El marxismo y lo meramente cultural

Por Judith Butler

«Modenschau (Fashion Show)», Hannah Höch, 1925–1935

Publicación original: New Left Review N° 2, Mayo-Junio, 2000.


Propongo someter a consideración dos tipos diferentes de afirmaciones que han circulado recientemente y que representan la culminación de una perspectiva que se ha estado configurando desde hace tiempo. La primera está relacionada con la explícita objeción marxista a la reducción del conocimiento y el activismo al estudio de la cultura, entendida en algunos casos como la reducción del marxismo a los estudios culturales. La segunda tiene que ver con la tendencia a relegar los nuevos movimientos sociales a la esfera de lo cultural, en realidad, a despreciarlos alegando que se dedican a lo que se ha dado en llamar lo «meramente» cultural, interpretando esta política cultural como fragmentadora, identitaria y particularista.

Espero que se me excuse por no mencionar los nombres de las personas que, en mi opinión, sostienen estas ideas. La presunción cultural activa de este artículo es que somos enunciadores y receptores de estas perspectivas, que forman parte de los debates que pueblan el escenario intelectual de los círculos intelectuales progresistas. Presumo, también, que al vincular estas ideas con individuos concretos se corre el riesgo de desviar la atención del significado y efecto de las mismas hacia la política más trivial de quién dijo qué, y quién respondió qué, una forma de política cultural a la que, por el momento, quiero resistirme.

Las siguientes son algunas de las formulaciones que ha adoptado este tipo de debate durante el pasado año: que el énfasis en lo cultural por parte de la política de izquierda ha supuesto abandonar el proyecto materialista del marxismo; que no aborda las cuestiones de equidad y redistribución económica; que no sitúa, asimismo, la cultura en el marco de una comprensión sistemática de los modos de producción sociales y económicos; que el énfasis en lo cultural de la política de izquierda ha dividido a la izquierda en sectas basadas en la identidad; que hemos perdido un conjunto de ideales y metas comunes, un sentido de la historia común, un conjunto de valores comunes, un lenguaje común e incluso un modo objetivo y universal de racionalidad; que el énfasis en lo cultural de la política de izquierda instaura una forma política autorreferencial y trivial que se limita a hechos, prácticas y objetos efímeros, en lugar de ofrecer una visión más sólida, seria y global de la interrelación sistemática de las condiciones sociales y económicas.

Es evidente que algunos de estos argumentos dan por supuesta, de un modo más o menos implícito, la idea de que el postestructuralismo ha bloqueado al marxismo, y que hoy cualquier posibilidad de ofrecer explicaciones sistemáticas de la vida social o de sostener normas de racionalidad, ya sean objetivas, universales o de ambos tipos, está bloqueada por un postestructuralismo que se ha adentrado en el campo de la política cultural, en el que opera como una corriente destructiva, relativista y paralizante en lo político.

La parodia como forma de identificación

Tal vez alguien se pueda estar preguntando cómo es posible que yo me dedique a repetir estos argumentos de este modo, prestándoles atención, como si dijéramos; quizás también se esté cuestionando si no estoy, de este modo, parodiando estas posiciones. ¿Acaso pienso que no valen la pena, o pienso que son importantes y que merecen una respuesta? En el caso de que estuviera parodiando estas opiniones, esto implicaría que las considero ridículas, huecas, prejuiciosas, que responden a discursos generalizadores y predominantes que hacen que puedan ser adoptadas casi por cualquiera y resulten convincentes, aunque provengan de la persona más inverosímil.

Pero ¿qué ocurriría si mi representación implicara una identificación temporal con ellas, aunque yo misma participe de la política cultural que es objeto de ataque? ¿Acaso no es esta identificación transitoria que represento la que plantea la cuestión de mi implicación en las posiciones que estoy parodiando, la que hace que en un momento concreto se conviertan, para bien o para mal, en mi propia posición?

Es imposible, en mi opinión, representar una parodia convincente de una posición intelectual sin haber experimentado una afiliación previa con lo que se parodia, sin que se haya desarrollado o se haya deseado una intimidad con la posición que se adopta durante la parodia o como objeto de la misma. La parodia requiere cierta capacidad para identificarse, aproximarse, acercarse: implica una intimidad con la posición que en el acto mismo de reapropiación altera la voz, el posicionamiento, la performatividad del sujeto, de manera que la audiencia o el lector no saben con precisión dónde está una, si se ha pasado al otro bando, si permanece en el suyo, si puede ensayar esa otra posición sin caer presa de la misma durante la representación. Cabría llegar a la conclusión de que no soy seria, o que se trata de algún juego deconstructivo, y decidir buscar un análisis serio en otro lado. Pero invito, a quien lo desee, a entrar en mi aparente vacilación, porque pienso que es en verdad útil para superar las divisiones innecesarias en la izquierda y éste es en parte mi propósito aquí.

