Por Leyner Ortiz Betancourt
Es cierto que las cosas ya no andan juntas y que es este un tiempo de angustia. Se dice que la angustia emerge de la confrontación con algo real, con un abismo o un pavor. Es ya experiencia de lo social en Cuba el saber que todo es heterogéneo y, más allá, dividido. Pero no habría novedad en esta constatación, tan estándar para la generalidad de las sociedades, si en la trayectoria vital de quienes habitan Cuba no estuviera aun latente un pasado en el que las cosas no eran así. Era aquel otro tiempo desbordado de subjetividad, con un sentido revolucionario que atravesaba las altas y bajas esferas de la vida, el sexo, la política, la economía, el deseo mismo.
¿Qué procesos históricos tuvieron lugar en el seno de esta sociedad para que aconteciera aquella fecha volcánica del 11 de julio, que se ha sembrado ahora entre nosotros como el recuerdo de una fractura o de un abismo? En todo sentido, el 11 de julio se proyecta como un reto, como una trampa al pensamiento, incapaz de procesar la complejidad de la historia que lo provoca. Aquellas jornadas anuncian lo que todavía parece inaceptable:
que la crisis no remite tan solo al ámbito de lo político-económico, sino al de lo subjetivo, al fondo mismo de la cultura, y de lo que hemos entendido por pueblo de Cuba y nación cubana.
Cabe decir que el tránsito histórico en Cuba ha sido siempre abrupto. Abrupto significa que todo cambio fue violento, apurado, tembloroso, que el tránsito histórico se tradujo en una experiencia sincrónica desajustada y fragmentaria. Solo en situación revolucionaria ha sido capaz la sociedad de representar de forma íntegra el conjunto de su dispersión, es decir, también aquello del orden de lo invisible. La revolución, en efecto, no es solo un cambio «material» radical, sus capacidades se prueban en el registro de la cultura densa o profunda.
Lo crucial, empero, tiene que ver con el punto de vista, con la posición política desde la que se aborda la totalidad: en rigor, solo desde el lugar de los humildes se podría reconstruir la totalidad cubana dispersa.[1]
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Lo histórico
Nos compete la historia en su actualidad, la historia vivida en tiempo presente. Puesto que es un artefacto cultural, puesto que está anclada — en su dimensión narrativa — al acto triunfal del primero de enero de 1959, puesto que se proyecta como una continuidad abstracta y una unidad impoluta, no es en el seno de esta estructura discursiva donde se podría escarbar en la naturaleza de las fragmentaciones actuales. No es solo que los intentos por cubrir la conflictividad social con argucias discursivas empeoran el problema, sino que es preciso visualizar estos enfrentamientos como prerrequisito para tomar un partido, para redescubrir el punto de vista de los de abajo, pues desde allí se capta mejor lo quebrado y las posibilidades de reconexión.
Es cierto que la revolución triunfante en 1959 cargaba con lo contradictorio y rico de aquella perspectiva de los de abajo, pero solo un ejercicio de forzada metafísica podría deducir que la fuerza de aquel momento es cosa eterna, y que aquella perspectiva de los de abajo es invariable en el tiempo.
Urge reencontrarse con lo pasado desde la diferencia, echando a ver lo que ahora, en crisis, se ha tornado evidente, por aquello que decía Lenin sobre las crisis como momentos de revelación de la verdad.[2] Si se trata de inicios, el modo de producción es un arranque intelectual abstracto pero útil. Es cierto que entre 1970 y 1990 los altos grados de estatización y un cierto desprecio social por la acumulación capitalista funcionaron como contenes al despliegue de la lógica del capital. Pero la caída de la URSS volvió insostenible una vasta superestructura estatal, dependiente de aquel orden internacional ya extinto. Es claro que no existía otra alternativa económica que reinsertarse en el mercado mundial. Lo que sería importante recordar es que esa reinserción ocurrió por arriba y también por debajo. Por arriba, la reconexión al mercado mundial fue mediada y controlada por el Estado, mientras que la expansión del capital cubano por debajo se efectuó a pesar de las restricciones del Estado, en un continuo y ascendente proceso de expropiación de la riqueza social en sus múltiples formas, incluida la propiedad estatal.
Aquella sociedad, en gran medida estatizada, al amparo del orden (ideológico) bipolar, comenzó a ver fragmentadas sus lógicas de socialización al expandirse en su seno un circuito capitalista de producción e intercambio.
