Por Fernando Martínez Heredia
La Habana, 25 de enero de 2002. Publicado en La Gaceta de Cuba, no. 4, UNEAC, La Habana, jul.-ago., 2002.
Un siglo del 20 de mayo
Más que una efeméride, el centenario del 20 de mayo es un síntoma. Cien años después Cuba, que ha llegado tan lejos, mira atrás — entre el deseo y el vértigo — en busca de respuestas o, quizás, de nuevas preguntas. El largo siglo comenzado en 1895 — que no termina todavía — sigue enarbolando sus retos, los que por cierto develó desde el inicio: la existencia realmente autónoma de Cuba como pueblo independiente y los instrumentos de su soberanía, y la justicia social que satisfaga los intereses y deseos más sentidos de sus grupos sociales mayoritarios y los instrumentos de su realización, tienden a andar juntos o a no triunfar. Los resultados en cuanto a ambos propósitos, y las luchas por alcanzarlos, son el camino, un largo camino que no termina porque está en su naturaleza no terminar.
Las grandes conmemoraciones del largo siglo cubano se refieren a sucesos ocurridos al amanecer, o aún más temprano, menos este 20 de mayo que significativamente aconteció a mediodía. La frase fuerte equívoca de aquel día — “hemos llegado” — y su contenido de triunfos repartidos entre los contendientes dan cuenta del carácter singular de esta efeméride del inicio de la existencia del Estado-nación en Cuba. No resulta fácil imaginar cómo pudieron conciliarse dos realidades tan opuestas. Por un lado, la tremenda alegría popular, el goce inmenso por el hecho que parecía realizar las motivaciones e ideales por los cuales aquel pueblo de castas resultó unificado por una conciencia política, se fue en masa a la gran guerra popular y al holocausto, y exigió después la retirada del ocupante extranjero con todas sus energías y de todas las formas posibles. Por otro, las preocupaciones, angustias y desilusiones que traía consigo el nuevo Estado nacional, provenientes de los grandes recortes de la soberanía nacional — a manos de una potencia extranjera — y del proyecto revolucionario, porque desde el final de la guerra las clases rectoras del país priorizaban el retorno al orden sin voluntad de satisfacer los anhelos de justicia social.
Evento ambiguo de por sí, el 20 de mayo fue un fasto en entredicho desde los años de la primera república — la que terminó a consecuencia de la Revolución del 30 — ; en los años de la segunda república no llegaba nunca a compararse con las efemérides de la gesta insurreccional anticolonial y sus personalidades.
En el mundo de las frases coloquiales esta fecha nacional tan peculiar era la única que auguraba o registraba un hecho desagradable, para aquel que le cayera “un 20 de mayo”.
El triunfo revolucionario de 1959 desató cambios formidables de las personas, las relaciones sociales y las instituciones. Cuba se liberó al fin de la dominación imperialista de Estados Unidos y de la dominación de sus burgueses — a la vez, como único podía ser — y desató sus potencialidades. Los cubanos tomamos posesión de nuestro país. Aquel torbellino arrastró enseguida al 20 de mayo; pocos años después, la repulsa notoria hacia “aquella república” se simbolizaba en los enormes zapatos, único remanente de la estatua de Tomás Estrada Palma. En los productos ideológicos, la educación y los medios de comunicación se denigraba aquel evento o se le olvidaba. Del medio siglo anterior al Moncada solo quedaban en pie las luchas y los héroes, no tan recordados como los de la lucha anticolonial, ni con demasiado acierto. En las reducciones hagiográficas de la historia de Cuba la república del 20 de mayo no tenía cabida.
Sin embargo, en las naciones fuertes, densas de tejidos y de historia, siempre hay factores que contrarrestan las tendencias, y son más vigorosos cuanto más atañen a lo que en cada época se considera esencial. En este caso, en la primera etapa de la Revolución en el poder — la que va de 1959 a inicios de los años setenta — lo primero fue el gran interés en todo el proceso histórico cubano que se despertó, y se fue ampliando y profundizando con el aumento de las capacidades de la población. Los cubanos sabían que vivían un evento histórico excepcional y necesitaban situarlo en la historia del país y, al mismo tiempo, apoderarse de ella. Por otra parte, dentro del campo revolucionario existían notables diferencias respecto a los problemas de la transición socialista que se emprendía, y también respecto a la revolución en el mundo; esas diferencias guardaban relación con las opiniones que se tenían sobre la ideología soviética y del movimiento comunista que ella orientaba. En esa circunstancia, los más radicales tendían a reforzar su identidad con la pertenencia a una tradición cubana autóctona, de izquierda insurreccional, antimperialista y socialista. Esto condujo a ensalzar o estudiar las vidas de los grandes revolucionarios de los años veinte-treinta, y ellas al imperativo de estudiar los procesos en que habían actuado y pensado, ante tantas preguntas — y algunas perplejidades — que surgían. Entrevistas, documentos, estudios, se publicaban en número creciente y despertaban interés y debates. Como sucede en los tiempos cruciales para un país, la historia se tornó un campo polémico.