Pretendo sugerir que los esfuerzos más recientes de parodiar a la izquierda cultural no se habrían producido si no hubiera existido esta afiliación e intimidad previas, y que introducirse en una parodia es, de manera simultanea, entrar en una relación de deseo y de ambivalencia. En la confusión del pasado año pudimos contemplar en acción una forma específica de identificación, según la cual quien realiza la parodia, aspira, en un sentido bastante literal, a ocupar el lugar de la persona a la que está parodiando, con el fin no sólo de exponer los íconos culturales de la izquierda cultural, sino de adquirir y apropiarse de esa misma iconicidad y, por lo tanto, exhibirse alegremente ante el público como el sujeto que se expone y ocupa, de este modo, las dos posiciones que intervienen en la parodia: una, la que se deriva de la territorialización de la posición del otro y, otra, la que se obtiene de alcanzar una fama cultural transitoria.[1] No se puede decir, por lo tanto, que el propósito de la parodia sea denunciar la forma en la cual la política de izquierda está determinada por los medios de comunicación o centrada en los mismos, degradada por lo popular y lo cultural, sino, por el contrario, introducirse en los medios y dirigirlos, ganar popularidad y triunfar empleando justamente los medios culturales que han sido tomados por aquellos a los que se pretende desprestigiar, reafirmando y encarnando de esta manera los valores de la popularidad y el éxito mediático que estimularon la crítica original. Hay que tener en cuenta el excitante sadismo, el desahogo del resentimiento contenido que tienen lugar en el momento de ocupar el campo de lo popular en apariencia denostado como objeto de análisis, de rendir homenaje al poder del oponente, revitalizando, de este modo, la idealización misma que se pretendía desarticular.

Así pues, el resultado de la parodia es paradójico: el exultante sentimiento de triunfo propiciado por los avatares de un marxismo supuestamente más serio con respecto a su papel en la escena cultural, ejemplifica y es un síntoma del objeto cultural de la crítica al que se opone; el sentimiento de triunfo sobre el oponente, que no puede darse sin ocupar, de un modo un tanto extraño, el propio lugar del oponente, plantea el interrogante de si los objetivos y las metas de este marxismo más serio no se han desplazado sin remisión hacia un dominio cultural y han producido un objeto de atención mediática fugaz en lugar de un análisis más sistemático de las relaciones económicas y sociales. Este sentimiento de triunfo reinscribe una división de la izquierda en facciones, justo en el momento en el que se están suprimiendo los derechos del Estado del bienestar en este país, en el que se intensifican las divisiones de clase por todo el planeta y la derecha ha conseguido ocupar el centro e invisibiliza la presencia de la izquierda en los medios de comunicación.

¿Cuándo aparece la izquierda en la portada del New York Times si no es, de manera excepcional, cuando una parte de la misma golpea a la otra haciendo de la izquierda un espectáculo para el consumo de la prensa liberal y conservadora dominante que, de este modo, se felicita por desbancar a todas y cada una de las facciones de la izquierda del proceso político, desacreditándolas por encima de su signo como una fuerza incapaz de protagonizar un cambio social radical?

¿Es el intento de escindir el marxismo del estudio de la cultura y rescatar el conocimiento crítico del atolladero de la especificidad cultural una mera guerra de bandas entre los estudios culturales de la izquierda y las formas más ortodoxas de marxismo? ¿Cómo se relaciona esta separación que se pretende realizar con la afirmación de que los nuevos movimientos sociales han dividido a la izquierda, nos han despojado de los ideales comunes, han fragmentado el campo del conocimiento y del activismo político y reducido este último a una mera afirmación y defensa de la identidad cultural?

La acusación de que los nuevos movimientos sociales son «meramente culturales» y que un marxismo unitario y progresista debe retornar a un materialismo basado en un análisis objetivo de clase presume en sí misma que la diferencia entre la vida material y cultural es algo estable.

Esta apelación a una distinción en apariencia estable entre la vida material y cultural pone de manifiesto el resurgimiento de un anacronismo teórico que ignora las contribuciones que se han hecho a la teoría marxista desde que Althusser desplazara el modelo de la base y la superestructura, así como las realizadas desde las distintas corrientes del materialismo cultural, por ejemplo, las de Raymond Williams, Stuart Hall y Gayatri Chakravarty Spivak. En realidad, el resurgimiento extemporáneo de esta distinción favorece una táctica que aspira a identificar a los nuevos movimientos sociales con lo meramente cultural y lo cultural con lo derivado y secundario, con lo que se enarbola un materialismo anacrónico como estandarte de una nueva ortodoxia.

Unidad ortodoxa

Este resurgir de la ortodoxia de la izquierda reclama una «unidad» que, de manera paradójica, volvería a dividir a la izquierda de la misma manera que la ortodoxia afirma lamentar. De hecho, un modo de producir esta división se hace evidente cuando preguntamos: ¿cuáles son los movimientos que permanecen relegados en la esfera de lo meramente cultural y cuáles son los motivos de dicha discriminación? y ¿cómo dicha división entre lo material y lo cultural se invoca de modo táctico para marginar a ciertas formas de activismo político? ¿y cómo actúa la nueva ortodoxia de la izquierda hombro con hombro con un conservadurismo social y sexual que aspira a relegar a un papel secundario las cuestiones relacionadas con la raza y la sexualidad frente al «auténtico» asunto de la política, lo que ocasiona una nueva y extraña combinación política de marxismos neoconservadores?

