De la serie Relatos de tabaquería
Por Jesús Serrano González
Jesús Serrano González nos ha hecho llegar sus memorias sobre la historia e idiosincrasia del sector obrero al que perteneció a lo largo de su vida. Se trata de un grupo de textos que reflejan la tradición oral de los tabaqueros, fuente de los conocimientos, experiencias y anécdotas aquí relatadas. Nuestra contribución ha consistido en seleccionar las partes mejor logradas, integrarlas donde fuera posible y ajustar su presentación formal. El lector podrá acercarse a los valores, la identidad y las luchas de un sector que ha expresado con fuerza la historia de un país.
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Esta es la turba obrera, el área de nuestra alianza, eI tahalí, bordado a manos de mujer, donde se guarda la Espada de Cuba.
José Martí (Obras completas, Tomo IV, p. 278).
En el municipio Centro Habana, por la calle San Miguel, en dirección a la calle Infanta, caminan un anciano y su nieto. Se dirigen al malecón.
Cuando pasan frente al edificio número 662, esquina a Márquez González, el anciano se detiene, se quita el sombrero y se inclina.
— ¿Abuelo, a quién le estás haciendo esa reverencia?
— A este edificio. El techo, sus paredes, y hasta el piso, destellan gloria.
— Se ve que es viejo… ¿Y qué pasó aquí?
El anciano dudó ante el interés del nieto.
En 1924 — comenzó a explicar — los torcedores decidieron comprar, con su propio dinero recaudado, un terreno para construir un edificio que les sirviera como sociedad y como espacio de reunión. A diferencia de otras sociedades basadas en el racismo y la riqueza, a esta podían pertenecer todos los que quisieran.
— ¿No había racismo entre los torcedores? — preguntó el nieto.
— Tú eres blanco y yo negro y nos queremos. Ellos se quieren igual. Los torcedores lo que más admiran es el arte y esmero del oficio. Cuando confeccionan los tabacos no les importa el color de la piel, ni de qué nacionalidad o provincia provienes. Los había cubanos, españoles… Para recaudar el dinero necesario para construir el edificio cada tabaquero donaba veinte, cuarenta, cincuenta centavos, un peso, lo que pudieran. Cuando llegó a recaudarse una gran suma de dinero, un tal José Bravo Suárez, que era el encargado de custodiarlo, huyó con todo para México el muy cabrón… ¿no quieres ir al malecón?
— ¿Y cómo hicieron entonces?
— Mira, ya en esa época los tabaqueros tenían su tradición patriótica. Ellos estuvieron entre los primeros revolucionarios ahorcados por los españoles, mucho antes del sesenta y ocho. En Tampa y Cayo Hueso recaudaron dinero y se lo dieron a Martí para la revolución. Seguro te acuerdas de La Fernandina, ahí les ocuparon tres barcos que se iban a enviar con armas para reiniciar la guerra en Cuba, comprados con la recaudación de los tabaqueros. Bien, como en aquella ocasión, esta vez volvieron a reunir el dinero para adquirir el terreno y construir el edificio.
— Porfiados los tabaqueros …
— ¡Siempre! El edificio se empezó a construir el 28 de septiembre de 1924. Se terminó en julio del 1925. Santiago Castillo era el presidente de los tabaqueros al principio. Al terminar, lo era Manuel Suárez Valdés.
— ¿Y cuánto costó?
— Unos 80 mil pesos de entonces. Su constructor fue Abel Fernández. ¿Seguimos para el malecón?
— Oye, hay que trabajar mucho para reunir ese dinero. Se ve que eran bastantes tabaqueros.
La mirada del joven se deslizó por las paredes antiguas de la edificación.
— ¿Y qué tenía adentro?
— Había un teatro y un salón con un radio, que también se utilizaba como aula de superación educacional. Mella fue quien la fundó, y la nombro Universidad Popular José Martí, para los trabajadores.
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En la planta de abajo dos habitaciones que se utilizaban como oficina, un librero de caoba con entrepaños de cedro, sillones de caoba y pajilla, de respaldar alto, también dos gabinetes médicos; mesas de billar, de jugar damas o ajedrez, y dominó.