En las instituciones culturales de la joven Revolución se defendió el reencuentro y la divulgación de la obra intelectual y artística del primer medio siglo xx cubano, con criterios realmente inclusivos. Además, aquel había sido el medio en el que se formó la gran mayoría de los intelectuales que estaba dentro del proceso. El componente nacionalista radical de la Revolución, y el entonces pujante orgullo de ser cubano, se imponían a los “clasismos” y los extremismos. Para los jóvenes de los años sesenta resultaron conocidos y atractivos los grandes pintores de esa época, los novelistas, los poetas, los dramaturgos, los historiadores, y también los pensadores. Por los caminos de las artes y las ideas tomábamos otra vez posesión del propio país.
Sería muy largo abordar aquí los treinta años que van del final de aquella primera etapa hasta hoy.[1] Solo, por los fines de este trabajo, llamo la atención sobre algunos hechos, después de reiterar lo necesario que es conocer la historia del último medio siglo. La palabra contradicción se reitera al examinar numerosos campos de la segunda etapa del proceso, la cual va de los primeros años setenta a la caída de los regímenes de Europa oriental y el inicio de la última década del siglo. La república del 20 de mayo no ha sido una excepción. Mientras se multiplicaban la escolarización y las capacidades de la población, se reducía la comprensión socialista revolucionaria de la sociedad y la historia, suplantada en parte por una visión dogmática muy abarcadora y exigente, que controlaba rígidamente muchos campos y actividades y repartía premios y castigos a los personajes y los hechos históricos. La república fue demonizada. Se olvidaron rigurosamente los hechos más diversos y se desfiguraron otros, al servicio de “interpretaciones” concluidas antes de comenzar, y de una divulgación y una enseñanza muy lastradas.
Personalidades descollantes o notables de los hechos, las ideas y las artes fueron disminuidas, condenadas u olvidadas. Doy algunos ejemplos. Se sumió en la oscuridad la lucha de los anarquistas y anarcosindicalistas, protagonistas de la formación de un movimiento obrero amplio y radical, creadores de la Confederación Nacional Obrera de Cuba y uno de los factores que hicieron posible la formación de un Partido Comunista en 1925. No se reconocía como socialistas a revolucionarios que lo fueron, entre ellos a Antonio Guiteras, uno de los máximos fundadores del socialismo cubano. Creencias, creyentes e iglesias de aquel medio siglo sufrieron bajo el poder del “ateísmo científico”. Datos, temas y períodos de la época republicana se consideraban impropios para el estudio o la publicación, y palabras como “seudorrepública”, “servidores del imperialismo”, “terratenientes”, “plantistas”, “corrupción” o “gangsterismo” sustituían a los estudios y las valoraciones. Pensadores como Jorge Mañach o artistas como Ernesto Lecuona estuvieron relegados o en entredicho. Se creó, sin duda, un ambiente que debía generar insatisfacción, pérdida de credibilidad de lenguajes y mensajes, y resistencias larvadas; ese sería un caldo de cultivo para reacciones contra esa orientación maciza y negada al menor debate, cuando se presentaran condiciones nuevas.
La contradicción fue palpable en el mismo salto gigantesco de las capacidades de una parte enorme de los cubanos y cubanas, producido apenas en el lapso de una generación, y en el hecho decisivo de que este se dio en el marco de una sistematización de la redistribución de la riqueza social — que incluyó servicios sociales universales y gratuitos — , de defensa de la soberanía y de crecimiento del producto económico. El antimperialismo y el internacionalismo siguieron guiando la posición revolucionaria cubana. Cada error, deformación o retroceso de aquella etapa resultaba contradictorio con la afirmación y expansión del alcance de los cambios favorables obtenidos. En lo tocante a la república se publicó un buen número de monografías — y también textos de aquella época — que solían ofrecer un saldo positivo; en unos casos por su mera diferencia con la “otra” república pueril o falseada; en otros, por sus aportes. Las interpretaciones generales y las valoraciones específicas, sin embargo, mantenían las graves deficiencias apuntadas. De otros modos diversos aparecían también elementos o aspectos de aquel primer medio siglo republicano, sin articulación entre sí, pero portadores de una continuidad y de unos rasgos que resultaban más familiares para los cubanos que la mayor parte de los enunciados culturales de la supuesta “comunidad socialista”.