¿Sobre qué principios de exclusión o subordinación se ha erigido esta pretendida unidad? ¿Con qué velocidad olvidamos que los nuevos movimientos sociales basados en principios democráticos se articularon como una reacción en contra tanto de una izquierda hegemónica, como de un centro liberal cómplice y de una derecha en verdad amenazadora? Los que ahora se lamentan de la emergencia de los nuevos movimientos sociales semiautónomos y les confieren intereses identitarios estrechos, ¿han justipreciado en algún momento las razones históricas de su emergencia?

¿Acaso no se reproduce esta situación con los recientes intentos de restablecer lo universal por decreto, ya sea empleando la precisión imaginaria de la racionalidad habermasiana o mediante las concepciones del bien común que priorizan un concepto de clase neutro respecto a lo racial?

¿Acaso el propósito de la nueva retórica de la unidad no es el de incluir, a través de la domesticación y la subordinación, a aquellos movimientos que, en parte, se formaron en oposición a dicha domesticación y subordinación, con lo que evidencian que los defensores del bien común no han sido capaces de interpretar la historia que ha dado lugar a este conflicto?

De lo que la renovada ortodoxia podría resentirse en relación con los nuevos movimientos sociales es de la vitalidad de la que gozan.

De forma paradójica, los movimientos que mantienen a la izquierda con vida son a los que se culpa de su parálisis.

Aunque aceptaría que una construcción estrictamente identitaria de dichos movimientos conduce al estrechamiento del campo político, no hay razones para dar por sentado que estos puedan ser reducidos a sus formaciones identitarias. El problema de la unidad o, con mucha más modestia, de la solidaridad no puede resolverse transcendiéndolos o eliminándolos de la escena, y tampoco mediante la promesa vana de recuperar una unidad forjada a base de exclusiones, que reinstituya la subordinación como su condición misma de posibilidad. La única unidad posible no debería erigirse sobre la síntesis de un conjunto de conflictos, sino que habría de constituirse como una manera de mantener el conflicto de modos productivos en lo político, como una práctica contestataria que precisa que estos movimientos articulen sus objetivos bajo la presión ejercida por los otros, sin que esto signifique transformarse en los otros.

No se trata exactamente de la cadena de equivalencias propuesta por Laclau y Mouffe, aunque mantiene relaciones importantes con ella.[2] Las nuevas formaciones políticas no tienen una relación analógica entre sí, como si fueran entidades discretas y diferenciadas. Se trata de terrenos de politización que se superponen, se determinan mutuamente y confluyen. De hecho, los momentos más prometedores se producen cuando un movimiento social halla su condición de posibilidad en otro. Aquí la diferencia no se reduce a las diferencias externas entre los movimientos, entendidas como las que distinguen un movimiento de otro, sino, por el contrario, a la propia diferencia en el seno del movimiento, a una ruptura constitutiva que hace posibles los movimientos sobre bases no identitarias, que instala un cierto conflicto movilizador como base de la politización. La producción de facciones, entendida como el proceso por el cual una identidad excluye a otra con el fin de fortalecer su propia unidad y coherencia, comete el error de considerar el problema de la diferencia como aquel que surge entre una identidad y otra; sin embargo, la diferencia es la condición de posibilidad de la identidad o, mejor, su límite constitutivo: lo que hace posible su articulación y, al mismo tiempo, lo que hace posible cualquier articulación final o cerrada.

En el ámbito académico, el esfuerzo por separar los estudios de raza de los de sexualidad y de los de género está determinado por diversas necesidades de articulación autónoma, pero también produce un conjunto de enfrentamientos importantes, dolorosos y prometedores que ponen de manifiesto los límites últimos de cualquiera de estas autonomías: la política de la sexualidad dentro de los estudios afroamericanos, la política de raza dentro de los estudios queer, dentro del estudio de clase, dentro del feminismo, la cuestión de la misoginia dentro de cualquiera de los anteriores, el tema de la homofobia dentro del feminismo, por mencionar algunos. En apariencia este podría ser el hastío de las luchas identitarias que una nueva izquierda, más inclusiva, aspira a trascender.

Sin embargo, para que una política «inclusiva» signifique algo distinto a una nueva domesticación y subordinación de dichas diferencias, será necesario desarrollar un sentido de alianza en el curso de una nueva forma de encuentro conflictivo.

Si los nuevos movimientos sociales se piensan como un sinnúmero de «particularidades» en pos de un universal aglutinador, será necesario que nos preguntemos cómo el precepto de un universal llegó a conformarse solo a costa de borrar los modos de funcionamiento previos del poder social.

Esto no quiere decir que los universales no sean posibles, sino que lo son sólo en la medida en que se abstraen con respecto a los lugares en los que se sitúa el poder, que siempre será falsificador, territorializador y abocado a despertar resistencia en todos los niveles.

Cualquiera que sea el universal que cobre existencia — y podría darse el caso de que los universales sólo cobraran existencia durante un periodo limitado, un «destello», en el sentido de Benjamin — , será el resultado de una difícil tarea de traducción en la que los movimientos sociales expondrán sus puntos de convergencia sobre el trasfondo en el que se desarrolla el enfrentamiento social.