Los gabinetes médicos eran gratuitos. En uno consultaba un médico como clínico, en el otro había un dentista. Bastaba con presentar el carné de tabaquero y que fueras socio.
Este templo logro unidad y fraternidad entre los tabaqueros que laboraban en fábricas distintas, grandes o pequeñas.
El abuelo terminó de hablar y miró los ojos del nieto. Tenía el ceño fruncido como queriendo entender.
— ¿Pero cómo se logró esa unidad entre ellos?, preguntó el muchacho mientras volvía a mirar la edificación.
— A finales de la década del treinta y principios del cuarenta, muchos tabaqueros del interior del país venían para La Habana, porque pagaban mejor salario. Vivían en casas de huéspedes y por las noches acudían a este santo lugar para distraerse. Así, entre los tabaqueros de diferentes regiones del país fue surgiendo una gran solidaridad. Los problemas que tenían en la fábrica donde trabajaban trascendían en las otras… Oye, pero se nos va a hacer tarde para el malecón.
— ¿Y tiene teatro?
— ¿El teatro? ¡Es histórico! En él se celebraron reuniones importantísimas con la participación de Rubén Martínez Villena, Julio Antonio Mella, Jesús Menéndez, Juan Marinello, Miguel Fernández Roig, Carlos Rodríguez Careaga, Lázaro Peña, en fin, la lista de figuras es interminable.
Mira, te voy a hacer una historia.
Una noche Rubén les iba a hablar a los tabaqueros, en plena dictadura de Machado. En las butacas que estaban en la primera fila de la plataforma se sentaron unos sicarios del dictador, con las camisas abiertas, mostrando sus armas. Rubén encontró una manera ingeniosa de deshacerse de ellos. Todo el mundo sabía que él estaba tuberculoso, así que cuando subió al escenario les dijo: «Quiero advertirles a estos señores de las primeras butacas, que cuando yo hablo desgraciadamente salen partículas de saliva de mi boca.» ¡Y los esbirros se fueron! — exclamó el anciano entre risas.
— Cuando Rubén murió, se veló aquí en la planta baja.
En este teatro cantó el tabaquero Miguel Ángel Quevedo, a quien apodaron La voz de Cristal, porque nadie como él ha podido interpretar la canción Campanita de Cristal. También actuó Manuel Corona — quien, por cierto, era tabaquero — , María Teresa Vera, en fin, unos cuantos…
— Pero, abuelo, ¿cómo sabes todas esas cosas? — lo interrumpió el muchacho.
— Ellos lo narraban con orgullo a los tabaqueros más jóvenes para que después se lo relataran a sus nietos, como yo estoy haciendo ahora contigo. Me contaron de cuando la emisora C.M.Q transmitió la radionovela El Derecho de Nacer, escrita y narrada por Félix B. Caignet, había que llegar temprano al salón donde estaba el radio para coger asiento. ¡Qué clase de novela!
Y abrió mucho los ojos:
— ¡Porque los creadores de las radionovelas fuimos los cubanos!
Cuando se organiza la Confederación de Trabajadores de Cuba — continuó — con Lázaro Peña al frente, este edificio mantuvo los mismos propósitos de cuando se construyó. Algunos trabajadores seguían llamándolo Sociedad, y los más jóvenes empezaron a llamarlo Sindicato. Los tabaqueros de todas las fábricas venían aquí para elegir quiénes los iban a dirigir. Cada candidatura respondía a los diferentes partidos políticos que existían en aquella época: Auténtico, Ortodoxo, Partido Socialista Popular, etcétera, y estaba compuesta por un secretario general, organizador, responsables de divulgación, asuntos sociales y laborales, un secretario de actas y el de finanzas. Los dirigentes electos convocaban y en ese teatro, en la noche, se analizaban los problemas concernientes a los obreros y se les daban orientaciones a los delegados de los comités de fábricas.
Hay otra historia triste que contarte.