En la nueva etapa abierta de 1989–1991 en adelante los ambientes y las certidumbres anteriores han sufrido disímiles y extraños destinos. Diez años después, cuando nos acercábamos al centenario del 20 de mayo, se libraba una enconada aunque sorda lucha cultural entre el poder, las relaciones sociales predominantes y los valores de la sociedad de signo solidario en que hemos vivido — el socialismo cubano — por un lado, y los valores y las relaciones sociales de un posible orden que parece nuevo, pero que sería una nueva modalidad de capitalismo. Entre otras armas, la historia es esgrimida por los contendientes como instrumento de identidades y de legitimación. Pero la Historia, como cualquier otra herramienta, tiene sus reglas propias. Sostengo que es necesario atenerse a ellas, por válidas y numerosas razones. De acuerdo con esa premisa quiero presentar aquí, muy sucintamente, varias cuestiones que me parecen centrales para la comprensión de la república que comenzó el 20 de mayo.
Qué república fue aquella
Para el pueblo cubano que vivió hace un siglo aquella república fue un gran triunfo, su primera gran victoria como pueblo. Si pasamos de los grandes números y los fastos a las vidas de las personas, podríamos tratar de imaginar a dos generaciones envueltas en un combate a muerte contra un orden colonial secular que había regido desde el idioma y la religión hasta la costumbre, que desplegó un enorme poder militar y no vaciló en apelar al genocidio. Personas comunes tuvieron que convertirse en héroes y en mártires y poseer una tenacidad y un espíritu de sacrificio incomparables. Pero, al mismo tiempo, debieron combatir los hábitos tan arraigados de supremacía de una raza sobre las demás y aceptar o impulsar la igualdad de todos los ciudadanos en las prácticas cotidianas y las situaciones límites, no en declaraciones. La gran masa humilde y buena parte de los sectores medios llevaron la política revolucionaria al centro de sus vidas y sus proyectos, cuando el país acababa de transitar al trabajo libre y el capitalismo pleno, con una clase dominante en la economía consagrada a insertarse en la economía mundial como complementaria de Estados Unidos mediante el azúcar crudo y a controlar totalmente a los ex esclavos y sus descendientes, a los inmigrantes pobres y a los demás jornaleros y campesinos. Una clase para la cual toda revolución era un peligro inaceptable y, por consiguiente, apoyó a España contra la insurrección. Los revolucionarios de los años noventa lograron derrotar la opción política del autonomismo y arrastraron a las mayorías a una revolución que fue popular y radical a un grado altísimo. El pueblo cubano destruyó el poder de la metrópoli y estaba a punto de vencer en 1898; ocupado militarmente por Estados Unidos, diezmado, extenuado y hambriento, exigió la independencia plena durante otros tres años y medio de jornadas cívicas extraordinarias. ¿Cómo no iba a sentir y considerar que había obtenido un gran triunfo?
Los frutos de la guerra no pueden reducirse tampoco a la existencia abstracta de una república. En esos siete años de 1895 a 1902 se dio no solo el verdadero despertar de la conciencia nacional — que una frase errónea sitúa veinte años después — sino su conversión en un fenómeno masivo e irreversible. La importancia de ese logro es colosal. Los cubanos no lo somos porque vengamos de la misma etnia, ni compartamos la misma religión, o nuestra historia sea milenaria y nuestra cocina autóctona variadísima. El gentilicio se hizo realidad por unas representaciones y una conciencia política compartidas que llevaron a una gesta nacionalista y a un holocausto, por una masa de acciones populares colectivas que llamamos la Guerra del 95, ampliada y afirmada por la acción política del pueblo durante la ocupación norteamericana. Ese logro ha sido decisivo para el destino de Cuba hasta hoy.
