Por Jorge Luis Acanda
*Este trabajo fue publicado en la revista Temas, La Habana, número 20, abril-junio 2002.
Ya se ha convertido en un lugar común la aceptación de la relación entre cultura y política. Aunque todavía falta por lograrse un consenso en la comprensión de esa relación. No voy a dedicarme aquí a analizar este tema, que tiene demasiadas aristas como para poder ser tratadas en el espacio que un artículo permite. Quiero referirme a una cuestión muy vinculada a la cuestión «cultura y política», y que tiene que ver con los que se supone sean los representantes de la primera: los intelectuales, su lugar y su papel en los procesos políticos.
La así llamada «cuestión de los intelectuales» ha estado presente a todo lo largo del movimiento obrero, del movimiento comunista y del movimiento revolucionario (tres cosas que no son idénticas, y que a veces han coincidido, pero otras no). Tiene por lo tanto bastante más de siglo y medio de existencia. A lo largo de ese período, de «cuestión de los intelectuales» pasó a denotarse como «problema de los intelectuales», y en algunos lugares y épocas llegó a constituirse en lo que, parafraseando a Freud, podemos llamar «el malestar de los intelectuales». ¿Por qué «problema»? Puede avanzarse una primera respuesta que parece obvia: la persistencia del tema se debe a una razón de carácter ontológico-social: dadas las características específicas del modo de producción capitalista, la clase obrera no puede producir natural o espontáneamente sus propios intelectuales. Pero los necesita, porque sin intelectuales no hay ni movimiento obrero, ni comunista, ni revolucionario. Marx, Lenin, Stalin, Mao, Fidel, los grandes organizadores y propulsores de la revolución comunista, no han sido otra cosa que intelectuales. Intelectuales son los que han organizado y dirigido a la clase obrera y a la revolución. Se crea así una dificultad para esa clase obrera, dificultad que tiene permanentemente que superar. Pero esa respuesta inicial no nos aclara mucho, pues la historia nos dice que la relación de contradicción no se ha dado, como pudiera pensarse superficialmente, entre la clase obrera y la intelectualidad, sino que se produce y se reproduce, permanentemente, en el seno de la propia intelectualidad vinculada a la revolución, enfrentando a una parte de ella con otra.
Es algo cuando menos curioso, para no decir verdaderamente trágico, que la situación de los intelectuales en ese movimiento haya sido rica en conflictos, y más aún, en rechazos y antagonismos. ¿Para quién son los intelectuales un problema, y más aun, un malestar? Podemos decir que no se trata de la contradicción entre clase obrera e intelectuales, sino entre intelectuales e intelectuales. Más exactamente, entre un grupo de intelectuales situados en la posición de poder político dentro del movimiento comunista, y otro grupo intelectual carente de ese poder. Estos han constituido, permanentemente, un problema para aquellos. Si ya sabemos para quién son un problema, tenemos entonces que plantearnos esta otra pregunta: ¿por qué lo son?
No sería cierto afirmar que todo se reduce a la contradicción entre la intelectualidad conservadora y la intelectualidad revolucionaria. La cuestión de los intelectuales, que no es otra cosa que la de sus funciones y papel en el movimiento comunista, ha sido planteada por los propios intelectuales que estaban activos en las filas de este o colocados en la dirección del mismo. Y muy a menudo ha tomado la forma de debates cargados de conflictos entre los miembros del primer grupo y los del segundo. De ahí que la «cuestión de los intelectuales» haya sido presentada, a lo largo de la historia del movimiento comunista, como el conflicto entre intelectuales y partido, entre intelectuales y políticos. ¿Es legítimo presentarla de esta forma? Para poder responder a esta interrogante, tenemos primero que plantearnos esta otra: ¿qué debemos entender por intelectuales, y qué por «políticos»?
Ya desde fines del siglo XIX, con el desarrollo del capitalismo monopolista y la expansión de los mecanismos de la racionalización capitalista, los más avisados representantes de la teoría social burguesa comprendieron la necesidad de estudiar las nuevas e importantes funciones que asumían los sectores sociales vinculados a la producción, reproducción y circulación del conocimiento. La teoría de Weber sobre el papel creciente de la burocracia, las reflexiones de otros autores sobre lo que se dio en llamar «la nueva clase», etcétera, son ejemplos de esto. Aquí, como en otros campos, el marxismo tradicional se quedó rezagado. Podemos decir que en él existió un vacío con respecto a este tema. Su concepción sobre la intelectualidad la recordamos todos aquellos que tuvimos que lidiar con los manuales soviéticos. Se la interpretaba exclusivamente desde un punto de vista muy economicista, teniendo en cuenta sólo su tipo de actividad laboral y su relación de propiedad con los medios de producción, y se la presentaba como un sector o grupo social intermedio y ambivalente, que oscila entre la burguesía y la clase obrera. Explotada por la primera, se inclinaba a aliarse con el proletariado, pero condenada al individualismo por la propia característica del trabajo que realizan, es portadora de vicios e inclinaciones pequeñoburgueses. En conclusión, no es digna de fiar, y debe ser sometida a vigilancia permanente por la clase obrera, incluso cuando el nuevo estado socialista ya ha creado una intelectualidad nueva, proveniente de las filas de los obreros y campesinos. Y se concluía haciendo una diferenciación entre la intelectualidad científico-técnica, responsabilizada con el desarrollo de las fuerzas productivas, y por ende muy importante para la construcción de un socialismo que se entendía desde una visión cosificada, y que supuestamente realiza una actividad sin contenido ideológico, y la intelectualidad humanista, que no contribuye al desarrollo de las fuerzas productivas, por lo que es menos importante que los ingenieros y los químicos, y que, para justificar su existencia en el socialismo, ha de devenir en propagandista de la línea del partido, reflejando en sus poemas, novelas, pinturas y esculturas, los ideales del realismo socialista, y apoyando las directivas del partido con sus investigaciones y monografías.