Culpar a los nuevos movimientos sociales de su vitalidad, como han hecho algunos, equivale a negarse a entender que el futuro de la izquierda tendrá que construirse a partir de movimientos que exijan una participación democrática y que cualquier esfuerzo de imponer la unidad a estos movimientos desde fuera será rechazado de nuevo como una forma de vanguardismo dedicada a la producción de jerarquía y disenso, factores que generarán la misma fragmentación que, se asegura, proviene del exterior.

La política queer y la descalificación de lo cultural

La nostalgia de una unidad falsa y excluyente corre pareja a la descalificación de lo cultural, y a un renovado conservadurismo sexual y social por parte de la izquierda. En ocasiones, esto adopta la forma de tratar de volver a subordinar la raza a la clase, sin tomar en consideración lo que Paul Gilroy y Stuart Hall han sostenido: que la raza puede ser una de las modalidades en las que se experimenta la clase social. De este modo, raza y clase se escinden analíticamente tan solo para constatar que el análisis de una no puede proceder sin el análisis de la otra. Una dinámica diferente opera con respecto a la sexualidad, cuestión a la que quiero a dedicar el resto del presente artículo. Considerada como no esencial en relación a lo más apremiante de la vida material, con frecuencia la ortodoxia representa a la política queer como el extremo cultural de la politización.

Si bien se conciben las luchas de clase y de raza en términos predominantemente económicos, y las luchas feministas en algunos casos como económicas y en otros como culturales, las luchas queer se piensan no sólo como luchas culturales, sino como el caso paradigmático de la forma «meramente cultural» que han asumido los movimientos sociales contemporáneos. Consideremos la reciente obra de una colega, Nancy Fraser, cuyas ideas de ningún modo son ortodoxas; se trata de alguien que, por el contrario, ha procurado encontrar la manera de ofrecer un marco global para analizar las relaciones recíprocas entre distintos tipos de luchas emancipatorias. Voy a referirme a su trabajo, en parte porque en él es posible hallar la presunción que me preocupa y, además, porque nos une una trayectoria de debate amistoso en común, que confío continuará como un intercambio productivo; éste es también el motivo que la convierte en la única persona a la que he decidido mencionar en este artículo.[3]

En su último libro, Justice Interruptus, Fraser advierte que «hoy día en Estados Unidos se usa cada vez más la expresión ‘política de la identidad’ como un término despectivo para aludir al feminismo, al antirracismo y al antiheterosexismo».[4] Insiste en que estos movimientos tienen que ver con la justicia social y que cualquier movimiento de izquierda debe dar respuesta a los desafíos que plantean. Sin embargo, reproduce la división que sitúa a ciertos grupos oprimidos en el ámbito de la economía política y relega a otros a la esfera meramente cultural.

Esta autora, que establece un continuum que abarca la economía política y la cultura, sitúa las luchas de lesbianas y gays en el extremo cultural del espectro político. La homofobia, sostiene, no tiene ninguna raíz en la economía política debido a que los homosexuales no ocupan una posición específica en relación con la división del trabajo, están distribuidos en toda la estructura de clases y no constituyen una clase explotada: «la injusticia que sufren se debe esencialmente a una cuestión de reconocimiento» y, por lo tanto, considera sus luchas como un asunto de reconocimiento cultural más que como una opresión material.[5]

¿Por qué un movimiento interesado en criticar y transformar los modos en los que la sexualidad es regulada socialmente no puede ser entendido como central para el funcionamiento de la economía política?

En realidad, sostener que esta crítica y transformación son una cuestión central para el proyecto del materialismo se convirtió en la cuestión decisiva planteada por las feministas socialistas y las personas interesadas en la confluencia del marxismo y el psicoanálisis en las décadas de 1970 y 1980, y fue iniciada por Engels y Marx cuando insistían en que el «modo de producción» tenía que incluir formas de asociación social. En La Ideología Alemana (1846), Marx escribió: «los hombres que rehacen a diario su propia vida, simultáneamente comienzan a crear a otros hombres, a reproducir a los de su clase: se trata de la relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos, se trata, en definitiva, de la familia».[6] Aunque Marx vacila entre considerar la procreación como una relación natural o social, no sólo aclara que un modo de producción va siempre unido a un modo de cooperación sino, aun más importante, que «un modo de producción es en sí mismo una ‘fuerza productiva’».[7] Engels desarrolla este argumento en El origen de la familia, la propiedad y el Estado (1884), donde propone una formulación que durante algún tiempo ha sido quizás el fragmento más citado en la discusión feminista socialista:

«De acuerdo con la concepción materialista, el factor determinante de la historia es, en último término, la producción y la reproducción de la vida inmediata. Ésta es, a su vez, de dos tipos: por un lado, la producción de los medios de subsistencia, del alimento, la vestimenta, la vivienda y los utensilios necesarios para dicha producción; y por otro, la producción misma de los seres humanos, la reproducción de la especie».[8]

De hecho, muchos de los debates feministas de aquel periodo trataron no sólo de caracterizar a la familia como parte del modo de producción, sino de demostrar cómo la producción misma del género debía ser entendida como parte de la «producción de los propios seres humanos» conforme a las reglas que reproducía la familia heterosexual normativa.