En otro sentido más inmediato, para la masa del pueblo cubano la república no era esa abstracción manejada en las valoraciones históricas. Una parte de la población había participado directamente en la Revolución; ahora eran los veteranos, los ciudadanos de Cuba Libre, con muchas más experiencias y capacidades, autoestima, reconocimiento social y aspiraciones. Ellos, sus allegados, los que vivieron en su campo y muchos otros miembros de los sectores populares emprendieron iniciativas y exigieron derechos, compensaciones y mayor participación en la riqueza social. De inmediato obtuvieron el sufragio universal de varones y mantuvieron siempre un alto nivel de prácticas políticas. En una medida muy insuficiente adquirieron tierras para trabajarlas, y este fue un terreno de contradicción inevitable con el programa de las clases dominantes, cuyo triunfo consistió no solo en imponer su control sobre la tierra — el famoso latifundio que en Cuba tuvo una función absolutamente burguesa — sino en mantener el problema agrario fuera del debate político durante décadas. Grupos muy activos de asalariados organizaron sindicatos, exigieron demandas, apelaron a la huelga, aunque obtuvieron escasos éxitos. Las represiones contra ellos no esperaron al 20 de mayo para ser republicanas.
El racismo, tan central en la cultura cubana del siglo xix, sufrió un golpe de gran magnitud con la Revolución del 95, de ideología expresamente antirracista; su mayor legado ideal, el pensamiento y el proyecto de José Martí, era extraordinariamente superior para la convivencia humana que lo que planteaba la civilización imperialista triunfante entonces en el mundo y en la ciencia. Los negros y mulatos participaron masivamente en la Revolución.
A partir de ella se vivió una nueva etapa de la construcción social de razas y del racismo, menos desfavorable en la práctica para los no blancos, a pesar del profundo retroceso que trajo la época posrevolucionaria respecto a los objetivos de la Revolución. Pero sucedió algo más trascendente que ha pesado hasta hoy: a) la doble autosubestimación que engendran el colonialismo y el racismo en los no blancos fue quebrantada por las prácticas y las nuevas visiones del mundo promovidas por la Revolución, y por el orgullo emergente de la participación en la creación de la nación republicana; b) la ley, el sistema y las ideas políticas, ciertas organizaciones sociales y las percepciones de la nación fueron definidamente integracionistas. Aunque unos vieran estos avances con entusiasmo y otros con resignación, solo dieciséis años después de la emancipación de los esclavos en una sociedad colonial y de castas, la república cubana implicó la permanencia de aquellos logros, un arsenal simbólico que asociaba el origen mambí y el Estado nacional con la igualdad racial, y un espacio real para las luchas por el ascenso social y el reconocimiento de derechos.
A pesar de todos sus recortes y mezquindades, aquella instauración republicana no era nada despreciable para los humildes y la gente sencilla de Cuba. En las épocas posrevolucionarias la gente común trata de sostenerse, conservar lo más posible y obtener algún lugar en las nuevas circunstancias, transigir respecto a lo que parece imposible, y salir adelante. Lo que me parece realmente notable fue la capacidad popular de sobreponerse a las frustraciones y ejercer la ciudadanía en toda la medida posible, las pugnas de grupos sociales por sus demandas inmediatas y sus identidades, el predominio de un nacionalismo sin xenofobia que relacionaba el pasado con un ideal que debía ser realizado. Esa combinación de la capacidad de continuar bregando y la proyección hacia el futuro del patriotismo cubano permitió una etapa ordenada de reconstrucción y crecimiento — pese a que en ella se consolidó la dominación — y, sobre todo, que el proyecto de liberación radical quedara más en suspenso que abandonado, como una fuerza potencial para ulteriores empeños.
Es desde esos puntos de partida, en mi opinión, que podremos reexaminar la primera república cubana, sus realidades y sus hechos. A pesar de ser tan opuestas sus motivaciones, entiendo que tanto la alabanza interesada de la república de 1902–1958 como el rechazo abstracto y en bloque de aquella época histórica tienen en común su falta de relación con la vida y los problemas de la gente común, y cierto hábito mental e ideológico de clases medias, muy lejanas a la brega por la sobrevivencia y por un fatigoso y lento ascenso social a la que están obligadas las mayorías. Habrá que develar omisiones, abatir ignorancias y abandonar las frases hechas, los prejuicios y el sentido común y, sobre todo, habrá que mirar de otra manera para lograr ver. Añado todavía algunas precisiones que me parecen indispensables.