En este alborear del siglo XXI no solo sabemos ya que esta concepción era simplista, sino también que se utilizó como justificación de políticas represivas con respecto a ciertos sectores de la intelectualidad en más de un país del así llamado «socialismo real». Pero ella no encierra, en exclusiva, todo lo que el marxismo puede decirnos sobre la cuestión de la intelectualidad y su papel en la revolución. En la obra de Antonio Gramsci encontramos abundantes y profundas reflexiones sobre el tema.
La teoría gramsciana sobre los intelectuales cumple un conjunto de tareas: En primer lugar, está dirigida contra la falta de comprensión en el movimiento socialista del papel y la importancia de la intelectualidad en las sociedades tardocapitalistas y para la realización de la revolución socialista. En segundo lugar, también critica la visión común, de carácter idealista, que concibe a los intelectuales como un grupo que existe encima y por fuera de las relaciones de producción, y destaca la profunda inserción de este grupo social en la reproducción del sistema de las relaciones sociales, sobre todo en la modernidad capitalista. Y, por último, busca establecer las características esenciales de la actividad intelectual en su relación con la existencia y reproducción del todo social.
https://medium.com/la-tiza/antonio-gramsci-la-potencia-de-sus-interrogantes-46fe967781e2
Es cierto que la sola mención del término «intelectual orgánico» levanta muchas ronchas, y no es para menos. Muchas veces se le ha utilizado en un sentido muy estrecho y bastante alejado del que le diera Gramsci. En un sentido en el que organicidad se identificaba con disciplina, encuadramiento, subordinación. El intelectual orgánico sería aquel que subordinaba su pensar y su acción a la disciplina debida al acatamiento de las directivas emanadas de la dirección del organismo político al que pertenecía. Esta acepción se personificaba en la lamentable historia de las sucesivas claudicaciones de una figura como Georg Lukacs, y se expresaba a las mil maravillas en aquella famosa frase que tengo entendido se le adjudica a Louis Aragon: «no hay verdad fuera de mi partido». Es comprensible, y del todo legítimo, que muchos intelectuales se opongan a esta interpretación, en la que la organicidad no significaba más que la cortapisa al ejercicio del criterio.
Comencemos entonces por aclarar lo que significaba, en el pensamiento gramsciano, tanto el concepto de intelectual como el concepto de organicidad. En el vocabulario cotidiano se ha fijado la identificación del término intelectual con el creador artístico. Intelectuales serían sólo los escritores, poetas, actores, artistas plásticos, etcétera. Pero en Gramsci vamos a encontrar una concepción distinta. A diferencia del marxismo ramplón, buscó la identidad definitoria de éstos no en su actividad intrínseca, sino en el conjunto de relaciones sociales en el que desarrollan su función.
«¿Cuáles son los límites <máximos> que admite el término intelectual? ¿Se puede encontrar un criterio unitario para caracterizar igualmente todas las diversas y variadas actividades intelectuales y para distinguir a éstas al mismo tiempo y de modo esencial de las actividades de las otras agrupaciones sociales? El error metódico más difundido, en mi opinión, es el de haber buscado este criterio de distinción en el conjunto del sistema de relaciones que esas actividades mantienen (y por lo tanto los grupos que representan) en su situación dentro del complejo general de las relaciones sociales». [1]
Este es un principio importante, pues fue el que le permitió establecer un concepto ampliado, expandido, de intelectual. Por cierto, que lo de expandido no lo digo por gusto. En los Cuadernos de la Cárcel encontramos una concepción expandida de fenómenos tan complejos como el Estado, la política, etcétera. Con ello, Gramsci cumplía un principio metodológico, que caracteriza toda su obra y le proporciona profundidad y radicalidad (en el sentido de develamiento de las raíces) a su construcción teórica: investigar los fenómenos sociales desde la comprensión del carácter difuso, molecular, capilar, del poder y de las relaciones de poder.
De ahí que para Gramsci — y esta es una precisión que debemos hacer desde el inicio — por intelectuales ha de entenderse a todos aquellos que desarrollan funciones organizativas en la producción, la política, la administración, la cultura, etcétera. No sólo los escritores y artistas, sino también los maestros de escuela, los políticos profesionales, los administradores, los técnicos, los arquitectos, etcétera, en tanto participan en la labor de producción, reproducción y difusión de valores, modos de vida, modos de actividad, principios de organización del espacio, etcétera, son intelectuales. En tanto el poder se estructura, existe y se ejerce en todos estos intersticios de lo social, y la hegemonía de la clase dominante se enraíza en ellos, intelectuales serán los encargados del funcionamiento del aparato hegemónico, o aquellos que con su actividad contribuyen a la construcción de espacios de contrahegemonía.
Pero, además, debemos destacar que son las mismas características del modo de producción capitalista las que llevan a Gramsci a la ampliación del concepto de intelectual. Como señalara Weber, el desarrollo del capitalismo implica la expansión de la racionalidad formal o instrumental. Todos los espacios de la vida social quedan sometidos a los dictados de esa racionalidad. Ello está muy vinculado a lo que Marx denominó como mercantilización creciente de toda relación social en el capitalismo. En el capitalismo el mercado pasa a jugar un papel central. Pero, en el capitalismo, «el mercado no es compra; es la generalización de un modo de representar sujetos, procesos y objetos regido por la lógica del fetichismo». [2] Los sectores sociales encargados de la organización y funcionamiento de ese proceso de mercantilización expansiva son, por lo tanto, también grupos objetivamente encargados del funcionamiento de importantísimos procesos de producción de representaciones.
En el capitalismo toda actividad y todo producto sociales devienen mercancía. La mercancía es un fenómeno muy complejo, pues a diferencia de lo que consideran la mayoría de los profesores de economía, la mercancía no se crea para satisfacer necesidades, sino para crear necesidades. Más específicamente, para producir un ser humano que sólo pueda satisfacer sus necesidades convirtiéndose en un consumidor ampliado de mercancías. El objetivo de la producción mercantil no es la producción material, sino la producción de una subjetividad social específica.