De este modo, el psicoanálisis se introdujo como una forma de demostrar cómo actuaba el parentesco para reproducir personas de acuerdo con modelos sociales que fueran útiles para el capital.

Aunque algunas de las personas que participaron en aquellos debates dejaron la cuestión del parentesco en manos de Lévi-Strauss y de los sucesores de la teoría lacaniana, otras siguieron defendiendo la idea de que era necesaria una explicación específicamente social de la familia que diera cuenta de la división sexual del trabajo y de la reproducción «generizada» del trabajador. Para la posición feminista-socialista de aquella época fue esencial la idea de que la familia no es algo dado por naturaleza y que en la medida en que constituye un orden social específico de las funciones de parentesco, es históricamente contingente y, en principio, susceptible de ser transformada. El debate a lo largo de las décadas de 1970 y 1980 trató de incorporar la reproducción sexual a las condiciones materiales de la existencia, como un elemento característico y constitutivo de la economía política. Así mismo, trató de demostrar cómo la reproducción de personas generizadas, de «hombres» y de «mujeres», dependía de la regulación social de la familia y, en realidad, de la reproducción de la familia heterosexual como lugar de la reproducción de personas heterosexuales aptas para incorporarse a la familia en tanto que forma social. De hecho, en el trabajo de Gayle Rubin y de otras autoras, se asumía que la reproducción normativa del género era esencial para la reproducción de la heterosexualidad y de la familia. De este modo, la división sexual del trabajo no podía ser entendida al margen de la reproducción generizada de las personas; el psicoanálisis intervino, de manera habitual, como un modo de rastrear la vertiente psíquica de esta organización social y los modos en los que esta regulación se manifestaba en los deseos sexuales. En este sentido, la regulación de la sexualidad estuvo siempre vinculada al modo de producción apto para el funcionamiento de la economía política.

Exclusión material

Adviértase que el «género» y la «sexualidad» pasan a formar parte de la «vida material» no sólo debido al modo en el que se ponen al servicio de la división sexual del trabajo, sino también debido al modo en el que el género normativo se pone al servicio de la reproducción de la familia normativa. El problema aquí, a diferencia de cómo lo entiende Fraser, es que las luchas para transformar el campo social de la sexualidad no sólo no se convierten en centrales para la economía política hasta el punto de poder ser relacionadas de manera directa con la cuestión del trabajo no remunerado y explotado, sino, además, hasta el punto de no poder ser entendidas si no se amplía la esfera «económica» para incluir tanto la reproducción de mercancías como la reproducción social de las personas.

Si tenemos en cuenta el esfuerzo feminista-socialista por comprender cómo la reproducción de las personas y la regulación social de la sexualidad forman parte del mismo proceso de producción y, por lo tanto, de la «concepción materialista» de la economía política, ¿cómo es posible que se suprima el vínculo entre este análisis y el modo de producción, tan pronto como el objeto de atención del análisis crítico se desplaza desde la cuestión de cómo se reproduce la sexualidad normativa al cuestionamiento queer de cómo esa misma normatividad es quebrada por las sexualidades no normativas que esta encierra en sus propios términos, así como por las sexualidades que florecen y sufren al margen de los mismos? ¿Se trata sólo de una cuestión de reconocimiento cultural cuando las sexualidades no-normativas son marginadas y descalificadas? ¿Es posible distinguir, en un plano analítico, entre la falta de reconocimiento cultural y la opresión material cuando la misma definición de «persona» legal está muy constreñida por las normas culturales que son indisociables de sus efectos materiales? Por ejemplo, en los casos en los que se excluye a lesbianas y gays de las nociones de familia definidas por el Estado (que, de acuerdo con el derecho tributario y de propiedad, es una unidad económica); cuando se les excluye, negándoles la condición de ciudadanía; cuando se ven privados de forma selectiva del derecho a la libertad de expresión y reunión; cuando se les priva del derecho a expresar su deseo (en tanto miembros del ejército); o no se les permite tomar decisiones médicas de urgencia sobre el amante moribundo, heredar las propiedades del amante muerto o recibir del hospital el cuerpo del amante fallecido: ¿no indican estos ejemplos cómo la «sagrada familia» constriñe, una vez más, los mecanismos que regulan y distribuyen los intereses relativos a la propiedad? ¿Son estas privaciones de los derechos civiles simplemente un modo de propagar actitudes culturales discriminatorias o ponen de manifiesto una operación específica de distribución sexual y generizada de los derechos legales y económicos?