Y habría que pensar el trauma profundo de una población en «trance doloroso» de la asignación política, planificada y centralizada de los recursos, a una creciente gestión de las riquezas, o pobrezas, en manos de una instancia pre-política, impersonal, descentrada y estratificada como el mercado.
Hubo allí un cambio subjetivo de gran calado. Cambio, por demás, que habría de tener lugar en base a las características diferenciadas de lo social en Cuba. La revolución no podría borrar la violencia histórica de la economía de plantación y de la colonia, cultura inicial de esta tierra en que la política era dominada por extranjeros, la economía por una sacarocracia blanca y habanero-matancera, mientras una masiva esclavitud africana sostenía la gloria azucarera del naciente país, y estamentos criollos pugnaban por determinar sus propios asuntos. He aquí una hipótesis que apunta al retorno de los momentos originarios, que son los instantes en que la gente establece los fundamentos del futuro.[3] No habría un solo momento originario en la historia del país, sino una consecución compleja, que se debate entre el azar de los tiempos y la agencia de sus fuerzas vivas. Importa, sobre todo, entender la forma en que lo social permanece dividido, tal y como si la relación tuviera memoria.
Sociedad abigarrada
Se puede ensayar una división cruzada, jerárquica si se quiere, que parte de un sustrato ambiental o geográfico. Es claro que también en Cuba existe una disociación, característica del desarrollo del capitalismo, entre el campo y la ciudad, y que Cuba misma es una periferia del sistema mundial desde sus orígenes. El asunto es encontrar lo específico de esta disposición ambiental de la sociedad cubana, para lo cual se pudiera partir de lo que, hace un tiempo ya, señalaba Juan Pérez de la Riva como la diferencia entre Cuba A y Cuba B. La esencia de aquella división radicaba en la constitución de una zona azucarera e industrial en la región de La Habana-Matanzas, con una relación de autonomía con respecto a los destinos y lógicas productivas del resto del país (Cuba B).[4] La riqueza de esta distinción es notable en lo que respecta a las dinámicas políticas y culturales de Cuba hasta la actualidad. Pero cabría cuestionarse la perpetuidad de esa condición, máxime cuando la evolución del capitalismo durante la república oligárquica condujo a una expansión de la industria azucarera a todo el país, sin que ello se tradujera en la quiebra de la supremacía habanero-matancera.
Que tal división se mantiene en la actualidad, ya no sobre la base de la industria azucarera sino de la turística — no por azar tan potente en esa misma zona — , no es casi objeto de impugnación teórica. Cierto,
la división se mantiene, pero ya no como autonomía entre dos Cubas sino como un continuo proceso de expropiación de riquezas por parte de la zona habanero-matancera sobre el resto del país, en particular de la región oriental.
Se ha transitado de la autonomía a una relación de centro-periferia, se han unido los destinos de las dos regiones, pero bajo la férula de una nítida jerarquía. Los registros de discriminación regionalista, las dinámicas migratorias, las especificidades locales de la cultura en Cuba dan cuenta de esta división y en buena medida la legitiman, le otorgan un asidero ideológico. No obstante, esta distancia, en apariencia insalvable, es atenuada por lo que Pérez de la Riva identificaba como enclaves de Cuba A en Cuba B, que a la luz de hoy se podrían identificar como semiperiferias, es decir, mediaciones que reducen la polaridad entre el centro y la periferia;[5] tal es el caso de múltiples cabeceras provinciales, como Camagüey y Santiago, y regiones como Trinidad y Baracoa.
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Tampoco cabe la duda sobre la voluntad de la revolución de 1959 en superar esta diferencia, pero la expansión del capital a partir de 1990 ha venido a acentuar las distancias. Hoy el Oriente le parece a La Habana tan lejano como Palestina: Cuba se ha alargado culturalmente, no para abarcar más, sino para dar lugar a más notables vacíos. No cabría entonces sorprenderse ante la existencia moderna de barracones de población oriental, sea en infames albergues del campo occidental o en los hacinados y periurbanos llega-y-pon que pululan en los bordes de la ciudad de La Habana; son, en suma, formas de expropiación de la riqueza a manos del renaciente capital nacional, que connotan una relación de exterioridad, de extrañamiento a lo interno mismo del país.