La república fundada el 20 de mayo puede ser calificada, con justicia, de neocolonial. El hecho palmario del dominio de Estados Unidos sobre Cuba fue decisivo en aquella coyuntura y siguió operando en la vida cubana durante casi sesenta años. Para varias generaciones de cubanos de los grupos sociales más diversos ese hecho siempre estuvo fuera de duda; sus rasgos principales y su evolución han sido establecidos por los historiadores. La burguesía de Cuba — para la cual la Revolución del 95 fue una amenaza que la horrorizó — mantuvo su proverbial apego a sus intereses inmediatos, aceptó la intervención norteamericana como evitación eficaz de un arreglo forzoso con los mambises victoriosos que limitara sus ganancias y su lugar social, se acogió a las relaciones de subordinación que impuso Estados Unidos y se convirtió en su socio y dependiente. Después las intromisiones y humillaciones se hicieron más visibles y, en el curso de veinte años, los lazos neocoloniales se apretaron y se consumaron en su terreno básico: la economía. La burguesía cubana tuvo que obedecer una vez más, y se sometió. Pero, al final de los años veinte, ellos y los propietarios norteamericanos del sector en Cuba chocaron con una nueva realidad: ya nunca más podrían vender cantidades crecientes de azúcar crudo.
Sin embargo, no es necesario tenerles lástima. Los burgueses cubanos vivieron su segunda edad de oro en esta primera república, literalmente hablando, como puede apreciarse todavía en el Vedado y Miramar, o en el fastuoso Capitolio. Explotaron masivamente el trabajo de los cubanos y de un nuevo millón y medio de inmigrantes, compartieron ganancias y propiedad con los empresarios norteamericanos — y entregaron una gran tajada al Estado de aquel país — , apelaron a todos los medios — incluidos los criminales — para mantener el mayor control posible de los trabajadores, los campesinos y demás sectores populares, gozaron de pasmosas riquezas y formaron poderosas corporaciones, y utilizaron el nuevo Estado para viabilizar, proteger e impulsar sus negocios, enriquecerse mediante el peculado y sostener clientelas políticas que facilitaran su hegemonía sobre la sociedad. No se propusieron un proyecto nacional de desarrollo, ni defender efectivamente la soberanía nacional y la calidad de la vida de la población; fueron mezquinos, con más visión de sus intereses que de su papel como clase rectora.
Y aquí está la otra cuestión: por primera vez en nuestra historia la clase dominante en la economía fue la clase rectora en la sociedad. Al fin los burgueses de Cuba reunieron el predominio sobre la economía y el poder político, y se plasmaron totalmente como clase. No fue una conquista propia, no poseyeron ese momento original de protagonismo y conducción política que aporta alguna grandeza y cierta tradición. Accedieron al poder por una necesidad posrevolucionaria, después de una epopeya popular creadora de la nación, ajena a ellos. Ya vimos el primer precio: ser una clase dominante-dominada, sujeta a la relación neocolonial. El segundo fue compartir la rectoría sobre la sociedad — les era imposible dirigir solos — con elementos procedentes de la Revolución del 95. De estos últimos provino el personal político de la primera república — en todos los empleos y situaciones fundamentales — y gran parte de los líderes sociales. Y, por último, pero no menos importante, no lograron apropiarse de la gesta nacional y sus símbolos, esa operación que, después de una revolución, permite a la nueva dominación elaborar su legitimidad, convocar y conducir a todos, y presentar su interés de clase como el interés nacional, esto es, no pudieron ser clase nacional.
Sin embargo, se beneficiaron de tres duras consecuencias del nuevo orden emergente en 1902, y aprendieron a utilizarlas en su provecho. La independencia y la soberanía limitada obtenidas estaban en perpetuo riesgo de perderse ante el poder de Estados Unidos, y un orden así basado debía traducirse en actitudes y pensamientos que les fueran congruentes. La idea de la incapacidad cubana para el gobierno propio — o la de una insuficiencia que sería necesario, aunque posible, superar — fue una forma de pensamiento colonizado dentro de la república; la primera generaba pasividad y resignación al dictado extranjero, la segunda convertía a la educación y la “virtud doméstica” en supuestas palancas eficaces para completar la república. Por otra parte, las ideas de que tanto las demandas de trabajadores como las de negros y mulatos levantaban conflictividades sociales peligrosas frente a la potencia que podía blandir la Enmienda Platt, llevó a muchos a rechazarlas e, incluso, a condenarlas, por peligrosas para la integridad de la república. De ese modo, la nación y el nacionalismo llegaron a invocarse contra la justicia social y la justicia racial.
Insisto entonces en una calificación que casi nunca acompaña, en nuestros textos y expresiones orales, a la mención de aquella república: fue una república burguesa, es decir, fue burguesa neocolonial.