Si continuamos tomando el modo de producción como la estructura que define la economía política es posible que para las feministas carezca de sentido abandonar la perspectiva, que tanto ha costado defender, de que la sexualidad debe ser entendida como parte de ese modo de producción. Pero incluso si consideramos, tal y como plantea Fraser, la «redistribución» de bienes y derechos como la cuestión que define la economía política, ¿cómo es posible que cometamos el error de no percibir el modo en el que estas operaciones homófobas resultan fundamentales para el funcionamiento de la economía política? Si tenemos en cuenta la forma en la que se distribuye la atención médica en este país y el ánimo de lucro que determina la organización de la atención sanitaria y de la industria farmacéutica, factores que imponen cargas diferentes sobre aquellos que viven con VIH y SIDA, ¿cómo sostener que los gays no constituyen una «clase» diferencial? ¿Cómo tenemos que analizar la producción de la población con VIH como clase de deudores permanentes? ¿No merecen las tasas de pobreza entre las lesbianas ser consideradas en relación a la heterosexualidad normativa de la economía?

El modo de producción sexual

Aunque en Justice Interruptus, Fraser admite que el «género» es un «principio básico que estructura la economía política», el argumento que ofrece es que este principio estructura el trabajo reproductivo no pagado.[9] Aunque insista en dejar claro su apoyo a las luchas de liberación de gays y lesbianas y su oposición a la homofobia, no aborda de un modo suficientemente radical las consecuencias que acarrea su propia conceptualización. No se pregunta cómo el ámbito de la reproducción, que garantiza la posición que ocupa el «género» en el marco de la economía política, está circunscrito por la regulación sexual, es decir, no se interroga por medio de qué formas obligatorias de exclusión se define y naturaliza la esfera de la reproducción. ¿Existe algún modo de analizar cómo la heterosexualidad normativa y sus «géneros» son producidos en el terreno de la reproducción sin tener en cuenta las formas obligatorias en las que la homosexualidad y la bisexualidad, así como las formas de transexualidad, son producidas como expresiones «aberrantes» de la sexualidad y sin ampliar el modo de producción para que pueda dar cuenta de este mecanismo social de regulación? Sería un error entender dichas producciones como «meramente culturales» si pensamos que son esenciales para el funcionamiento del orden sexual de la economía política, es decir, si pensamos que constituyen una amenaza fundamental para su funcionamiento adecuado.

Lo económico, ligado a lo reproductivo, está vinculado por necesidad con la reproducción de la heterosexualidad. No se trata solo de que excluya las formas de sexualidad no heterosexuales, sino de que su eliminación resulta fundamental para el funcionamiento de esta normatividad previa.

No se trata solo de que ciertas personas sufran una falta de reconocimiento cultural por parte de otras, sino, por el contrario, de la existencia un modo específico de producción e intercambio sexual que funciona con el fin de mantener la estabilidad del sistema de género, la heterosexualidad del deseo y la naturalización de la familia.[10]

¿Por qué, entonces, si tenemos en cuenta el lugar fundamental que ocupa la sexualidad en el pensamiento de la producción y la distribución, la sexualidad emergería como la figura ejemplar de eje «cultural» en las formulaciones más recientes a cargo de los marxistas y los neomarxistas?[11]

¡Con qué rapidez, y en ocasiones sin ser conscientes de ello, la distinción entre lo material y lo cultural es reelaborada cuando se trata de trazar las líneas que excluyen la sexualidad de la esfera de la estructura política fundamental!

Esto pone de manifiesto que esta distinción no constituye un fundamento conceptual, puesto que se sustenta en la amnesia selectiva que caracteriza la historia misma del marxismo. Después de todo, además de la contribución estructuralista a la obra de Marx, cabe destacar cómo la distinción entre vida cultural y material fue cuestionada desde distintos ángulos. El propio Marx argumentó que no era posible abstraer totalmente las estructuras económicas precapitalistas de los universos culturales y simbólicos en los que se inscribían, una tesis que ha impulsado la contribución fundamental de la antropología económica: Marshall Sahlins, Karl Polanyi y Henry Pearson. Este trabajo amplía y perfecciona la tesis de Marx recogida en Formaciones económicas precapitalistas[12], donde pretende explicar cómo lo cultural y lo económico llegan a establecerse como esferas susceptibles de ser separadas; en realidad, cómo la institución de la economía en tanto esfera diferenciada es el resultado de una operación de abstracción iniciada por el capital. El propio Marx era consciente de que estas distinciones son el efecto y la culminación de la división del trabajo y que, por lo tanto, no pueden ser excluidas de su estructura; por ejemplo, en La ideología alemana escribe lo siguiente: «La división del trabajo sólo se instituye totalmente como tal a partir del momento en el que aparece la distinción entre el trabajo físico y el intelectual».[13] En parte, esto es lo que determina el esfuerzo de Althusser por repensar la división del trabajo en Ideología y aparatos ideológicos del Estado en términos de reproducción de la fuerza del trabajo y, de un modo más específico, de «las formas de sujeción ideológica que contribuyen a la reproducción de las capacidades de la fuerza de trabajo».[14] La importancia de lo ideológico en la reproducción de las personas alcanza su punto culminante en la argumentación rupturista de Althusser, según la cual «una ideología siempre existe en un aparato, y en su práctica o prácticas. Esta existencia es material».[15] De ese modo, aun en el caso de que la homofobia fuera concebida únicamente como una disposición cultural, seguiría estando situada en el aparato y en la práctica de su institucionalización.