No sería esta, es cierto, la única división, pero figura aquí como la primera, no por mera casualidad, sino por la creencia en su poder movilizador, acaso por encima de las demás. Siguiendo aquella hipótesis sobre el momento originario que se repite, la identificación cultural en base a los territorios de Cuba vendría a ser la réplica de las pequeñas patrias criollas del tiempo colonial. Ello debiera decir algo sobre la salud de la patria grande, o al menos sobre su fragmentación. Pero antes de dar este salto a lo político, cabría pensar en lo que se encuentra una vez que se ha enmarcado el territorio: hay familias, unidades productivas y de consumo reproduciendo a la sociedad en su conjunto. Como en otras formaciones, aquí también la mujer ha sido el sostén reproductivo e invisible del conjunto de nuestra historia, también aquí las disidencias sexuales han servido como pavor disciplinario de la norma reproductiva. Lo sorprendente en Cuba es la forma en que las estructuras simbólicas de la norma sexual se sostienen y reproducen, máxime si se consideran las condiciones de hacinamiento, flexibilidad habitacional, flujos migratorios y otras herencias históricas — desde la aberrante conquista española a los barracones de esclavos — que favorecen relaciones sexuales cambiantes, diversas y promiscuas, mucho más ricas que la ley heterosexual y monogámica predominante. Se podría decir que las estructuras simbólicas vienen a contener las enormes energías libidinales en el seno de lo social cubano, a encauzarlas en propósitos económicos o políticos restrictivos.[6]
Quizás el porqué está asociado a la renovada fuerza del momento familiar. El repliegue estatal iniciado en los noventa discurrió en paralelo a la contracción del espacio público, de manera similar a como se han reducido las asignaciones centralizadas y ha aumentado la relevancia de la familia para la supervivencia.
Abandonadas a su propio arbitrio, en condiciones de precariedad, estrés, incertidumbre, las familias han visto reafirmadas su carga reproductiva y su valor cultural. Con tímidos compromisos políticos y cambiantes relaciones laborales, con identidades colectivas que se diluyen entre la crisis de hegemonía y la mercantilización, la vida se reduce al ambiente familiar, el éxito no sobrepasa los umbrales del hogar. Es lógico que se mantenga el realismo doméstico como convicción de que no existe otra forma familiar para resistir los embates de la vida diaria. La familia suple la estabilidad que es muy difícil encontrar en una vida arrojada a la flexibilidad y el cambio breve del capitalismo contemporáneo. En ese sentido, lo familiar es también una frontera, un cierto aislamiento desde el cual es complejo construir comunidad, pues se tiende a carecer de algo en común, máxime si el repliegue de lo estatal muchas veces se lo ha llevado consigo. Es así como la trayectoria familiar incrementa su relevancia a la hora de saber cuál es la colocación óptima del individuo en esta sociedad. Si algo permitía el orden estatizado previo, era la parcial superación del peso familiar sobre los individuos.
Lo dicho tiene, por cierto, raíces étnicas y de clase. La racialidad en Cuba es, sin dudas, un elemento estructurador del orden simbólico, cuyos orígenes son francamente estamentarios, en el sentido más feudal del término. Esto remite al trauma originario de la esclavitud negra a manos de la sacarocracia blanca, condición de casta en que, como es habitual, las clases sociales se imaginaban a partir de la etnicidad. Se ha hablado profusamente de la forma en que las revoluciones cubanas vinieron a violentar esta división estamentaria, pero cabría pensar que su suplantación por relaciones más directamente clasistas se relaciona, acaso con similar fuerza, con el avance del capitalismo. Visto en tales términos,
el capitalismo en Cuba no pudo ni se planteó una igualación de razas, sino que subsumió el racismo a su lógica de explotación, como un elemento favorable a su dominio, siempre dependiente de diferencias que sostengan el intercambio desigual.