Corrían los años del gobierno de Grau, con Carlos Prío Socarrás como ministro del Trabajo. Los tabaqueros habían elegido a Miguel Fernández Roig, del Partido Socialista Popular, como secretario general. El 2 de abril de 1948 un grupo de mafiosos amparados por el gobierno lo asesinaron en la fábrica de tabacos La Corona, donde trabajaba Miguel. Este edificio se utilizó como santuario para velarlo.
— Qué triste, abuelo, ¿y qué pasó con esta sede después que Batista dio el golpe de Estado?
Se volvió un sepulcro. Solo asistían los anti-obreros mujalistas vinculados a la dictadura. Algunos de los que habían contribuido con su modesto aporte y estaban vivos se paraban en la acera de enfrente del edificio, con la tristeza expresada en el rostro. Se pasaban ahí largo tiempo mirándolo. Solo con el triunfo de la revolución volvió a vivir el edificio. Los tabaqueros eligieron a sus verdaderos líderes. ¡Volvió a ser el Palacio de Torcedores!
Cuando se firmó la Ley de Reforma Agraria en este edificio se recaudó dinero por todos los tabaqueros, que fue donado al naciente Instituto Nacional de Reforma Agraria para comprar tractores, guatacas, y todos los instrumentos necesarios para los trabajos agrícolas.
— Eso se parece a la recogida de dinero para comprar el terreno y hacer el edificio.
— Así es, y se retomó la exhortación de Martí de donar parte de su salario para comprar armas y luchar por la independencia de Cuba. Fue él quien nos enseñó que, para triunfar en cualquier empeño, había que contar con los obreros.
A este edificio acudieron muchos tabaqueros cuando Fidel llamó a crear las Milicias Nacionales Revolucionarias para apoyar al Ejército Rebelde y defender la Revolución, porque el reclutamiento era por sindicato. Algunos de ellos pasaron la escuela de responsables de milicias, y otros, la gran mayoría, integraron batallones de combate, participaron en Playa Girón y en la limpia del Escambray más adelante.
En la tarde-noche del 14 de septiembre del 1960, un grupo de obreros, casi todos dirigentes sindicales de distintos oficios de las fábricas de tabacos, escogedores, fileteadores, la inmensa mayoría tabaqueros, partieron de aquí para intervenir y estatalizar todas las fábricas de Tabaco y Cigarros que radicaban en La Habana, por resolución de Augusto Martínez Sánchez, en aquel entonces ministro del Trabajo. Recuerdo que cuando llegué a mi centro aquella mañana del 15 de septiembre de 1960, me sorprendió ver a dos compañeros míos parados en la puerta, cada uno con un fusil, vestidos con el uniforme de las Milicias Nacionales Revolucionarias, custodiando la fábrica.
— ¡Abuelo, de verdad que este edificio tiene historia!
— ¡Y lo que me falta por contarte! Se nos hace tarde para el malecón, pero veo que de verdad te interesa. En este monumento obrero radicó por un tiempo la CTC, después de que su sede fuera dañada por grupos desafectos a la Revolución, y de aquí partieron brigadistas Patria o Muerte, compuestos por tabaqueros y despalilladoras, a participar en la Campaña de Alfabetización.
Cuando se unificaron los sindicatos del sector, el Palacio pasó a ser la sede de todos los trabajadores de fábricas de tabaco y cigarros, no solo de los tabaqueros; es decir, escogedores, rezagadores, anilladoras, dependientes, fileteadores y despalilladoras hicieron suyo este edificio. De aquí partieron obreros tabacaleros de distintas fábricas de La Habana a cortar caña como macheteros voluntarios en el central Sandino, en lo que se llamó la primera Zafra del Pueblo.
Con tanta historia, es lógico que muchos años después, por solicitud de los jubilados de la fábrica de tabacos Miguel Fernández Roig, antigua La Corona, el Palacio de Torcedores se convirtiera en lo que es hoy: Museo del Movimiento Obrero Cubano.
— ¿No querías ir al malecón?
— ¡Qué va! Quiero entrar a verlo por dentro. ¡Vamos!
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