Dones culturales y materiales

En el marco de la teoría feminista, el giro hacia Lévi-Strauss incorporó el análisis del intercambio de las mujeres a la crítica marxista de la familia y desempeñó, durante algún tiempo, un papel paradigmático en el pensamiento acerca del género y la sexualidad. Por otro lado, este importante y problemático desplazamiento fue el que desestabilizó la distinción entre vida cultural y vida material. Si, de acuerdo Con Lévi-Strauss, las mujeres eran un «don», entonces formaban parte del proceso de intercambio en formas que podrían no remitirse solo al terreno de lo cultural o al de lo material. De acuerdo con Marcel Mauss, cuya teoría sobre el don sirvió de inspiración a Lévi-Strauss, el don establece los límites del materialismo. Para Mauss, lo económico es una de las partes de un intercambio que asume diversas formas culturales y la relación entre la esfera económica y la cultural no es tan nítida a como se había pensado. Aunque Mauss no atribuyó al capitalismo la distinción entre vida cultural y material, su análisis considera que las formas habituales en las que se produce el intercambio son expresiones de puro materialismo: «originalmente la res no tenía por qué ser la cosa en sentido estricto, inextricablemente tangible, el objeto simple y pasivo de la transacción en el que se ha convertido».[16] Por el contrario, para él la res es el lugar que aglutina un conjunto de relaciones. Asimismo, en principio, no es posible separar a la «persona» de sus «objetos»: el intercambio consolida o amenaza los vínculos sociales.

Lévi-Strauss no solo demostró que esta relación de intercambio no era o bien cultural o bien económica, sino que hizo que esta distinción fuera sólo inadecuada e inestable: el intercambio produce un conjunto de relaciones sociales, comunica un valor cultural o simbólico — la interrelación entre ambos resulta fundamental para entender el modo en el que las posiciones lacanianas se alejan de las de Lévi-Strauss — y asegura las vías de distribución y consumo. Si la regulación del intercambio sexual hace difícil, si no imposible, establecer una distinción entre lo cultural y lo económico, entonces ¿cuáles son las consecuencias que pueden extraerse del funcionamiento de estos intercambios una vez que hemos admitido que exceden y tornan confusas las estructuras elementales del parentesco? ¿Sería más fácil distinguir entre lo económico y lo cultural si el intercambio sexual no normativo y contranormativo llegara a constituir el sistema de circuitos excesivo del don en relación al parentesco?

La cuestión, por lo tanto, no es si la política sexual pertenece a lo cultural o a lo económico, sino cómo las propias prácticas del intercambio sexual difuminan la diferencia entre ambas esferas.

De hecho, los esfuerzos convergentes de los estudios queer y de los estudios gays y lesbianos han tenido el efecto de cuestionar el vínculo que se establecía entre el parentesco y la reproducción sexual, así como el vínculo existente entre la reproducción sexual y la sexualidad. Se podría ver en los estudios queer un importante retorno a la crítica marxista de la familia, basado en una perspectiva dinámica que desarrolla un análisis socialmente contingente y transformable del parentesco, que se distancia del pathos universalizador de las aproximaciones inspiradas en Lévi-Strauss y Lacan que han determinado algunas formas de teorización feminista. Aunque la teoría de Lévi-Strauss contribuyó a demostrar cómo la norma heterosexual produjo el género como una forma de acrecentar su influencia, no pudo proporcionar los instrumentos críticos necesarios para resolver sus callejones sin salida. El modelo obligatorio del intercambio sexual no sólo reproduce una sexualidad constreñida por la reproducción, sino una noción naturalizada del «sexo», en la cual la reproducción tiene una función primordial. En la medida en que los sexos naturalizados funcionan para asegurar la pareja heterosexual como la estructura sagrada de la sexualidad, contribuyen a perpetuar el parentesco, los títulos legales y económicos, así como las prácticas que delimitan quién será una persona socialmente reconocida como tal. Insistir en que las formas sociales de la sexualidad no sólo pueden exceder sino desbaratar los ordenamientos heterosexuales del parentesco, así como de la reproducción, equivale, asimismo, a sostener que lo que cualifica a alguien como persona y ser sexual puede ser modificado de raíz; un argumento que no es meramente cultural, sino que confirma el papel de la regulación sexual como un modo de producción del sujeto.

¿No será que estamos presenciando un esfuerzo erudito cuyo fin es normalizar la fuerza política de las luchas queer sin atender al desplazamiento fundamental en el modo de conceptualizar e institucionalizar las relaciones sociales que estas luchas demandan? ¿No será que la asociación entre la esfera sexual y la cultural, y el esfuerzo concomitante de tratarlas de forma autónoma e infravalorar a esta última, constituye la respuesta irreflexiva ante una descalificación sexual que se observa que está teniendo lugar en la esfera cultural, es decir, un intento de colonizar y confinar la homosexualidad dentro de lo cultural o como lo cultural en sentido estricto?

El neoconservadurismo dentro de la izquierda que aspira a infravalorar lo cultural no es más que otra intervención cultural.

