¿El “materialismo histórico” es una filosofía de la historia?

Por Wilder Pérez Varona, Instituto de Filosofía de Cuba: “Marx ha sido atacado siempre, pero no en todos los casos a raíz de su propia teoría, sino que se le ha hecho responsable de elaboraciones que pertenecen al marxismo posterior”

Ponencia en el I Congreso Internacional Marx en el siglo XXI. Desafíos para la transformación del mundo actual y la Revolución bolivariana, Caracas, 5 de mayo de 2018.

Marx ha sido atacado siempre, pero no en todos los casos a raíz de su propia teoría, sino que se le ha hecho responsable de elaboraciones que pertenecen al marxismo posterior. Una solución socorrida ha sido distinguir a Marx de todo marxismo.

Creo que no es posible hoy pretender una vuelta a un Marx puro, sin “ismos”, sin dar cuenta de lo que ha sido el marxismo histórico y las experiencias socialistas de transformación que han reclamado su inspiración. Rescatar hoy, lo valioso del legado de Marx supone examinar y tomar posición sobre este tema. Un legado no es algo que se recibe tal cual, supone nuestra intervención, nuestra decisión sobre qué considerar valioso y qué no.

Uno de los mecanismos para descalificar las ideas de Marx ha sido tildarlas de utópicas. Hoy las utopías son imprescindibles porque el orden de dominación desafía la capacidad de imaginar otra forma de vida y sustenta su hegemonía en ello.

Es cierto que Marx y sobre todo Engels reivindicaron el carácter científico de sus propuestas, como opuesto a lo utópico. En su contexto, consideraban necesario poner el conocimiento al servicio de la emancipación del trabajo, en lugar de abandonar la ciencia a los representantes del orden establecido. Y por enfrentar además utopías doctrinarias, mesianismos secularizados que anunciaban el advenimiento del cielo en la tierra, sin hacerse cargo de las condiciones reales que pretendían superar. Como el propio Marx escribió, la ignorancia nunca ayudó a nadie.

Paradójicamente, ya al final de su vida Marx tuvo que lidiar con que sus propuestas fueran erigidas en nueva doctrina, que alcanzaría más tarde proporciones inconmensurables.

No se trata de culpar o exculpar a Marx, sino de analizar su propia evolución y valorar en qué medida logró o no desprenderse de esquemas precedentes y contemporáneos, hasta qué punto su crítica y su compromiso con los explotados y oprimidos le permitió formular problemas y crear conceptos que puedan y deban ser hoy dignos de recuperar.

Voy a esbozar entonces un problema que, como enuncia el título, resulta bien espinoso, toda vez que las revoluciones poseen una vocación finalista, teleologicista, inevitable. Pero al fin y al cabo, vengo de una Revolución que, como dijo el Che, fue realizada contra las oligarquías dominantes y contra los dogmas revolucionarios.

I

Lo que se ha conocido como materialismo histórico o concepción materialista de la historia ha sido retrotraído a la redacción de La Ideología alemana por Marx y Engels (1845–6). Comoquiera que esta obra solo fue íntegramente publicada en 1932, fueron el Manifiesto comunista y sobre todo el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política de 1859 los textos que la socialdemocracia de los años 80 y 90 canonizara para postular y divulgar entre los partidos de masas la nueva concepción del mundo.

Este último texto en particular devino, pese a las advertencias de Engels, no en hilo conductor de la investigación histórica sobre las condiciones concretas de existencia de las formaciones sociales, sino en modelo o esquema prefabricado para reducir el conjunto de aquellas a su determinación económica. El materialismo histórico recibió de este modo su obra canónica. Los debates teóricos en torno al materialismo histórico y al valor práctico de sus conclusiones tomaron cuerpo desde entonces en estrategias y tácticas asumidas por los movimientos revolucionarios adscritos a esta concepción.

De manera general, el materialismo histórico, de la mano de los ideólogos de la II Internacional, fue el modo en que se codificó y divulgó una teoría abstracta del movimiento histórico sustentada en la existencia de leyes de la historia, de un modelo universal de evolución y transición. Es decir, se presentó como “el marxismo” una concepción fatalista de la historia que sometía el devenir de las sociedades a una necesidad externa, abstracta y casi mística.