Como afirmara Gramsci en los Cuadernos, la necesidad de «profundizar y dilatar la “intelectualidad” de cada individuo» como condición necesaria de existencia del capitalismo, determina «la importancia que han alcanzado en el mundo moderno las categorías y las funciones intelectuales». [3] Por ello en el capitalismo lo cultural adquiere una importancia extraordinaria para la reproducción del sistema de relaciones sociales, importancia que no tenía en los modos de producción anteriores. Lo cultural deviene parte integrante del proceso de producción, y del proceso de reproducción ampliada del valor, es decir, del proceso de producción de plusvalía, que es la esencia del capitalismo. Ello condiciona el surgimiento de un grupo social con un peso relativo importante en el capitalismo, encargado de realizar una actividad intelectual que ya no es simplemente de legitimación ideológica del orden existente, o de difusión de alta cultura, sino sobre todo de aseguramiento de la reproducción material del modo de producción existente. «El modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia motora, exterior y momentánea, de los afectos y de las pasiones, sino que el intelectual aparece insertado activamente en la vida práctica, como constructor, organizador, “persuasivo permanentemente”, no como simple orador …». [4] Un grupo que está vinculado a la hegemonía de la nueva clase dominante — en este caso la burguesía — de una forma mucho más profunda y compleja que sus antecesores. Es por ello que Gramsci va a acuñar el concepto de intelectual orgánico. Y también el de «intelectual de masa», para indicar la aparición y expansión de este grupo social heterogéneo, masivo y multiforme.
¿Qué significa organicidad? Es un concepto que no inventó Gramsci, sino que existe en el pensamiento teórico-social, sobre todo en el pensamiento crítico, desde fines del siglo XVIII, y que es desarrollado por la teoría crítica precisamente a partir de las exigencias de su lucha contra el positivismo. La idea de organicidad tiene como objetivo establecer la relación de dependencia interna entre dos o más objetos. Dos fenómenos son orgánicos entre si cuando uno es la condición de existencia, funcionamiento y reproducción del otro.
Por lo tanto, debemos rechazar la falsa idea de que sólo la clase obrera tiene intelectuales orgánicos, o que un intelectual orgánico es tan sólo aquel que, conscientemente, se enrola en una organización política o se decide a actuar en defensa de determinados intereses clasistas. La organicidad de un intelectual viene dada por la funcionalidad intrínseca a su actividad, en tanto ella tienda a la reproducción de la hegemonía existente o, por el contrario, a la subversión de la misma. El carácter orgánico o no de la actividad del intelectual se determina a partir del análisis de la función que ejerce en el seno de la superestructura. Toda clase necesita intelectuales. Siempre existe un vínculo orgánico entre los intelectuales y las distintas clases sociales. Sean conscientes o no de ello, los intelectuales son funcionarios de una lógica macropolítica de carácter incluyente, sea del Estado, del capital, de la clase obrera, de la nacionalidad, etcétera. El intelectual, en la sociedad moderna, es orgánico a la hegemonía o a la contrahegemonía, más allá de que milite o no en algún organismo político. De hecho, puede ser más orgánico un intelectual sin militancia política que otro que si la tenga, simplemente porque la actividad intelectual del primero está más vinculada orgánicamente a la reproducción de una cierta hegemonía que la del segundo.
Ochenta años de distintas experiencias en el intento de construcción del socialismo permiten afirmar que la nomenklatura, la burocracia enquistada en las estructuras partidistas y estatales y devenida aparato de poder, no constituye en modo alguno un sector cuya actividad intelectual sea orgánica al desarrollo de una revolución comunista. El carácter de clase de la organicidad de un intelectual no depende de su voluntad, de sus inclinaciones o preferencias políticas, sino de la dimensión intrínseca de su actividad intelectual. Se puede militar en el partido comunista y no ser un intelectual orgánico del proletariado, y viceversa.
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Observemos que, para Gramsci, la categoría de intelectual incluye también a los políticos. No hay cabida entonces, desde la interpretación expuesta en los Cuadernos de la Cárcel, para referirse a los intelectuales y a los políticos como dos grupos necesaria y esencialmente antitéticos. Gramsci afirmó que la así llamada clase política «no es otra cosa que la categoría intelectual del grupo social dominante». Todos los intelectuales ejercen una función «política». En los países del comunismo estatalista, un grupo de intelectuales logró monopolizar las funciones de dirección tanto de las instituciones públicas coercitivas (el Estado, en el sentido estrecho del término) como del aparato de dirección partidista, e intentó presentarse como la única fuerza capaz de dirigir la actividad política de las masas. Ellos, en tanto «políticos» o «dirigentes», serían los encargados de articular y lograr la realización de la práctica política, y a los «intelectuales» (entendidos aquí en el sentido estrecho) quedaría la creación de las formas discursivas que legitimaran y facilitaran la difusión de esas formas y direcciones de la práctica política previamente establecidas.
Así, la teoría pasó a entenderse como un momento secundario y posterior con respecto a la práctica. Esta maniquea interpretación alcanzó carta de ciudadanía, hasta el punto de que, en muchos círculos, la expresión «intelectualizar un problema» pasó a ser sinónimo de inútil y vacío rejuego de palabras, cuando, si tomamos los conceptos en su verdadero sentido, la percepción de la existencia de un problema, y su comprensión, son en sí mismos resultados de una actividad intelectual.