No se trata de sumar epítetos sino de denotar conocimientos útiles, o de buscarlos. Cuando solo denominamos neocolonial a la república, nos deslizamos hacia unas antinomias que falsean u oscurecen la comprensión de nuestro proceso histórico: “patricios vs. esclavistas”, “cubanos vs. españoles”, “cubanos vs. imperialistas”. De esa manera simplista queda implícita la actuación de bloques que, en la realidad, nunca existieron, al que pertenecerían todos los cubanos — exceptuados los “malos cubanos” o los “traidores” — y desaparece de la escena la clase de los burgueses cubanos, históricamente expoliadora del trabajo, sometida, racista y, cada vez que ha sido necesario, antinacional.
Para que fuera viable la primera república la dominación se vio obligada a reformular su hegemonía a un grado mucho más complejo que antes de 1895. Tuvo que reconocer y tutelar el ejercicio de la ciudadanía, y admitir los ideales y las prácticas democráticas de la Revolución como deber ser del nuevo régimen. Todo ello, y la igualdad racial, quedaron ligados a la gesta que creó la nación republicana. La ciudadanía, la democracia, la igualdad, la revolución nacional y la existencia de un proyecto irrealizado eran tenidos por suyos por las clases populares, eran el núcleo de su identidad nacional y su memoria histórica. A pesar de todos los desgastes y manipulaciones, esa cultura acumulada era potencialmente hostil al sistema de dominación vigente. La frustración a la que tantas veces se alude es un hecho cierto, pero también lo es que poseyó una faceta activa, al concurrir como un factor más a teñir de resistencia y rebeldía el espíritu de la nación. Aunque dueña de las palancas del poder y el capital — decisivas en una sociedad cuando la gente no está en marcha decidida en pos de cambios — la dominación se vio siempre en pugna con las implicaciones de sus propios referentes.
Preguntarse cómo funcionó esa primera república cubana durante un cuarto de siglo es partir de un hecho histórico para interrogarlo en busca de conocimientos y de mejores comprensiones de los procesos históricos. Su final es un ejemplo más de esa necesidad de inquirir, y es la última precisión a la que aludiré. La república no hubiera podido existir basada simplemente en su fuerza coercitiva palpable; la prueba quizá está en que cuando tendió a reducirse a ella solo duró unos pocos años más. El modelo económico de la primera república se agotaba durante los años veinte, por lo que ella apeló al autoritarismo del gobierno y a frenar y contrapesar el mecanismo de expansión exportadora azucarera. Lo segundo le resultó imposible; lo primero deslegitimó el régimen político y precipitó el movimiento contra la dictadura machadista, que pronto se convirtió en el complejo de acciones colectivas que llamamos Revolución del 30. La desobediencia masiva al orden constituido exigió el fin de la república liberal, del semiprotectorado, de la tiranía que ahogaba los movimientos sociales populares y ensangrentaba al país, y de la vigencia misma del sistema político elaborado al inicio del siglo. No puedo abordar ese evento histórico aquí, pero quiero afirmar que después de la Revolución del 30 fue necesaria una segunda república cubana, también burguesa y neocolonial, pero muy diferente a la primera. Por consiguiente, el centenario conmemorado fue el de la primera república, porque la segunda ya no era la del 20 de mayo.
¿Un centenario o un conflicto cultural?
Como en 1902, el imperialismo parece reinar en todo el mundo, entonces con sus tropas coloniales y la misión del hombre blanco, hoy con sus instrumentos neocoloniales, su terrorismo y su guerra cultural. Cuba se bate en la coyuntura actual cuando se recrudece la ofensiva mundial imperialista de Estados Unidos y avanza un tipo de recesión en la gran economía capitalista. Sus armas decisivas son el poder político y la gran acumulación cultural de liberación de su pueblo.
La economía es regida con la garantía de un balance entre los rasgos determinantes de su reproducción y la vida de las mayorías muy diferente — y hasta opuesto — al que predomina en el mundo. Pero en los propios rasgos nuevos de esa actividad económica y de las relaciones sociales que establece está también la base de diferencias sociales, de conductas y motivaciones personales que son adversas al socialismo. Entonces el conflicto cultural es candente y resulta crucial.