Esta ortodoxia marxista, institucionalizada luego por los partidos y estados comunistas, pretendió garantizar la correspondencia entre dos cosas diferentes: la “concepción del mundo” del movimiento socialista que reivindicaba la obra de Marx, sostenida sobre la idea de la misión histórica de la clase obrera; y la doctrina o sistema atribuido a Marx, basada en el determinismo económico.

Como sabemos, el materialismo histórico ha sido desacreditado como metarrelato moderno, y una de las razones aducidas fue la de haber compartido el “mito colectivo” del progreso. Las filosofías posmodernas trivializaron el problema al postular un supuesto paradigma del progreso que no distingue al marxismo y al socialismo de una amalgama de tradiciones y movimientos desde los años de la Ilustración.

No obstante, hay que reparar en que las diversas corrientes que formaron parte de la tradición socialista desde el siglo XIX compartieron la idea del carácter positivo e inevitable del progreso social.

Y ciertamente durante el pasado siglo XX el marxismo, como teoría y movimiento de masas, aseguró la expansión del progresismo entre los movimientos sociales y políticos del mundo, a partir de tres grandes realizaciones:

1) La ideología de la II Internacional, ya mencionada, que, como impugnara Gramsci, hacía de la emancipación el resultado inevitable del desarrollo de las fuerzas productivas y de las contradicciones propias del capitalismo.

2) La ideología del comunismo de corte soviético y del llamado “socialismo real”, heredera de la anterior pero con su propia tensión entre un proyecto de resistencia a la modernización capitalista y un proyecto ultramoderno, de superación de esa modernidad mediante un “salto adelante” hacia el futuro de la humanidad.

3) La ideología del “desarrollo socialista” que involucró a las experiencias del Tercer mundo, acompañando los movimientos de descolonización. Se trata de un proyecto de desarrollo para la “periferia” de la economía mundial capitalista, con énfasis en la planificación del Estado como antídoto al subdesarrollo.

Existe aún otro elemento, implícito en lo anterior, que concierne a la representación marxista de la historia como progreso, y que se refiere al carácter unitario, integrador, de la historia.

Esta unicidad de la historia se ha captado según una lógica de sucesión que distingue determinadas “etapas” de la evolución. Generalmente, la historia ha sido pensada como un proceso, ciertamente accidentado, pero que conduce a un estadio social superior justo porque en él son resueltas las contradicciones y desigualdades anteriores. Y este proceso ha sido fundamentado sobre tres ideas: el carácter lineal e irreversible del tiempo histórico; el desarrollo entendido como un perfeccionamiento técnico y moral; y la existencia de una capacidad incrementada de transformación, que compete tanto al dominio y transformación de la naturaleza, como a la capacidad de autotransformación del hombre como ente colectivo (sustento para la autonomía de los sujetos).

II

Ahora bien, ¿hay en Marx realmente una filosofía de la historia? ¿De qué filosofía se trata? O bien, ¿en qué medida Marx forma parte de la tradición evolucionista y progresista del siglo XIX? Antes de ocuparme brevemente de estas interrogantes, unos apuntes sobre lo que puede ser llamado filosofía en Marx.

Marx revolucionó la práctica de la filosofía al conferir a su actividad teórica crítica otro lugar, problemas y objetivos. Su obra conforma una totalidad abierta, sujeta a diversas y siempre nuevas interpretaciones: desde este punto de vista, resulta arbitraria la distinción entre obras filosóficas, históricas y económicas. Los postulados y conclusiones presentes en su obra sufren cambios, alteraciones, renovaciones, a partir de los grandes acontecimientos que procuró comprender y que sometieron a duras pruebas su teoría. Su pensamiento no puede ser estudiado como si se tratara de un sistema: hay que volver a trazar su evolución, con sus crisis y refundaciones.

Marx se nos presenta como un historicista. Por tomar dos ejemplos de alcance indudable, su crítica de la ideología y del fetichismo mercantil se sustenta en el reconocimiento de la historicidad de las relaciones sociales. Tanto la conciencia teórica autonomizada como la representación espontánea inducida por las relaciones mercantiles asumen la forma de una “naturalización” ficticia que niega el tiempo histórico, su dependencia de condiciones históricas concretas y por ende transitorias. En este sentido, la crítica de Marx remite a una oposición entre el punto de vista metafísico y una perspectiva radicalmente historicista.