Significa esto que el arranque igualitario de las revoluciones ha sido constreñido por la pervivencia de aquella lógica de castas. Pero esto no conduce a pensar que exista una correspondencia directa entre raza y clase en Cuba, sino que, en el plano productivo, la clase capitalista tiende a desplazar a los cuerpos negros hacia los empleos de mayor explotación bajo un principio de exclusión cultural; mientras que, en el plano de lo simbólico, la imagen de los herederos de África tiene un componente de clase asociado a la esclavitud, al proletariado manual y a las economías precarias. Ello remite, en suma, a una fuerte conexión entre clase y etnicidad en Cuba, que ha sido tan variable como permanente en la historia de esta tierra.[7]
Y así continuó ocurriendo que los patriarcas blancos, principalmente de la zona habanero-matancera, mantuvieron el dominio político y económico sobre el país, mientras que el resto del pueblo, ennegrecido, oriental, feminizado, permanecía en exclusión: eran la parte de los que no tienen parte.[8] Es de allí de donde el capital naciente expropia sus principales riquezas. ¿Y no cabría esperar que aquella parte de los que no tienen parte se reconstituya a partir de los retrocesos implícitos en las crisis que han asolado al país desde 1990? Ello sucede, qué duda cabe, con la misma fuerza con que se mueven las placas tectónicas en el subsuelo. Sin embargo, no podría entenderse esto en su genuina complejidad sin considerar un cambio fundamental en el reino de lo político: el tránsito violento, traumático también, de un dominio colonial y un Estado oligárquico a un Estado nacional-popular a partir de 1959.
El momento estatal
Quiere esto decir que el Estado emergido a partir de 1959 no sería ya un Estado corporativo y estamentario, como aquel de la república que fue expresión — la mayoría de las veces — , de los privilegios de clase, raza, sexo y región. Era aquel, en efecto, un andamiaje político directamente vinculado a sus bases sociales.
El nuevo Estado revolucionario, construido a partir de 1959, acentuó el vínculo con sus bases sociales y las democratizó, al punto de transitar por completo de la cualidad oligárquica a la nacional-popular.
Era el Estado de aquellos que no tuvieron parte, pero contenidos en una construcción nacional-popular unitaria, en la cual se tendía a borrar las diferencias sociales. Esta borradura acontecía en el plano de un pensamiento radicalmente igualitario, republicano y de fuerte vocación asistencial y soberana. Es sabido que la movilidad social ascendente provocada por la revolución fue generalizada y no subvirtió las brechas históricas, no solo porque buena parte de los grupos dominantes en el nuevo Estado provinieran de capas medias del período anterior, sino porque el propio sujeto nacional-popular se subjetivaba como un ente homogéneo, consciente de las diferencias pero solo como si fuesen matices de segundo grado. Y ante el Estado, por cierto, todos cuentan como ciudadanos, como sujetos políticos, más allá de las diferencias históricas.
Cierto es que se pretendió ir más allá de profundas diferencias sin atacarlas de frente, pero aún así existía una correspondencia subjetiva tan fuerte entre el Estado y lo social, que cabría hablar de una sociedad estatal, profundamente politizada, en el proceso de aquella revolución triunfante. De modo que el interés de las mayorías tendía a traducirse en interés de Estado y viceversa. Pero
la crisis de los noventa cortó el caudal espeso de esta fluidez. Se ha dicho que la reproducción social en el seno de las relaciones capitalistas se expandió a partir de esta fecha. Este modo de vida provoca, por cierto, una paulatina despolitización, al emerger una relación con el mundo que se percibe como aislada y natural, en vez de sistémica e histórica.
Quien mantuvo un vínculo fuerte con el Estado en su dimensión existencial contuvo, en cambio, una perspectiva política de la vida nacional. Pero aquí se produjo una disociación esencial del Estado y su base social. En la coyuntura de crisis los remanentes de la parte de los que no tienen parte en la sociedad cubana se reactivaron y actualizaron, de forma tal que su tránsito al circuito capitalista ocurrió con silenciosa y terrible naturalidad. Hay en esto el inicio de un cambio cualitativo en el Estado, en la medida en que comienza un proceso de separación con respecto a lo social que no es solo material, en lo relativo a sus bases, sino subjetivo. En efecto, también en los noventa sucumbió un paradigma de sociedad y un proyecto de futuro para grandes porciones de la población. La paulatina retirada biopolítica del liderazgo histórico de la Revolución no ha hecho más que acentuar esta separación subjetiva.
De resultas, ni en cuanto a las fuerzas vivas de la sociedad, ni en cuanto a la relación cultural de lo social con lo estatal se puede hablar de una conexión tan imbricada como aquella de los inicios del proceso revolucionario. Tampoco se trata, por cierto, de una reemergencia oligárquica en lo estatal, pues, he aquí lo decisivo: que el Estado se ha vuelto semi-autónomo con respecto a lo social.
