías merced al cual es posible una refundación del orden social que solo se autoriza por sí misma. El orden del zoon politikon no es un orden natural, la vida de la polis no es la vida en general, sino la «buena vida» cuya definición siempre es objeto de debate político.

Todo intento de eliminar el riesgo inherente a la existencia política del hombre y de sus sociedades conduce en el mejor de los casos a la inmunización generalizada de la esfera privada que Benjamin Constant definiera como «la libertad de los modernos», en oposición a una libertad de los antiguos cuyo fundamento era la activa y peligrosa participación del ciudadano en los asuntos de la ciudad. En el peor de los casos, este intento de preservar el orden y la seguridad frente al peligro de la política puede conducir a la renuncia a cualquier forma de libertad a cambio de la seguridad proporcionada por la obediencia.

La democracia no puede así concebirse en abstracto como pretenden los defensores de los derechos humanos y del Estado de derecho. Según su fundamentación social, será una cosa u otra muy distinta. En el caso del capitalismo y del dispositivo de gobierno liberal que le es inherente, la democracia reproduce y perpetúa la hegemonía del mercado dentro de ciertos límites de tolerancia y adaptación a las tensiones sociales que hicieron posible la realización de políticas reformistas imposibilitando a la vez toda forma de revolución social llevada a cabo dentro de su marco legal. Esto es algo que han dejado muy claro en un libro reciente sobre el proceso revolucionario venezolano Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero.[16] Sin embargo, no creo que sea posible aceptar como marco de un proceso revolucionario el Estado de derecho y la representación política. Una revolución es un eclipse de la representación. Por ello es necesario estar a la vez dentro y fuera de la democracia, en su marco legal y en la esfera de la lucha de clases que este marco legal ignora y recubre. Es lo que expresa Rosa Luxemburgo, cuando afirma:

«La democracia socialista no es otra cosa que la dictadura del proletariado […]. ¡Pues sí, dictadura! Pero esta dictadura no consiste en la eliminación de la democracia, sino en la forma de practicarla, esto es, en la intervención enérgica y decidida en los derechos adquiridos y en las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin la cual no cabe realizar la transformación socialista»[17].

La dictadura del proletariado no es la abolición de la democracia sino su asentamiento en otro marco social caracterizado por la generalización de las formas de cooperación directa en el ámbito productivo. Ahora bien, este seísmo social que modifica la base de la democracia, cambia profundamente su estructura y, en concreto, liquida la representación y el poder de Estado. Cualesquiera que sean las formas del gobierno revolucionario, estas ya no podrán nunca basarse en la representación de los individuos aislados que sirven de fundamento al mercado. El gobierno revolucionario deberá atender a las formas complejas de autoorganización social y propiciarlas limitando cada vez más, hasta hacerla desaparecer, la hegemonía del mercado. La nueva sociedad poscapitalista tendrá así un gobierno al que podrá oponerse y resistir, pues este no tendrá ni podrá tener ninguna representatividad general. Como en las hoy casi inconcebibles democracias de la Antigüedad, en la democracia socialista que habrá que inventar, gobernar será gestionar las diferencias, no darlas por abolidas en el marco de una dialéctica entre multitud indiferenciada y poder totalizador. Solo así se habrá salido finalmente del absolutismo.


Referencias

[1] Atilio A. Borón: «The Truth about Capitalist Democracy», Socialist Register 2006, London, 2006: 28, «[…] la expresión “democracia capitalista” recubre el sentido auténtico de la democracia destacando el hecho de que sus características estructurales y rasgos definitorios — elecciones “libres” y periódicas, derechos y libertades individuales, etcétera — son, a pesar de su importancia, formas políticas cuyo funcionamiento y eficacia específicas no pueden neutralizar y aún menos disolver la estructura intrínseca e irremediablemente antidemocrática de la sociedad capitalista». [Traducción y énfasis del autor.]

[2] Recuérdese el «soy socialista a fuerza de liberal» de Indalecio Prieto.

[3] Giovanni Botero: Della racione di Stato (1589); Michel Foucault: Sécurité, territoire, population, París, Gallimard, 2004.

[4] François du Quesnay: Tableau économique (1758), Tercera observación.

[5] Paolo Napoli: Naissance de la police moderne, Paris, La Découverte, 2003.

[6] Citado en Michel Foucault: Naissance de la biopolitique, París, Gallimard, 2004, p. 28, nota 16.

[7] Marquis d’Argenson : Mémoires, vol. V, París, Plon, 1857, p. 362.

[8] El concepto de «performativo» se debe a John Langshaw Austin: How to Do Things with Words: The William James Lectures Delivered at Harvard University in 1955 (1955). Remite a la capacidad que tiene el discurso verbal, más allá de cualquier significación, de producir realidades sociales. Ha tenido una importante repercusión en autores como Judith Butler o Foucault, quien habla a este respecto como «régimen de verdad»: «es un régimen de verdad y no un. error lo que hace que algo que no existe pueda haberse convertido en algo. No es una ilusión puesto que ha sido establecido por una serie de prácticas y de prácticas reales lo que lo marca de manera imperiosa dentro de lo real. El par serie de prácticas-régimen de verdad forma un dispositivo de saber-poder que marca efectivamente en lo real lo que no existe y lo somete legítimamente a la discriminación entre lo verdadero y lo falso», en M. Foucault: Ob. cit. (en n. 6), p. 22.

[9] La idea de «orden normal» ha sido desarrollada por Carl Schmitt, basándose en la obra del jurista francés Haurioux. Schmitt articula este concepto con el de excepción: «En su forma absoluta, el caso excepcional se presenta cuando es necesario crear previamente la situación en que las proposiciones jurídicas pueden entrar en vigor. Toda norma general exige una organización normal de las condiciones de vida en las que podrá aplicarse conforme a las realidades existentes y que somete a su regulación normativa», en Carl Schmitt: Théologie politique (1922), Paris, Gallimard, 1988, p. 22 (trad. del autor).

[10] No creemos que exista una gran discontinuidad semántica entre el concepto teológico de «economía», que designaba el conjunto de recursos por los que Dios obraba en este mundo en favor de la salvación del hombre, y la idea moderna de una economía política. Sin embargo, sí que hay esa discontinuidad entre el concepto griego y el moderno: «economía política» supondría para un griego una contradicción en los términos. Sobre este tema, ver la reciente obra de Giorgio Agamben: Il regno e la gloria. Per una genealogia teologica dell’economia e del governo. Homo sacer (2 vol.), [s. 1.], Neri Pozza, 2007.

[11] Alexis de Tocqueville : «L’ancien régime et la Révolution», Oeuvres complètes, Libro I, Paris, Lévy, 1866, Capítulo 2, p. 7. [El énfasis es del autor].

[12] T. Hobbes: Leviathan, or the Matter, Forme, and Power of a Commonwealth, Ecclesiastical and Civil (1651), cap. XIII.

[13] T. Hobbes: Ob. cit. (en n. 12), cap. XVI.

[14] Ídem.

[15] «La liberté ne peut consister qu’á pouvoir faire ce que l’on doit vouloir, et á n’être point contraint de faire ce qu’on ne doit pas vouloir».

[16] C. Fernández Liria y L. Alegre Zalionero: Comprender Venezuela,pensar la democracia. El colapso moral de los intelectuales occidentales, Hondarribia, Hiru, 2006.

[17] Rosa Luxemburgo: La revolución rusa (1918).


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