Sin embargo, la manipulación táctica de la distinción entre lo cultural y lo económico, destinada a volver a implantar la desacreditada noción de opresión secundaria, lo único que provocará será una reacción de resistencia contra la imposición de la unidad y un reforzamiento de la sospecha de que la unidad sólo se logra mediante una escisión violenta. De hecho, por mi parte añadiría que es la comprensión de esta violencia la que ha motivado la adhesión al posestructuralismo por parte de la izquierda; dicho en otras palabras, se trata de un modo de interpretar qué es lo que debemos dejar fuera de un concepto de unidad para que éste adquiera la apariencia de necesidad y coherencia, e insistir en que la diferencia sigue siendo constitutiva de cualquier lucha.

Este rechazo a subordinarse a una unidad que caricaturiza, desprecia y domestica la diferencia se convierte en la base a partir de la cual desarrollar un impulso político más expansivo y dinámico. Esta resistencia a la «unidad» encierra la promesa democrática para la izquierda.


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Vea aquí el texto «Heterosexismo, falta de reconocimiento y capitalismo: una respuesta a Judith Butler», ensayo de Nancy Fraser que polemiza con el de Judith Butler:

https://medium.com/la-tiza/heterosexismo-falta-de-reconocimiento-y-capitalismo-una-respuesta-a-judith-butler-d3bcb759b137


Notas:

[1] La confusión a la que me refiero aparece en Alan D. Sokal, «Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hemeneutics of Quantum Gravity», Social Text, 46–47, primavera-verano, 1996, pp. 217–252.

[2] Véase mi debate sobre la igualdad con Ernesto Laclau en Diacritics, 27, primavera, 1997, pp. 3–12.

[3] Véase Seyla Benhabib, Judith Butler, Drucilla Cornell y Nancy Fraser (eds.), Feminist Contentions: A philosophical Exchange, Nueva York, 1994.

[4] Nancy Fraser, Justice Interruptus, Routlege, Londres y Nueva York, 1997. [Ed. Cast.: Iustitia Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Siglo del Hombre Editores-Universidad de los Andes, Bogotá, 1997.]

[5] Ibid., pp. 17–18; otra exposición de estas ideas puede encontrarse en Fraser, «From Redistribution to Recognition? Dilemmas of Justice in a Post-Socialist’ Age», NLR 212, julio/agosto de 1995, pp. 68–93. [Ed. cast.: NLR 0, pp. 126–155.]

[6] Robert C. Tucker (ed.), The Marx-Engels Reader, Nueva York, 1978, p. 157.

[7] Ibid.

[8] Frederick Engels, «Prefacio a la primera edición», El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Equipo Editorial, San Sebastián, 1968, p. 7. En este párrafo Engels prosigue afirmando que las sociedades evolucionan partiendo de una etapa en la que predomina el parentesco hacia otras en las que predomina el Estado, en este último estadio el parentesco es subsumido por el Estado. Es interesante destacar la coincidencia entre este argumento y las observaciones de Foucault en su Historia de la sexualidad, vol. 1, donde sostiene: «En particular, a partir del siglo XVIII, las sociedades occidentales crearon y pusieron en marcha un nuevo aparato que se superpuso al que ya existía», (p. 106, edición inglesa). El parentesco determina la sexualidad en la forma más primitiva y evidente, que Foucault caracteriza como un «sistema de alianza» (p. 107, ed. ingl.) y que continúa sustentando una nueva organización de la «sexualidad» aun cuando esta última siga manteniendo cierta autonomía con respecto a la primera. Para un análisis más amplio acerca de esta relación véase la entrevista que le hice a Gayle Rubin, «Sexual Traffic», en differences, vol. 6, 2–3, verano-otoño, 1994, pp. 62–97.

[9] Fraser, Justice Interruptus, p. 19; Iustitia Interrupta, p. 31.

[10] Además, aunque Fraser distingue entre cuestiones de reconocimiento cultural y de economía política es importante recordar que únicamente nos hacemos «reconocibles» al tomar parte en el intercambio y que el reconocimiento mismo es una forma y una condición previa al intercambio.

[11] El papel de la sexualidad en el «intercambio» ha sido el centro de la mayor parte de los trabajos que han tratado de reconciliar la noción de parentesco de Lévi-Strauss, basada en explicaciones normativas del intercambio heterosexual en la estructura social exogámica, con los conceptos marxistas de intercambio.

[12] Karl Marx, Líneas fundamentales de la crítica de la economía política (Grundrisse). Primera mitad, Crítica, Barcelona, 1978, pp. 427–468. [N. de la T.]

[13] Tucker, (ed.), The Marx-Engels Reader, p. 51.

[14] Louis Althusser, Lenin and Philosophy, and Other Essays, traducción de Ben Brewster, Nueva York, 1971, p. 133. [Ed. cast. Lenin y la filosofía, Era, México DF, 1978; Escritos, 1968–1970, Laia, Barcelona, 1975; Posiciones, Anagrama, Barcelona, 1977.]

[15] Ibid., p. 166.

[16] Marcel Mauss, An Essays on the Gift, trad. W. D. Halls, Nueva York, 1990, p. 50. [Ed. cast.: Sociología y antropología, Tecnos, Madrid, 1979.]


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