Pero frente a estas deformaciones, se alza la propia historia del movimiento comunista. Lenin dijo alguna vez que sin teoría revolucionaria no puede haber práctica revolucionaria. Y Gramsci, desde su experiencia como fundador y líder del partido comunista italiano, destacó que la conciencia política de una clase es, en primer lugar, autoconciencia o conciencia de sí, «comprensión crítica de sí mismo». [5] Representa una etapa superior, pues solo en ella se alcanza la unión de teoría y práctica. Y a continuación hizo la siguiente advertencia:
«en los más recientes desarrollos de la filosofía de la praxis la profundización del concepto de unidad entre la teoría y la práctica se halla aún en su fase inicial; quedan todavía residuos de mecanicismo, puesto que se habla de la teoría como “complemento”, como “accesorio” de la práctica, de la teoría como sierva de la práctica. Parece correcto que también este problema deba ser ubicado históricamente, es decir, como un aspecto del problema práctico de los intelectuales. Autoconciencia crítica significa, histórica y políticamente, la creación de una élite de intelectuales; una masa humana no se “distingue” y no se torna independiente “per se” sin organizarse (en sentido lato), y no hay organización sin intelectuales, o sea, sin organizadores y dirigentes, es decir, sin que el aspecto teórico del nexo teoría-práctica se distinga concretamente en una capa de personas “especializadas” en la elaboración conceptual y filosófica». [6]
La organicidad de la relación entre los intelectuales y la clase que éstos representan no es mecánica: el intelectual goza de una relativa autonomía respecto a la estructura socioeconómica, y no es su reflejo pasivo. Esta autonomía es, en primer lugar, consecuencia del origen social de los intelectuales. Si bien una parte de ellos, en especial los grandes intelectuales, surge directamente de la clase que representan, la gran mayoría proviene de las clases auxiliares aliadas a la clase dirigente.
A esta autonomía estructural se suma la autonomía debida a la función misma de los intelectuales como agentes de la superestructura: el intelectual no es el agente pasivo de la clase que representa, así como la superestructura no es el reflejo puro y simple de la estructura. La autonomía es, por otra parte, indispensable para el ejercicio total de la dirección cultural y política. A este respecto resultan de gran interés algunas notas escritas en los Cuadernos a propósito de la lectura por Gramsci de la novela Babbit de Sinclair Lewis. En ellas se afirma que la existencia de una «corriente literaria realista» que realice «la crítica de las costumbres es un hecho cultural muy importante», pues la expansión de la autocrítica significa el nacimiento de «una nueva civilización… consciente de sus fuerzas y de sus debilidades». Esa autocrítica, por supuesto, han de realizarla los intelectuales orgánicos del sistema, que «se distancian de la clase dominante para unirse luego a ellas más íntimamente, para ser una verdadera superestructura y no sólo un elemento inorgánico e indiferenciado de la estructura-corporación». Estos intelectuales orgánicos constituyen «la autoconciencia cultural» de ese sistema hegemónico precisamente porque representan «la autocrítica de la clase dominante». [7] La incapacidad de un Estado para garantizar esta función de (auto)crítica por parte de su intelectualidad orgánica, y el intento de convertir a estos intelectuales en «agentes inmediatos de la clase dominante», representan para Gramsci un signo inequívoco de que ese Estado no ha logrado rebasar la fase económico-corporativa y arribar a la fase ético-política. Es decir, que esa estructura estatal no ha logrado alcanzar el grado de madurez necesario para representar los intereses esenciales de las clases revolucionarias, y para poder constituirse en agente de la «reforma cultural», en fuerza que promueva la construcción de una hegemonía de un signo inverso, subvertido, liberador y desenajenante.
La actividad crítica de la intelectualidad (entendiendo por tal, como ya hemos visto, a los escritores, maestros, dirigentes técnicos, dirigentes políticos, artistas, etcétera) con respecto a las nuevas relaciones sociales que se van erigiendo, es una labor de autocrítica, pues esas nuevas relaciones son estructuradas y puestas a funcionar por ella. Y es una labor necesaria, pues sólo así la revolución logra ser una empresa colectiva y consciente, y por tanto verdadera. La labor crítica de la intelectualidad es condición orgánica, y por tanto imprescindible, del desarrollo de la revolución.
Es preciso detenerse a reflexionar en la contraposición que estableció Gramsci entre el intelectual orgánico y lo que llamó el «intelectual tradicional». Algunos interpretan esto como que el intelectual tradicional es el que resiste políticamente al cambio, en el feudalismo o el capitalismo, y el orgánico el que actúa a favor del socialismo. Pero es una deformación del sentido en que se usaron estas categorías en los Cuadernos. Muy por el contrario de lo que muchos piensan, Gramsci creó el concepto de «intelectual orgánico» teniendo en cuenta precisamente el papel de la intelectualidad en el modo de producción capitalista, para destacar lo específico de las funciones de la intelectualidad de la burguesía a diferencia de las tareas de la intelectualidad en las sociedades precapitalistas.
En aquellas sociedades precapitalistas existió lo que Gramsci denominó el «intelectual tradicional»: los sacerdotes, escribas, funcionarios del gobierno, etcétera, que cumplían funciones intermediarias entre las masas y los distintos aparatos del Estado, y que legitimaban el status quo. El intelectual tradicional es un retórico, que crea y disemina la alta cultura. No desapareció con el advenimiento del capitalismo, y Gramsci consideraba a Benedetto Croce un ejemplo de intelectual tradicional. El intelectual orgánico es un nuevo tipo de intelectual, un producto del proceso capitalista y del cambio industrial, un intelectual que deviene «organizador técnico, un especialista en ciencias aplicadas». Se trata del nuevo intelectual de la racionalización y la tecnologización. A los abogados, maestros, sacerdotes y doctores, que siempre han sido incluidos en las filas de los intelectuales, Gramsci añadió ahora también a los farmacéuticos, científicos naturales, investigadores, arquitectos, ingenieros y personal técnico en general, al personal militar, a los jueces y el personal de la policía. Tal vez todos ellos no produzcan formas de conocimiento, pero juegan un papel clave en la diseminación de información al servicio de la tarea de disciplinar el cuerpo y la mente para los poderes existentes. Propagan una «estructura de sentimientos», una racionalidad instrumental. Se trata de los nuevos intelectuales de la racionalización capitalista. Así como los aparatos coercitivos del Estado, en la sociedad política, son movilizados cuando se les necesita para asegurar el status quo, los aparatos de la sociedad civil promueven el «consenso espontáneo».