En tiempo de revolución es impensable la autonomía de lo político; lo que se piensa, por el contrario, es el dominio absoluto de la política sobre, no ya la sociedad, sino la historia toda. La autonomía de lo político solo puede tener lugar ante el dominio de lo económico, cuestión reconocible no solo en la expansión de las relaciones capitalistas, sino en la propia cultura de las gentes en Cuba, que valoran las capacidades de supervivencia, es decir, el registro económico de la vida, como el fundamental, por encima de cualquier otro.
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Cuatro proyecciones de lo político
La semi-autonomía del Estado actual, y de la esfera de lo político en su conjunto, supone un reto adicional al pensamiento, que no puede derivar proyecciones políticas directas a partir del segmento de lo social que se analice. De hecho, acaso el estudio de la semi-autonomía de lo político debiera iniciar por la ampliación de lo que alguna vez no fueron más de dos proyectos políticos antagónicos: el de la contrarrevolución, sustentado por la oligarquía cubana de Miami y en estrecho contubernio con el imperialismo estadounidense; y el de la Revolución, directamente traducido en la política de Estado que lideraba Fidel. En la crisis actual ya no se trataría de una división de esta índole, puesto que en base a tal dicotomía no se podría entender un acontecimiento como el del 11 de julio. Cual si se tratase de una antagonía que se bifurca, hoy es preciso hablar de cuatro horizontes políticos que pugnan y se complementan, se mezclan y superponen, sin que acabe por imponerse la fuerza imperativa de alguno.
Hay algo de arcaico en el proyecto de la contrarrevolución asentada en Miami y Washington. Es el cenit de una trayectoria reaccionaria en el pensamiento cubano, cuyos orígenes, más allá del batistato y de la oligarquía republicana, se deben rastrear en la propia colonización española. Cuando este proyecto anuncia una reconquista es imposible no remitirse al espíritu saqueador de aquella horda de ibéricos que se apoderaron de Cuba, a ese origen reaccionario de la isla.
Aunque hay lugar en su memoria para la creatividad autónoma de la sacarocracia colonial, las acciones traicionan sus palabras y terminan por ser más cercanos a Diego Velázquez que a Arango y Parreño. No significa esto que sean un cenáculo de élite desligado de las multitudes, por el contrario, sus adeptos se reproducen en forma ampliada, y acaso su poder de convocatoria popular-fascista sea indicativo de que la Revolución no ha fenecido en la subjetividad de lo nacional-popular.
No es esa la condición del proyecto de la Revolución, que cabría pensar como uno actualmente fragmentado y, en cierto sentido, ampliado. La representación de este se adentra por completo en la trayectoria de las ideas revolucionarias en Cuba, en las antípodas de la tradición reaccionaria. A la cabeza del Estado y en posesión de los medios de producción ideológicos dominantes, se encuentra una subjetividad cuya lógica de funcionamiento es — en esencia — estatal, aunque no se limita al marco de lo institucional, pues es creencia social bastante extendida. Se le podría llamar realismo revolucionario, en la medida en que esta subjetividad política se percibe como continuación de la revolución desatada en 1959 y de su naturaleza nacional-popular, pero también en la medida en que cancela otras alternativas revolucionarias y constriñe la capacidad imaginativa y de disenso político, pues se encuentra convencida de que la suya es la única forma de ser y hacer la revolución.[9] Es esta la ideología dominante, si algo así es pensable en esta sociedad abigarrada; y es, qué duda cabe, la lengua de la burocracia estatal, que es su base social reproductiva.
Se trata de una proyección cerrada antes que excluyente, indispuesta y torpe ante el reto de construir consenso, atragantada de una autopercepción de fortaleza institucional que olvida o menosprecia el desafío hegemónico.
No obstante, pone un énfasis notable en la esfera de lo simbólico, como si allí y no en lo real se verificara la verdad de las cosas. Ello tiene que ver con su matriz profundamente ideológica. Este énfasis en lo simbólico se percibe, desde estratos sociales externos a esta perspectiva, como una superestructura a ratos asfixiante, pero fundamentalmente desligada de sus condiciones concretas de vida; lo cual no hace más que reforzar una percepción de autonomía estatal, es decir, de separación subjetiva entre un nosotros y un ellos. Esto se suma al grado de deslegitimación resultante de las torpezas en la política de Estado, lugar que la burocracia no estaba capacitada para rellenar luego de la salida del liderazgo histórico, sobre la cual esta función recayó durante medio siglo de manera casi exclusiva.