Sin embargo, la historia en Marx posee también otro sentido. Las condiciones propias del capitalismo (la contradicción entre centralización de los medios de producción y la socialización creciente del trabajo) contienen en sí la necesidad del comunismo. Claro que Marx no identifica directamente el progreso a la modernidad, ni al liberalismo o al capitalismo. No hallamos en Marx la idea positivista de un esquema continuo y ascendente (digamos al estilo de Comte, que entendía el progreso como “desarrollo del orden”).

La dialéctica de Marx muestra, al respecto, la siguiente ambivalencia: el capitalismo es progresista en tanto hace inevitable el comunismo, y este último en tanto resuelve las contradicciones del capitalismo. En lugar de un esquema lineal hallamos en Marx una representación de contradicciones irresolubles, de crisis y del papel de la violencia, que acaban por conferir sentido a un modo de producción y ponerlo al servicio de aquello que se le opone.

Los teóricos del siglo XIX buscaron leyes del cambio histórico, a fin de situar la sociedad moderna entre un pasado separado por las revoluciones y un futuro presentido por los conflictos de entonces. Esta búsqueda desembocó en esquemas evolucionistas, un campo que no era unívoco, pues en él se enfrentaron las tendencias hacia la conservación del orden establecido con aquellas que se oponían al mismo.

Marx, al abordar la historia de las “formaciones sociales” como determinadas por su modo de producción, elabora una línea de evolución progresiva de los modos de producción. Este esquema distingue a las sociedades según un criterio intrínseco, el de la socialización; es decir, según la capacidad de los individuos para controlar colectivamente sus condiciones de existencia. Este criterio permite evaluar los avances y retrocesos, tanto entre sociedades como en el curso de la historia de una sociedad.

Esta idea de evolución progresiva es en Marx inseparable de la posibilidad de que sean inteligibles las formaciones sociales, con sus tendencias y coyunturas. Es el análisis de los modos de producción lo que permite conocer y dar sentido a la sucesión de las formaciones sociales concretas.

De este modo, el célebre prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política presenta un esquema de causalidad histórica. Se trata de un programa de investigación y explicación, de un proyecto con vistas a una aplicación concreta. Compuesto por pares categoriales (fuerzas productivas y relaciones de producción, vida material y conciencia de sí) e incluso metafóricos (base y superestructura), este esquema, tan influyente y a la vez debatido en los campos de la ciencia y la política, se haya preso de una tensión entre una visión totalizadora de la historia (hecha de fases de evolución y sucesivas revoluciones) y su postulado sobre las contradicciones de la vida material como motor efectivo del cambio.

Ahora bien, para discutir la filosofía de la historia en Marx no podemos quedarnos al nivel de los enunciados generales, sino que hay que pasar a los análisis concretos en que explicita los conceptos que propone. La puesta en práctica de su esquema general, en El Capital, permite introducir matices en la representación de Marx sobre el desarrollo de las relaciones sociales.

Distingamos para ello tres niveles de análisis, que irán en un grado de generalidad decreciente. Para tener una medida de evaluación, examinaremos esos niveles con relación al papel que desempeña en ellos la lucha de clases.

1) Existe un primer nivel, el más finalista y determinista, que representa la línea de sucesión de los modos de producción (del asiático al comunista). Se trata de un esquema global de la historia sustentado en la productividad del trabajo. Hay que decir que esta secuencia no excluye el estancamiento y ni siquiera el retroceso.

En este nivel, a cada modo de producción corresponden ciertas formas de propiedad, cierto tipo de desarrollo de las fuerzas productivas y de relación entre el Estado y la economía y, por lo tanto, cierta forma de la lucha de clases. Solo que esta aparece como resultado del conjunto, no como principio explicativo del desarrollo.

2) Hay un segundo nivel, que es el de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción, en la forma que asume bajo el capitalismo. No se trata aquí de la manida oposición del carácter dinámico de las fuerzas productivas a la fijeza de la forma de propiedad burguesa.

