Por Luis Alvarenga
Es más que evidente el alineamiento del actual gobierno salvadoreño, presidido por Nayib Bukele desde el pasado 1º de junio, con los intereses geoestratégicos de Estados Unidos en la región centroamericana.
Este alineamiento se muestra, entre otros, en los siguientes aspectos: uno, la política hacia los migrantes del gobierno de Donald Trump; dos, el reforzamiento de la ofensiva diplomática contra Venezuela y, en menor escala, Nicaragua y; tres, en el terreno interno, la profundización de políticas económicas neoliberales.
Para el anecdotario, quizás podría resultar importante los gestos públicos del mandatario salvadoreño, en el sentido de promoverse a sí mismo como muy cercano al presidente Trump — «He is very nice and cool», declaró en una rueda de prensa — , o de sobresalir en términos mediáticos como un político que desdeña al sistema tradicional — el gesto de detener su alocución en la Asamblea General de Naciones Unidas para tomarse una selfie y luego dictaminar la obsolescencia de la ONU… ¡por no hacer uso de las tecnologías de la comunicación y de las redes sociales en vez de convocar a una asamblea general presencial! — .
Más allá de ello, y del estilo trumpiano de gobernar por tuits, sí hay, en efecto, un acercamiento muy estrecho con los intereses estadounidenses en Centroamérica y en la región latinoamericana en general.
Estos intereses tienen objetivos bien definidos. En el reparto global de tareas, a gobiernos como el del país centroamericano les toca contribuir a reforzar el cierre de fronteras para las personas que intentan emigrar a Estados Unidos. México, Guatemala y Honduras aceptaron convertirse en «tercer país seguro» para alojar a solicitantes de asilo en suelo estadounidense. Con ello, Estados Unidos se libera de la presión migratoria y se la traslada a sus aliados. El gobierno salvadoreño se ha ofrecido como voluntario para cargar con esta presión demográfica, incluso cuando es un país que, de modo histórico, expulsa a su población y la obliga a emigrar al Norte.
Esta es una tarea propia de la política de «seguridad nacional» de Estados Unidos. Como parte de ello, también está el hecho de que el gobierno salvadoreño busca reforzar los intentos de aislar desde la diplomacia a Venezuela. Aún no se han roto relaciones con la República Bolivariana de Venezuela ni se ha desconocido a su legación; pero hay declaraciones muy explícitas que apuntan a un reconocimiento de los «autoproclamados».
Lo anterior se complementa con las políticas internas salvadoreñas. En términos laborales, se han profundizado políticas neoliberales, cuyos propósitos son: «achicar el tamaño del Estado» y presionar a la oposición política de izquierda. Esto se ha producido a través del cierre de secretarías e instituciones encargadas de políticas sociales, creadas por los gobiernos anteriores del FMLN. Con ello, se han suscitado despidos arbitrarios, ordenados «vía tuit» en muchos casos, bajo el argumento de que los trabajadores despedidos son afines al partido de izquierda, o que son parientes de políticos de dicho partido, como el caso de un trabajador cuya única falta es la de tener de apellido Peña, el mismo de la dirigente del FMLN, Lorena Peña; aunque sin ningún parentesco entre ambos.
Los trabajadores afectados intentan en la actualidad dirigirse a las instancias jurídicas para ser resarcidos. Hay también otros trabajadores que se han visto cesados de forma sumaria. Ello crea una atmósfera de inestabilidad laboral y de malestar psicológico para quienes todavía tienen un empleo en el Estado. Se explota el estereotipo de que el empleado público es haragán y que hoy se ha venido a hacerlos «trabajar de verdad», haciéndolos que estén disponibles — según la jerga actual — «veinticuatro-siete», es decir, veinticuatro horas al día y siete días de la semana, sin reparar en que hay derechos humanos y laborales de por medio; con ello se transita hacia una precarización de las condiciones laborales en un ámbito como el del Estado.
La encrucijada de la cual no ha salido la izquierda salvadoreña tras su derrota electoral a manos del actual mandatario, le impide salir de las arenas movedizas en las que se encuentra. Todavía no logra rearticularse el movimiento social, pese a que hay demandas muy fuertes que pueden aglutinar a varios sectores: la lucha contra la privatización del agua — peligro que se hace más ostensible, con políticas públicas permisivas para los intereses privados — , la lucha contra la precarización del trabajo y contra los despidos arbitrarios, son ejemplos.
Pesa mucho el debilitamiento del instrumento partidario, por factores externos e internos que todavía no parecen superarse. Es probable que, al igual que en otros momentos históricos en los que las fuerzas democráticas y progresistas se han visto derrotadas, debamos prepararnos para un prolongado período de crisis antes de que surjan alternativas de izquierda viables en el horizonte de posibilidades del país centroamericano. Todo ello, partiendo de que es importante la acumulación histórica de luchas, aciertos y desaciertos.
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