En ese marco más general se encuentran los campos y eventos culturales, con su relativa autonomía y con la capacidad de las acciones humanas de cambiar los términos y los resultados del conflicto.[2]
Es indudable que, en la última década, ha ocurrido un aumento del conservatismo en las ideas y los sentimientos, que guarda relaciones verdaderamente complejas con la firme política social redistributiva favorable a las mayorías que ha defendido y mantiene el Estado, y con el indudable apoyo de mayorías que tiene el orden vigente, expresado en la práctica ante todas las situaciones relevantes. Se han abierto espacios para nuevas relaciones sociales y nuevos conflictos culturales, sobre el teatro de esta nación que la unidad política y la defensa de la soberanía reclaman como la nación de todos. Tantas alusiones guerreras de nuestro lenguaje político — hijas de nuestra historia de combates y parientes de la terminología lanzada por los bolcheviques hace más de ochenta años — no dejan de ser pertinentes, si atendemos a la conflictividad que existe. Dos elementos básicos de la ideología compartida por las mayorías son el antimperialismo y la defensa y los reclamos de justicia social. Ellos están presentes en los eventos y en la cotidianidad.
El centenario de un acontecimiento tan importante como el establecimiento del Estado nacional impone la revisión de las creencias acerca de él, y del lugar que ocupa en la memoria histórica y en el aparato simbólico de la comunidad nacional cubana. Lo primero que resalta es el nacionalismo, el hijo más vigoroso de aquella época. Siempre ha habido — y la actualidad no es una excepción — formas y significados diversos en cada caso de nacionalismo, mas siempre guardan capital relación con las clases sociales, la dominación y el sistema hegemónico. Pero esa no es su única relación.
La crítica “clasista” irreal al nacionalismo ha sido funesta en el último siglo, sobre todo para los participantes de la universalización del socialismo revolucionario marxista: fue una verdadera tragedia. Aún más funestas han sido — sin embargo — las creencias en un nacionalismo ajeno a la existencia de las clases sociales y sus conflictos, porque han facilitado los usos interesados que han hecho del nacionalismo los beneficiarios de la opresión capitalista en el llamado Tercer Mundo.
Que el nacionalismo popular cubano haya sido hostil a la dominación burguesa y neocolonial — a diferencia de otras formas de nacionalismo que sí han admitido o defendido ese tipo de dominación — y que la nación cubana actual esté ligada a la liberación y el socialismo, son dos hechos históricos favorables para darle continuidad y profundizar la conciencia anticapitalista.
Lo anterior no niega un hecho que es fundamental para la hegemonía: los aspectos de las representaciones compartidas de la nación y el nacionalismo, que son comunes a los distintos grupos sociales, generan una imagen unificada de nación que contribuye en alto grado a legitimar las estructuras y funciones del Estado nacional y le brinda prestigio de comunidad a la organización social vigente. Además, es un hecho que lo nacional tiene otras dimensiones fuera de la de clases.[3] Por otra parte, aunque en un país que debió pelear tan duramente para dejar de ser colonia es natural fijar su origen en las revoluciones del siglo xix, la nación y el nacionalismo no son iguales a sí mismos a lo largo del tiempo: tienen su historia, son el resultado de una acumulación cultural de sus elementos más permanentes y de rasgos de sus diferentes formas históricas. Hoy los vivimos y nos afectan como si fueran iguales a sí mismos desde que surgieron pero eso no es lo real.
No puedo detenerme aquí en una cuestión práctica y conceptual fundamental: la nación y el nacionalismo en los países del mundo que fueron colonizados y neocolonizados tienen contenidos y significados muy diferentes de los que presentan en los países centrales o capitalistas desarrollados. Es imprescindible tener esto siempre en cuenta porque genera consecuencias trascendentales. Dentro de esa pertenencia, Cuba registra otra especificidad: una gran Revolución socialista de liberación nacional que asumió como suyo el nacionalismo revolucionario y el radicalismo en materia de justicia social, triunfó, se sostuvo y modificó profundamente a las personas y al país.
Hoy la cuestión no consiste solamente en que el nacionalismo puede ser un denominador común de los cubanos: es necesario discernir de qué nacionalismo se trata.
Establecer los hechos de la época republicana forma parte de ese discernimiento, aunque puede dar muchos más frutos. No podría hacerse sin el debido respeto, que haga efectiva la voluntad de superar la demonización de ese período histórico. Después de que estemos convencidos de que aquella república existió, estudiar su decurso será provechoso para incorporar al conocimiento franjas enteras del proceso histórico cubano, deshacer errores y prejuicios y reparar olvidos. Pienso que en el terreno ideológico ello puede fortalecer el patriotismo a la vez que la asunción de un socialismo cubano. Y como maestra de la vida, brindarnos algunas lecciones dentro de la singularidad que caracteriza los hechos históricos.