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Otra proyección, de un vigor intelectual más dialogante con las corrientes contemporáneas de la izquierda, gravita en torno al Estado desde un formato diferente al resto de las proyecciones. Ha sido construida en base a la recuperación del ideario republicano y democrático-representativo de los grupos políticos existentes en la historia revolucionaria y estatal de Cuba. Es amplio su espectro político, pues abarca desde propuestas de pluripartidismo liberal — más cercanas al proyecto de la contrarrevolución — a reformas institucionales de orientación popular-nacional, e incluso socialistas. De tal anchura es su propia trayectoria histórica.
Es esta una proyección seducida por la dimensión institucional de las cosas, por lo que su resonancia en el seno de lo popular-nacional, en el fondo social cubano, es intelectual en el sentido tradicional del término, es decir, no orgánica. Empero, su base social posee una influencia notable, pues gira en torno a las capas medias y diversos grupos intelectuales y académicos.
Su socialización por vías indirectas, su capacidad de diálogo con los sectores de poder, su lenguaje entendible en el marco epistemológico estatal apunta, en todo caso, a un ascenso de esta perspectiva en la escalera de poder, aunque ello acontezca más sobre la base de la fórmula arcaica del consejero ilustrado que sobre el clásico registro de la toma del poder o del intelectual orgánico. Avanza más en el pensamiento que en lo personal, y ello es verificable en el tono de múltiples reformas aplicadas por el Estado cubano en la última década.
Hay un cuarto horizonte de lo político en las subjetividades de Cuba, cuyo devenir histórico es consustancial a la reactivación de aquella parte de los que no tienen parte en el seno de la sociedad. Su emergencia tiene nombre actual: 11 de julio, y sus antecedentes se trazan en los sucesos del 5 de agosto de 1994 y se extienden hasta las numerosas protestas locales que tuvieron lugar, sobre todo, entre mayo y octubre de 2022. Hay un impulso expresivo, manifestante en estos actos, como si su lógica profunda no fuera otra que la emergencia a la luz de un sustrato cultural agresivo, desplazado y silenciado. Su relación de exterioridad con respecto al Estado, que solo garantiza una parte de su reproducción vital, mientras el resto acontece en las fauces del mercado, y la convicción de que el discurso de las instituciones no responde a sus condiciones reales de vida, los conduce a este tipo de actos explosivos. No tendrían lugar semejantes erupciones si existiera una sociedad civil orgánica al constructo estatal, que funcionase como un registro de representación, mediación y contención. Pero algo así no existe ya, la sociedad civil de Estado sigue una trayectoria burocrática, y su horizonte político es, casi por entero, estatal-partidista. En tanto, la sociedad civil de esta parte de lo social, precaria e inestable, difusa y descentrada, no es verdaderamente reconocida como interlocutora del gobierno y carece de los mecanismos para ganarse, por entero, este reconocimiento.
Sucede algo paradójico en este registro de lo social, pues más allá de la decisiva influencia de las relaciones capitalistas en sus paupérrimas condiciones de vida, ante ellos el Estado se presenta como único responsable y culpable de sus desgracias. Intercede en ello una imagen de lo político centrada en lo estatal.
Es acaso por eso que estas emergencias no han consolidado organizaciones políticas o asociaciones de mediana o larga duración: suponen que no les compete, suponen que eso es asunto de los intelectuales o del Estado. Es a él a quien le hablan en sus protestas, de él demandan atención, reconocimiento, negociación. Es cierto que la manifestación es un momento de autodeterminación de lo local, pero esta autonomía es, en última instancia, una descarga catárquica de energía política, incapaz de encauzarse a un proyecto colectivo y consensuado. No hay labor intelectual, en el sentido de disputa hegemónica, en estos actos.
Y es por ello que no encuentran otras palabras para expresar su disenso que las consignas abstractas y oligárquicas del bloque contrarrevolucionario. No tienen, por así decirlo, un lenguaje diferente, no logran expresar sus propios intereses con sus propias palabras.