Debo alertar sobre algo: las distintas nociones de intelectual que presenta Gramsci en sus Cuadernos no se excluyen entre sí, ni uno cancela al otro. La distinción entre intelectual tradicional e intelectual orgánico es una distinción compleja. En la historia de los intelectuales italianos, Gramsci encontró que todo grupo social crea orgánicamente uno o más estratos de intelectuales, que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función, no sólo en el campo económico, sino también en el social y el político. En este sentido, los intelectuales tradicionales de las sociedades precapitalistas fueron también intelectuales orgánicos, pues propagaban y legitimaban, estuvieran conscientes de ello o no, la concepción del mundo de la clase social que poseía el poder económico y político. A su vez, algunos de los intelectuales orgánicos del capitalismo son también intelectuales tradicionales, por su forma de actividad, que realizan en el campo de la alta cultura, desempeñando el papel de árbitros del gusto filosófico y literario, difundiendo hacia abajo, hacia el común de los mortales, las normas del buen gusto y del buen hacer. Como ya dije, Gramsci señaló el ejemplo de Croce como una figura en la que ambas caracterizaciones se integraban.
Cuando Gramsci estudió la comunidad intelectual del capitalismo, la describió como una comunidad intelectual que es tanto orgánica como tradicional a la vez. Es orgánica en tanto los empresarios capitalistas la han creado orgánicamente junto con ellos, y como condición necesaria de su reproducción como clase dominante, no sólo en el campo de la legitimación espiritual, sino también en el de su reproducción económica. Es tradicional en tanto este grupo humano, como toda intelectualidad encargada de la legitimación de la dominación, incorpora los valores predominantes y modos de ver de la clase económica dominante y produce una alta cultura acorde con estos valores.
Esta comunidad intelectual, surgida orgánicamente del modo de producción capitalista, contiene tanto al filósofo y al escritor, a los organizadores de la nueva alta cultura, como también al técnico industrial, al especialista en economía política, al diseñador de los espacios urbanos, al administrador del nuevo sistema legal, en tanto ellos propagan las normas de la cultura cotidiana. Tanto aquellos como estos difunden la concepción del mundo propia del modo de producción capitalista, caracterizada por la idolatría del progreso tecnológico, la visión tecnocrática-funcionalista del progreso, y la racionalidad instrumental.
Debe hacerse notar que Gramsci diferenció una serie de comunidades intelectuales orgánicas dentro de los escalones superiores del capitalismo. Mientras que los empresarios capitalistas pueden crear una élite administrativa de economistas, ingenieros, abogados y políticos culturales para cumplir complejas tareas de organización de alto nivel, los empresarios mismos representan una especie de comunidad intelectual, en tanto ellos organizan la administración de esto niveles superiores de organizaciones sociales. Esto presupone de su parte una combinación de cualidades de liderazgo, conocimiento del comportamiento y la psicología individuales y colectivas, conocimiento técnico y capacidad económica. En los Cuadernos, Gramsci escribió que el modo de ser del nuevo intelectual no puede seguir consistiendo en la elocuencia, sino en la participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, persuadidor permanente, y no simplemente como orador.
Esta concepción compleja sobre la composición de la intelectualidad orgánica tiene mucho que ver con la interpretación gramsciana sobre la hegemonía. La intelectualidad es el agente social de afianzamiento de la hegemonía, pero para Gramsci la hegemonía no es un fenómeno exclusivamente ideológico. No utilizó este concepto como idea que justificara la subvaloración o el olvido de la importancia de los procesos estructurales en la articulación de la hegemonía burguesa, ni mucho menos en la conformación de la hegemonía comunista. Resaltar el componente ético-cultural de la hegemonía no significó nunca, para Gramsci, desconocer el necesario componente económico de la misma. En un momento cenital de la lucha revolucionaria, en junio de 1919, escribió lo siguiente:
«… el que funda la acción misma sobre pura fraseología ampulosa, sobre el frenesí de las palabras, sobre el entusiasmo semántico, no es más que un demagogo, no un revolucionario. Lo que hace falta para la revolución son hombres de espíritu sobrio, hombres que no hagan faltar el pan en las panaderías, que hacen rodar los trenes, que proporcionan materias primas a las fábricas y saben cambiar en productos industriales los productos agrícolas, que aseguran la integridad y la libertad de las personas contra las agresiones de los malhechores, que hacen funcionar el complejo de los servicios sociales y no reducen el pueblo a la desesperanza y a una horrible carnicería»[8].
Años más tarde, en los Cuadernos de la Cárcel, insistió en que «si la hegemonía es ético política no puede dejar de ser también económica, no puede menos que estar basada en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo rector de la actividad económica». [9] De ahí la importancia de los grupos que realizan su actividad intelectual en la organización del proceso económico, pues con ello ejercen una influencia decisiva sobre la conformación de la subjetividad socialmente establecida. Ello se reafirma en este otro fragmento:
«La base económica del hombre colectivo: grandes fábricas, taylorización, racionalización, etcétera. Pero en el pasado, ¿existía o no el hombre colectivo? Existía bajo la forma de dirección carismática… es decir, se obtenía una voluntad colectiva bajo el impulso y la sugestión inmediata de un «héroe», de un hombre representativo; pero esta voluntad colectiva se debía a factores extrínsecos y se componía y descomponía continuamente. El hombre-colectivo moderno, en cambio, se forma esencialmente desde abajo hacia arriba, sobre la base de la posición ocupada por la colectividad en el mundo de la producción».[10]
Es ahí precisamente donde reside la importancia de la intelectualidad orgánica revolucionaria, y de su labor crítica: sólo ella permite la estructuración, incesante y progresiva de la «voluntad colectiva» y del nuevo tipo de subjetividad social en el que se encarna.
Veamos ahora la interpretación que hizo Gramsci sobre el intelectual orgánico de la clase obrera.