Más bien, Marx analiza en él la contradicción entre dos tendencias: entre la socialización de la producción (concentración, racionalización, expansión mercantil, universalización de la tecnología) y la fragmentación de la fuerza de trabajo, la explotación e incertidumbre para la clase obrera, en su condición de desposeída de los medios de producción.

Solo la lucha de clases puede resolver esta contradicción intrínseca del capitalismo. La “expropiación de los expropiadores” y reapropiación de las fuerzas sociales absorbidas en el movimiento esquizofrénico de valorización del capital constituye la solución necesaria de aquella contradicción, irresoluble en los marcos del capitalismo.

3) Finalmente, existe un tercer nivel, que es de la transformación del mismo modo de producción, del proceso de la acumulación capitalista. Los análisis sobre la producción de plusvalor absoluto y relativo, la lucha por la jornada laboral o las etapas de la revolución industrial muestran el modo en que evoluciona la relación entre capitalistas y trabajadores.

De esta manera, la lucha de clases aparece como un proceso que se constituye desde ambos lados: los obreros, al reaccionar ante la explotación, obligan a los capitalistas a renovar sus métodos de dirección y producción de plusvalor, a través de los cuales presionan sobre el “trabajo necesario” y el grado de autonomía de los obreros. En este sentido, la lucha de clases misma deviene un factor de la acumulación: por ejemplo, el logro de la limitación de la jornada laboral influye sobre los métodos de organización “científica” del trabajo y sobre las innovaciones tecnológicas.

A este nivel, la lucha de clases aparece además a través de la intervención mediadora del Estado entre capital y trabajo, ante el agravamiento del antagonismo de clases, como muestra la introducción de “regulaciones sociales” del trabajo.

III

De este contraste entre el esquema general y los análisis de El Capital podemos extraer algunas conclusiones.

Para Marx la historia adquiere sentido y puede ser explicada solo si se combinan varios niveles de análisis, desde la línea de evolución de toda la sociedad hasta el antagonismo cotidiano en el proceso de trabajo.

El examen de la evolución del pensamiento de Marx muestra que su originalidad consiste en recurrir cada vez menos a modelos de explicaciones preexistentes y hacia un tipo de racionalidad sin precedentes. Su referente fundamental es la misma lucha de clases, en el cambio incesante de sus condiciones y formas.

La concepción de la historia en Marx se desarrolla, precisamente, como sustentada en la intervención determinante de la lucha de clases en el decurso mismo de la historia. Dicho de otro modo, la impronta de la lucha de clases en la historia no puede ser sujetada a esquemas o momentos dialécticos preexistentes: esta lucha constituye en sí misma desarrollos que propician secuencias abiertas, procesos no programados, irreductibles a una lógica externa y anterior.

Desde muy temprano, Marx había proclamado que la tarea de superar el horizonte capitalista no era puramente teórica, sino que pertenecía al dominio de la práctica histórica real. Ya la célebre frase con que inicia el Manifiesto (“La historia de todas las sociedades anteriores a la nuestra es la historia de luchas de clases”), invierte la lógica de la “explotación del hombre por el hombre” al rechazar todo principio de evolución que no sea el de las fuerzas que crean los movimientos de masas al entrar en conflicto con sus condiciones de existencia.

Las revoluciones, como auténticos acontecimientos, surgen siempre a destiempo. Como tal, no hallan nunca una teoría ya preparada para interpretarlas y servirles de orientación. Si transforman los contornos de lo que se creía posible (como decía Fernando Martínez), es porque ponen en entredicho las representaciones sobre la necesidad del cambio, y, en el límite, la certeza del avance. Por tanto, deben ser juzgadas a partir de las propias transformaciones que realizan sobre sus condiciones de partida, considerando su propia lógica resultante.

Marx fue un pensador de las contradicciones, de los antagonismos. Hacerse cargo del efecto que ello produjo sobre su propia teoría es una condición necesaria para apropiarnos de su legado, de cara a las condiciones actuales. Con las posibilidades impensables que forzaron, los límites que hallaron en su curso y las deformaciones que padecieron, las revoluciones que su obra inspirara han sido, con todo, su mejor atalaya para valorarlo.


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