He aquí que una emergencia profunda de lo social demanda al Estado una vocación más popular-nacional, pero con palabras del enemigo que conducen, indefectiblemente, a una tremenda, mayúscula confusión. Acaso no podría ser de otra forma, tratándose de un sustrato social que jamás ha podido desarrollar a plenitud sus propias capacidades políticas, es decir, sus destrezas de autodeterminación. No habitan ellos en el espacio privado de las clases burguesas, ni el espacio normativo y jerárquico del Estado, sino que el suyo es un espacio descompuesto, decadente, premoderno, fragmentario. Tampoco su tiempo conoce la linealidad de las estrategias de gobierno o de las trayectorias socialmente ascendentes de los sectores favorecidos; el suyo es un tiempo cíclico, en cuanto es lo suficientemente breve y cambiante como para terminar siendo tormentosamente repetitivo. ¿Cabía esperar otro tipo de emergencias desde este fondo histórico?
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Poseen, acaso, una imagen amable de sí mismos, pero carecen de una narración, de una trayectoria simbólica e histórica a la cual asirse, en la cual posicionarse, por lo que no tienen un mapa político de la situación, carecen de orientación y destino. Es decir, no han logrado construir un punto de vista, una posición epistemológica diferente, singular. Por eso echan mano de otras consignas disponibles en su acervo político. Esto remite a las carencias de su labor intelectual y auto-organizativa. Pareciera como si sus cuerpos fueran ocupados por otros discursos, cuya propia práctica termina por impugnar. En medio de una crisis total, del avance feroz del capitalismo y del repliegue de un modelo de vida estatal, su cultura se encuentra en estado de disponibilidad, son capaces de usar palabras de los otros, aunque les sean impropias. No se trata, empero, de una actitud pasiva: hay una disociación de lenguajes, un desentendimiento o choque cultural, si se prefiere.
En efecto, es una pugna, y uno de sus resultados podría ser la fractura entre la parte de los que no tienen parte y el proyecto revolucionario. He allí el peligro mayor. La situación se ha configurado como un empate de fuerzas y es sabido que el estancamiento del «movimiento real que supera el estado actual de cosas», es decir, de la revolución misma, es sinónimo de retroceso.
Las revoluciones, sin embargo, nunca anuncian su llegada, y aún de esta coyuntura conservadora podrían emerger inesperados desarrollos. Se ha dicho que hay una falta en lo subjetivo que es del orden de lo intelectual y del tránsito de la manifestación a lo auto-organizativo. Algún discurso tendrá que dar cuenta de los movimientos reales de lo social. Queda entonces por decir la palabra que brote de aquel fondo, que sea carne de la gente y, a la vez, destello fulminante, anuncio de un destino: un nuevo lenguaje capaz de ser el espíritu de este tiempo de angustias.
Notas:
[1] Lukács, Georg: Historia y conciencia de clase, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1970.
[2] Ulianov, Vladimir I. (Lenin): «Las enseñanzas de la crisis», en Obras escogidas, t. VI (1916–1917), Editorial Progreso, Moscú, 1973, pp. 148–150.
[3] Zavaleta Mercado, René: «Cuatro conceptos de democracia», en La autodeterminación de las masas, Siglo XXI Editores y CLACSO, México D. F. y Buenos Aires, 2015, pp. 121–146.
[4] Pérez de la Riva, Juan: «Una isla con dos historias», en El barracón y otros ensayos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, pp. 75–90.
[5] Wallerstein, Immanuel: Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos. Un análisis de sistemas-mundo, Ediciones Akal S. A., Madrid, 2004.
[6] Marcuse, Herbert: El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada, trad. Antonio Elorza, Planeta-Agostini, Barcelona, 1993 [1954].
[7] Orellana Aillón, Lorgio: La caída de Evo Morales, la reacción mestiza y el ascenso de la gente bien al poder, Universidad Mayor de San Simón, Agencia Sueca para el Desarrollo Internacional, Instituto de Estudios Sociales y Económicos, Cochabamba, 2020.
[8] Rancière, Jacques: El desacuerdo. Política y filosofía, trad. Horacio Pons, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1996 [1995].
[9] Fisher, Mark: Capitalist Realism: Is there no alternative? Londres: Zero Books, 2009.
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