Como afirmó Hobsbawn, Gramsci no consideró que «las clases subalternas sean una especie de bella durmiente del bosque, destinada por la magia de la historia a despertar en el momento justo»,[11] ni que le tocaba al intelectual orgánico revolucionario jugar el papel del príncipe azul que despierta a la bella durmiente. La clase obrera ha surgido como resultado del modo de producción capitalista, ha sido creada por la burguesía, y ha existido en el seno de la hegemonía cultural de esta clase. Su «subalternidad» es resultado de ese condicionamiento social. Los grupos revolucionarios no pueden aspirar a «encontrarlo todo hecho», a construir la nueva hegemonía cultural simplemente tomando los productos y formas de conciencia colectiva de esas clases subalternas, generalizándolos a toda la sociedad. Ya en El Manifiesto Comunista se había lanzado la siguiente advertencia: «Todas las clases que en el pasado lograron hacerse dominantes trataron de consolidar la situación adquirida sometiendo a toda sociedad a las condiciones de su modo de apropiación. Los proletarios no pueden conquistar las fuerzas productivas sociales sino aboliendo su propio modo de apropiación en vigor».[12] No existe algo que pudiera llamarse «un modo proletario» de apropiación de la realidad. En la sociedad capitalista, el modo burgués de apropiación es el predominante y hegemónico, pues lo ha expandido a todas las demás clases sociales. Por eso debe ser abolido, para crear uno nuevo, todavía no existente plenamente en la sociedad capitalista, presente sólo como posibilidad, como potencialidad, como conjunto de momentos específicos y aislados actuantes en el conjunto de la producción espiritual de los grupos subalternos, la cual está funcionalizada por la hegemonía burguesa. La destrucción de esa hegemonía implica la destrucción y superación de la cultura de las clases sociales explotadas. Es siguiendo esta línea de razonamiento que deben leerse las numerosas páginas dedicadas en los Cuadernos al tema de la cultura revolucionaria, páginas que han sido muchas veces objeto de interpretaciones erróneas.
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Una vez más es preciso alertar contra las interpretaciones simplistas y deformadas del legado gramsciano. Gramsci no es un «populista». No consideraba que «el pueblo», por alguna razón milagrosa, ha logrado crear una cultura que, por «popular», es antitéticamente diferente a la cultura de la clase en el poder, una cultura libre de toda influencia hegemónica de la cultura dominante. Sería un error pensar que la clase dominante ejerce su hegemonía sólo a través de la cultura «oficial» o «alta cultura», y entender a la cultura popular exclusivamente como cultura de la resistencia. Esta es una concepción que, desde el punto de vista gnoseológico, repite los esquemas dicotómicos y mecanicistas, y que, desde una perspectiva política, lleva a dispensar, injustificadamente, a las fuerzas revolucionarias de la tarea, larga y sumamente compleja, de tener que construir una nueva cultura, pues conduce a la creencia de que basta con tomar algo ya dado con anterioridad a la propia revolución, entregando a la cultura popular a su dinámica interna de desarrollo, y que con ello aparecería espontáneamente la cultura revolucionaria. Esta concepción, además de establecer una coartada para las posiciones de subvaloración de lo cultural y del papel de los intelectuales (posiciones que caracterizaron a las élites dirigentes de muchos países que intentaron la construcción del socialismo), implica una posición antidialéctica, pues ignora el carácter internamente contradictorio de la cultura popular, en tanto producto social, y por ende resultado del entrecruzamiento de relaciones de fuerza de signo muy diverso, y portadora, en consecuencia, no sólo de elementos de oposición y resistencia de las clases subordinadas al poder, sino también de elementos de la hegemonía de la clase dominante. Es preciso descubrir la presencia de relaciones hegemónicas de dominación en el seno de la propia cultura de los «simples».
La noción de hegemonía implica un elemento de consenso, no reductible al efecto ideológico del engaño o la ocultación. La concepción gramsciana rompe con los esquemas verticalistas, y establece que el poder no se impone desde arriba, sino que su éxito depende del consentimiento de los de abajo. El poder se produce y reproduce en los intersticios de la vida cotidiana. Es, por ende, ubicuo, y se halla presente en cualquier producto o relación sociales.
La cultura es siempre políticamente funcional a los intereses de las distintas clases. La clase dominante es hegemónica precisamente por su control de la producción cultural. Este es el punto de anclaje fundamental de la dominación. Es por ello que la emancipación político-económica de las clases subalternas es imposible sin su emancipación cultural. Emancipación que es también liberación de su sujeción a la cultura popular, a la cultura que ha creado bajo las condiciones de la hegemonía burguesa. De ahí que desde el punto de vista de su capacidad liberadora, Gramsci juzgue negativamente a la cultura popular, pues la considera incapaz de, por sí sola, liberar a las masas populares. Por lo tanto, éstas, para emanciparse, deben trasmutarse y abandonar los contenidos de su identidad cultural, avanzando hacia la constitución de una nueva identidad que supere a la anterior. Un elemento característico de las propuestas gramscianas consiste precisamente en que ellas marcan más el momento de la escisión que el de la continuidad entre la cultura popular y la cultura revolucionaria.[13]
Para Gramsci es necesario crear y difundir entre los individuos una nueva concepción del mundo. Hay que liberar a las masas de su cultura y llevarlas a una visión del mundo diferente en tanto coherente, crítica y totalizadora. La cultura popular no es concebida como un punto de llegada, sino como un punto de partida para el desarrollo de una nueva conciencia política, cuyas raíces estén echadas en la cultura popular, pero para modificarla y superarla. Esta operación exige una pedagogía adecuada y un saber apropiarse de los elementos progresivos de la cultura y del espíritu popular creativo. La nueva cultura no nace y se desarrolla por sí misma, sino que es menester organizarla y tomar medidas que la desarrollen. Es a la intelectualidad orgánicamente revolucionaria, a través de su labor de difusión de un pensamiento crítico y de una «estructura de sentimiento» acorde a ello, a quien toca tomar esas medidas.