La existencia efectiva de la burguesía cubana — tan difícil de aceptar en tantos discursos cubanos — provoca serios corolarios. Hemos visto cómo accedió al poder político al final del proceso iniciado en 1895, a pesar de haber sido antirrevolucionaria, al ser favorecida por la coyuntura, pero con las grandes limitaciones que expuse arriba. Puede constatarse cómo reiteró su actitud antinacional en cada circunstancia en que lo consideró necesario para seguir siendo dominante, hasta desaparecer como clase después de 1959. Otro ejemplo es el de las tensiones y la oposición existentes entre el acatamiento a lo que ha parecido inevitable, determinado por la correlación de fuerzas, lo posible, por un lado, y la utilización del tesón y las capacidades de resistencia o rebeldía del pueblo por otro, que ha sido capaz de hacer estallar lo posible y crear realidades nuevas. La pluralidad de posiciones y de criterios entre los patriotas y luchadores sociales, con las divergencias y los conflictos que han acarreado, es un buen campo histórico para estudios serios. Y también el proceso completo — y complejo — de la Revolución del 30, que es tan importante en sí mismo y para la comprensión del siglo. Y así podrían seguirse mencionando numerosos campos y temas.
Necesitamos trascender la estéril dicotomía de negar u olvidar la república burguesa neocolonial o de recuperarla mediante alabanzas acríticas, y también precisamos superar el interés pequeño de manipular aquella época histórica en un sentido u otro. En materia de recuerdos, estimo que sería muy conveniente hacer dos conmemoraciones: la de un siglo de aquel día, y la de los noventa años de la terrible matanza en que desembocó el pronunciamiento contra el racismo republicano del Partido Independientes de Color, que salió al campo precisamente el día del décimo aniversario de la república. Entre otros homenajes, podría erigirse un recuerdo permanente al coronel Pedro Ibonet — uno de los líderes del PIC, asesinado por la represión — , héroe de la Invasión y de la campaña de Maceo en Pinar del Río, jefe del Regimiento Invasor Oriental, cuyo hermano Ramón — el abanderado desde la Invasión — murió peleando en Pinar del Río, como tantos orientales que dieron su vida y están enterrados en todas las provincias de Cuba.[4]
Esas dos conmemoraciones pueden ser más fructíferas si se aprovechan para conocer mejor la historia de las construcciones sucesivas y acumuladas de razas y de racismo en Cuba, las experiencias que nos han dejado, y la situación actual y la ofensiva que puede y debe emprenderse contra el aumento reciente de manifestaciones de racismo y sus causas.
Y para conocer mejor los maravillosos esfuerzos de un pueblo que creó su nación construyendo sus instrumentos para pelear y triunfar en una tremenda guerra anticolonial y se inmoló en masa por la libertad, la igualdad y la ciudadanía, conquistó después con sus movilizaciones cívicas los espacios de una república suya desde antes del 20 de mayo, en las pésimas condiciones materiales y políticas de un país destruido y ocupado y, por último, no le permitió a la burguesía apropiarse de los símbolos de su Revolución y consideró a la república tan limitada en que debía vivir y trabajar como un peldaño en el ascenso hacia la conquista de los ideales democráticos de la Revolución.
Las experiencias y la enorme cultura política de los cubanos de hoy permitirían sacar gran provecho a esas iniciativas.
Notas:
[1] Lo he hecho, en alguna medida, en cierto número de escritos publicados.
[2] Mis trabajos de reflexión publicados más recientemente sobre la Cuba actual están en Fernando Martínez Heredia: El corrimiento hacia el rojo, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001 y El ejercicio de pensar, Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, Ruth Casa Editorial, Panamá, 2008.
[3] En el trabajo “En el horno de los noventa. Identidad y sociedad en la Cuba actual” desarrollo mis criterios en cuanto a las implicaciones teóricas y prácticas de las relaciones entre lo nacional, las clases y los complejos culturales en los cuales siempre se expresan en la realidad. (En La Gaceta de Cuba, no. 5, UNEAC, La Habana, sept.-oct., 1998, pp. 3–6, reproducido en El corrimiento hacia el rojo, pp. 67–81). Contra los malentendidos en las aproximaciones al fenómeno de la hegemonía, ver en este libro el texto “Nacionalizando la nación. Reformulación de la hegemonía en la segunda república cubana”, pp.
[4] No lo logramos en el 2002 pero el 7 de agosto de 2008 la Comisión para Conmemorar el Centenario de la Fundación del PIC, creada por el PCC, develó una tarja en memoria de ese hecho histórico, en Amargura no. Ibonet con un homenaje digno.
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