Las reflexiones sobre el sentido común contenidas en los Cuadernos son de gran importancia para aprehender la esencia de la teoría de la hegemonía. El sentido común es un instrumento de dominación de clase. De ahí que en los Cuadernos se afirme que la nueva concepción revolucionaria del mundo «solo puede presentarse inicialmente en actitud polémica y crítica, como superación del modo de pensar precedente y del pensamiento concreto existente (o del mundo cultural existente). Es decir, sobre todo, como crítica del “sentido común”».[14]
Gramsci distingue entre sentido común y «buen sentido», o núcleo sano de la concepción del mundo espontánea de las masas. Al hablar de «buen sentido» se refiere a la presencia, en el sentido común, de elementos de humanización y racionalidad, de elementos de un pensamiento crítico y verdaderamente contrahegemónico. El buen sentido ejerce una función crítica con respecto a las cristalizaciones y dogmatizaciones presentes en el sentido común. Es en este núcleo sano en el que deben apoyarse los intelectuales orgánicos de la revolución a los efectos de proveer de una base real para la construcción de la nueva hegemonía. La tarea no es la de aceptar la cosmovisión popular y las normas prácticas de conducta de las masas, sino la de construir un nuevo sentido común, pues el ya existente en la sociedad capitalista es incapaz de crear libremente una conciencia individual y colectiva coherente, crítica y orgánica.
«La filosofía de la praxis no tiende a mantener a los “simples” en su filosofía primitiva de sentido común, sino al contrario, a conducirlos hacia una concepción superior de la vida… para construir un bloque intelectual-moral que haga posible un progreso intelectual de masas».[15]
Está claro que, para Gramsci, la producción de la hegemonía liberadora significa un proceso pedagógico inédito en la historia de la humanidad. Y ello por dos razones: por los contenidos a ser enseñados, y por la relación pedagógica entre educador y educado.
Como ya apunté anteriormente, en los Cuadernos encontramos un replanteamiento del socialismo en términos éticos-culturales. La nueva sociedad se ve como aquella que crea las condiciones para que las masas se apropien y produzcan un modo de pensar diferente al que ha predominado históricamente. La dominación y la explotación han marcado las características de todas las formaciones sociales existentes hasta el presente. Como premisa y resultado, a la vez, se ha universalizado un tipo de producción espiritual que reproduce la jerarquización asimétrica y la reificación, y que se caracteriza por la subordinación cognoscitiva, la asimilación acrítica, la cosificación, la enajenación, la naturalización de las relaciones sociales, la interpretación instrumental del saber, los métodos pedagógicos verticalistas y repetitivos, la persistencia del mesianismo y la modelación unilateral de los procesos del pensamiento. El socialismo estadolátrico no desestructuró esa armazón epistémica, ni se propuso la producción de un modo de pensamiento diferente, cuestionador, abierto, iconoclasta, desafiante de la autoridad y las falsas certezas, sino que intentó utilizar los viejos mecanismos de producción espiritual para crear, a marchas forzadas, la nueva sociedad. Aquí. Los resultados son bien conocidos.
La construcción de la hegemonía revolucionaria es un acto pedagógico. «Cada relación de hegemonía es una relación pedagógica». Pero esa relación pedagógica «no puede ser reducida a relaciones específicamente escolares».[16] Por ello Gramsci enfatiza en que la idea de que «no se trata de una educación “analítica”, esto es, de una “instrucción”, de una acumulación de nociones, sino de educación “sintética”, de la difusión de una concepción del mundo convertida en norma de vida».[17] No se trata de difundir un conocimiento instrumental entre las masas, sino de universalizar la capacidad de pensamiento crítico.
Si el contenido de esa educación es diferente, también lo es su modo de realizarse. El objetivo de los grupos dirigentes de la revolución no puede ser el de mantener a los «simples» en su posición intelectualmente subalterna. «La filosofía de la praxis… no es el instrumento de gobierno de grupos dominantes para tener el consentimiento y ejercitar la hegemonía sobre clases subalternas, sino que es expresión de estas clases subalternas, que desean educarse a sí mismas en el arte de gobierno».[18] Si la revolución socialista ha de ser la subversión de la hegemonía capitalista, y la construcción de una hegemonía de signo radicalmente diferente, en tanto humanista y liberadora, entonces la relación a establecer entre los «simples» y los grupos dirigentes de esa revolución ha de estar marcada por la siguiente pregunta:
«¿Se quiere que existan siempre gobernados y gobernantes, o por el contrario, se desean crear las condiciones bajo las cuales desaparezca la necesidad de la existencia de esta división?. O sea, ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que tal división es sólo un hecho histórico, que responde a determinadas condiciones?».[19]
La construcción de la hegemonía socialista no es sólo un proceso político, sino también gnoseológico, y es ello lo que torna el cambio político verdaderamente radical. No es posible transformar las relaciones sociales de producción capitalistas y eliminar la dominación, si las nuevas relaciones de poder siguen repitiendo los esquemas asimétricos. Es por ello que en los Cuadernos se establece una contraposición entre aquellas élites revolucionarias animadas de la voluntad de romper el patrón objetualizante de las relaciones intersubjetivas, y aquellas que, aunque animadas de los mejores deseos, no tienen en cuenta este importante factor, y conciben la función de la organizaciones políticas de lucha exclusivamente como la de búsqueda de una «fidelidad genérica de tipo militar a un centro político».[20] La continuación de este fragmento es concluyente: «La masa es simplemente de “maniobra” y se la mantiene “ocupada” con prédicas morales, con estímulos sentimentales, con mesiánicos mitos de espera de épocas fabulosas, en las cuales todas las contradicciones y miserias presentes serán automáticamente resueltas y curadas».[21]
A la luz de las experiencias históricas que condujeron al ominoso final de los experimentos anti-capitalistas en los países de Europa del Este, las ideas planteadas por Gramsci cobran un carácter admonitorio. Es imposible la construcción y mantenimiento de la hegemonía socialista si se mantienen los esquemas verticalistas y el carácter pastoral del poder. La subversión política es, en su sentido más amplio y profundo, pero también más estricto, revolución cultural. Implica la conformación de una política para el desarrollo por primera vez libre y multilateral de la subjetividad humana, que, por lo tanto, tiene que superar los «unanimismos» impuestos y la interpretación de la unidad como excluyente de la diferencia y la discusión.
Gramsci presentó de un modo nuevo el problema, vital y permanente para el marxismo, de la relación entre un centro organizador del proceso político y la espontaneidad, creatividad y autonomía de las clases implicadas en la subversión del modo de apropiación capitalista. La cuestión cardinal de producir un ensamblaje entre ese centro y las formas de asociatividad revolucionarias surgidas en las propias masas en la lucha permanente por el desarrollo de la nueva hegemonía. Por ello distinguió entre el centralismo democrático y lo que llamó «centralismo burocrático», en el que el aparato organizativo se autonomiza con respecto a las clases en lucha y pasa a defender sus intereses de autoconservación, y no los de aquellas.
«La burocracia es la fuerza consuetudinaria y conservadora más peligrosa; si ella termina por constituir un cuerpo solidario y aparte y se siente “independiente” de la masa, el partido termina por convertirse en anacrónico y en los momentos de crisis aguda desaparece su contenido social y queda como en las nubes».[22]
Por el contrario, el centralismo democrático
«ofrece una fórmula elástica, que se presta a muchas encarnaciones, dicha fórmula vive en cuanto es interpretada y adaptada continuamente a las necesidades. Consiste en la búsqueda crítica de lo que es igual en la aparente disformidad, y en cambio distinto y aún opuesto en la aparente uniformidad».[23]
De ahí la importancia que Gramsci le concedió a la obtención del consenso «activo» como pieza clave de la hegemonía revolucionaria. La burguesía logra su hegemonía porque hace pasar sus intereses como intereses generales, de toda la sociedad. Obtiene un consenso que puede considerarse pasivo, pues es sólo ella, como sujeto excluyente de la reproducción social, quien fija el orden cultural existente en consonancia con lo que le sea de provecho. Pero la hegemonía liberadora sólo puede construirse si todas las clases y grupos empeñados en la subversión del modo de apropiación capitalista poseen las capacidades materiales y espirituales necesarias para plantear sus propios intereses y, en conjunto, establecer los puntos de encuentro. Para el socialismo,
«… es cuestión vital el logro de un consenso no pasivo e indirecto, sino activo y directo, es decir, la participación de los individuos aunque esto provoque la apariencia de disgregación y de tumulto. Una conciencia colectiva y un organismo viviente se forman sólo después que la multiplicidad se ha unificado a través de la fricción de los individuos y no se puede afirmar que el “silencio” no sea multiplicidad. Una orquesta que ensaya cada instrumento por su cuenta, da la impresión de la más horrible cacofonía; estas pruebas, sin embargo, son la condición necesaria para que la orquesta actúe como un solo “instrumento”».[24]
La importancia del consenso activo, y por ende de la conformación de un sustrato cultural que permita la independencia intelectual de cada individuo, confirma la idea gramsciana del papel esencial a jugar por la intelectualidad revolucionaria orgánica en la estructuración de la nueva hegemonía.
Gramsci diferenció entre «pequeña política» y «gran política»,[25] por lo que me parece que es legítimo distinguir entre grandes políticos revolucionarios, o verdaderos políticos revolucionarios, en el sentido orgánico, y «pequeños políticos». El verdadero político revolucionario concibe el poder que detenta como un instrumento en función de la realización de un proyecto ético-cultural que trasciende mezquinos intereses de grupo; el «pequeño político» no llega ni siquiera a ser un «pequeño político revolucionario», pues no logra entender la dimensión desenajenante que necesariamente ha de tener la nueva hegemonía comunista, y agota su esfuerzo en el manejo de la coyuntura.
Un estadista es un gran político revolucionario, pero también lo es un maestro de escuela, o un director de programas de televisión, o un arquitecto, en tanto colocan su actividad intelectual en función del desarrollo de una «conciencia de sí» crítica y coherente entre el pueblo. Ellos serán siempre la piedra en el zapato de los politiquillos, el verdadero malestar en su existencia, por cuanto estos últimos, pese a su posición consagrada en un calificador de cargos, no han sido, ni serán nunca, orgánicamente revolucionarios. Y no se puede ser un revolucionario inorgánico.
NOTAS
[1] A. Gramsci, Los Intelectuales y la Organización de la Cultura, Buenos Aires, Lautaro, 1960, p. 14.
[2] José Miguel Marinas, «La verdad de las cosas (en la cultura del consumo)», revista Ágora, Universidad de Santiago de Compostela, 1997, volumen 16, nr. 1, p. 92.
[3] A. Gramsci, Los Intelectuales y la Organización de la Cultura, edición citada, p. 16.
[4] Ibidem, p. 15.
[5] A. Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, La Habana, Edición Revolucionaria, 1966, p. 20.
[6] Ibidem, pp. 20–21.
[7] Notas sobre Maquiavelo, sobre Política y sobre el Estado Moderno, Buenos Aires, Lautaro, 1962, p. 325.
[8] Citado en: AA. VV., Revolución y Democracia en Gramsci, Barcelona, Editorial Fontamara, 1981, p. 148.
[9] A. Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, edición citada, p. 55.
[10] Ibidem, p. 185.
[11] Eric Hobsbawn, «De Italia a Europa», en: AA. VV., Revolución y Democracia en Gramsci, Barcelona, Fontamara, 1981, pp. 35–36.
[12] Carlos Marx, Federico Engels, Manifiesto Comunista, La Habana, Editora Política, 1966, p. 70.
[13] Rafael Díaz-Salazar, El Proyecto de Gramsci, Barcelona, Anthropos, 1991, p. 154.
[14] A. Gramsci, El Materialismo Histórico y la Filosofía de Benedetto Croce, edición citada, p. 18.
[15] Ibidem, p. 19
[16] Ibidem, p. 34.
[17] Ibidem, p. 222.
[18] Ibidem, p. 234.
[19] A. Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre Política y sobre el Estado Moderno, edición citada, p. 41.
[20] Idem, p. 45.
[21] Idem, p. 46.
[22] Idem, p. 78.
[23] Idem, p. 105.
[24] Idem, p. 193.
[25] A. Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, edición citada, p. 177.
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